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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

La Hermandad de la Sábana Santa (49 page)

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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— o O o —

Ana vio a un grupo de gente que corría hacia la terraza de Porta Palatina en la que se había sentado. Gritaban diciendo que un asesino andaba suelto. Se fijó en un joven que también corría, parecía herido, pero se metió en un portal y desapareció. Se encaminó hacia donde venía la gente intentando averiguar qué pasaba. Pero salvo que había un asesino, nadie era capaz de explicar nada coherente.

Bakkalbasi había visto cómo Mendibj huía mientras el viejo caía muerto. ¿Quién le había matado? Los
carabinieri
no habían sido, ¿serian
Ellos
? Pero ¿por qué matar al viejo? Llamó a Addaio para contarle lo sucedido. El pastor lo escuchó y le dio una orden. Bakkalbasi asintió.

Ana vio a dos jóvenes, parecidos al que acababa de entrar en el portal, dirigirse hacia el mismo lugar. Pensó que todo era muy raro, y sin pensárselo dos veces los siguió. Los dos hombres de Urfa pensaron que la mujer que se dirigía hacia ellos podía ser de los
carabinieri
e iniciaron la retirada. Observarían desde lejos a Mendibj y observarían a esa mujer. Si era necesario la matarían también a ella.

El mudo encontró una puerta que daba a un pequeño cuartucho donde guardaban el cubo de basura de la comunidad. Se sentó en el suelo detrás del cubo, procurando no perder el conocimiento. Estaba perdiendo mucha sangre y tenía que taponarse la herida. Se quitó la cazadora que llevaba puesta y como pudo arrancó el forro para improvisar una venda con la que cubrir la herida, apretándola con fuerza e intentando cortar la hemorragia. Estaba agotado, no sabía cuánto tiempo podría permanecer oculto en ese lugar, quizá hasta la noche cuando alguien sacara el cubo. Sintió que se le iba la cabeza, y se desmayó.

— o O o —

Hacía un rato que Yves de Charny estaba en su despacho. Un rictus de preocupación se le había dibujado en el rostro.

Su secretaria entró en el despacho.

—Padre, están aquí esos dos sacerdotes amigos suyos, los de siempre, el padre Joseph y el padre David. Les he dicho que acaba de llegar y que no sé si podrá verles.

—Sí, sí, que pasen. Su Eminencia no me necesita más por hoy, se va a Roma, y aquí tenemos el trabajo muy adelantado. Si usted quiere, tómese la tarde libre.

—¿Se ha enterado de que ha habido un asesinato aquí al lado, en Porta Palazzo?

—Sí, lo están diciendo por la radio. ¡Dios mío, cuánta violencia!

—Y que lo diga padre. Bien, pues si no le importa que me vaya, me viene de maravilla, así puedo ir a la peluquería; mañana ceno en casa de mi hija.

—Vaya, vaya tranquila.

El padre Joseph y el padre David entraron en el despacho del padre Yves. Los tres hombres se miraron aguardando escuchar el sonido de la puerta que les indicara que se había marchado la secretaria.

—¿Ya sabes lo que ha pasado? —le preguntó el padre David.

—Sí. ¿Dónde está él?

—Se ha refugiado en un portal cerca de aquí. No te preocupes, los nuestros están pendientes, pero no sería sensato entrar ahora a por él. La periodista está enfrente.

—¿Por qué?

—Por casualidad, estaba tomando un refresco en una terraza, haciendo tiempo mientras te esperaba.

—Si viene tendremos que hacerlo —respondió el padre Joseph.

—Aquí no me parece sensato.

—No hay nadie —insistió el padre Joseph.

—No, pero nunca se sabe. ¿Y la doctora?

—En cualquier momento, en cuanto salga de la central de los
carabinieri
. Ya está todo preparado —le informó el padre David.

—A veces…

—A veces dudas como nosotros, pero somos soldados, y cumplimos órdenes —dijo Joseph.

