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Authors: Arturo Barea

La forja de un rebelde (8 page)

BOOK: La forja de un rebelde
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Yo le conozco de Madrid, porque se trata con mi tío José, y algunas veces he ido a su despacho, pero es un hombre que me da miedo. Es un viejo calvo, con una cabeza grande y una nariz de pico de loro muy carnosa, que le mira a uno frío. La piel la tiene completamente amarilla, de cera, y viste siempre trajes negros, con unos manguitos también negros hasta por encima del codo, y un gorro redondo de seda con una borla. El despacho está empapelado en verde oscuro y el balcón tiene visillos de crochet también verdes, de manera que, como todo está oscuro, su cara parece la cabeza de un bicho en un rincón. En Méntrida vi un sapo muy grande entre las hierbas del arroyo y me acordé de él.

Me como los huevos fritos y la longaniza que me ha preparado la tía Braulia para desayunar y me voy a las eras. El pueblo es una calle única por la que pasa la carretera. Los campos, segados ya, están amarillos de la raíz seca de las espigas, y en un sitio donde sube un poco la tierra están las eras. Son unas plazoletas empedradas con cantos redondos que se barren muy bien antes de echar sobre ellas las espigas.

Sobre la alfombra circular de espigas da vueltas, arrastrado por una mula, el trillo, una tabla gorda llena de pedernales cortantes, que pasa sobre el trigo y separa el grano de la paja. Los chicos se montan sobre la tabla del trillo, uno para conducir y todos para jugar. Nos empujamos unos a otros para hacernos perder el equilibrio sobre la plancha en movimiento y caer en el colchón de espigas. El único peligro es caer por la parte delantera de la tabla y que el trillo le pase a uno por el cuerpo. A uno de mis primillos le pasó esto y tiene la espalda llena de rayas, como si fuera un tatuaje de los indios. Más allá, los hombres voltean la paja y el trigo triturados, lanzándolos contra el aire para que éste se lleve la paja y quede sólo el grano. Los chicos pasamos corriendo a través de la nube de paja, manoteando con los ojos cerrados, para llenarnos de agujas pequeñitas que se clavan en la piel y no dejan dormir. Después nos revolvemos en los montones de trigo limpio y se nos llenan los oídos, la boca y las narices de los granos duros que se meten también entre los calcetines y en los bolsillos. Claro que estas cosas no me ocurren más que a mí, porque mis primos tienen la piel curtida del aire y el sol y el polvo, y las pajas no les hacen ningún efecto. Tampoco tienen calcetines, ni alpargatas, porque casi todos van descalzos, y menos aún bolsillos en el delantal como yo. Llevan una camisa y un pantalón atado con un cordel, y el pantalón es de los de «trampa». Pero lo que más me molesta es el sol. Los primeros días, la piel se me pone roja y se me pelan la nariz y los carrillos y voy cambiando pellejos como las culebras, hasta que, cuando vuelvo a Madrid, estoy casi tan negro como mis primos. Pero nunca como el tío Hilario.

El tío Hilario es un viejo alto y reseco, de huesos muy grandes. Tiene una cabeza completamente calva, llena de jorobas, con un lobanillo en todo lo alto que parece una ciruela, pero la piel de la calva es tan oscura que no se le nota la falta de pelo. En el cogote la piel es gorda y seca y está dividida en arrugas profundas que parecen cortadas por un cuchillo. Se afeita los jueves y los domingos, como los curas, y entonces, la parte que le han afeitado parece que se la han frotado con papel de lija, porque está mucho más blanca que el resto de la cabeza. Algunas veces coge una de mis manos —que son muy finas y delgadas— y la pone sobre una de las suyas que son grandes y anchas, con las uñas aplastadas, y se asombra. Suele apretarme la mano entre las dos suyas, y entonces pienso que, con los callos que tiene en las palmas, si se frotara sus manos, me despellejaría completamente la mía. El mango del arado tiene la madera reluciente como el pasamanos barnizado de la escalera de casa, y esto lo ha hecho el tío Hilario a fuerza de frotar sus callos sobre el mango.

A las doce suena la campana de la iglesia avisando el mediodía. Entonces nos volvemos todos a la casa a comer. Cuando llegamos, la tía Braulia ha puesto ya la mesa con una fuente muy honda en medio en la que vierte la olla, un puchero de hierro que tiene más de cien años. A fuerza de quemarse en la lumbre, parece enteramente de barro negro. A cada lado de la mesa hay un porrón grande de vino y sólo a mis tíos y a mí nos han puesto vasos. Los demás beben en los porrones a chorro. Igual hacen con la comida; a los chicos les ponen una fuente para los seis que son, y allí van metiendo la cuchara. Las personas mayores comen todas en la fuente grande, pero como estamos nosotros, han puesto platos para nosotros tres y para el tío Hilario y la tía Braulia. Sus hijos y los criados comen lo que hemos dejado después de servirnos.

