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Authors: Arturo Barea

La forja de un rebelde (4 page)

BOOK: La forja de un rebelde
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Hemos llegado a casa y mi madre está muy cansada. Abajo, en la lechería, le dan un cacharro para subir la leche y que no tenga que volver a bajar, y en cuanto llegamos a la buhardilla se pone a hacer la cena. Vamos a comer patatas fritas con sardinas y un huevo, y luego un poco de café, yo con leche, mi madre puro y abrasando; no sé cómo lo puede tomar así. Mientras ella hace la cena, me siento a leer
Los hijos del capitán Grant
, de Julio Verne. De vez en cuando me levanto de la silla y quito a mi madre unas patatas de las que ha acabado de freír. Después fríe las sardinas que huelen muy bien; pero no me deja robarle una, porque hay pocas.

Capítulo 2

El café español

Cuando mis tíos llegan al portal desde el tercer piso, yo he bajado ya, corriendo, las escaleras, he dado un portazo a la vidriera, contestado con una blasfemia del portero; he llegado, corriendo, hasta la puerta del Café Español, le he anunciado a Ángel que bajo en seguida, y he regresado a tiempo para que mi tía me coja de la mano, y recorro con ellos, muy modoso, el mismo camino.

Encima del portal hay un farol de gas, de llama libre, que parece una raja de melón chiquita. En la acera, un poco más abajo, una boca de riego, sin tapa, desborda su agua. Le doy un pisotón, ajustando la suela del zapato a la boca circular. El agua revienta en chispas que salpican las medias de mi tía y la ponen furiosa. Es una noche clara, con una luna de hoja de lata pulida que alumbra las calles de blanco y negro. En la calle del Arenal hay nuevos faroles de gas con mechero de camisa, y es como si toda la calle estuviera llena de luna. En nuestra calle, los antiguos faroles se ven en la acera blanca de luna como cerillas amarillentas; en la acera sin luna, como rincones temblorosos de luz.

Cuando llegamos a la esquina, Ángel deja de gritar sus periódicos con su voz ronca y se acerca a nosotros para dar las «buenas noches» a mis tíos, la gorra en la mano, al aire la cabeza apepinada de pelos largos y lacios, haciendo gestos de viejo. Da el periódico a mi tío que, como siempre, le regala la perra chica de vuelta. Ángel y yo nos guiñamos los ojos: estamos de acuerdo en cómo y cuándo nos reuniremos para jugar.

A mi tía le irrita que juegue con Ángel, y a su madre le molesta durante las horas de venta, porque deja de vocear los periódicos. Nuestros mejores ratos son las noches que bajo al café antes de que salga el
Heraldo
. Cuando llega el periódico húmedo y oliente de la imprenta, ya he arrancado a mi tía el permiso de acompañar a Ángel, después de haberla llevado al último grado del mal humor. Mi tío termina la discusión diciéndole invariablemente: «Deja al chico que corra por ahí». Yo salgo corriendo, mientras ella le gruñe a mi tío todos sus temores de que me atropelle un coche o me pierda, y toda su repugnancia de que me vean con un chiquillo vendedor de periódicos, que, al fin y al cabo, es un chico de la calle, un golfo, que sabe Dios qué cosas me podrá enseñar.

Ángel coge el mazo de periódicos, y mientras su madre se queda voceando en la puerta del café, nosotros emprendemos la excursión a través de las calles del barrio, casi solitarias. Vamos corriendo porque ha de aprovecharse el tiempo y vocearle antes de que los competidores lleguen. De los portales van saliendo criadas que nos gritan en la noche: «¡Aquí, el
Heraldo
!», y Ángel y yo corremos, cruzando las calles de pared a pared y volviendo veinte veces sobre nuestros pasos. Los clientes fijos esperan el periódico en sus casas. Ángel penetra en los portales y sube corriendo las escaleras, mientras yo espero abajo. De otros portales siguen saliendo criadas que llaman al
Heraldo
y entonces voy yo, que me he quedado con el brazado de periódicos. Si yo tuviera que vender periódicos, me daría vergüenza, pero como no soy yo quien vende, esto me divierte. La mayoría de las criadas me conocen y saben nuestra amistad, pero las nuevas me ponen una cara asustada al encontrarse con un vendedor de periódicos con cuello almidonado, chalina de seda, blusita de marinero con bordados de oro y zapatos brillantes de charol. Este es el traje obligado por mi tía para bajar al café, donde todos los que se reúnen son señores, y es uno de los motivos de su oposición a que vaya con Ángel. Durante el día, cuando bajo a la calle a jugar, vestido con el delantal de dril y las alpargatas, no le enfada que juegue con Ángel, vestido con su americana grande, una americana vieja de hombre, arreglada, que le regaló un cliente, de bolsillos caídos por el peso de la calderilla, que arrastran por el suelo cuando se agacha.

