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Authors: Arturo Barea

La forja de un rebelde (5 page)

BOOK: La forja de un rebelde
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El incendio de todos los focos del salón encendidos de golpe; la mancha negra, espesa, de los bigotes gordos y puntiagudos del dueño nos sorprendía encaramados en lo alto de la pradera verde. Nos inmovilizaba, mientras las bolas terminaban sus carreras chocando con las vecinas, cuando nosotros quisiéramos hacerlas callar y que se estuvieran tan quietas como nosotros. Saltábamos de la mesa como monos huidos. Bajábamos de tres en tres la estrecha escalera que habíamos subido de puntillas, perseguidos por los denuestos del ogro. Caíamos en el salón con la cara roja de la excitación y del miedo.

Ha venido mi madre. Cuando vamos hacia nuestra mesa, Esperancita echa a correr y se esconde detrás de la cortina roja que tapa la vidriera de entrada. Yo entro detrás de ella a prenderla y, a través de los cristales, veo a mi madre hablando con la madre de Ángel y con el señor Pepe. Como Esperancita está también en el secreto de las cosas, nos ponemos rápidamente de acuerdo: salimos de detrás de la cortina, ella delante, corriendo en dirección a la otra puerta del café que está allá abajo, al lado del mostrador. Esperancita desaparece detrás de esta otra cortina y yo también, pero en vez de quedarnos allí salimos corriendo a la calle y volvemos por el exterior a la entrada donde están los periódicos. Todavía está mi madre allí. Nos besamos y nos abrazamos y le cuento atropelladamente la astucia de que nos hemos valido para venir a darle un beso, sin que lo vea mi tía. Y nos volvemos otra vez corriendo por el mismo camino, para seguir correteando por el salón, como si no hubiera pasado nada.

Una vez más le explico a Esperancita:

—¿Tú sabes? Mi tía se enfada mucho cuando me ve besar a mi madre, porque quiere que sólo la bese a ella y que no quiera a mi madre. Cuando se enfada, me dice que soy un desgraciado, porque es ella quien me mantiene, y después regaña a mi madre, diciéndole que parece que tiene miedo de que me roben. Así que mi madre y yo, cuando nos queremos besar, nos escondemos.

Entretanto mi madre ha entrado y se ha sentado al lado de mi tía. Pepe ha traído un vaso y su platillo de azúcar y entonces voy a la mesa, nada más que para darle un golpecito en el hombro, decirle «¡hola!» y robarle un terrón de azúcar. Inmediatamente me marcho de nuevo a jugar. Mi tía se queda satisfecha.

En una mesa cercana hemos encontrado un juego de dominó y nos ponemos a hacer construcciones con las fichas. Desde aquí veo a mi madre tomando su café silenciosamente y a mi tía discutiendo con doña Isabel, seguramente aún sus chismes de vecinos. Mi madre es una mujer pequeñita, un poquito redonda, rápida en sus movimientos. La piel muy blanca, los ojos grises, como los gatos, y el pelo castaño, con muy pocas canas en las sienes, disimula sus cincuenta años y pico. Viste una falda negra, una blusa de percal gris, y lleva un pañuelo de rayas en la cabeza y un delantal también de rayas en la cintura. Mi tía es una señora de sesenta años, vestida con un traje negro de flores bordadas, cubierto el pelo, completamente blanco, con un velo negro. Tiene una cara de vieja como de porcelana fina y presume del color de sus carrillos, que es natural, y de la finura de sus manos que parecen de seda. Pero mi madre tiene las manos tan finas como ella y aún más pequeñitas. Esto algunas veces le da rabia a mi tía, que se unta crema en las manos y se da limón y glicerina, y le dice a mi madre que no comprende cómo, trabajando, puede tener las manos así. Mi tía es la señora y mi madre la criada, igual que doña Isabel y su hermana. Ahora viene a tomar café con nosotros, después de recoger la mesa de la cena en casa de los tíos, ha fregado los cacharros y ha barrido el comedor y la cocina. Algunas veces interviene en la conversación de los demás, porque todos la quieren mucho y le hacen preguntas, pero en general se queda callada y busca la ocasión de irse a charlar con la madre de Ángel y el señor Pepe.