Después de comer no se puede trabajar por el calor que hace, y todos se echan un rato a dormir la siesta. Unos se tumban simplemente en las piedras del portal que está muy fresco, porque las puertas de la calle y de la cuadra están cubiertas con una cortina gorda que no deja pasar el sol, pero sí una corriente de aire. Aunque parezca mentira, un sitio fresco son los bancos de piedra al lado de la lumbre. Por el agujero de la chimenea sale una corriente de aire muy fuerte, y alrededor de la lumbre parece que hay un ventilador. A las dos, los hombres vuelven al campo, pero a mí me dejan en la casa porque hace demasiado sol y yo no estoy acostumbrado. Así que no me despiertan hasta las cinco, que me despierto yo solo.

En el portal están mis tías y tres mujeres más, contándose todas las historias del pueblo desde que ellas eran chicas. Me gustaría poder irme a jugar, pero mis primos ahora están trabajando y además da miedo salir a la calle. Como no hay ningún árbol en el pueblo y las casas son todas blancas, la calle es un horno y no se puede ni tocar las piedras. Así que me dedico a recorrer toda la casa.

En el granero, que aquí llaman «sobrado», hay tres montones de trigo, de cebada y de algarroba, que llegan hasta las vigas del techo. Hay unas telarañas grandes y espesas, y durante un rato me entretengo cazando moscas. Después de arrancarles las alas, las echo en las telas de araña. La mosca se enreda en la tela, y entonces la araña asoma la cabeza en su agujero. Al cabo de un momento sale corriendo, con su cuerpo como un garbanzo negro, sostenido en el aire por las patas que parecen alambres doblados. Rodea la mosca con todas las patas y se la lleva. Cuando sale corriendo por la tela, me parece que va a saltar sobre mí y me va a morder. Entonces, me da asco y miedo y con una escoba empiezo a romper las telas de araña. De una de ellas cae al suelo una araña grande, amarilla, con el cuerpo como una almeja cocida, que se pone a correr por las tablas y por último viene hacia mis pies. La aplasto de un pisotón y bajo corriendo la escalera del sobrado. Abajo, froto la suela del zapato contra las piedras del hogar y todavía salen cachos de patas peludas que se mueven.

En el portal, en las vigas del techo, hay nidos de golondrinas. Me subo en una silla puesta sobre el arcón, para ver de cerca uno de estos nidos. No comprendo cómo se los pueden comer los chinos, porque son como un pucherito de barro muy duro. Dentro está lleno de pajitas de trigo. A las golondrinas no se les hace daño, porque se comen los bichos del campo, y porque cuando crucificaron a Cristo fueron a quitarle las espinas de la cabeza con el pico. En el invierno se van al África y vuelven en el verano. Un año mi tío cogió una y le puso un hilito de plata en una pata, y al año siguiente volvió. Después no volvió más. Debió de morirse, porque las golondrinas viven poco tiempo. Pero las cigüeñas viven mucho. Esto de la golondrina lo hizo mi tío por la historia de la cigüeña del pueblo.

En lo alto de la iglesia hay un nido de cigüeñas que parece un montón de leña. Una vez, un cura muy viejo que había en el pueblo, y que coleccionaba insectos del campo, cogió una cigüeña y le puso en una pata un anillo grande de cobre con un letrero que decía «España». Al año siguiente, la cigüeña trajo otro anillo de plata en la otra pata, con un letrero que nadie sabía leer, pero que, según un profesor que vino de Madrid a verlo, era árabe y decía «Estambul», que es una provincia de Turquía. Después, el cura cada año ataba al anillo una cintita con los colores nacionales y la cigüeña volvía con una cintita roja. La cigüeña murió en Brunete y el cura guardó en la sacristía los dos anillos y siete cintitas coloradas.

Pero hay también en Brunete otros pájaros, aunque ninguno de ellos se come. Hay maricas, que son unos pájaros blancos y negros que gustan de salir y pasear por la carretera y andan como si fueran mujercitas. Y hay grajos, que son unos cuervos pequeños que vienen en bandadas, dando unos gritos: «¡ca—ca—ca!». Vienen cuando han tirado alguna mula muerta al barranco y se la comen. Porque en el pueblo, cuando se muere alguna mula o algún burro, le llevan al barranco de la fuente y le tiran en un sitio que está hondo. Está muy lejos de la fuente del pueblo, pero una vez he ido allí y está lleno de esqueletos blancos de burros y mulas. Los grajos se quedan alrededor del barranco y charlan. Parecen viejas criticonas. Cuando se acerca alguien allí, se levantan volando y se ponen a dar vueltas por encima de la cabeza de uno, dando gritos hasta que se marchan. Son pájaros de mal agüero.

