Litvinoff dejó caer la hoja. Estaba indignado. ¿Cómo su amigo, que era libre para elegir sobre qué escribir, había podido robarle el único tema sobre el que él, Litvinoff, había escrito algo de lo que estaba orgulloso? Se sentía escarnecido y humillado. Lo acometió el impulso de sacar a rastras de la cama a su amigo y preguntarle qué se había propuesto. Pero enseguida se calmó, volvió a leer el escrito y reconoció la verdad. Su amigo no había robado nada que le perteneciera a él. No podía. La muerte de una persona no pertenece a nadie más que al muerto.
Lo invadió la tristeza. Durante muchos años, Litvinoff había imaginado que se parecía mucho a su amigo. Se enorgullecía de lo que él consideraba su similitud. Pero la verdad era que él se parecía tanto al hombre que yacía afiebrado en aquella cama a tres metros, como al gato que acababa de largarse: eran dos especies distintas. Era evidente, pensó Litvinoff. No había más que ver cómo cada uno había tratado el mismo tema. Donde él veía una página de palabras su amigo veía el campo de vacilaciones, agujeros negros y posibilidades entre palabra y palabra. Donde su amigo veía el parpadeo de la luz, la alegría del vuelo y la pesadumbre de la gravedad, él veía la forma sólida de un gorrión común. La vida de Litvinoff se definía por el deleite en el peso de la realidad; la de su amigo, por el rechazo de la realidad con su ejército de hechos prosaicos. Mirándose en el oscuro cristal de la ventana, Litvinoff comprendió que había caído un velo y se le había revelado una verdad. Él era una medianía, un hombre dispuesto a aceptar las cosas tal como eran y, por consiguiente, carecía de potencial para ser original. Y, aunque estaba completamente equivocado, después de aquella noche nada pudo disuadirlo de su idea.
Debajo de «La muerte de Isaac Babel» había otra hoja. Sintiendo en el fondo de los ojos el escozor de unas lágrimas de autocompasión, Litvinoff siguió leyendo.
FRANZ KAFKA HA MUERTO
Murió en un árbol del que no quiso bajarse. «¡Baja!», le decían.
«¡Baja! ¡Baja!» El silencio llenaba la noche, y la noche llenaba el silencio, mientras esperaban que Kafka hablara. «No puedo», dijo al fin con una nota de tristeza. «¿Por qué?», gritaron ellos. Las estrellas se esparcían por el cielo negro. «Porque entonces dejaréis de preguntar por mí». Las gentes cuchicheaban entre sí y movían la cabeza de arriba abajo. Se abrazaban y acariciaban el pelo de sus hijos. Se quitaban el sombrero y saludaban al hombre escuálido y enfermizo con orejas de extraño animal y traje de terciopelo negro, sentado en el árbol oscuro. Luego dieron media vuelta y emprendieron el camino de sus casas bajo el dosel de hojas. Los niños cabalgaban en los hombros de sus padres, adormilados por haber sido llevados a ver al hombre que escribía sus libros en trozos de corteza que arrancaba del árbol del que se negaba a bajar. Con una letra delicada, bella e ilegible. Y admiraban aquellos libros, y admiraban su fuerza de voluntad y su resistencia. Al fin y al cabo, ¿quién es el que no desea hacer de su soledad un espectáculo? Una a una, las familias fueron despidiéndose con un buenas noches y un apretón de manos, sintiendo una repentina gratitud por la compañía de los vecinos. Se cerraron puertas de casas calientes. Se encendieron velas en ventanas.
Lejos, encaramado en el árbol, Kafka tendía el oído a todo aquello: el roce de ropas que caían al suelo, de labios que recorrían hombros desnudos, de camas que crujían bajo el peso de la ternura. Todas estas cosas llegaban a las delicadas valvas de sus orejas y rodaban como bolas por la vasta sala de su mente.
Aquella noche se levantó un viento helado. Los niños, al despertarse, fueron a las ventanas y vieron el mundo revestido de hielo. Una niña, la más pequeña, chilló de alegría y su grito rasgó el silencio e hizo estallar el hielo de un roble gigante. El mundo refulgía.
Lo encontraron helado en el suelo, como un pájaro. Dicen que cuando acercaron el oído a la valva de su oreja se oyeron a sí mismos.
Debajo de aquella hoja había otra titulada «La muerte de Tolstoi» y debajo, otra para Osip Mandelstam, que murió a finales del amargo 1938 en un campo de prisioneros cerca de Vladivostok y, debajo de ésta, seis u ocho más. Sólo la última era diferente. Ponía: «La muerte de Leopold Gursky». Litvinoff sintió en el corazón una ráfaga de frío. Miró a su amigo, que respiraba con fatiga.
