La forja de un rebelde (2 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Cuando no hablan de la guerra, me aburro y me pongo a jugar, tumbado en la alfombra del comedor.

Este general que va con el príncipe debe de ser igual. Es el que le va a enseñar a hacer la guerra cuando sea rey, porque todos los reyes necesitan saber cómo hacer la guerra. El cura le enseña a hablar. Esto no lo entiendo, porque si es mudo, no sé cómo va a hablar; puede que hable por ser príncipe, porque de los mudos que yo conozco ninguno habla más que por señas y no será por falta de curas.

Me estoy aburriendo porque no baja ninguna pelota y nos hace falta una para jugar esta tarde. Es muy sencillo pescar una pelota.

Delante de la casa del tío Granizo hay un puentecillo de madera, hecho con dos rieles del tren atravesados y cubiertos de tablones, con su barandilla y todo, pintado de verde. Allí pasa un río negro que sale de un túnel debajo del puente del Rey; este túnel y este río son la alcantarilla de Madrid. Todas las pelotas que pierden los chicos en las calles de Madrid, porque se les cuelan por las bocas de las alcantarillas, bajan flotando, y nosotros, desde lo alto del puente, las pescamos con una manga hecha de un palo largo y la alambrera vieja de un brasero. Una vez cogí una de goma pintada de colorado. Al otro día, en el colegio, me la quitó Cerdeño y, como es mayor que yo, me tuve que callar. Ahora que le costó caro: le metí una pedrada desde lo alto de la corrala; ha llevado una venda tres días y le han tenido que coser los sesos con hilo. Claro que no sabe quién ha sido; pero, por si se entera, llevo siempre una piedra de puntas en el bolsillo, y como me quiera pegar, le van a coser otra vez.

Antonio, el cojito, se cayó una vez desde el puentecillo y por poco se ahoga. Le sacó el señor Manuel, el mozo del lavadero, y le apretó la tripa con las dos manos. Comenzó a echar agua sucia por la boca; luego le dieron té y aguardiente. El señor Manuel, como es un borrachín, se bebió un trago grande de la misma botella, porque se había mojado los pantalones y decía que tenía frío.

Nada, que no baja ninguna pelota; me voy a comer, que me está llamando mi madre. Hoy comeremos al sol sobre la hierba. Esto me gusta más que los días que no hay sol y hace frío; entonces comemos dentro de la casa del tío Granizo. Es una taberna con un mostrador de estaño y unas mesas redondas que todas están cojas: se cae la sopa y además el brasero da un tufo inaguantable. No es un brasero, es un anafre muy grande, con una lumbre en medio y con los pucheros de todas las lavanderas alrededor. El puchero de mi madre es pequeño, porque no somos más que dos, pero el puchero de la señora Encarna parece una tinaja. Son nueve y tienen por plato una palangana pequeña. Se sientan todos alrededor y van metiendo la cuchara por turnos. Cuando llueve y comen dentro, se sientan en dos mesas y reparten la comida entre la palangana y una cazuela de barro muy grande que el tío Granizo tiene para guisar caracoles los domingos. Porque los domingos no hay lavadero y el tío Granizo guisa caracoles; por la tarde bajan hombres y mujeres a bailar aquí y meriendan caracoles y vino. Un domingo nos convidó a mi madre y a mí, y yo me hinché de comer. Los caracoles se cogen aquí mismo entre la hierba, sobre todo después que ha llovido, cuando salen a tomar el sol. Nosotros, los chicos, los cogemos, les pintamos la cáscara de colores y jugamos con ellos a las carreras de caballos.

El cocido sabe aquí mejor que en casa: se pica una sopa de pan muy delgadita y luego se vierte encima el caldo del cocido, amarillo de azafrán. Se come uno la sopa, luego los garbanzos, y por último la carne, con tomates cortados por la mitad, espolvoreados de sal. De postre, la ensalada: unas lechugas jugosas con un cogollo muy tierno, como no las hay en Madrid. Las cría el tío Granizo aquí, al lado de la alcantarilla, porque dice que con el agua de la alcantarilla crecen mejor; y es verdad. Esto parece que es una porquería, pero también se echa la basura en los campos y las gallinas se la comen. Sin embargo, el pan y las gallinas están muy ricos.

