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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

La formación de Inglaterra (3 page)

BOOK: La formación de Inglaterra
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En el libro que escribió sobre estas campañas, César fue el primero en mencionar a los «druidas». Este era el nombre dado por los celtas a aquellos de los suyos que eran los depositarios del saber existente en su sociedad. Los celtas no tenían escritura, y los druidas conservaban las tradiciones orales de su pueblo poniéndolas en una rítmica poesía para memorizarlas más fácilmente. (La tradición poética de los druidas subsiste aún hoy entre los celtas que quedan en Europa, como los galeses y los irlandeses.)

Naturalmente, constituían un cuerpo sacerdotal, pues su saber y su comprensión de los movimientos de los cuerpos celestes les daba, a los ojos de la gente común, un conocimiento de cómo aplacar a los dioses y prever el futuro.

Los romanos más tarde suprimieron a los druidas, y por medios nada suaves, porque representaban las tradiciones nacionales de su pueblo y eran el centro de los movimientos antirromanos. Los romanos pensaron que no podrían mantener en calma las regiones célticas conquistadas ni romanizar adecuadamente a la población si no destruían a los druidas. Sostuvieron como excusa que el druidismo era excepcionalmente maligno, pues apelaba a la magia negra y a los sacrificios humanos.

Por obra de los escritos romanos sobre el tema, hoy concebimos el druidismo como una religión oscura y brutal, y muchos imaginan que Stonehenge fue erigido como altar en el cual poder practicar sus malvados ritos. Pero es muy probable que el druidismo no fuese peor que otras religiones primitivas; en cuanto a Stonehenge, fue construido mil años antes de que aparecieran los primeros druidas en Britania.

Y lo poco que sobrevivió a los romanos de la tradición druídica fue totalmente barrido después del advenimiento del cristianismo. Es así como no sabemos nada sobre el druidismo, excepto lo que nos han dicho sus enconados enemigos.

Las tribus britanas
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no eran tan ciegas como para no darse cuenta de que César estaba conquistando la Galia, y esto era una tragedia para ellos, por varias razones. En primer lugar, el comercio galo podía ser desviado hacia el Sur, a Italia, lo cual empobrecería a Britania. En segundo lugar, un fuerte contingente romano apostado en la costa de enfrente del Canal de la Mancha sería una amenaza permanente para Britania. Por último, también deben de haber abrigado simpatías hacia sus hermanos celtas sometidos a un opresor. (Es demasiado fácil olvidar que en la historia hay tanto motivaciones emocionales como económicas.)

Las tribus de Britania, desde su santuario del otro lado del Canal, hicieron todo lo posible para estimular la rebelión entre los galos conquistados, y enviaron toda la ayuda que pudieron. Así, cuando los vénetos (una tribu gala de lo que es hoy Bretaña) se rebelaron en 56 a. C., César halló pruebas claras de ayuda por parte de los britanos. César sofocó la revuelta, pero quedó fastidiado.

No estaba con ánimo de conducir una larga campaña del otro lado del Canal. Si los galos se levantaban a sus espaldas (como era muy probable que lo hicieran), podía tener problemas para volver a tiempo y hasta podía quedar aislado en una hostil y misteriosa isla. Pero dejar las cosas allí sin hacer nada habría sido estimular a las tribus de Britania a que siguieran creando problemas en la Galia indefinidamente.

Por ello, César planeó una rápida incursión, nada serio ni permanente. Sólo quería descargar un golpe sobre los britanos y enseñar a los insulares a mantener sus manos fuera del Continente.

En agosto del 55 a. C., transportó dos legiones (diez mil hombres) por el Paso de Calais y las hizo desembarcar en la costa de Kent, en el extremo sudoccidental de Britania. (El nombre de Kent proviene de la tribu britana de los «Cantii» que habitaba allí. Al menos Cantii es la versión romana del nombre. Canterbury, la más famosa de las ciudades de Kent, es «la ciudad de los Cantii».)

La incursión de César no tuvo en modo alguno éxito. Los guerreros britanos reaccionaron violentamente y les agitadas aguas pusieron en peligro la seguridad de los barcos romanos varados. Después de tres semanas, César tuvo que darse por satisfecho con llevar de vuelta s sus hombres a la Galia, con un embarazoso número de bajas, y sin muchos resultados.

La situación fue ahora peor que si César no hubiese hecho nada. Los britanos pensaron que habían derrotado al general romano y se mostraron más audaces que nunca en sus intervenciones en la Galia. César tenía que hacer un nuevo intento y, esta vez, pese a los riesgos, tenía que usar una fuerza suficientemente grande como para obtener resultados.

En 54 a. C., cruzó el Canal nuevamente, con una flota de ochocientos barcos y no menos de cinco legiones, incluyendo dos mil hombres de caballería. Los britanos no se atrevieron a impedir el desembarco de esa hueste sino que se retiraron, y César se afirmó en tierra.

