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Authors: Arturo Barea

La forja de un rebelde (3 page)

BOOK: La forja de un rebelde
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El Viaducto está hecho todo en hierro, igual que la torre Eiffel de París, pero claro que no es tan alto. La torre Eiffel es una torre de hierro muy grande, que hizo un ingeniero francés en París, para una exposición que hubo allí cuando yo nací. De esto estoy muy bien enterado, porque mi tío tiene
La Ilustración
y allí está la torre y el retrato del ingeniero, un señor con una barba muy grande como todos los franceses. Luego, parece que cuando se acabó la exposición no pudieron desatornillar la torre, y la han dejado allí hasta que se hunda. El día que se hunda, se caerá sobre el Sena, el río que pasa por París, y hundirá muchas casas. Parece que las gentes de París tienen mucho miedo y algunos se han mudado para que no les aplaste.

Al Viaducto, el mejor día le pasa lo mismo y se hunde, porque cuando pasan los soldados a caballo por él, les hacen ir al paso y aun así se mueve el piso del puente. Se pone uno en medio y sube y baja como si hubiera un terremoto. Mi tío dice que si no se cimbreara así, se hundiría: pero es claro que si se cimbrea demasiado se romperá, y esto es lo que va a pasar cualquier día. No me gustaría que me pillara debajo, porque al que pille le mata, pero sería bonito verlo hundirse. El año pasado el Día de Inocentes, el
ABC
, que trae unas fotos muy buenas, trajo una con el Viaducto hundido. Era una broma de inocentes, pero mucha gente fue a verlo, porque como estaba retratado creyeron que era verdad. Se enfadaron mucho con el periódico, pero creo que les pasó lo que a mí, que se enfadaron porque no era verdad.

Arriba, a lo largo de la barandilla de cada lado, se pasea una pareja de guardias para que la gente no se tire. Así, cuando alguno se quiere tirar, tiene que esperar a que sea de noche y muy tarde; y cuando los guardias están dormidos, se tira. Hasta que se duermen los guardias, los pobres deben aburrirse horriblemente, dando vueltas por las calles sin poderse matar. Luego tienen que gatear por la barandilla. Los viejos no se pueden tirar por el Viaducto, porque no pueden gatear. Se ahorcan o se tiran al estanque grande del Retiro. De aquí los sacan casi siempre y les aprietan la tripa, como al cojito, para que echen el agua y no se ahoguen.

Mi madre dice que se matan porque no tienen dinero para comer, pero yo no me mataría. Robaría un pan y saldría corriendo. Como soy un chico no me pueden llevar a la cárcel. Y si no, ¡que trabajen! ¿No trabaja mi madre y es una mujer? El señor Manuel, que ya es muy viejecillo, trabaja también subiendo los sacos de ropa, a pesar de que tiene una quebradura por la que se le salen las tripas. Una vez llevó a casa un talego y, cuando llegó arriba, se puso muy malo. Mi madre le echó en la cama y le bajó los pantalones; estaba muy asustada y llamó a la señora Pascuala la portera—, y entre las dos, muy de prisa, le quitaron del todo los pantalones y las bragas. Tiene una tripa muy negra llena de pelos casi todos blancos, y en sus partes le salía un bulto como el de los bueyes. Mi madre y la señora Pascuala, con los puños, le metieron el bulto dentro de la tripa y encima le pusieron el braguero, un cinturón que tiene una almohada para tapar el agujero por donde se salen las tripas, y se lo apretaron muy bien. Luego, el señor Manuel se vistió y se tomó una taza de té con una copita de aguardiente. La señora Pascuala me dio un par de cachetes porque había estado mirando sin que ellas se dieran cuenta, y me dijo que estas cosas no deben verlas los niños. Pero yo me alegro, pues si un día se le salen las tripas al señor Manuel y estoy yo solo, ya sé cómo metérselas. Lo malo es si un día se le salen en la calle, porque entonces se muere.