Las gallinas y los patos conocen la hora de la comida. En cuanto han visto que mi madre volcaba la banca han comenzado a venir. Debajo de la banca había una lombriz muy grande y muy larga, y un pato la ha visto en seguida. Se la ha comido igual que me como yo los fideos gordos: la ha dejado colgando del pico y después la ha sorbido, haciendo «paff» y ¡adentro! Después se ha picoteado las plumas del cuello como si le hubieran quedado migas y ha esperado a que le eche un cacho de pan. No se lo doy en la mano, porque es muy bruto: pica los dedos y, como tiene el pico muy duro, hace daño.

Con la banca boca abajo como mesa, comemos los dos, mi madre y yo, sentados en el suelo. Mi madre tiene las manos muy pequeñitas; y como toda la mañana desde que salió el sol ha estado lavando, los dedos se le han quedado arrugaditos como la piel de las viejas, con las uñas muy brillantes. Algunas veces las yemas se le llenan de las picaduras de la lejía que quema. En el invierno se le cortan las manos, porque cuando las tiene mojadas y las saca al aire, se hiela el agua y se llenan de cristalitos. Le salta la sangre como si la hubiera arañado el gato. Entonces se da glicerina en ellas y se curan en seguida.

Cuando acabemos de comer vamos a hacer la carrera de autos París—Madrid con las carretillas de llevar la ropa. Le hemos quitado cuatro al señor Manuel, sin que se entere, y las tenemos escondidas en la Pradera. No quiere que juguemos con ellas, porque pesan mucho y dice que nos vamos a romper una pierna; pero es muy divertido. Tienen una rueda de hierro delante que chirría al rodar; uno de nosotros se monta encima y otro empuja a todo correr, hasta que se cansa; entonces vuelca de repente la carretilla y el que va encima se cae. Una vez hicimos así el choque de trenes y el cojito se machacó un dedo. El pobre es un desgraciado: su padre le dio un palo y le dejó cojo; como he dicho, se cayó de la alcantarilla; como es cojo y no desgasta más que una bota, su madre le hace ponerse las dos botas del mismo par, una cada día, para que las desgaste por igual. Cuando le toca la del pie izquierdo, que es el que le falta, se queda cojo de los dos pies y tiene mucha gracia verle correr colgado de las muletas.

Yo he visto la carrera París—Madrid en la calle del Arenal, en la esquina de la calle donde vive mi tío. Habían puesto muchos guardias para que no atropellaran a la gente, pero no los dejaron llegar corriendo hasta la Puerta del Sol como ellos querían. La meta estaba en el puente de los Franceses, y allí se espachurraron cuatro o cinco autos. Yo no había visto nunca un auto de carrera, porque los que hay en Madrid parecen coches sin caballos; pero éstos son diferentes. Son muy bajitos y muy largos y el hombre va metido dentro, tumbado, y sólo se le ve la cabeza, con una gorra de pelos y unas gafas grandes con cristales, como las de los buzos. Los autos llevan unos tubos muy grandes y por allí van soltando explosiones como cañonazos, con mucho humo que huele muy mal. Los periódicos decían que habían corrido a noventa kilómetros por hora. El tren a Mentrida, que no está más que a treinta y siete kilómetros de Madrid, tarda desde las seis de la mañana hasta las once, así que no tiene nada de extraño que se hayan saltado los sesos en el camino.