—Pero esto yo no lo creo necesario.

—No tenemos más remedio que cumplir.

—Sí, pero eso no significa que no podamos pensar por nuestra cuenta, e incluso manifestar nuestra disconformidad, aunque después obedezcamos. Nos han enseñado a pensar por nosotros mismos.

— o O o —

La suerte quiso jugar a favor de Marco. Giuseppe le acababa de anunciar por el transmisor que había visto a uno de los «pájaros» cerca de la catedral. Corrió como si le fuera la vida en ello en la dirección que le indicaba su compañero. Cuando llegó a la plaza acompasó el paso al del resto de los peatones que, en corrillos, aún comentaban los incidentes de hacia una hora.

—¿Dónde están? —preguntó acercándose a Giuseppe.

—Allí, se han sentado en la terraza, son los dos de siempre.

—Atención a toda la unidad, no quiero que os hagáis visibles. Pietro, ven hacia aquí, el resto rodead la plaza, pero a cierta distancia. Estos «pájaros» son muy listos y nos han demostrado que saben volar.

Media hora después los «pájaros» levantaron el vuelo. Se dieron cuenta de que de nuevo tenían a la policía pegada a los talones. A ellos les habían visto, a sus compañeros no. De manera que primero se levantó uno y cruzó distraídamente la plaza, metiéndose en un autobús que pasaba en ese momento. El otro se dirigió en dirección contraria y empezó a correr. No había manera de seguirle sin que se diera cuenta.

—Pero ¿cómo les hemos vuelto a perder? —gritó Marco a un interlocutor invisible.

—No grites —le conminó Giuseppe por el transmisor desde el otro extremo de la plaza—. Te está mirando todo el mundo y pensarán que estás loco por hablar solo.

—¡No grito! —volvió a gritar Marco—. Pero todo esto es una mierda, parecemos aficionados. Se nos ha escapado el mudo y se nos han escapado esos «pájaros» primos suyos. Cuando los volvamos a tener a la vista los detenemos, no podemos permitirnos volver a perderlos, ellos son parte de la organización que buscamos, y por lo que he visto hablan, no son mudos, de manera que trinarán cuanto saben como que me llamo Marco.

Dos de los hombres de Urfa continuaban apostados aguardando la salida de Mendibj. Sabían que había
carabinieri
en la plaza, pero tenían que correr el riesgo. Sus compañeros se habían marchado al notar que les habían detectado, y los otros tres hombres de apoyo les seguían de cerca. Ellos ya se habían hecho una idea precisa de cuántos policías había en ese momento en la plaza. Lo que no sabían, tampoco Marco y sus hombres, es que todos ellos continuaban siendo vigilados a su vez por hombres mejor preparados, tanto que resultaban invisibles incluso a los ojos expertos de los
carabinieri
.

Caía la tarde y Ana Jiménez decidió volver a probar suerte con el padre Yves. Llamó al timbre de las oficinas pero no contestaba nadie. Empujó la puerta y entró. No quedaba nadie y el portero aún no había cerrado con llave. Se dirigió hacia el despacho del padre Yves, y estaba a punto de llegar cuando escuchó unas voces.

No conocía la voz del hombre que hablaba, pero lo que decía la llevó a guardar silencio y no hacer notar su presencia.

—Así que vienen por el subterráneo. Les han despistado. ¿Y los otros? Bien, vamos para allá. Seguramente él intentará refugiarse aquí, es el lugar más seguro.

El padre Joseph cerró el móvil.

—Bien, los
carabinieri
no saben por dónde se andan. Han perdido a dos de los hombres de Addaio y Mendlbj continúa refugiado en el portal. Todavía hay demasiada gente. Supongo que saldrá de un momento a otro; el escondite que haya encontrado no puede ser muy seguro.

—¿Dónde está Marco Valoni? —preguntó el padre David.