Pues bien, el señor Manuel, con su tripa rota y fumando colillas, no quiere morirse. Está siempre tan alegre, juega conmigo, me lleva a caballo y me dice que tiene unos nietos como yo en Galicia. Fuma colillas para poder ir a verlos todos los años. Mi tío le proporciona un billete que llaman de caridad, y va sin pagar casi nada. Cuando vuelve, le trae a mi tío manteca en una tripa redonda que es la vejiga de la orina de los cerdos. Una manteca muy rica que luego meriendo yo, untada en pan y espolvoreada con azúcar. Una vez le he preguntado por qué no se suicidaba, y me ha dicho que se quiere morir allí, en Galicia. No sé si algún verano se suicidará allí, pero no lo creo. Además, me dijo que todos los que se suicidan van al infierno; y esto también lo dicen todos.

La buhardilla está en la calle de las Urosas, en una casa muy grande. Abajo están las cocheras donde hay más de cien coches de lujo y todos los caballos. El jefe de las cocheras es un viejo que tiene una nariz aplastada muy rara; mi madre dice que tenía el vicio de hurgarse las narices como yo, y una vez, por andarse con las uñas sucias, se le pudrió la punta de la nariz. Tuvieron que cortársela y del trasero le sacaron un cacho de carne y se la cosieron allí. Una vez, para hacerle rabiar, le pregunté si era verdad que llevaba el trasero cosido a la nariz, y me tiró un calzo de los coches, que es un tarugo de madera muy grande que ponen bajo las ruedas para que los coches no se vayan cuesta abajo. Pero el calzo no me dio y se coló por la ventana en la imprenta de enfrente. Dio en uno de esos armaritos donde tienen los cajones con las letras y tiró un cajón entero. Se mezclaron las
A
y las
T
y todos los chicos de la vecindad nos sentamos allí a separarlas en montoncitos.

El portal de la casa es tan grande que podemos jugar en él al paso y a las bolas, cuando no está la señora Pascuala. La portería es muy pequeñita, debajo de la escalera, y la escalera es tan grande como el portal. Tiene ciento un escalones y yo los bajo de tres en tres. Algunas veces bajo montado en la barandilla, pero una vez se me fue la cabeza y me quedé colgando por la parte de afuera en el piso segundo. No se enteró nadie, pero me dio un susto que parecía que se me iba a romper el corazón y me temblaban las piernas. Si me caigo, me hubiera pasado lo que al botijo.

En la buhardilla no hay fuente y hay que bajar por el agua a la cochera. Mi madre había comprado un botijo muy grande, y cuando yo bajaba por el agua, me pesaba mucho; tenía que subir parándome en todos los descansillos. Un día, desde el segundo, lo dejé caer al portal y explotó como una bomba. Desde aquel mismo sitio por poco me caigo yo. Ahora, cuando paso, me separo de la barandilla.

Arriba hay una ventana redonda muy grande, con cristales, como esas ventanas grandes de las iglesias. Cuando estalló el polvorín en Carabanchel todos los cristales se cayeron rotos escalera abajo. Era muy pequeño, pero me acuerdo que mi madre me bajó en brazos a la calle corriendo, porque no sabía lo que pasaba. La gente estaba por entonces muy asustada, porque hacía muy pocos años que había caído un gran bólido cerca de Madrid. Luego hubo una erupción enorme en un volcán que hay en Italia, que se llama el Vesubio, y además vino el cometa Halley. Luego hubo un terremoto en San Francisco de California, un pueblo mucho mayor que Madrid, y otro terremoto en Messina. Mucha gente creía que, al acabarse el siglo XIX, se tenía que acabar el mundo. Yo he visto el cometa Halley, pero no me daba miedo; al contrario, era muy bonito. Desde la plaza de Palacio le veíamos el tío y yo, como una bola de fuego que corría muy de prisa en el cielo con una cola de chispas. Mi tía no venía, porque le daba mucho miedo. Tenía encendidas todas las velas de una virgen que guarda en casa, y todas las noches rezaba allí; al acostarnos, cerraba muy bien las maderas de los balcones y mi tío le preguntaba si tenía miedo de que entrara allí el cometa. También había explotado en Santander un barco cargado de dinamita, el
Machichaco
, que voló media población. Una viga de hierro atravesó dos casas y se quedó clavada. El
Sucesos
publicó un dibujo en colores de la explosión, donde se veían los trozos del barco y las piernas y los brazos por el aire.