A las once de la noche se deshace la reunión, y nos volvemos a casa, mi tía y yo delante, mi tío y mi madre detrás. Se ha adelantado la marcha y nos hemos quedado sin jugar con Ángel, que termina a esta hora su venta y nos mira marcharnos con la cara triste, porque ahora se queda solo hasta que cierren el café.

Mañana tenemos que madrugar mucho, pues por la tarde mis tíos y yo nos vamos al pueblo a pasar el verano. Aunque el coche no sale hasta la tarde, mi tía necesita preparar todas sus maletas y la merienda antes del mediodía. No nos dejará parar en toda la mañana con sus impaciencias. Claro que, como siempre, mi madre es la que tendrá que aguantarla, porque mi tío me llevará a ver la parada y no volveremos hasta la hora de comer. Éste es el sistema que tiene los domingos para no oírla.

Cuando llegamos a casa mi gato y yo nos tomamos juntos mi leche en la mesa del comedor, como todas las noches. Mi tío se sienta enfrente de nosotros, mientras mi tía anda en la alcoba inmediata al comedor, arreglando la lamparilla que servirá para tener luz toda la noche y a la vez para alumbrar a la Virgen que tiene allí. Entonces se me ocurre decirle a mi tío:

—Como nos vamos mañana, esta noche yo quiero dormir con mi madre.

Mi tío me contesta:

—Bueno, acuéstate con ella.

Mi tía estalla, saliendo de la alcoba:

—El niño se acostará en su cama como todas las noches.

—Pero ¡mujer! —dice mi tío.

—No hay mujer, ni hay pero. El niño duerme mejor solo.

—Pero si el chico se va mañana y quiere dormir con su madre, ¿por qué no le has de dejar? ¿No duerme otras veces con nosotros porque se te antoja a ti? Y me parece que dormirá peor con dos que con uno —responde mi tío.

Mi tía se encrespa y empieza a chillar:

—Pues, he dicho que no, y que no. Al niño no se le ocurre dormir con su madre; eso son cosas de ella, que ya lo habrá aleccionado.

Y agrega, llamando a mi madre a voces:

—¡Leonor, Leonor! El niño duerme en su cama, porque ¡lo mando yo! Son ya muchos mimos y este niño está demasiado consentido.

Mi madre, que ignora la causa de estas voces, se le queda mirando asombrada, y responde:

—Bueno, ya tiene la cama preparada.

Mi tía, ante el tono tranquilo de mi madre, se deja caer en una silla. Se pone a llorar copiosamente sobre la mesa:

—Os habéis propuesto matarme a disgustos. Estáis todos de acuerdo para hacerme sufrir. Hasta tú —se vuelve a mi tío—. Eres cómplice de ellos. Claro, tú dices que sí y ya la cosa no tiene remedio. Os habéis puesto de acuerdo los tres y, mientras, una tiene que aguantarse y callar.

Mi madre me coge de un brazo, nerviosa de rabia, y me dice:

—Anda, despídete de los tíos hasta mañana y vete a la cama.

Mi tía vuelve a estallar:

—Eso, ¡ya está todo arreglado! Pues el niño no se va a la cama. Hoy se acuesta conmigo.

Mi tío suelta un puñetazo en la mesa y se levanta furioso:

—¡Esta mujer está loca y nos va a volver locos a todos!

Yo reacciono violentamente y me agarro a las faldas de mi madre chillando:

—¡Yo me quiero acostar con mi madre esta noche!

El llanto y los gritos de mi tía recrudecen y por último se sale con la suya, ayudada de mi madre, que me empuja hacia ella, conteniendo su excitación.

