La encuadernadora de libros prohibidos (18 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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Descubrí mi diario en su escritorio, junto a un precioso secante, un tintero, una bandeja con plumas y un abrecartas. Era el diario encuadernado en seda azul bordada con flores rosas, doradas y plateadas, y efectivamente combinaba con la decoración del ambiente. Cuando la dama palmeó una vez más la silla a su lado, la vista de sus manos me hizo esconder, avergonzada, las mías.

El puño del que surgía su mano estaba bordado con hilos rojos y azules que parecían gemas, y alrededor de la cintura llevaba una elaborada faja enjoyada con cuentas rojas y azules. Su rostro no era precisamente hermoso: sus facciones eran más mediocres que lo que daba a entender lo expansivo de la habitación, y sus ojos, que parecían no verme, eran pequeños y en forma de almendra. Sus labios eran finos, y cuando sonreía lo hacía sin separarlos, aunque como diría mi madre, al menos sonreía. Sin duda le hubieran agradado descripciones como «enigmática» o «triste». El color de su tez habría cautivado a nuestros pintores modernos, y al igual que la habitación, se desprendía de él cierto brillo dorado.

—¡Así que usted es mi gran encuadernadora! —Su tono de voz era quedo, pero con una nota autoritaria, como si sólo hablase para destilar ingenio o sarcasmos inteligentes—. Déjeme mirarla bien. No puedo explicarle el revuelo que provocó Charlie cuando nos dijo que usted era una mujer. Dígame, señora Damage, usted debe de ser extremadamente inteligente para poder llevar a cabo esta tarea. ¿Es un trabajo muy duro?

Nunca podré recordar lo que respondí. Supongo que hablé con simpleza y timidez, y que ella no lo notó ni le importó. Recuerdo haberme preocupado sobre todo de mi pronunciación.

La conversación fluyó razonablemente, y ella llevaba la iniciativa. Hablaba con frases cortas, como si fuese a quedarse sin aire. Pero no escatimó alabanzas a mi trabajo de encuadernación y me reveló su pasión por el tema. Me indicó las diferentes estanterías, pidiéndome que cogiese aquel libro de poesía, o ese otro de diarios, y se los llevase. Las estanterías estaban llenas hasta el tope, y era difícil sacar los libros por los costados del lomo. No hubiera sido el primer lomo rasgado al intentar coger un libro. Yo estaba tan ansiosa que temía mancharlos con las manos, por lo que pensé en pedirle un pañuelo para protegerlos. No caí en qué absurdo era que a una encuadernadora le inquietara que sus manos, que manipulaban libros a diario, no pudiesen sostener un libro terminado durante unos segundos.

Evidentemente ella no compartía mis reservas, ya que frotó las pieles y las telas que cubrían los libros de la misma manera en que yo trabajaría la piel de un pollo antes de meterlo en el horno, y abrió los libros con tal fuerza que parecía enseñarme cómo cortar el pollo por la mitad. La cantidad de lomos que rompió aquella tarde durante mi breve visita podría haberme dado trabajo durante días, sin mencionar las cabezadas. En todo caso, si alguna vez los encargos de Diprose disminuían, siempre podría ofrecerle mis servicios. Además, aunque algunos de sus libros poseían bellas encuadernaciones, no había nada que yo no pudiese realizar, e incluso descubrí algunos ejemplares que jamás hubieran salido de Encuadernaciones Damage en ese estado. Poco a poco comencé a darme cuenta de que podía considerarme una encuadernadora medianamente competente, con capacidades que superaban mis propias dudas.

—¿Ha estado usted en América? —me preguntó de repente.

Le respondí que no. Intenté añadir algo apropiado, pero supuse que no le interesaría saber que la única persona de mi familia que había realizado un viaje de larga distancia era el tío abuelo de Peter, que fue enviado a las colonias por motivos políticos y se llevó a sus primos con él. Peter, en un rapto de rectitud moral, había decidido no compartir los detalles conmigo, y ahora me tocaba a mí ocultarlos a mi empleadora.

Ella llenó mi silencio con unos suspiros, dando a entender que había algo que le preocupaba. Volvió a cerrar los ojos y me preguntó si conocía las actividades de la Sociedad de Damas para la Asistencia a los Fugitivos de la Esclavitud. Una vez más, tuve que desilusionarla.

Según me explicó, ella era miembro de dicha sociedad, que colaboraba con la Sociedad Británica y Extranjera contra la Esclavitud. Me contó, hablando cada vez más rápido y casi sin aliento, su iniciación en el movimiento abolicionista al entrar en la edad adulta, cuando sintió cómo se quitaba de encima el peso de la frivolidad social para remplazado por una causa importante, que pesaba mucho pero no la aplastaba.

Finalmente acepté que no necesitaba tener nada interesante que decir. Mientras la escuchaba, dejé que mi mirada se perdiese nuevamente por la habitación, y esta vez descubrí un panfleto enmarcado que mostraba una figura no muy distinta de la estatua del salón, aunque de rodillas y encadenado. Sólo pude distinguir el título: «¿Yo no soy un hombre y un hermano?».