César necesitaba luego internarse en el país y hacer capitular a un número de britanos suficiente corno para que los isleños no dudasen de que habían sido derrotados y de que con Roma no se jugaba. Los britanos lucharon con valentía, pero fueron rechazados, paso a paso, hasta el río Támesis, el mayor del sur de Britania.

El territorio situado inmediatamente al norte del Támesis estaba bajo el gobierno de un jefe tribal britano, Casivelauno, el primer isleño que se distinguió personalmente en la historia.

Casivelauno combatió resueltamente contra los romanos, practicando una política de tierra arrasada cuando se retiraba, y trató de persuadir a las tribus de Kent a que quemasen los barcos romanos. Pero su habilidad y su resolución no pudieron contra César, y finalmente se vio obligado a capitular.

Nuevamente, César volvió a la Galia. Esta vez había pasada la primavera y el verano en Britania. No dejó guarnición, de modo que los britanos eran tan libres como antes.

Pero dejó algo tras de sí: el nombre de Roma. César había logrado su propósito; había mostrado a los britanos lo que podían hacer las legiones y se habían visto obligados a inclinarse ante las águilas. Ahora no intervendrían en la Galia, o al menos lo harían en mucha menor medida.

Así fue. La Galia se romanizó rápidamente y se convirtió en una de las más agradables provincias romanas. La lengua y las leyes celtas fueron reemplazadas por las latinas, y Britania se halló ahora aislada del Continente no sólo por el Canal, sino también por un abismo cada vez mayor de diferencias culturales.

2. La Britania romana

La conquista romana

Sin embargo, lo que siguió inmediatamente a las invasiones de César no fue tan malo para Britania, si pasamos por alto los sentimientos nacionalistas. Los romanos establecieron en la Galia un gobierno ilustrado, y los galos estuvieron mucho mejor bajo los romanos que bajo su propio sistema tribal caótico.

Resultó que los britanos pudieron comerciar con la nueva Galia como habían comerciado con la antigua. Mejor aún, pudieron comerciar con mayores ventajas, pues las riquezas de la civilización ahora se volcaron sobre la Galia, y de aquí pasaron a Britania. De hecho, las tribus meridionales de Britania empezaron a adoptar una coloración romana y aparecieron inscripciones latinas en sus monedas.

La dificultad consistía en que la situación no podía seguir así. Los britanos se consideraban libres e independientes, pero los romanos pensaban que la segunda expedición de César había hecho de Britania una especie de protectorado romano y sentían siempre la tentación de ocupar la Isla.

Poco después de la muerte de César, Roma se convirtió en algo similar a una monarquía a cuya cabeza estaba el sobrino nieto de César, Augusto. Este asumió el título de «Imperator» (líder), que en castellano ha dado «emperador», de modo que podemos hablar ahora del Imperio Romano
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.

Augusto tenía vagos planes para ocupar Britania, pero todavía había mucho que hacer para pacificar y reorganizar un ámbito romano que había sido desgarrado por quince años de guerra civil después de la conquista de la Galia por César. Además, había que luchar contra tribus germánicas que vivían al este de la Galia, y esto era mucho más urgente que ocuparse de una isla distante. Así, por una razón o por otra, Augusto nunca prestó atención a Britania. Ni tampoco su sucesor, Tiberio.

El tercer emperador, Calígula, sintió una tentación más seria a intervenir, gracias a un suceso de la política interna de los britanos.

El jefe más poderoso de la Britania Meridional durante este período era Cunobelino, quien había mantenido una cauta amistad con Roma y había formado una alianza con Augusto. (Una versión alternativa de su nombre es «Cimbelino». William Shakespeare escribió una obra de teatro con este nombre cuya acción transcurre en la Britania de este período, pero que es, desde luego, completamente ajena a la historia.)

Pero ningún gobernante, por cauto que sea, puede estar a salvo contra las intrigas en su propia casa. El hijo de Cunobelino, Adminio, se rebeló y fue derrotado y enviado al exilio. En el 40 d. C.
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, marchó a la Galia y luego hizo la oferta de ceder Britania a Roma si tropas romanas lo llevaban de vuelta a su tierra y lo colocaban en el trono. Aparentemente, se contentaba con ser un títere romano.

El emperador Calígula era un joven presumido que había sufrido algún género de colapso nervioso y se había vuelto peligrosamente loco. Halló divertido enviar un ejército a la costa septentrional de la Galia, pero no estaba realmente interesado en la ardua tarea de atravesar el mar y llevar a cabo una campaña en la Isla. El gesto vacío era suficiente para él.

