Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
—Hábleme de sir Jocelyn —pedí al señor Diprose.
—¿Tan ansiosa está para revelarse como una
parvenue
ante quien es el
dernier cri,
el
non plus ultra
del elegante mundo patricio al que vamos a entrar? —preguntó, riendo de sus propias ocurrencias.
—No tengo siquiera la pretensión de ser una
parvenue,
señor Diprose. No tenía idea de estar llegando a un lugar importante.
—Pero así es, querida, ahora que es una empleada de sir Jocelyn Knightley.
—Creí que estábamos trabajando para usted.
—Soy algo más que un vendedor —dijo con una ironía tal que dejaba claro que no se consideraba un vendedor—. Un «procurador», si usted prefiere —continuó, torciendo los labios en la última sílaba—. Y le procuro a sir Jocelyn sus servicios, contra mi voluntad, si me permite añadir. Seguirá trabajando para mí y a través mío, pero es él nuestro cliente, y es a él a quien debemos informar.
—¿Está usted descontento con este arreglo?
Diprose suspiró y se encogió de hombros:
—Ya veremos. Habrá muchos encargos para usted: libros raros, curiosidades, «arcanos» de la literatura... Tiene usted mucha suerte. Todo irá bien. —A pesar de sus palabras, su tono de voz revelaba que no estaba precisamente encantado con el giro que habían tenido los acontecimientos—. Ya veremos.
Vigilate et orate,
debemos estar atentos y rezar.
—¿Qué es lo que veremos?
—Quisiera compartir la confianza de sir Jocelyn en su plan. Después de todo, usted es una mujer. Donde hay problemas,
cherchez la femme...
El carro nos llevó hacia el lado oeste de Berkeley Square y finalmente se detuvo delante de un gran edificio blanco. Tuvimos que subir siete enormes peldaños, cada uno de ellos más ancho que mi cocina. A cada lado de la puerta de entrada hacían guardia dos árboles en miniatura podados como esferas. Diprose llamó a la puerta, e inmediatamente un mayordomo alto y de cabellos grises apareció ante nosotros.
—Buenos días, Goodchild —dijo Diprose.
—Buenos días, señor Diprose —respondió Goodchild con un ligero movimiento de cabeza que, según aprendí más adelante, estaba reservado a aquellos que, sin pertenecer a la clase alta, merecían cierto reconocimiento.
Su voz era grave y agradable: el tipo de voz que uno espera oír en una sala de lectura alrededor de un libro, no frente a la puerta de uno de los mejores lugares de la ciudad.
—Permítame presentarle a la señora Damage.
—Buenos días, señora Damage. Lamento informarle de que lady Knightley no recibe visitas hoy. ¿Quisiera dejar su tarjeta?
—No, Goodchild —intervino Diprose—. ¿Sería tan amable de decirle a sir Jocelyn que el encuadernador está aquí y que le está esperando?
Goodchild se hizo a un lado para dejarnos entrar, revelando detrás suyo una estatua extremadamente realista pero tristemente inerte de un muchacho negro alto hasta mi cintura, que en una mano sostenía una jaula blanca de metal y en la otra dejaba que se posaran tres aves exóticas de color amarillo. Un taparrabos le caía de manera precaria hasta la rodilla derecha, aunque su decencia estaba preservada por la imposibilidad de remangar su indumentaria de bronce y cristal. Me pregunté si también habría llamado la atención de Diprose la primera vez que la había visto, o si desde el principio le había arrojado su abrigo encima, como hoy.
Mientras subíamos la escalera alfombrada escuché el sonido de un piano, que supuse estaba siendo tocado por las manos de lady Knightley. Seguramente serían unas manos tersas y blancas, no como las mías. Seguimos con parsimonia a Goodchild hasta lo alto de la escalera, donde el mayordomo golpeó con suavidad una puerta de paneles que se erigía frente a nosotros.
—Adelante —dijo una voz.
Goodchild mantuvo la puerta abierta para nosotros.
Era exactamente como había imaginado un club para caballeros: pasado de moda, polvoriento y lleno de humo. Un hombre se puso de pie detrás de un gran escritorio tapizado en color burdeos y se dirigió hacia nosotros avanzando con gracia. Era alto y lánguido, como los bailarines de contradanza de Cremorne estampados en las cubiertas de mis partituras. Tenía dedos largos y delicados, y unos pulidos zapatos marrones calzaban sus grandes pies. Cogió mi mano destruida por el trabajo con la suya, llenándome de vergüenza y, muy a mi pesar, no pude mirarle a los ojos. Un mechón de cabello castaño claro con reflejos dorados caía sobre su frente, e imaginé los finos dedos de lady Knightley acomodándolo en su lugar. Sus ojos eran pardos y brillantes, como los de un oso, y todo su ser desprendía un halo de entereza y orgullo. Contra los dictados de la moda, su bronceado presumía un contacto permanente con el sol, y su rostro, como pude constatar, era del tipo amigable. Llevaba demasiado tiempo observándole, así que dejé caer mi mirada.
—Señora Damage —dijo besando mi mano.