Empezó a leer. Al llegar al final, meneó la cabeza y volvió a leerlo. Y después otra vez. Lo leía y leía, bisbiseando, como si aquellas palabras no fueran el anuncio de una muerte sino una plegaria por la vida. Como si, sólo por articularlas, pudiera proteger a su amigo del ángel de la muerte, como si, sólo con la fuerza de su aliento, pudiera sujetarle las alas un momento más, un momento más… hasta que desistiera y abandonara a su amigo. Toda la noche veló Litvinoff a su amigo, toda la noche movió los labios. Y por primera vez desde que podía recordar, no se sintió inútil.
Por la mañana, Litvinoff vio con alivio que la cara de su amigo había recobrado el color. Ahora descansaba con el sueño tranquilo de la recuperación.
Cuando el sol hubo ascendido, se puso de pie. Tenía las piernas entumecidas.
Se sentía como si le hubieran raído por dentro. Pero estaba contento. Dobló por la mitad «La muerte de Leopold Gursky». Y ésta es otra cosa que nadie sabe acerca de Zvi Litvinoff: durante el resto de su vida, llevó en el bolsillo del pecho la hoja que describía lo que aquella noche él había impedido que se hiciera realidad, con el propósito de conseguir un poco más de tiempo… para el amigo, para la vida.
Las páginas que yo había escrito hacía tanto se me escurrieron de las manos y se esparcieron por el suelo. Yo pensaba: ¿Quién? ¿Y cómo? Yo pensaba: Después de todos estos… ¿qué? Años.
Me hundí en el recuerdo. La noche pasó envuelta en niebla. Por la mañana aún estaba aturdido. Ya era mediodía cuando pude empezar a moverme. Me arrodillé en la harina. Recogí las hojas, una a una. La diez me hizo un corte en un dedo. La veintidós me provocó un calambre en los riñones. La cuatro, un espasmo en el corazón.
Me vino a la cabeza una frase que era como una broma cruel. «Palabras que hieren». Y sin embargo. Yo asía con fuerza los papeles, temiendo que mi cabeza estuviera jugándome una mala pasada, que al mirarlos viera que estaban en blanco.
Me encaminé a la cocina. En la mesa estaba el pastel cóncavo. Señoras y señores. Hoy nos hemos reunido para celebrar los misterios de la vida. ¿Qué?
No; no está permitido tirar piedras. Sólo flores. O dinero.
Limpié la silla de cáscaras de huevo y azúcar y me senté. En la ventana, mi fiel paloma arrullaba y agitaba las alas golpeando el cristal. Quizá hubiera debido ponerle nombre. Por qué no, me he esforzado en dar nombre a muchas cosas mucho menos reales. Busqué un nombre que me gustara pronunciar. Miré alrededor y vi el menú del chino. Hace años que no lo cambian. «Famosa y humana cocina cantonesa y de Sechuán del señor Tong». Di unos golpecitos en el cristal. La paloma levantó el vuelo. Adiós, señor Tong.
Estuve casi media tarde intentando leer. Los recuerdos venían en tropel. Se me empañaban los ojos. No podía fijar la vista. Pensaba: Veo visiones. Eché la silla hacia atrás y me levanté. Pensaba:
Mazel tov
, Gursky, al fin has perdido del todo la cabeza. Regué la planta. Pero, para poder perderla, hay que haberla tenido. ¿Eh? Así que ahora te paras en esos detalles. ¡La tenía, no la tenía! ¡Pero qué dices, hombre! Si perder es tu especialidad. Tú has sido campeón de perdedores. Y sin embargo. ¿Dónde está la prueba de que llegaras a tenerla a ella? ¿Qué prueba posees de que fuera tuya?
Llené el fregadero de agua con jabón y lavé los cacharros. Y con cada cazo, cada sartén y cada cuchara que recogía, apartaba también un pensamiento que no podía soportar, hasta que, gracias a esta organización paralela, mi cocina y mi cabeza recuperaron el orden. Y sin embargo.
Shlomo Wasserman se llamaba ahora Ignacio da Silva. El personaje al que yo puse el nombre de Duddelsach había pasado a ser un tal Rodríguez.
Feingold era De Biedma. El pueblo llamado Slonim se había convertido en Buenos Aires y una ciudad cuyo nombre nunca había oído ocupaba el lugar de Minsk. Casi era gracioso. Pero. Yo no me reía.
Miré la letra del sobre. No había nota adjunta. Puedes creerme, lo comprobé cinco o seis veces. Sin remitente. Habría preguntado a Bruno, de haber creído que él podía decirme algo. Si llega un paquete, el portero lo deja en la mesa de la entrada. Bruno debió de verlo y me lo subió. Es un gran acontecimiento que uno de nosotros reciba algo que no cabe en el buzón. La última vez fue hace dos años, si mal no recuerdo. Bruno había pedido un collar con tachas para perro. Quizá deba aclarar que, poco tiempo atrás, Bruno había llegado a casa con una perrita. Era pequeña, caliente, algo a lo que podías querer. Le puso
Bibi
. «¡Ven,
Bibi
, ven!», lo oía llamarla. Pero.