La vuelta al barrio por la noche es una aventura. Cuando vamos corriendo, saltan de pronto los gatos que atraviesan la calle como balas, asustados de nuestra carrera y de las palmadas que damos para hacerlos correr más. Gatean por la pared y se cuelan de cabeza en sus casas por las ventanas. En las esquinas hay montones de basura, y alrededor de ellos perros flaquísimos que nos miran, regruñen y nos hacen desviarnos. A veces salen corriendo detrás de nosotros y nos tenemos que parar y asustarlos a pedradas. En la escalera de piedra de la iglesia de Santiago los golfos preparan su alcoba: los chicos van trayendo los carteles de los teatros, arrancados de las vallas, que les sirven de colchón. Los hombres están sentados en los escalones esperando que los chicos hagan la cama. A veces forman un corro apretado y en cada esquina se pone uno de los chicos de guardia. Están jugando a las cartas, y los chicos les avisan si vienen los guardias o el sereno. Otras veces tienen en el suelo un periódico lleno de comida que les han dado en alguna casa, y se la comen entre todos, metiendo los dedos o cucharas de rabo corto, de cárcel o de cuartel. En invierno encienden una hoguera con paja y con tablas que arrancan de las vallas de los solares. Se sientan alrededor, y muchas veces el sereno o la pareja de guardias viene a calentarse un rato. Cuando llueve mucho, alguien les abre la verja de la iglesia y duermen en el atrio. Nosotros no nos paramos nunca con ellos, porque muchas veces roban chicos.

Los lecheros pasan al galope de su caballo, sonando los cántaros de leche. Y nos parecen los vaqueros americanos de los cuentos. A veces, nos encontramos con el viático. Delante va el cura con la capa bordada, y al lado el sacristán con un gran farol cuadrado. Detrás, una hilera de vecinos, siempre muchas viejas, con una vela encendida en la mano. También van los golfos que estaban en la puerta de la iglesia. Luego se guardan el cacho de vela que les han dado y lo venden al cerero de enfrente de la iglesia, para gastárselo en vino. Así que, cuando alguno se está muriendo en el barrio, ellos se alegran mucho. También roban la madera de la valla de los solares. La arrancan y la llevan a un horno de bollos que hay en la calle del Espejo. El dueño la aprovecha para encender el horno y les da montones de «escorza», que son todos los bollos y bizcochos que se rompen. Como todo el mundo sabe que son los golfos quienes se llevan la madera de las vallas, los chicos del barrio la arrancamos también y la llevamos al mismo horno. Luego ellos son los que se llevan la culpa.

Hoy ya ha salido el
Heraldo
y no hay aventuras. Es una lástima, porque la noche está hermosísima.

Entre la puerta de entrada del café y la segunda puerta interior que da al salón, hay un espacio cuadrado de unos dos metros de lado. Contra una de las paredes, un armario rojo con vidrieras, lleno de cajas de cerillas, de cigarros puros, de cajetillas y de mazos de palillos. En la parte baja hay dos tableros, donde se amontonan los periódicos. Los cristales de la puerta de entrada están cubiertos de periódicos ilustrados y de cuadernos de novelas para chicos. La señora Isabel, la madre de Ángel, se sienta en una sillita baja, entre el armario y la puerta exterior. En aquel rincón prepara la comida con una lamparilla de alcohol, remienda los pantalones de Ángel o las camisas de ella, cuenta los periódicos y fabrica los palillos, desgastando, una a una, astillitas de madera con una navaja muy afilada que saca unas virutas pequeñitas como queso rallado. Aunque no cabe apenas en el rincón, cuando vienen a verla su hija mayor y su yerno, con un niño de pecho y dos de la mano, se meten todos allí para no estorbar el paso. Y caben. Es un manojo de nervios la madre de Ángel, y cuando está sola, no para de hacer gestos, de hablar consigo misma y de blasfemar. Cuando se pone furiosa, parece un gato rabioso, y entonces Ángel no entra por allí, para evitarse una paliza.