Enfrente de esta ventana grande de la escalera empieza el pasillo donde están todas las buhardillas. La primera es la de la señora Pascuala, la portera, que es también la más grande, pues tiene siete habitaciones; después, la de la señora Paca, y enfrente la de la señora Francisca, que no tiene más que una habitación, como todas las demás. Paca y Francisca es el mismo nombre, pero una cosa es la señora Paca y otra la señora Francisca; la señora Francisca es una señora muy vieja que se quedó viuda hace muchos años; como no tenía dinero, se puso a vender cosas para los chicos en la plaza del Congreso: cacahuetes, avellanas, cajas de sorpresas, bengalas, en fin, un montón de cosas de cinco y diez céntimos, pero a pesar de esto sigue siendo una señora. La otra, la señora Paca, es una mujerona gruesa que siempre anda en chambra por la que se le transparentan los pechos con unos botones muy negros. Un día he visto que le salían unos pelos largos a través de la tela de la chambra, y desde entonces, cuando veo los pelos del tocino me acuerdo de ella. No me importa mucho, porque no me gusta el tocino; si no, me daría asco comerlo. Siempre anda pegando voces, y la señora Pascuala, que también sabe chillar, le ha dicho que va a echarla a la calle. Es también lavandera, pero no va al lavadero del tío Granizo, sino a unos lavaderos que hay en la ronda de Atocha, donde no hay río y se lava en unas pilas de cemento que llenan de agua con grifo. Una vez he estado allí, no me gustó; parecía una fábrica con las pilas llenas de la colada, el humo flotando por encima y las mujeres apelotonadas, unas al lado de otras, chillando como locas. Además, no había sol ni hierba y la ropa olía que apestaba. El tendedero, que es donde están las cuerdas para colgar las ropas lavadas, es un solar que hay detrás de las pilas. Los golfos saltan la valla del solar y roban las ropas. Claro que en el río también se la llevan a veces, pero como es campo, tienen miedo, porque las mujeres los corren a pedradas y siempre los cogen. Total, en el río, frente a la Casa de Campo, hay lavanderas decentes; desde el puente de Toledo abajo y en los lavaderos de las Rondas las lavanderas son unas tías.

El pasillo da la vuelta y viene un trozo muy largo que tiene treinta y siete metros. Los he medido yo con el metro de goma de mi madre, uno por uno. En el rincón hay una ventanita pequeña por la que entra el sol, y en medio otra grande, en el techo. Cuando llueve entra agua por la grande; si hace mucho aire y da de cara, también entra la lluvia por la pequeña, y así, cuando llueve, se forman dos charcos en el pasillo. En las buhardillas también, cuando falta una teja; entonces el agua cala el techo y se forman goteras. Cuando esto pasa, ponemos un cacharro para que caigan las gotas allí. El piso es de ladrillos, igual que en las buhardillas; mejor dicho, son unas baldosas de barro de ladrillo, pero más grandes. En el invierno son muy frías, pero nuestra buhardilla tiene una estera rellena de paja debajo y se puede jugar en el suelo.

En el pasillo está la buhardilla nuestra que tiene el número 9; al lado está la buhardilla de la polvorista, una mujer que hace cohetes y garbanzos de pega para los chicos. Los vecinos dicen que sabe fabricar bombas y que es una anarquista. Tiene muchos libros y es muy buena. Una noche vino la policía y se marchó sin detenerla; aunque a nosotros nos despertaron, porque le registraron la casa y lo tiraban todo.