Bibi
no iba. Un día la llevó al pipicán. «¡Vamos, chico!», gritó alguien en español, y Bibi echó a correr hacia el puertorriqueño. «¡
Bibi
! ¡
Bibi
!», gritaba Bruno, pero era inútil.
Entonces cambió de táctica. «¡Vamos,
Bibi
!», gritó con todas sus fuerzas. Y, ¡prodigio!,
Bibi
acudió corriendo. La perra se pasaba la noche ladrando y se cagaba por todas partes, pero él la quería.
Un día Bruno la llevó al pipicán. Ella jugaba, cagaba y olfateaba y Bruno la contemplaba con orgullo. Alguien abrió el portillo para que entrara un setter irlandés.
Bibi
levantó la cabeza. Antes de que Bruno pudiera darse cuenta, ella ya había salido por el portillo como una exhalación y desaparecía calle abajo. Él trató de perseguirla. ¡Corre!, se ordenó. El recuerdo de la velocidad circuló por todo su organismo, pero su cuerpo se rebeló. A las primeras zancadas, las piernas tropezaron y se doblaron. «¡Vamos,
Bibi
!», gritaba Bruno. Y sin embargo. No venía nadie. En su momento de mayor necesidad… se desmoronó en la acera mientras
Bibi
lo traicionaba obrando como lo que era: un animal. Yo estaba tecleando en la máquina de escribir. Él llegó devastado. Aquella tarde fuimos los dos al pipicán a esperarla. «Ya verás como vuelve», le decía yo. Pero.
No volvió. De eso hace dos años, él aún va a esperarla.
Yo trataba de encontrar una explicación. Ahora que lo pienso, es lo que he hecho siempre. Podría ser mi epitafio. «Leo Gursky: buscaba una explicación».
Llegó la noche, y yo seguía perdido. No había comido en todo el día. Llamé al señor Tong, el chino, no la paloma. Veinte minutos después, estaba a solas con mis rollos de primavera. Puse la radio. Pedían suscripciones. A cambio, te regalaban un desatascador con el anagrama de la radio pública de Nueva York.
Hay cosas que me resulta difícil describir. Y sin embargo, insisto con la terquedad de una mula. Un día Bruno bajó y me encontró sentado a la mesa de la cocina, delante de la máquina de escribir. «¿Ya estás otra vez con eso?» Tenía el aro de los auriculares un poco echado hacia atrás, como una aureola. Yo hice crujir los nudillos al vapor de mi taza de té. «Todo un Vladimir Horowitz», comentó mientras iba hacia el frigorífico. Se agachó, revolviendo en busca de lo que necesitara. Yo puse otra hoja en la máquina. Él se volvió, con un bigote de leche, dejando abierta la puerta del frigorífico. «Siga tocando, maestro», dijo, se ajustó los auriculares y fue hacia la puerta arrastrando los pies. Encendió la lámpara al pasar por mi lado. Yo miraba cómo oscilaba la cadena del interruptor mientras oía la voz de Molly Bloom que le atronaba en los oídos:
«Nada como un beso largo y cálido que te entra hasta el alma y casi te paraliza», porque ahora Bruno sólo la escucha a ella, y está gastando la cinta.
Leo una y otra vez las páginas del libro que escribí cuando era joven. Hace ya tanto tiempo… Yo era ingenuo. Veintiún años y enamorado. Un corazón desbordante y una cabeza exaltada. ¡Creía que podía hacerlo todo! Por extraño que eso pueda parecer hoy, que ya no soy capaz de hacer nada.
Yo pensaba: ¿Cómo ha podido conservarse hasta ahora? Que yo supiera, el único ejemplar se había perdido en una inundación. Aparte de los pasajes que copiaba en las cartas que escribía a la muchacha de la que estaba enamorado, cuando ella se fue a América. No podía resistir la tentación de enviarle mis mejores páginas. Pero fueron sólo unos cuantos fragmentos. ¡Y en mis manos tenía ahora casi todo el libro! ¡En inglés! ¡Con nombres españoles! Era alucinante.
Hice
shiva
por Isaac y, mientras velaba, trataba de comprender. Solo en el apartamento, con las hojas en el regazo. Llegó la noche, y el día, y la noche, y el día. Yo me dormía y me despertaba. Pero. No conseguía resolver el misterio. La historia de mi vida: yo era cerrajero. Podía abrir cualquier puerta de la ciudad.
Y sin embargo no podía penetrar donde yo quería.
Decidí hacer una lista de todas las personas que me constaba que aún estaban vivas, para no olvidarme de nadie. Busqué papel y bolígrafo. Me senté, alisé la hoja y apoyé en ella la punta del bolígrafo. Pero. Tenía la mente en blanco.
Lo que escribí fue: «Preguntas para el remitente». Lo subrayé dos veces y continué:
1. ¿Quién es usted?
2. ¿Dónde ha encontrado esto?
3. ¿Cómo ha podido conservarse?
4. ¿Por qué está en inglés?