Su voz también era lánguida, y sin ser fuerte rezumaba y llenaba toda la habitación. Era una voz líquida y profunda, casi hipnótica, aunque como el regaliz, también algo empalagosa. Retiré la mano antes de perderme por completo.
Busqué con la mirada al señor Diprose en busca de ayuda, pero él ya se había instalado en un sillón tapizado de cuero, con un vaso de whisky en la mano. Había otro sillón frente al suyo, al otro lado de la chimenea, y entre ambos, un sofá exótico de cuero cubierto con una alfombra persa roja y cojines bordados. Me pregunté si debía sentarme en él, aunque nadie me pidió que tomase asiento. Aun así seguí buscando, aunque no sabía qué. Sir Jocelyn se puso a mi lado, flexionó las rodillas para que su cabeza estuviese a la altura de la mía y siguió mi mirada, como queriendo ver lo que yo estaba viendo.
La habitación era de color marrón, muy marrón. Todos los muebles eran de caoba o roble oscuro, tapizados en cuero de color chocolate con brocados de tonos burdeos, y las paredes eran del color del té. En la penumbra del lugar, las maravillas brillaban ante mis ojos, sin que yo pudiese evitar que mi mirada saltase de un objeto a otro con una promiscuidad alarmante.
Tenía miedo de lo que veía, y era precisamente el miedo lo que me anclaba en mi lugar. Los animales, que parecían tan elegantes en los libros de dibujos de Lucinda o a una prudente distancia en el circo, me aterrorizaban en la proximidad. Sus pieles, cabezas y colmillos me observaban lascivamente desde el suelo y las paredes, y aunque yo sabía que estaban muertos, era como si de repente pudiesen cobrar vida al sentir mi presencia, oler mi miedo, y devorarme donde me encontraba.
Entre las cabezas de animales, se exponía la típica parafernalia de cazadores y aventureros: varios instrumentos (sextantes, telescopios, compases, microscopios y todo tipo de medidores), y mezclada con los cuadrantes y las cabezas de las paredes colgaba toda una variedad de armas de fuego, algunas lanzas tribales, tocados bordados y escudos.
Me sentí un poco más cómoda cuando mi mirada se topó con una serie de estanterías repletas de libros, todos finamente encuadernados y decorados con cueros de muchos los colores, y con la pared detrás de su enorme escritorio tapizado en cuero, contra la cual descansaban varios armarios con puertas de vidrio, algunos llenos de libros y otros de instrumentos médicos y equipos de exploración. Miré la estantería más cercana por encima de mi hombro, donde se agrupaban varios volúmenes de Richard Burton:
Primeros pasos en África oriental, Relato personal de un peregrinaje a Medina y La Meca
y
Sistema completo de ejercicios con la bayoneta.
Junto a ellos, los
Viajes misioneros
de Livingstone. Knightley no ordenaba alfabéticamente. Quizás era su sección africana.
En la estantería de al lado estaban los libros de anatomía, y la colección era tan impresionante que mi pulso se aceleró. Peter se habría desmayado al ver tantas obras maestras compartiendo el mismo estante. Había dos libros de Galeno: uno era una edición moderna de
Oeuvres Anatomiques,
el otro un volumen antiguo y ajado de
De anatomicis.
También estaban el gran
Atlas de anatomía
en cuatro tomos de Bourgery,
La anatomía del cuerpo humano
de Cheselden y varios libros de Quain y Gray. Pero el libro más precioso y estimable de la colección era un gran folio, negro y dorado, llamado
De humani corporis fabrica libri septum,
de Andrés Vesalio, el fundador de la ciencia de la anatomía. «Sobre la estructura del cuerpo humano»...
—¿Le interesa el Vesalio, señora? —preguntó sir Jocelyn.
—Sí, señor —respondí—. Nunca había visto un ejemplar. De hecho, nunca había visto libros de anatomía. —Aunque me apresuré a añadir—: Pero he oído hablar de los más famosos.
—Y tienen bien merecida su fama. El autor fue lo bastante valiente para robar él mismo un cadáver de la morgue, con el fin de discutir las tesis de Galeno y mostrar que los macacos no eran anatómicamente iguales a los humanos.
Lo miré seriamente, sin saber cómo esperaba que reaccionase. No era habitual que los hombres hablasen de aquella manera a mujeres como yo. Fue entonces cuando distinguí el elemento más perturbador de la habitación: me fascinaba y repugnaba a la vez, sin poder determinar de qué se trataba exactamente. Pronto me encontré observándolo sin ningún disimulo. Sentí cómo sir Jocelyn se alejaba de mí y se dirigía a donde se encontraba Diprose, pero aun así no podía desviar mi atención del objeto. Era una especie de escultura grotesca de un torso humano, como las clásicas figuras antiguas de mármol, con los brazos y las piernas truncados (lo que nunca supe si era intencionado o no, si los escultores habían decidido concentrarse en el torso o si el paso de los siglos había dado cuenta de la cabeza y las extremidades). Pero esta figura era diferente. La superficie había sido pintada para que pareciese piel humana, aunque faltaba la carne en determinados lugares. Tenía un pecho perfecto y hermoso, con un pezón sorprendentemente realista, sin embargo, en el lugar donde debería haber estado el otro se abría una cavidad color naranja. Horrorizada, se me erizó la piel al comprender que estaba observando el interior de un cuerpo humano.