A mí me gusta correr así. En el barrio tenemos los chicos un auto. Es un cajón con cuatro ruedas y las dos de delante tienen un guía con una cuerda. En él bajamos corriendo la cuesta de la calle de Lepanto, que es muy larga. Cuando llegamos abajo, con la velocidad seguimos corriendo por el asfalto de la plaza de Oriente. El único peligro es que abajo, en la esquina, hay un farol; Manolo, el chico del tabernero, se pegó un día contra este farol y se rompió un brazo. Pegaba muchos gritos, pero no debió de ser una cosa muy grave, porque le pusieron el brazo en escayola y sigue montando en el auto. Sólo que ahora tiene miedo: cuando llega al final de la cuesta, frena con el pie contra la acera.

La pradera donde hacemos la carrera de autos se llama el paseo de la Virgen del Puerto. Es una pradera toda llena de hierba, con muchos álamos y castaños de Indias. A los álamos les arrancamos la corteza y debajo les queda una mancha verde clara que parece que suda; los castaños dan unas bolas llenas de pinchos que tienen dentro las castañas, pero no se pueden comer, porque duelen las tripas. Nosotros, cuando cogemos algunas, las escondemos en el bolsillo, y cuando vemos que otro está agachado se la tiramos al trasero. Los pinchos se le clavan y le hacen saltar. Una vez partimos una por la mitad y metimos la cáscara, partida en dos, debajo del rabo de un burro que estaba comiendo hierba en la pradera. El burro corría por todas partes soltando coces y no se dejaba coger ni por el amo.

No sé por qué llaman a esto la Virgen del Puerto. Claro que hay una virgen en una ermita pequeñita. Vive allí un cura muy gordo que algunas veces viene a pasear por la alameda y se sienta debajo de un árbol. Vive con una muchacha muy guapa que las lavanderas dicen riendo que es su hija, pero que él dice es su sobrina. Un día le he preguntado al cura por qué se llama la Virgen del Puerto y me ha dicho que por ser la virgen de los pescadores, y cuando éstos naufragan, rezan y se salvan; o si se ahogan, van al cielo. No sé por qué la tienen en Madrid y no la llevan a San Sebastián, donde hay mar y pescadores. Yo los he visto hace dos años cuando me llevó el tío en el verano. Aquí en el Manzanares no hay lanchas, ni pescadores, ni se puede ahogar nadie, porque el agua llega a mi cintura en lo más hondo.

Parece que la virgen la tienen aquí para todos los gallegos que hay en Madrid. En agosto, los gallegos y los asturianos vienen a la Pradera y cantan y bailan al son de las gaitas; meriendan y se emborrachan. Sacan la virgen en procesión por la Pradera y van detrás tocando sus gaitas. Los chicos del hospicio bajan también y tocan la música en la procesión. Éstos son unos chicos sin padre ni madre; los tienen allí asilados y les enseñan a tocar música. Cuando no tocan bien la trompeta, el que les enseña les da un puñetazo en ella y les rompe todos los dientes. He visto a uno que no los tenía, pero que tocaba muy bien el cornetín; sabía hasta tocar las coplas de la jota solo. Se callaban todos los demás y entonces él, con la trompeta, cantaba la jota y la gente aplaudía. Saludaba y luego las mujeres y algunos hombres le daban perras a escondidas, para que el director de la banda no lo viera y se las quitara. Cuando tocan así en las procesiones, les pagan. Los cuartos se los guarda el profesor, y a ellos no les dan más que las sopas de ajo del hospicio. Además tienen piojos, y los ojos con una enfermedad que se llama tracoma, que es como si se los hubieran untado con grasa de salchicha; algunos tienen calvas de tiña en la cabeza.

A muchos de ellos les echó su madre a la Inclusa cuando eran de pecho. Ésta es una de las cosas por que yo quiero mucho a mi madre. Cuando murió mi padre, éramos cuatro hermanos y yo tenía dos meses. Le aconsejaban a mi madre —según me ha contado— que nos echara a la Inclusa, porque con los cuatro no iba a poder vivir. Mi madre se marchó al río a lavar ropa. Los tíos nos recogieron a mí y a ella; los días que no lava en el río hace de criada en casa de los tíos y guisa, friega y lava para ellos; por la noche se va a la buhardilla donde vive con mi hermana Concha.