Cuando pasamos ante ella, nos saluda y me da un montón de cajas de cerillas, con fototipia, para mi colección. En nuestra mesa —una mesa de mármol blanco, circular, alrededor de la cual pueden sentarse doce personas— está ya la mayoría de la tertulia. Don Rafael, el arquitecto, que tiene la manía de limpiar sus lentes con un pañuelo que lleva en el bolsillo del pecho de la americana. Cuando discute, el pañuelo y las gafas están constantemente entre su bolsillo, su nariz y sus manos. Don Ricardo —el maestro Villa—, director de la Banda Municipal de Madrid, bajito y tripudo y siempre alegre; todos toman café con leche menos él, que bebe cerveza. Don Sebastián, el padre de Esperancita, una niña que juega con Ángel y conmigo. Don Emilio, el párroco de la iglesia de Santiago, un señor gordo lleno de pelos —en los dedos de las manos le hacen ricitos que parecen manchas de tinta—, que me pincha los carrillos cuando me da un beso. Doña Isabel y su hermana doña Gertrudis: su criada, porque cuando se quedó viuda, su hermana la recogió en su casa y la mantiene. Doña Isabel se viste con trajes de seda de colores y lleva siempre un boa de piel o de pluma. Su hermana va vestida de luto. Doña Gertrudis grande con unas plumas de colores, que las llaman «lloronas». Cuando habla y mueve la cabeza, las plumas bailan como las de un plumero. La cara de doña Isabel es redonda, llena de bolsas de pellejo. Se da muchos polvos blancos y encima colorete, y se pinta también los labios y los ojos. Tiene un escote redondo muy grande con la pechuga al aire; y la garganta la forma un saco como el buche de las palomas. Doña Gertrudis tiene la cara como un cirio, larga y amarilla. Las dos viven en el mismo piso que mis tíos. Y por último, Modesto y Ramiro, el pianista y el violinista del café, los dos ciegos. Tocan muy bien y les han dado un premio en el Conservatorio. En el café les pagan un duro diario, la cena y el café con leche. El más inteligente de los dos es Ramiro, el violinista. Sabe andar entre las mesas sin guiarse con el bastón, y cuando va hasta el piano, nadie diría que es ciego. Conoce a todo el mundo por la voz y por la manera de andar, y con los dedos distingue las monedas falsas. Yo le quiero mucho, pero cuando se quita las gafas negras me da miedo, porque tiene los ojos como la clara del huevo, sin niñas. Claro que lleva las gafas para no asustar a la gente. Tiene unas manos pequeñas y regordetas que parece le registran a uno. Algunas veces me llama y me pasea las manos por la cabeza, por la cara y por el cuerpo. Y con las yemas de los dedos, me toca las pestañas, la nariz, los labios, las orejas, el cuello, el pelo, y me da la impresión de que tiene en la punta de los dedos ojos pequeñitos que me van mirando la piel de cerca. Después me dice muy convencido que soy muy guapo, y le creo porque no se equivoca nunca. Yo tengo dos chalinas de seda iguales, una es azul y otra roja, las dos con redondelitos blancos; pues Ramiro sabe con los dedos cuándo llevo una u otra.

Modesto tiene los ojos vacíos y lleva dos ojos de cristal que, cuando le miran a uno, molestan porque no se mueven. Es muy serio, mientras que Ramiro es muy alegre. Es alto y delgado. Y parecen un don Quijote y un Sancho Panza ciegos. Me acaricia muchas veces, pero nunca me mira con las manos.

