Dorsk 81 los encontró y los tocó con su mente. Eran gigantescos, con una masa muy superior a lo que se había imaginado. Pero aun así, Dorsk 81 utilizó la Fuerza para empujar.
Dorsk 81 siguió esforzándose, estableciendo contacto con la formación de naves..., pero demostraron ser imposibles de mover. Eran demasiado enormes. La Fuerza las abrazaba y las rodeaba, pero no podía hacer lo que Dorsk 81 necesitaba que hiciera. El clon alienígena se esforzó con una nueva desesperación.
Extrajo más energía de los demás. Podía sentir la decisión y la ira controlada de Kyp Durron, las límpidas proezas guerreras de Kirana Ti, el profundo y poderoso conocimiento de Tionne, el oscuro dolor de Kam Solusar, el asombro infantil de Streen..., y había más, mucho más. Dorsk 81 tomó a todos los estudiantes Jedi y los atrajo hacia su interior, uniendo las hebras hasta convertirse en un inmenso y complejo conjunto de recuerdos, poderes y habilidades. Dorsk 81 siguió profundizando, descendiendo cada vez más y más.
La Fuerza parecía un pozo sin fondo que ofrecía mucho más de lo que nunca hubiera creído posible..., pero mientras se introducía en él, Dorsk 81 también percibió el peligro y el potencial destructivo que encerraba: una cantidad demasiado grande de aquel poderío podía suponer su perdición.
Volvió a empujar, esforzándose todavía más que antes y olvidando toda cautela.
Los Destructores Estelares se movieron ligeramente en el espacio, bamboleándose y resistiendo.., pero seguía sin ser suficiente. Dorsk 81 vio con los ojos de la mente cómo otra oleada de cazas TIE era lanzada de sus hangares después de haber recibido la orden de completar la destrucción de los Caballeros Jedi.
Eso no debía llegar a ocurrir jamás.
Dorsk 81 volvió a forzar su mente, llevándola hasta los límites de su resistencia. Su cuerpo temblaba. Sus ojos amarillos ya no veían nada de cuanto había a su alrededor, porque cada pensamiento estaba concentrado en el espacio. allí donde aguardaban los Destructores Estelares de Pellaeon.
«Eres un Caballero Jedi —le había dicho Kyp—, y a veces eso significa que debemos tomar decisiones difíciles.»
Dorsk 81 sabía en lo más profundo de su corazón que así era, y no se permitió sentir miedo. La Fuerza estaba con él, quizá mucha más de la que podía llegar a controlar..., pero seguía teniendo una misión que cumplir sin que importase el precio que pudiera llegar a pagar por ello.Los otros Caballeros Jedi dependían de él, y Dorsk 81 sabía que debía alcanzar esa meta. Tenía que hacerlo. Aquélla era la gran tarea que Dorsk 80, su predecesor, nunca sería capaz de entender.
Y sin pensárselo ni un instante más, Dorsk 81 siguió descendiendo y recorrió el resto de la distancia sin ninguna vacilación, extrayendo el poder de los profundos pozos de Fuerza que los treinta Caballeros Jedi habían abierto para él. Tomó más y más energías, cogiéndolas sin límite alguno y almacenándolas en su interior, y fue permitiendo que se incrementaran y crecieran mientras absorbía todo el temible poder amplificado a través del Gran Templo y lo enfocaba a través de su cuerpo para lanzarlo contra la flota de Destructores Estelares.
—¡Moveos! —gritó.
La misma palabra era poder hecho sonido, energía al rojo blanco que surgió de su boca y de las puntas de sus dedos como una llamarada, deslizándose por todo su cuerpo y consumiendo, consumiendo...
El interior de su cabeza quedó tan repentinamente inundado de luz como si una estrella acabara de convertirse en supernova detrás de su cráneo, y su consciencia cabalgó sobre la marea de la Fuerza. Dorsk 81 sintió cómo chocaba con los diecisiete Destructores Estelares, y cómo las naves salían despedidas hacia atrás igual que pajitas en un tifón. La colosal onda expansiva proyectó a toda la flota hacia la lejanía, enviándola con un empujón incontenible más allá de los límites del sistema de Yavin con los ordenadores quemados y los sistemas de propulsión inutilizados, todavía acelerando bajo el impulso de la tempestad de la Fuerza.
Y la flota de Destructores Estelares de Pellaeon... se perdió en el infinito.
Dorsk 81 también cabalgó la tormenta, yendo con ella hacia su ignoto destino final.
La Fuerza dejó caer a Kyp tan bruscamente como una cuerda cortada. Todos los estudiantes Jedi cayeron de rodillas, incapaces de seguir manteniéndose en pie. Cuando pudo volver a ver, parpadeando para distinguir algo a través de las manchas de colores que flotaban delante de sus ojos, Kyp vio a Dorsk 81 —o lo que quedaba de él— aún tambaleándose en el centro de la plataforma de observación.
Las piernas de Kyp también querían ceder, pero intentó ir hacia su amigo y fue dando un lento paso detrás de otro. Dorsk 81 se derrumbó y cayó sobre él. Los dos se deslizaron sobre las losas calentadas por el sol.