En la buhardilla siguiente viven la señora Rosa y su marido. Él es guarnicionero y ella es muy miope; no ve a siete en un burro. Son los dos muy pequeñitos y muy delgados y se quieren mucho. Siempre hablan en voz muy baja y apenas se les siente. Querrían mucho tener un niño y su casa siempre es el refugio de todos nosotros cuando hay golpes. La señora Rosa se pone en la puerta y no deja entrar a nadie ni nos deja salir a nosotros hasta que no le han prometido que ya no nos pegan. Es una mujer con una cara muy pequeñita y muy blanca; tiene los ojos azules muy claros, con unas pestañas rubias que casi no se le ven. Lleva unas gafas de cristales gordos, y mi madre dice que ve muy bien en la oscuridad. Cuando le mira a uno, sus ojos parecen los ojillos de un pájaro.

Después hay una buhardilla, la más pequeña de todas. Allí vive una mujer vieja que se llama Antonia y nadie sabe nada de ella, porque nadie la trata. Pide limosna por las calles y vuelve a las once de la noche, un poquito antes de que cierren el portal. Siempre viene hablando sola, borracha de aguardiente. Se encierra y empieza a hablar con su gata. Una vez vomitó en la escalera y la señora Pascuala se la hizo fregar de arriba abajo.

Al final del pasillo vive la cigarrera. Trabajan ella y su hija juntas y hacen los cigarrillos para la reina Victoria. Unos cigarrillos muy largos con una boquilla de cartón que meten dentro, pegada con un pincelito untado de goma que mojan en un tarro lleno de polvo. Esto luego lo chupa la reina. Es un tarro de cristal verde. A fuerza de escurrir el pincel en el borde, se caen las gotas de goma por fuera y se quedan duras, como las gotas de cera de los cirios de la iglesia. Cuando se acaba la goma en el tarro, la señora María rasca los pegotes de goma de fuera, los mete dentro y echa un poco de agua caliente; un día que no tenía agua caliente, echó caldo del puchero y tuvo que tirar todo, porque se le manchaban de grasa los pitillos.

Luego, en un rincón, está el retrete; un cuarto donde me da miedo ir de noche, porque hay unas cucarachas gordas que salen de allí y se van por el pasillo a comer en los cubos de la basura que todas las vecinas dejan en la puerta de la buhardilla. En el verano, cuando están las puertas abiertas, se las siente andar por el pasillo, haciendo un ruidito como cuando se estrujan papeles. En casa no entran porque mi madre ha clavado en el borde de la puerta una tira de linóleo —eso que usan para los suelos en las casas ricas— y no pueden pasar. Pero en casa de la señora Antonia, la borracha, entran muchas, porque su puerta está al lado del retrete y no tiene linóleo; su gata se las come y es una cosa que da asco. Al masticarlas suena como cuando se parten los cacahuetes.

De la cochera suben ratas muy gordas por la escalera y a veces llegan hasta las buhardillas. En la cochera tienen muchas ratoneras y perros de los que llaman ratoneros. Por las mañanas sacan las ratoneras a la calle; a veces, con cuatro o cinco ratas. Unas veces abren las ratoneras en medio de un corro que hacemos los chicos y los vecinos, y sueltan los perros, que las cazan y las matan. Otras veces las rocían con petróleo y las queman dentro de las ratoneras que son de alambre, pero esto lo hacen pocas veces porque la calle se llena de muy mal olor con el humo de los pelos quemados. Una vez, una rata mordió a un perro en el hocico y se escapó; al perro desde entonces le falta un cacho de nariz. Es el perro del señor Paco, el que tiene el trasero cosido a la nariz. Ahora, como los dos están iguales, los obreros de la imprenta los llaman «los chatos».

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