—Déjeme hablarle de los horrores que nuestros hermanos de color sufren todavía en América... —continuó.

Me los contó, y tenía razón al calificarlos de horrores. Sin embargo, no podía evitar pensar en nuestros propios hospicios, que se parecían bastante a lo que ella contaba: mujeres separadas de sus esposos, niños separados de sus madres, enfermedades, hambre, los cuerpos de muchachos encontrados sin vida y que todo el mundo sabía que había sido su señor, pero que nadie podía acusarle, ya que no eran más que sus juguetes, todos ellos, incluso los más pequeños. Así, a medida que hablaba de latigazos y cuerpos colgados de los árboles, yo seguía sin ver muchas diferencias, aunque estaba segura de que lady Knightley encontraría alguna. Me sentí aliviada cuando al fin decidió mencionar el propósito de nuestro encuentro. Temía que lo hubiese perdido de vista, y esta vez no tenía idea de cuál podría ser la razón de mi presencia. Incluso comenzaba a pensar que esto era lo que hacían las damas de su condición social para entretenerse: llamar a una mujer desventurada y atormentarla con espantosas historias acerca de lo que la gente de nuestro color hacía a las personas de otros colores en tierras lejanas.

—Una de las principales actividades de nuestra sociedad, además de las interminables campañas a favor de la abolición, es conseguir patrocinios. Cada año juntamos el dinero suficiente para ayudar a un puñado de fugitivos de la esclavitud en su huida y a reconstruir su vida. Es muy duro vivir como hombre libre, incluso en un Estado donde la esclavitud ha sido abolida. Es más seguro Boston que Virginia, y Canadá que Boston. Pero lo más seguro es Europa. Los más afortunados podrán llegar hasta aquí, y aquí les ayudamos.

»Hay un esclavo en quien estamos particularmente interesadas. Lady Grenville visitó a unos amigos en Virginia el año pasado, y quedó tan impresionada por el joven muchacho que logró recaudar una suma bastante importante en reuniones de sociedad y ventas benéficas para comprarlo a su amo. Pero, por desgracia, lady Grenville ha muerto, y la responsabilidad de este asunto ha recaído sobre mí. Le encontramos un puesto de porteador en Farmer y Rogers, en Regent Street, pero ha tenido la mala suerte de que lo despidieran por llegar tarde. Merece una segunda oportunidad. Quisiera poder brindarle una posición más estable, en un comercio más íntimo y familiar, para que pueda ganarse la vida y reducir su dependencia de nuestra sociedad.

»El hecho inevitable es que se trata de un hombre. Todas quedamos bastante sorprendidas al descubrir que nuestro encuadernador era una mujer, pero...

—Sólo puedes tener la mitad de lo que deseas.

—¿Perdone?

—Oh, discúlpeme, señora, estaba pensando en voz alta. Mi madre solía decir: «Sólo puedes tener la mitad de lo que deseas». No me refiero a usted, por supuesto, pero...

—Ya veo, sí. —Pareció sopesar mis palabras un momento—. Un sentimiento bastante particular. Pero efectivamente, en esta situación uno sólo puede tener la mitad de lo que desea. —Asintió despacio con la cabeza—. Veo que usted no es una persona ordinaria, por lo que imagino que será capaz de manejar esta situación especial.

¿Qué podía responder? ¿Acaso mi vida no era lo bastante dura para hacer también de madre de un fugitivo vagabundo? ¿Y qué pasaba con los millones de pobres almas agolpadas en el umbral de mi puerta en Lambeth que también merecían un empleo? ¿Y si los encargos disminuían? De momento, entre Jack y yo nos apañábamos bien, pero ¿qué sucedería el día en que mi eficiencia aumentase y pudiera encuadernar un libro dos veces más bello en la mitad del tiempo? A lady Knightley jamás se le habría ocurrido preguntarme si esto encajaba con mis planes para el negocio, o si el comercio iba lo suficientemente bien para poder pagar a otro empleado.

En ese momento ella barrió todos mis temores y convocó directamente a mi más baja naturaleza, la cual, dada mi desesperación, era muy receptiva.

—La sociedad le ofrecerá a cambio un subsidio sustancioso. No pretendemos que usted cubra los gastos de formación e instalación de su propio bolsillo. Recibirá una suma inicial de cinco libras, seguidas de veinticinco chelines al mes.

¡Cinco libras! No podía negarme. De todas formas, sabía que no tenía muchas opciones, pero el dinero acabó con todas mis dudas. En mi cabeza ya tomaba forma un plan rudimentario: nuevos clientes, la eficiencia de un renovado triunvirato en el taller... Además, aunque fuese un hombre, pero estaba tan desesperado como yo, y sin duda agradecería incluso hacer el trabajo de una mujer: podría dejarle toda la costura y el plegado.

—Usted llevará la cuenta de cualquier daño que ocasione a sus pertenencias, y nosotros lo cubriremos. —En ese instante todas mis dudas regresaron con fuerza. ¿Acaso había aceptado contratar a un animal salvaje?—. He dicho que usted no era una persona ordinaria. Si hace esto por mí, probará ser una persona extraordinaria.