—Me dicen que está furioso porque la operación se le escapa de las manos —respondió el padre Joseph.

—Está más cerca de la verdad de lo que él supone —terció el padre Yves.

—No, no lo está —afirmó tajante el sacerdote al que llamaban David—. No sabe nada, sólo ha tenido una buena idea: utilizar a Mendibj de cebo porque supone que pertenece a una organización. Pero no sabe nada de la Comunidad y menos de nosotros.

—No te engañes —insistió el padre Yves—. Se está acercando peligrosamente a la Comunidad. Por lo pronto se han dado cuenta de que hay demasiada gente de Urfa relacionada con la Síndone. La doctora Galloni ha dado en la diana; ayer comentaba con el equipo del Departamento del Arte que había llegado a la conclusión de que el pasado de Urfa tiene que ver con los sucesos de la catedral. No le hicieron caso, salvo la informática, pero Valoni es inteligente y en cualquier momento lo verá tan claro como la doctora. Es una pena que una mujer así tenga…

—Bien —les interrumpió el padre Joseph—. Nos quieren en el subterráneo. Esperemos que Turgut y su sobrino ya estén dentro. Los nuestros están en el cementerio.

—Los nuestros están en todas partes, como siempre —remachó el padre Yves.

Los tres hombres se dirigieron hacia la puerta. Ana se escondió detrás de un armario. Tenía miedo. Ahora sabía que el padre Yves no era un sacerdote normal, pero ¿era un templario o pertenecía a otra organización? ¿Y los hombres que le acompañaban? Sus voces le indicaban que pertenecían a hombres jóvenes.

Contuvo la respiración cuando los vio salir. Parecía que no se habían percatado de su presencia ya que con paso presuroso habían cruzado el antedespacho. Esperó conteniendo la respiración y después, pegándose a las paredes, como había visto hacer en tantas películas, les siguió.

Por una puerta pequeña se dirigieron hacia los aposentos del portero de la catedral. El padre Yves golpeó con los nudillos la puerta sin recibir respuesta, momentos después uno de los jóvenes que le acompañaban sacó una ganzúa y abrió.

Ana contemplaba la escena con horror y asombro. De nuevo pegada a la pared se dirigió a la entrada de la vivienda del portero. No escuchó ningún sonido, de manera que decidió entrar. Rezó para que no la sorprendieran, y mentalmente empezó a buscar excusas por si lo hacían.

48

Mendibj escuchó un ruido y se sobresaltó. Hacía un rato que había vuelto en sí. La herida le dolía y la sangre se había secado formando una costra sobre la camisa sucia. No sabía si se mantendría en pie, pero tenía que intentarlo.

Pensó en la extraña muerte del tío de su padre. ¿Habría sido Addaio el que mandó matar a su tío porque sabía que éste se disponía a ayudarle?

No se fiaba de nadie, y menos que de nadie de Addaio. El pastor era un hombre santo pero rígido, capaz de cualquier cosa para salvar a la Comunidad, y él, Mendibj, sin proponérselo podía ponerles al descubierto. Lo quería evitar, lo estaba intentando evitar desde que recuperó la libertad, pero Addaio sabría cosas que él ignoraba, de manera que no descartaba que hubiera intentado matarlo.

La puerta del cuarto de la basura se abrió. Una mujer de mediana edad que llevaba una bolsa de basura en la mano le vio y dio un grito. Mendibj, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se puso en pie y le tapó la boca.

No podía decirle nada, no tenía lengua, de manera que o la mujer se calmaba o tendría que golpearla hasta dejarla inconsciente. Nunca había pegado a una mujer, ¡Dios no lo permitiera!, pero ahora se trataba de su vida.

Por primera vez desde que le habían arrancado la lengua sintió una angustia infinita por no poder hablar. Empujó a la mujer contra la pared. Notaba que ésta temblaba y temió que volviera a gritar si quitaba la mano con la que le taponaba la boca. Decidió darle un golpe en la nuca y dejarla inconsciente.