A mi hermano José —el mayor— le daban de comer en la Escuela Pía. Cuando tuvo once años se lo llevó a trabajar a Córdoba el hermano mayor de mi madre, que tiene allí una tienda. A mi hermana le dan de comer en el colegio de monjas, y mi otro hermano, Rafael, está interno en el Colegio de San Ildefonso, que es para los chicos huérfanos que han nacido en Madrid.

Yo voy a la buhardilla dos días por semana, porque mi tío dice que tengo que ser como mis hermanos y no creerme el señorito de la casa. No me importa; me divierto más que en casa de mis tíos, porque aunque mi tío es muy bueno, mi tía es una vieja beata muy gruñona que no me deja en paz. Por las tardes me hace ir al rosario con ella a la iglesia de Santiago y esto es ya demasiado rezo. Yo creo en Dios y en la Virgen, pero me paso el día rezando: a las siete de la mañana, todos los días, la misa en el colegio. Antes de la clase, a rezar; después, la clase de religión y moral; antes de salir de clase, a rezar otra vez. Por la tarde, al volver a clase, y al salir, vuelta a rezar y después, cuando estoy tan contento jugando en la calle, me llama la tía y me hace ir al rosario; también me hace rezar por la noche y por la mañana, al acostarme y al levantarme. Cuando voy a la buhardilla, ni voy al rosario ni rezo por la mañana ni por la noche.

Ahora en el verano, como no hay colegio, estoy en la buhardilla los lunes y los martes, que son los días que mi madre baja al río, y me voy con ella para pasar el día en el campo.

Cuando mi madre acabe de recoger la ropa, nos iremos a casa por la Cuesta de la Vega. Me gusta el camino, pues pasamos bajo el Viaducto, un puente de hierro muy grande que cruza por encima de la calle de Segovia. Desde allá arriba se tira la gente para matarse. Yo sé dónde hay una losa en la acera de la calle de Segovia que está partida en cuatro pedazos, porque se tiró uno y pegó con la cabeza. La cabeza se hizo una torta y la piedra se rompió. Han grabado una cruz pequeñita para que se sepa. Cuando paso por debajo del Viaducto, miro a lo alto por si se tira alguno, porque no tendría gracia que nos aplastara a mi madre y a mí. Todavía si cayera encima del talego que lleva el señor Manuel, no se haría mucho daño, porque es un talego muy grande, más grande que un hombre. Como yo hago la cuenta de la ropa con mi madre, sé lo que cabe: veinte sábanas, seis manteles, quince camisas, doce camisones, diez pares de calzoncillos, en fin, una enormidad de cosas. El señor Manuel, el pobre, cuando llega a lo alto de la buhardilla, se tiene que agachar para entrar por la puerta. Deja caer el saco despacito para que no estalle, y se queda arrimado a la pared respirando muy de prisa y cayéndole el sudor por la cara. Mi madre le da siempre un vaso de vino muy lleno y le dice que se siente. Si bebiera agua, se moriría, porque se le cortaría el sudor. Se bebe el vaso de vino y luego saca un montón de colillas del bolsillo y un librillo de papel de fumar de hojas muy grandes, y se hace con las colillas un cigarrillo muy gordo y muy mal hecho. Una vez le robé a mi tío un puro con sortija y se lo traje. Él le contó a mi madre y ésta me regañó. Luego mi madre se lo contó a mi tío y éste también me regañó, porque no se deben robar las cosas; después me dio un beso y me llevó al cine, porque dijo que tenía buenos sentimientos; y en realidad no sé si he hecho bien o mal dándole el puro al señor Manuel. Aunque creo que he hecho bien, porque el hombre se alegró mucho; se lo fumó un día, después de comer, y luego se guardó la colilla; la picó y se hizo cigarrillos con ella. Ahora, algunas veces, el tío me da alguno de sus cigarros para que se los dé al señor Manuel. Antes, no me los daba.

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