—Dorsk 81... —murmuró Kyp.
Bajó la mirada hacia él, sintiéndose lleno de horror, y vio cómo la piel del clon alienígena siseaba y chisporroteaba en un implacable calcinamiento que avanzaba desde el interior, como si todos sus tejidos hubieran sido recalentados hasta hacerlos hervir. Los grandes ojos amarillos de Dorsk 81 habían quedado reducidos a cuencas humeantes. Hilos de vapor brotaban de su cuerpo.
Una nubecilla de palabras surgió del agujero ennegrecido de su boca. —Se han ido, amigo mío —dijo Dorsk 81.
—¡Espera! —gritó Kyp—. Espera, encontraremos a alguien con poderes curativos... Haremos venir a Cilghal. Encontraremos... Pero Dorsk 81 ya había muerto en sus brazos.
La negra mole del
Caballero del Martillo
, el navío insignia de la almirante Daala, llegó a su destino para lanzar la segunda oleada del ataque contra la fortaleza Jedi. La nave quedó suspendida en el vacío como una cuña opaca de ocho kilómetros de longitud, recortándose igual que la hoja de un cuchillo contra la esfera color naranja claro de Yavin.
Las tropas de Daala se hallaban en estado de alerta total, y sus sistemas de armamento habían sido activados hasta el nivel máximo de energía. Daala, inmóvil en el centro del puente, contempló la inmensa llanura metálica que formaba el casco superior del
Caballero del Martillo
.
Esperaba llegar al sistema y encontrarse con que Pellaeon ya casi había concluido su ataque, lo que le permitiría disfrutar de la destrucción final de los Caballeros Jedi. Pero mientras el
Caballero del Martillo
surcaba el espacio, Daala sintió que su entusiasmo se desmoronaba para convertirse en asombro. No veía ni rastro de la flota de Pellaeon en órbita alrededor de Yavin 4.
Los Destructores Estelares de la clase Imperial, aquellas enormes naves blancas como el hueso, sencillamente no se encontraban allí. El espacio estaba totalmente vacío alrededor de la luna cubierta de verdes junglas.
—¿Dónde está? —quiso saber Daala—. Abran un canal de comunicaciones. Encuentren a Pellaeon.
—Estamos examinando la zona, almirante —dijo la jefe de sensores——. No hay ni rastro de los Destructores Estelares dentro del sistema de Yavin.
Daala, tan atónita que se había quedado sin habla, clavó la mirada en la luna selvática.
—Pellaeon ha estado aquí, almirante —dijo el oficial táctico—. La red de satélites interferidores ha sido colocada alrededor de Yavin 4. Los Caballeros Jedi no han enviado ninguna señal, al menos por lo que podemos ver, y detecto cierta actividad en la superficie. Hay fuego de armamento pesado en las junglas. También se han desplegado varios contingentes de tropas de asalto..., pero los Destructores Estelares ya no están aquí.
Daala deslizó un dedo enguantado a lo largo de su mentón y frunció el ceño.
—Algo ha salido terriblemente mal. —Se volvió hacia la jefe de sensores—. Expanda el radio de alcance de su sondeo —ordenó—. Busque en todo el sistema planetario, y no se limite a los alrededores del gigante gaseoso. ¿Se ha retirado Pellaeon? El vicealmirante sabía que iba a venir a reunirme con él.
La jefe de sensores comprobó sus lecturas una y otra vez y acabó meneando la cabeza.
—No hay ni rastro de él, almirante —dijo, alzando la mirada hacia Daala—. He hecho un barrido de largo alcance llegando hasta los planetas exteriores del sistema, y no he encontrado ninguna nave. Tampoco hay restos. El vicealmirante Pellaeon estuvo en la luna de las junglas..., pero ahora ya no está aquí.
Daala sintió el cosquilleo de miles de agujitas de sudor helado en su cuero cabelludo cuando la ira elevó la temperatura de su cuerpo. Bajó la vista hacia la luna selvática y pensó en los Caballeros Jedi que se ocultaban allí abajo, aquellos aspirantes a hechiceros que empleaban una Fuerza que Daala no entendía. Tendrían que haber sido un blanco tan fácil... Pero Daala sabía hacia dónde debía canalizar su ira.
Durante la mayor parte de su vida profesional, Daala había mantenido firmemente controladas unas inmensas reservas de rencor y veneno, todo un almacén de furia a duras penas reprimida que podría haber escapado en un estallido incontenible si no hubiera encontrado una forma de expresarlo.
Hubo un tiempo en el que la vida había sido apacible y hermosa para Daala, cuando era joven y estaba enamorada..., pero todo eso era anterior a la Academia Militar de Carida y a Tarkin (al que había admirado más que amado). Todo eso había quedado atrás, y ya sólo le quedaba la ira.