Yo no me sentía precisamente extraordinaria, sino más bien temeraria. ¡Pero cinco libras, y veinticinco chelines al mes!

En algún momento dejó de hablar, ya que hizo sonar una campanilla que se encontraba sobre una bandeja junto a su tumbona y me miró con una enorme sonrisa. Esperamos en silencio hasta que Buncie apareciese en la puerta. Me puse de pie y me preparé para salir.

—¿Señora Damage?

—¿Sí, señora?

—No mencione nada de esto a Jossie. Seguramente trataría de intervenir, y yo no estoy dispuesta a tolerar otro sermón sobre la esclavitud.

Tras decir esto, cerró la boca y miró hacia otro lado.

—Pero... —Hice una pausa, y oí como Buncie refunfuñaba a mis espaldas, de manera que sólo yo, y no su señora, pudiese escucharla.

Pensé en lo que sir Knightley me había dicho sobre mí y mi familia—. Pero él... él... sabe todo lo que ocurre en el taller.

—Pues no tiene por qué saber esto, ¿no es así? —soltó.

Y entonces Buncie me acompañó hasta la puerta, y yo corrí de vuelta a casa, intrigada por este nuevo pacto con una nueva extraña y elegante persona, suspendida en su habitación mágica, en medio de una ciudad llena de secretos.

9

Polly tenía una muñequita muy enferma, muy enferma,

y llamó al doctor para que la atendiera, atendiera.

Llegó el doctor con su maleta y su bombín,

y llamó al timbre con un ring, ring.

Miró a la muñeca con cara asustada,

y le dijo a Polly: «Déjala acostada».

Le escribió en una receta una poción, poción.

«Mañana vendré a por mi retribución, retribución, retribución.»

A pesar del nuevo cariz que habían tomado los acontecimientos y de la promesa de un nuevo empleado para el taller, los rigores del día a día me hicieron olvidar por completo mi visita a lady Knightley en cuanto regresé a casa. Trabajé con ahínco en el taller hasta el final del día, cuando Peter despertó y comenzó a llamarme. Todas las cavidades de su rostro estaban hinchadas: los pliegues de la piel bajo sus ojos parecían bolsas de sangre, oscuros como ríñones en una carnicería, y tenía la boca arrugada y llena de ampollas.

—T-t-tuve u-u-na pesad-d-dilla.

—¿De verdad, mi amor? ¿Qué fue lo que te asustó?

—N-n-n-no tengo miedo. Llévame junto al fuego.

Lo instalé con una manta y una taza de té antes de regresar al taller para terminar de grabar las flores doradas en el último de los doce libros. Estaba contenta con el motivo de hojas de hiedra, ya que era probablemente el único símbolo de fidelidad que pasaría por las manos de quienes los leyesen. Jack estaba armando
Cultos, símbolos y atributos de Venus,
y Lucinda acomodaba los retazos de cuero en el suelo para hacer bonitas formas.

La única interrupción que esperaba era la de Peter con alguna queja, por lo que el ruido de cascos y ruedas deteniéndose frente a la puerta del taller nos cogió completamente desprevenidos. Jack abrió la puerta y apareció un carruaje oscuro y brillante, con ruedas rojas y lustrosas, lámparas doradas y un escudo de armas en el costado, tirado por un caballo de color chocolate. Estaba tan asustada al ver quién descendió del carruaje que desvié la mirada, y entonces vi a la señora Eeles y a Patience Bishop, ambas cruzadas de brazos y observando la escena con atención. Detrás de ellas, Nora Negley espiaba protegida por sus cortinas. Incluso algunos niños habían dejado de jugar para observar lo que sucedía.

Él era aún más imponente que su carruaje, debo admitirlo. Muy a la moda, vestido con una levita negra, corbata roja, gafas de montura dorada y una pesada cadena de reloj de oro cruzada en su chaleco. Llevaba un bastón plateado, coronado por una esfera de vidrio rojo, como si fuese el rubí más grande del mundo. Casi olvidé que llevaba el delantal, y que no tenía tiempo de cambiarme y ponerme más presentable. Al menos llevaba la gorra: sir Jocelyn Knightley no me cogería con la cabeza descubierta.

Solicitó mi mano, que yo le ofrecí, y no dudó en besarla, a pesar de estar manchada de tinta y cubierta de cola seca. Tras las formalidades, le rogué que entrase.

—Vaya, qué taller más limpio y ordenado, señora Damage. Me encanta ese aroma tan suculento y poderoso que sólo desprenden los mejores talleres de encuadernación.

Nunca nadie había descrito el taller de una forma tan educada.

—Buenas tardes, Jack —dijo antes de que yo pudiese presentarlo.

Jack dejó sus tareas y se puso junto al banco, hizo una pequeña reverencia y dijo:

—Buenas tardes, señor —y regresó a sus asuntos.

—Y tú debes de ser la pequeña Lucinda —añadió dirigiéndose a mi hija y alborotándole los cabellos.

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