Ya en la alcoba, yo lloro, abandonado de mi madre y odiando a mi tía, que se empeña en desnudarme entre lágrimas y pellizcos, alternando explosiones de cariño que me llenan la cara de babas y lágrimas, con arrebatos de furia en los que me zarandea. Mi tío acaba de perder la poca paciencia que le queda y le manda callarse enérgicamente. Nos metemos en la cama, yo entre los dos, y allí empieza mi tía a rezar el rosario y yo tengo que acompañarla. Mi tío lee el
Heraldo
a la luz de una vela sobre la mesilla de noche. Como siempre, antes de llegar al segundo diez del rosario, mi tía se queda dormida con la boca entreabierta, dejando ver el agujero de los dos dientes de arriba que le faltan, y que están en un vaso en la mesilla de noche. Al cabo de un ratito, me vuelvo despacio hacia mi tío y le digo en voz baja:

—Ya se ha dormido. Yo me quiero ir con mi madre.

Mi tío se pone un dedo en la boca y me dice, también bajito, que me espere. Apaga la luz y nos quedamos los dos despiertos en la semioscuridad de la lamparilla que hace unas sombras miedosas en el lecho. Al cabo de un rato grande, mi tío me coge con mucho cuidado, me deja en el suelo, y me da un beso y me dice que me vaya sin meter ruido.

Me voy despacio por el pasillo a la alcoba de mi madre que está al lado de la cocina, y entro allí a oscuras, tocando la ropa de la cama y diciéndole que soy yo, para que no se asuste. Me dice muy nerviosa que me vuelva. Pero yo le cuento cómo me ha ayudado el tío a salir, y entonces me deja un sitio en la cama. Y yo me quedo, hecho una bola, de espaldas a ella, en el hueco de sus brazos. El gato salta y empuja con la cabeza el embozo para meterse dentro como todas las noches. Los tres nos quedamos así, muy callados para dormirnos.

Sobre el cogote me cae una gota, y el gato me lame la cara.

Capítulo 3

Rutas de Castilla

Hoy nos vamos al pueblo. Todos los años, cuando llegan mis vacaciones, vamos al pueblo, mejor dicho, a los pueblos. Primero vamos a Brunete, mis tíos y yo, porque ellos han nacido allí. También mi padre era de allí. Estamos quince días o cosa así, y después mis tíos me acompañan a Méntrida, de donde es mi madre. Me quedo con mi abuela y los hermanos de mi madre un mes. Después mi madre va dos o tres días para ver a su familia y me recoge. Tomamos el tren para Madrid, pero yo me quedo en Navalcarnero, donde mi otra abuela, la de mi padre, me espera en la estación. Mi madre sigue a Madrid pero yo me quedo en Navalcarnero unos quince días. Después, mi abuela me lleva a Madrid. Llegamos a finales de septiembre y al día siguiente, o dos días después, vuelvo al colegio. Éste es mi veraneo, menos una vez que fui con mis tíos a San Sebastián.

Para ir a Brunete no hay tren. Se va en un coche como las diligencias antiguas; un coche con seis mulas pintado de amarillo y rojo. Delante va el cochero y el mozo de mulas y a su lado caben dos personas más. Algunas veces van tres, y entonces el mozo se monta en una de las mulas de delante. Detrás del pescante va el coche propiamente dicho, donde caben ocho personas. Los chicos como yo pagan la mitad y no tienen derecho a sentarse. Han de ir en las rodillas de los de su familia, hasta que en alguno de los pueblos por donde pasa el coche queda un sitio libre. Esto ocurre casi siempre en Villaviciosa. Arriba van los equipajes y ocho asientos de madera, numerados, en dos bancos, que se llaman la «baca». También llevan un saco con los colores nacionales donde van las cartas para estos pueblos.

El coche sale de la Cava Baja, de una posada muy antigua que se llama de San Andrés.