Por suerte para el Imperio, los métodos con los que Daala descargaba esa presión interior solían dar como resultado la devastación del enemigo. Daala sólo podía conservar su fortaleza psicológica si contaba con un objetivo..., y acababa de decidir que los Caballeros Jedi de Yavin 4 debían ser ese objetivo. Los Caballeros Jedi habían convertido en cenizas aquella victoria total que Daala esperaba obtener con tanta facilidad.
Los hangares de lanzamiento del
Caballero del Martillo
estaban repletos de millares de cazas y bombarderos TIE en condiciones de combatir y listos para ser desplegados, pero Daala decidió no lanzarlos. Pellaeon habría seguido ese curso de ataque, y si los Caballeros Jedi se las habían arreglado de alguna manera misteriosa e inexplicable para contar con una defensa secreta contra ese tipo de aparatos individuales, entonces Daala tendría que adaptarse..., y utilizar una estrategia distinta.
—Ordene a todos los pilotos de los TIE que abandonen los hangares —dijo—. Haga que vuelvan a sus salas de dotación, y que permanezcan en estado de alerta total. No voy a lanzar sus naves, al menos por el momento.
Daala no quería desperdiciar ni un segundo.
—¿Tenemos planes para un ataque, almirante? —preguntó el jefe de armamento desde su puesto de control, pareciendo bastante desilusionado mientras contemplaba su despliegue de armas.
—Sí—dijo Daala—. Atacaremos desde nuestra órbita actual. Que todas las baterías turboláser disparen a máxima potencia. Abran fuego a discreción, y escojan como blanco cualquier estructura de la jungla.
—¡Sí, almirante! —respondió el jefe de armamento con obvio entusiasmo.
Lanzas de energía resplandeciente descendieron hacia la plácida superficie de la pequeña luna que se extendía por debajo de ellos. Yavin, el gigante gaseoso, no pareció inmutarse en lo más mínimo ante el holocausto que estaba teniendo lugar en su pequeño pariente.
El jefe de armamento del
Caballero del Martillo
disparó otra andanada de mortíferos haces turboláser, y luego otra y otra más. Daala mantenía los ojos clavados en el objetivo. La almirante golpeaba la barandilla del puente con su mano enguantada a cada nuevo disparo, como si con eso pudiera aumentar el potencial destructivo de la ráfaga.
Daala permaneció inmóvil y esperó, sintiendo cómo su ira humeaba con una satisfacción apenas expresada. Aquello sólo había servido para abrirle el apetito de destrucción. Incluso desde su posición en el
Caballero del Martillo
, en aquella órbita de gran elevación por encima de Yavin 4, ya podía ver cómo los bosques empezaban a arder.
Como aves de presa acorazadas, los Destructores Estelares de la clase Victoria atacaron un blanco tras otro y fueron dejando un reguero de llamas y destrucción detrás de ellos.
El coronel Cronus se recostó en el no muy cómodo sillón de mando del 13X y contempló la cada vez más reducida lista de objetivos compilada por la almirante Daala. Después juntó las manos y se las estrujó, flexionando los músculos de los brazos. Todo su cuerpo estaba tenso, y lo notaba a punto de estallar de puro orgullo salvaje. Su mente ardía con el fuego glorioso de un éxito detrás de otro, pero Cronus no se permitió dejarse aturdir por la satisfacción, porque entonces podría llegar a bajar la guardia y consentir que el nivel de cumplimiento de su deber descendiera por debajo de la perfección. No podía permitirse eso..., no después de haber acumulado un historial tan deslumbrante.
Se envolvió en las tiras del arnés de seguridad y se preparó para otra batalla.
—Levanten los escudos —dijo.
—Orden recibida y ejecutada —respondió el oficial táctico. —Preparados para entrar en combate.
Los otros navíos de la clase Victoria fueron contestando automáticamente a medida que sus ordenadores enviaban respuestas codificadas. Cronus se inclinó hacia adelante y apretó los brazos de su sillón de mando con tanta fuerza que las yemas de sus dedos dejaron señales en ellos.
—Adelante a toda potencia —dijo.
La flota de navíos carmesíes se abrió paso a través de los astilleros de Chardaan, una instalación espacial rebelde que producía una amplia gama de cazas estelares, desde los viejos modelos ala—X y ala—Y hasta los más recientes cazas ala—A, B y E. Cronus pensó que después de aquel ataque los astilleros ya no producirían gran cosa.
Los hangares presurizados de gravedad cero de los astilleros eran grandes esferas plateadas unidas en grupos que proporcionaban un entorno laboral tubular a los mecánicos que iban uniendo los componentes para dar forma a las esbeltas naves. La flota de Cronus pasó rugiendo junto a sus objetivos para alejarse rápidamente, y los hangares estallaron con satisfactorias erupciones de aire quemado y metales que salían despedidos en todas direcciones. Las bajas enemigas habían sido significativas. Los imperiales no habían sufrido pérdidas.
Un lento y pesado transporte de mineral se puso en movimiento y empezó a alejarse poco a poco. El gigantesco vehículo corroído había visto días mejores, y ya sólo contaba con una dotación mínima que estaba intentando sacar a su viejo navío de aquel lugar tan peligroso.