La mujer, tendida en el suelo, respiraba con dificultad. Le abrió el bolso y encontró lo que buscaba, un bolígrafo y una agenda de la que arrancó un papel. Escribió deprisa.

Cuando la mujer empezó a volver en sí, Mendibj le tapó la boca y le entregó el papel.

«Sígame, haga lo que le indico y no le pasará nada, pero si intenta escapar o grita, no lo contará. ¿Tiene coche?».

La mujer leyó el extraño mensaje y asintió con la cabeza. Lentamente, Mendibj retiró la mano de la boca, aunque la sujetó con fuerza para que no echara a correr.

— o O o —

—Marco, ¿me escuchas?

—Dime, Sofía.

—¿Dónde estás?

—Cerca de la catedral.

—Bien, tengo noticias del forense. El viejo al que han matado no tiene lengua, ni huellas dactilares. Calcula que la lengua se la extirparon hace un par de semanas, y las huellas se las quemaron por esa misma fecha. No lleva nada que lo identifique, nada. ¡Ah!, tampoco tiene dientes ni muelas, su boca es como una cueva vacía, nada.

—¡Joder!

—El forense todavía no ha terminado la autopsia, pero ha salido a llamarnos para que supiéramos que teníamos otro mudo.

—¡Joder!

—Bueno, Marco, dime algo más que ¡joder!

—Lo siento, Sofía, lo siento. Sé que el mudo, nuestro mudo, está por aquí. Alguien quiere matarlo, o llevárselo, o protegerlo, no lo sé. Los dos «pájaros» que teníamos localizados han volado, pero seguro que hay más; lo malo es que nosotros nos hemos puesto al descubierto en el mercado cuando han matado al viejo. Si hay más «pájaros» ellos saben quiénes somos, y nosotros no sabemos quiénes son ellos. Y nuestro mudo no aparece.

—Déjanos ir hacia allí, a Minerva y a mí no nos conocen, podemos relevaros.

—No, no, sería peligroso. No me perdonaría que os sucediera nada. Quedaos ahí.

Una voz interrumpió la conversación. Era Pietro.

—¡Atención, Marco! El mudo está en la esquina de la plaza. Va acompañado por una mujer. Abrazado a ella. ¿Le detenemos?

—¿Por qué? ¿Para qué? Sería absurdo detenerlo. ¿Qué quieres hacer con él? No le perdáis de vista, voy para allá. Si nosotros le hemos visto, los de su organización también. Pero no quiero fallos, si se nos vuelve a escapar os corto los huevos.

— o O o —

La mujer condujo a Mendibj hasta su coche, un pequeño utilitario, y una vez abierta la puerta sintió cómo el hombre la empujaba, sentándose él ante el volante.

Mendibj apenas podía respirar, pero logró poner el coche en marcha e introducirse en el caos del tráfico de aquella hora de la tarde.

Los hombres de Marco le seguían de cerca. También los hombres de la Comunidad. Y a todos ellos, a su vez, les seguía un ejército silencioso que ninguno de los dos grupos había sido capaz de detectar.

El mudo empezó a callejear por la ciudad. Tenía que desprenderse de la mujer, pero sabía que en cuanto lo hiciera ésta avisaría a los
carabinieri
. Aun así debía correr el riesgo, no podía llevarla hasta el cementerio. Claro que si dejaba el coche cerca del cementerio los
carabinieri
podrían seguirle la pista. Pero no estaba en condiciones de andar. Se sentía extremadamente débil, había perdido mucha sangre. Rezaría para que el guarda del cementerio estuviera en su garito; le entregaría el coche para que lo hiciera desaparecer. El buen hombre era un hermano, un miembro de la Comunidad y le ayudaría. Sí, le ayudaría salvo que Addaio hubiera ordenado que lo mataran.

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