Los otros pájaros que hay son los murciélagos. Vienen al atardecer y empiezan a volar por las calles del pueblo y a tropezar con las paredes porque son blancas. Los chicos los cazamos con un mantel, o con un trapo blanco atado entre dos palos que se extienden por encima de la cabeza. Los murciélagos pegan contra la tela y entonces se juntan los dos palos y se les coge dentro. Después, se les clava por las alas a la pared. Tienen unas alas como una tela de paraguas peluda, que se rompe sin echar sangre, como un pingajo, y el cuerpo parece el de un ratón, pero con un hociquillo de cerdo y orejas puntiagudas como las del demonio. Cuando se arropan en sus alas, parecen viejas envueltas en su mantón, y cuando duermen colgados de las vigas, parecen los niños pequeñitos que traen las cigüeñas en el pico. Cuando los han clavado en la pared, los hombres encienden un pitillo y los hacen fumar. El murciélago se emborracha con el humo y hace gestos raros con la nariz y con la tripa, y los ojillos se les llenan de agua. Nos reímos mucho. Pero cuando los veo así, clavados en la pared, borrachos de humo, me dan lástima y les encuentro algo de niño colgando de las mantillas con la tripilla al aire. Una vez les quise explicar lo que en el colegio me habían enseñado: que los murciélagos se comían los insectos del campo; pero se rieron mucho y me contaron que eran unos bichos muy malos que, cuando la gente está dormida, le chupan la sangre, mordiéndola detrás de la oreja. Una muchacha se murió así; bueno, no se murió. Se fue quedando blanca, blanca, sin sangre, y nadie sabía lo que tenía, hasta que una noche le encontraron un murciélago en la cama y en la oreja una gotita de sangre. Quemaron el murciélago y las cenizas se las dieron a la chica en ayunas, mezcladas con vino. Y se puso buena. Por eso matan todos los murciélagos que pueden.

Pero después, cuando se cansaron de martirizarle, un mozo le arrancó de la pared de un manotón y el pobre bicho se quedó caído en la reguerita de piedras, moviendo las alas de trapo, rotas, y haciendo gestos con su hociquillo, y yo no pude creer que fuera capaz de matar a nadie.

Brunete es un pueblo aburrido. No hay campos con árboles, ni con frutas, ni con flores, ni con pájaros, y los hombres y los chicos son callados y brutos. Sólo ahora, cuando han cogido el trigo y han ganado dinero, se divierten con las fiestas. Pero, aun así, son las fiestas más pobres que yo conozco. En la plaza se ponen unos feriantes con puestos de cosas de perra gorda, alumbrados con farolitos de aceite o con velas. Y como la gente no compra, todo lo rifan a perra chica, que es la única manera de vender sus cacharros. Viene un polvorista que desde el atrio de la iglesia tira todas las noches, desde las diez hasta las doce, quince o veinte cohetes; y sólo el último día quema unos «árboles», cinco o seis, como final. Lo único que les divierte son los toros.

Y en esto demuestran lo brutos que son.

La plaza del pueblo es casi cuadrada, con piso de tierra, lleno de baches; en medio, una farola de hierro sobre un pedestal de piedra. Alrededor de la plaza instalan los carros de todos, las varas del uno a caballo en el piso del otro, y atados con cuerdas para que no se separen. Queda así una barrera que rodea la plaza y un pasillo con el piso desigual de todos los carros. El pasillo se llena de gente. Los mozos y los chicos se meten debajo entre las ruedas, donde a veces penetra la cabeza del toro, y desde allí salen a torearle o miran.

En la plaza hay un callejón sin salida, donde se abre la puerta del corral del carnicero del pueblo, y allí se encierran los toros. Lo llaman «el callejón del Cristo».

La fiesta comienza el primer día de feria con lo que llaman el «toro del aguardiente», porque le sueltan casi al amanecer, cuando la gente se toma la copita de aguardiente de la mañana. Los carros se llenan de mujeres, de viejos y de chicos que gritan pidiendo la salida del toro, un choto que sirve para que le toreen los muchachos.

Al principio el animalito embiste y revuelca a los mozos. Pero después, como es tan chico, los mozos le sujetan de los cuernos, le tiran al suelo, le pegan con las botas gordas y con las varas, y a las once de la mañana el animal se tambalea sobre sus patas y ya no embiste; huye de la banda de mozos y chicos, que ya se atreven a bajar todos a la plaza, y se acula contra las ruedas de los carros. Entonces, allí le pinchan con las navajas y los viejos le acercan la lumbre del puro al culo, para que el bicho embista ciego de rabia. Así, hasta las doce. Nosotros estamos en el balcón del Ayuntamiento con el alcalde, el médico, el boticario y el cura. El alcalde y el cura, que son dos hombres gordos, se ríen a carcajadas y se golpean los hombros uno al otro, llamándose la atención sobre los detalles.

A las cuatro de la tarde empiezan los toros de verdad. Primero, los mozos del pueblo torean dos novillos, corridos ya en otros pueblos, resabiados, que tiran a la gente contra los carros como si quisieran vengar al becerro de por la mañana. Los tienen mucho tiempo en la plaza, hasta que ya no hay más mozos que se atrevan a torearlos, y entonces los vuelven a meter en el corral y sueltan al toro de muerte. Para matarle, ha venido una cuadrilla de muletillas, que son los aprendices de torero que van toreando por los pueblos, muertos de hambre. Como no son del pueblo, el Ayuntamiento ha comprado un toro grande y viejo con unos cuernos enormes, que tiene la cabeza más alta que ninguno de los «maletas». Cuando sale a la plaza, los pobres se asustan de ver aquella mole. Y entonces la gente del pueblo comienza a gritar y algunos mozos saltan al ruedo armados de varas, amenazándoles.

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