Mi tía se sienta al lado de don Emilio, el cura, y empieza a hablarle de la Iglesia. Los demás hombres están hablando de política y mi tía no deja a don Emilio hablar con ellos. A todas las cosas que le dice le contesta: «Sí, doña Baldomera; no, doña Baldomera», hasta que al fin mi tía le deja y se pone a hablar con doña Isabel de las vecinas de la casa. Mientras, prepara mi taza de café. Ésta es una combinación de mi tía para ahorrarse los cuartos. El camarero pone un vaso a mi tío y otro a mi tía, y dos copas para agua. A mí me pone una taza muy gorda de las que se usan para el chocolate. Luego viene Manolo, el echador, con sus cafeteras grandes, y llena los vasos de mi tío y de mi tía. A mi tío le echa café solo y a mi tía leche sola. Después, en las copas del agua echa un poco de café y un poco de leche en cada una. Y mi tía le da una perra gorda. En seguida mi tía, con las dos copas y los dos vasos, se pone a mezclarlo todo, y cuando está por igual, llena mi taza de café con leche y les quedan a ellos los vasos llenos.

Cuando acaba de hacer la mezcla, me tomo de un trago el café y me voy con Esperancita, que está ya detrás de mi silla, tirándome pellizcos para que nos vayamos a jugar. Nos disparamos a través del laberinto de veladores, de sillas y de divanes. Unos divanes de terciopelo rojo, puestos a lo largo de la pared, sobre los que nos gusta correr a cuatro patas en la calle que forman su respaldo y el borde de la mesa. Algunas veces nos damos con una mesa y nos hacemos un chichón. Nos ponemos de pie en los divanes y asomamos la cara a los espejos de la pared. Después se queda marcada en los divanes la suela de nuestros zapatos, y el señor Pepe, el camarero, viene a regañarnos. Empezamos a dar palmadas para quitar las manchas y salen nubes de polvo, y en el terciopelo rojo las manos se quedan marcadas en colorado con el blanco del polvo alrededor. El señor Pepe se enfada más y quita el polvo con el paño, sin golpear. Otras veces pasamos las uñas a contrapelo y dibujamos letreros y caras que luego se borran alisando el pelo con la palma de la mano. Al dibujar, los pelillos raspan el dedo como si le lamiera un gato; al borrar se convierten en el lomo del gato.

Cuando no nos mira el amo del café que está detrás del mostrador nos filtramos por la escalerilla que lleva a los billares. Abrimos la puerta de paño verde y entramos despacito en el salón. Veo hoy la escena con ojos que entonces no tenía. El salón enorme, lleno de ventanales en tres de sus lados, con sus arcos voltaicos, deslumbrantes en su globo de cristal alambrado, con su chisporrotear de carbones y el chirriar de sus mecanismos, susto de mariposas; y la luz amarilla de los viejos faroles de gas de la calle de Vergara, con sus llamas de raja de melón y su soplo silbante. Las ocho mesas macizas de sombras cuadradas, espesas, bailoteantes a los reflejos cambiados de las luces, chispeantes de barniz, dormidas en el verde secante de sus tableros forrados de paño. Las sombras largas de los ventanales con sus cruces negras, de ángulos rotos, tendidas por el suelo, reptantes por las mesas y las paredes. Todo dormido, en el silencio. Tan sonoro que, al hablar en voz baja, se levantaba el murmullo de sus rincones. Nos sobrecogíamos un momento, temerosos, en el umbral de la puerta de paño que se cerraba blandamente a nuestras espaldas. Y oíamos, en el fondo del inmenso salón, las blandas patas que huían. La visión de las bolas de la mesa más cercana, brillantes en su cajón abierto a un costado, nos animaba a proseguir la aventura. El sonido de las primeras cogidas rompía la pesadez del ambiente y diluía nuestra tensión. Arrebatábamos las bolas de los bolsillos triples de las mesas y las volcábamos entre risas en la mesa central, la más grande, la madre de todas las mesas. Corríamos alrededor de ella, agarrando al pasar sus patas de elefante, las manos perdidas en el mar vivo de bolas que corrían sobre el tapete verde con reflejos blancos y rojos y sonar de huesos de sus cabezas calvas.

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