—Mire cómo lo observa —susurró Knightley, y yo intenté con fuerza alejar la vista de aquella figura horrenda.
Crucé la mirada de Diprose, que también parecía bastante incómodo, y bajé la vista hacia la chimenea, encendida a pesar del calor, y de allí al sofá, y del sofá nuevamente a la figura truncada frente a mí.
—En efecto, sir Jocelyn —respondió Diprose—. Y es por eso por lo que, con todo respeto, le aconsejo que proceda con cuidado.
No escuché la respuesta de Knightley, aunque sabía que observaba cómo luchaba conmigo misma tratando de encontrar un lugar donde posar mi mirada. Finalmente decidí clavar la vista en ellos, a la espera de que se dirigiesen a mí, y por un momento lo conseguí. Pero seguían observándome como si fuera una curiosidad científica, así que bajé los ojos y me encontré una vez más mirando aquella cosa, dejando que mis ojos penetrasen más allá de la piel, hacia el maravilloso interior del cuerpo humano.
Al cabo de un momento, sir Jocelyn se dirigió hacia la estatua y puso una mano sobre su hombro. Con la otra mano me indicó que me aproximase:
—Venga. ¿Quiere observarla más de cerca?
Supongo que asentí, y mis piernas comenzaron a avanzar hacia él. Pero estaba a punto de caminar sobre un tigre muerto. Dudé un instante, escuché a Diprose reír con disimulo, y al fin planté mi pie con firmeza sobre la piel de tigre. Ésta cedió con suavidad a mi peso, y me parecía que iba a resbalar.
—Debo advertirle, señora Damage, que este objeto no suele considerarse apto para mujeres. Hasta ahora, no son muchas las que lo han visto. De hecho, quizás usted sea la primera. Santo Dios, hoy podría ser un día histórico. Pero mis consejeros me han dicho —y aquí sonrió con benevolencia— que usted posee ciertas cualidades que demuestran que es diferente. —Al decir esto, señaló con el dedo el lugar que yo estaba mirando—: Lo encontré en París. Es de
papier maché,
hecho por Auzoux.
Hundió las manos en la carne fría del torso y extrajo cojines rosas, tubos y bultos de formas extrañas, explicándome qué era el hígado, los riñones, el esófago y otros órganos que ya no comprendí a causa de mis propias tripas que se revolvían por solidaridad. Me preguntó si quería tocarlos, pero negué con la cabeza.
En aquel momento la puerta se abrió y apareció Goodchild trayendo una bandeja con té y galletas, y pude sentir el gruñido del hambre al que tanto me había acostumbrado últimamente.
—¿Ya ha conocido a mi esposa, señora Damage? —me preguntó sir Jocelyn mientras avanzaba hacia la chimenea—. Ella esperaba conocerla. —Una vez más negué con la cabeza—. Estaba ansiosa por encontrar una encuadernadora a quien poder sumar a su causa preferida: una encantadora defensa de los negros. No se lo tome muy en serio; yo no lo hago. A pesar de todo, debo considerarme afortunado de que no haya elegido la moralidad como pasatiempo favorito. O el voto.
Goodchild dejó la habitación, y sir Jocelyn se inclinó para servir él mismo.
—Dime, Dipsy —continuó dirigiéndose a Diprose—, ¿no te parece extraño que, habiéndonos beneficiado de la esclavitud durante siglos, nuestra conciencia se despierte tras el descubrimiento de nuevos métodos para la producción de azúcar? ¡Con qué facilidad borramos las vergüenzas del pasado con las virtudes del presente, siempre y cuando sigan siéndonos útiles! Son puros disparates. Disparates, hipocresía y egoísmo.
Diprose lanzó una risilla tonta. No tenía nada que añadir al argumento, y probablemente ya no le quedaban más palabras extranjeras que incluir en la conversación. Se limitó a asentir ante la afirmación de sir Jocelyn de que eran las fuerzas del mercado, y no la moralidad, las que llevaban a la abolición del comercio de esclavos en Inglaterra.
—Dios bendiga a mi querida esposa. Todavía toma el té sin azúcar, a pesar de que detesta su amargo sabor. ¿Y usted, señora Damage? —preguntó sirviendo el té en un taza de porcelana china. Entonces, mientras agregaba una y luego otra cucharadas de azúcar, me preguntó—: ¿Azúcar?
—Gracias —dije cogiendo la taza, y observé cómo agregaba una rodaja de limón en la taza que ofrecía a Diprose, aunque él no se sirvió. En su lugar encendió un puro, marcado con las iniciales «JRK».
Diprose tomó un sorbo de té y murmuró algo que no pude comprender, aunque escuché la palabra
Kaffir,
que ya había oído antes, en el mercado de Lambeth, tras una pelea. Después de todo, Diprose había encontrado una palabra extranjera. Supongo que intentaba ser gracioso, pero sir Jocelyn no se rió.