La Cava Baja es como una calle del siglo XVII que se hubiera quedado enquistada en la ciudad. Comienza en la plaza de Puerta Cerrada, donde como único recuerdo de los tiempos viejos queda una cruz de piedra monumental, cuyo origen se ignora, pero que la tradición afirma se levantó en memoria de los miles que allí fueron ahorcados, en uno de aquellos patíbulos de la Edad Media. Y termina en la plaza de la Morería, entre varias cárceles del Santo Oficio y el antiguo patíbulo de la plaza de la Cebada, donde quemaron a millares de herejes y ahorcaron a hombres célebres en la historia, como Riego. Sin embargo, la calle es alegre y encierra dentro de sí un mundo.

Se multiplican en ella las posadas centenarias con sus portalones grandes de vigas de madera, sus patios enormes para los carros y sus techados para las mulas, llenos de estiércol, de tiestos de flores y de gallinas desvergonzadas; con sus escalerillas de madera, pulidas por el pasar de las manos de diez generaciones; con sus tabernitas al lado del portal, donde se beben los vinos directamente de los pellejos tripudos, tumbados en un tablero y atadas sus bocas con una lía de esparto, cuyo otro extremo se sujeta a una escarpia de la pared, para que la boca del pellejo quede siempre alta y no rezume el vino. Sus parroquianos, carreteros y campesinos, saben desbocar los pellejos y beber a chorro en ellos los vinos broncos de 15 y 18 grados, que dejan la garganta seca de tanino y los labios morados de color. Son sus clientes pueblerinos, mujeres de sayas incontables y pomposas, muchachas quemadas del sol de las eras, con sus trajes de fiesta en sedas de colores rabiosos, y hombres cachazudos, con pantalón de pana que cruje al andar y zamarra de paño gordo con vueltas de piel de oveja; sobre la camisa deslumbrante de blanca, la faja negra, bolsillo que guarda un pañuelo verde, grande como vela de barco, una navaja ancha y corva como cuerno de toro, un pedernal, un eslabón y un cordel gordo de yesca, que con la petaca mugrienta y el librillo de papel de fumar como un breviario, constituyen los utensilios de fumar. En la punta interior de la faja hay un nudo que encierra el bolsillo que guarda las monedas de plata del viaje; un bolsillo de lana de colores, a punto de media, que cierra un cordel más largo que el hombre, que ata y reata la boca del saco y se enrolla sobre ella misma convirtiéndose en ovillo.

Cuando yo era niño, era para mí motivo de asombro ver estos labriegos, sentados a la mesa de encina, con el jarro de flores azules de Talavera lleno de vino, desliarse la faja y dejar sus calzones caídos, desatar el nudo que encerraba el tesoro, deshacer las vueltas del cordel, y arrancar con sus uñas los nudos finales para volcar sobre la mesa el importe de la transacción.

El huésped desliaba su faja múltiples veces, sin salir de la calle, porque allí se encuentran todas las industrias que surten los pueblos:

El almacén de hierro, de techo agobiante, donde se compra el hierro en barras para forjar herraduras y la reja de arado en bruto, que luego se aguza en la fragua a golpes de macho.

El fabricante de harneros, con sus tambores de agujeros para simientes de todos los tamaños, que fabrica en su misma tienda con un arte heredado.

El tonelero con sus puertas abiertas, en mangas de camisa, ajustando las duelas a golpe de mazo y con su fogata encendida en mitad de la calle para cerrar un tonel.

El pastelero, que conserva el arte misterioso de los caramelos pegajosos, de rojos, azules y verdes de veneno, las tortas macizas y negras de puro tostadas, las galletas diminutas que entran centenas en un kilo, y los turrones de almendra y de miel que arrancan los dientes de las encías.

El comerciante de cuadros con marcos y flores dorados y cromos de santos y purísimas con caras dulzonas y trajes azules y rojos; con paisajes maravillosos que contienen el río, el bosque, la montaña con nieve, el molino de viento, la carreta de bueyes, la casita con chimenea humeante y un senderito donde suele haber un niño con una cesta que viene hacia el espectador.

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