Pero Cunobelino murió en el 43 y fue sucedido por dos hijos que eran mucho más antirromanos que su padre. Al menos los romanos dijeron que lo eran y hallaron un útil títere contra ellos en la persona de un cacique de Kent llamado Verica. Había vivido largo tiempo en Roma y había presentado un pedido oficial de ayuda. Esto dio a los romanos la ocasión para invadir Britania, con el pretexto de ayudar a un aliado. Bajo Claudio, el cuarto emperador de Roma, que había sucedido a Calígula en 41, empezó finalmente la conquista a gran escala de Britania.

En el mismo año de la muerte de Cunobelino, el general romano Aulo Plaucio y cuarenta mil hombres siguieron la vieja ruta de César de casi un siglo antes y desembarcaron en Kent. Rápidamente sometieron la región situada al sur del Támesis y mataron a uno de los hijos de Cunobelino, mientras el otro; Caractaco, seguía la lucha solo.

Los romanos tenían la intención de efectuar una verdadera ocupación, de modo que, después de vadear el río Támesis, establecieron un fuerte y una guarnición en el lugar. El fuerte se convirtió luego en una ciudad que los romanos llamaron Londinium, y más tarde London en inglés [Londres en español]. Es indudable que nadie, en el ejército romano, podía imaginar que llegaría un tiempo en que el fuerte llegaría a ser la ciudad más grande del mundo y gobernaría sobre territorios que serían tres o cuatro veces más grandes que el Imperio Romano en el momento de su mayor extensión.

El mismo Claudio hizo un viaje a Britania (fue el primer emperador romano que hizo aparición en la isla) para recibir la rendición de una cantidad de tribus.

Caractaco tuvo que abandonar su capital de Camulodunum a unos sesenta y cinco kilómetros al noroeste de Londres. Camulodunum se convirtió entonces en la capital de la nueva provincia romana de Britania y fue más tarde llamada Colchester (de palabras latinas que significan «campamento colonial»)
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.

Caractaco huyó a lo que es hoy el sur de Gales, pero finalmente fue capturado y enviado a Roma como prisionero. Su familia marchó con él y fue bien tratado, pues Claudio no era en modo alguno un mal emperador.

Lenta y laboriosamente, bajo una serie de generales, los romanos extendieron su dominación, asegurando cada región mediante el establecimiento de un fuerte con una guarnición de algunos cientos de legionarias.

Una labor de conquista siempre es apresurada y facilitada cuando el pueblo conquistado es bien tratado y si el hecho de su derrota no es mencionado con frecuencia. Pero a veces tal conducta ilustrada es demasiado pedir. Los soldados naturalmente detestan a un enemigo que, por el mismo carácter de su lucha en desventaja, debe recurrir principalmente a las trampas, las emboscadas y el terrorismo, y a menudo los soldados no pueden distinguir entre los nativos que se les resisten y los que son sus amigos.

Esto fue lo que sucedió en el 60, para mal de todos. Por entonces, la tribu de los iceni en la región situada inmediatamente al norte de la capital romana, Colchester, estaba bajo el gobierno de un jefe que era un humilde y leal vasallo de Roma. Murió ese mismo año sin dejar un heredero masculino; sólo dejó a dos hijas y a su reina, Boudica
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. Antes de morir, había tomado la precaución de dejar parte de su riqueza al emperador Nerón, el sucesor de Claudio, con la esperanza de que así su familia recibiría buen trato y se permitiría a sus hijas gobernar su tierra.

El gobernador romano, sin embargo, consideró que esa tierra debía inmediatamente pasar a la dominación romana, puesto que no había heredero varón. Se adueñó de todas las propiedades y las hijas del viejo jefe, según relatos, fueron brutalmente maltratadas. Cuando la reina Boudica protestó, fue azotada.

Boudica, meditando sobre la injusticia que implicaba todo ello (y seguramente no podemos sino simpatizar con ella), esperó hasta que una buena parte del ejército romano estuvo lejos, en las montañas occidentales, sometiendo a las tribus de allí. Entonces incitó a sus propias tribus y a las circundantes a lanzarse a una feroz rebelión contra los romanos.

Los britanos rebeldes quemaron Colchester y destruyeron totalmente Londres, matando a todo romano que encontraban y a muchos de los britanos pro-romanos también. Informes romanos (posiblemente exagerados) hicieron elevar el número de los muertos a setenta mil.

Boudica, finalmente derrotada por el ejército romano, que había retornado, se suicidó, pero toda la estructura romana en Britania quedó sacudida hasta sus cimientos. La Isla que parecía pacificada evidentemente no lo estaba en absoluto, y fue menester rehacer toda la labor. La tarea fue aún más dificultada por el hecho de que el gobierno de Nerón terminó en el caos, y durante un tiempo la política interior romana iba a hacer imposible toda acción militar en gran escala.

El límite septentrional

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