—Sólo estaba palpando la tela —dije.
—¿Quiere probárselo? —me preguntó.
Esto me halagó. Él me preguntó qué talla. Yo la ignoraba. Pero él pareció comprender. Me miró de arriba abajo, me llevó a un probador y colgó el traje de una percha. Me quité la ropa. Había tres espejos y en ellos descubrí partes de mi persona que no veía desde hacía años. A pesar de la tristeza, me tomé un momento para contemplarlas. Luego me puse el traje. El pantalón era acartonado y estrecho y la americana me llegaba casi por las rodillas. Parecía un payaso. El
shvartzer
apartó la cortina sonriendo. Me tiró de aquí y de allá, me abrochó y me hizo dar la vuelta.
—Le sienta como un guante —dijo—. Si quiere —añadió pellizcando la espalda de la americana—, podríamos entrarlo un poquito. Pero no lo necesita.
Le está como hecho a medida.
¿Y qué sé yo de la moda?, pensé. Le pregunté el precio. Él metió la mano por detrás del pantalón y estuvo hurgando en mi
tuchas
.
—Éste son… mil —anunció.
Yo lo miré.
—¿Mil qué?
Él rió cortésmente. Estábamos los dos frente a los tres espejos. Yo manoseaba mi pañuelo húmedo. Con un último vestigio de compostura, tiré del calzoncillo que se me había metido entre las nalgas. Tendría que existir una palabra para esto. El arpa de una sola cuerda.
Otra vez en la calle, seguí andando. Sabía que el traje no importaba. Pero.
Necesitaba hacer algo. Para calmarme.
Una tienda de Lexington anunciaba fotos para pasaporte. A veces me gusta retratarme. Las pongo en un álbum. Casi todas son mías, menos una de Isaac a los cinco años y otra de mi primo el cerrajero. Mi primo era aficionado a la fotografía y me enseñó cómo construir una cámara oscura. Fue en la primavera de 1947. En la trastienda del pequeño taller, yo observé cómo ponía el papel fotográfico dentro de la caja. Dijo que me sentara y me enfocó con una lámpara.
Entonces retiró la tapa del agujero. Yo estaba quieto, casi sin respirar. Después fuimos al cuarto oscuro y lo pusimos en la cubeta del revelador. Esperamos.
Nada. Donde debía estar yo había sólo una sombra gris. Mi primo se empeñó en que volviéramos a probar, volvimos, y otra vez nada. Tres veces trató de retratarme con la cámara oscura y tres veces no aparecí. Él no lo entendía.
Maldijo al que le había vendido el papel, que debía de estar defectuoso. Pero yo sabía que no era eso. Yo sabía que, así como hay personas que han perdido una pierna o un brazo, yo había perdido lo que hace indeleble a una persona. Dije a mi primo que se sentara en la silla. Él no quería, pero al fin accedió. Le hice la foto y, en el cuarto oscuro, dentro de la cubeta de revelado, vimos cómo su cara aparecía en el papel. Él rió. Yo también. Si aquello era la prueba de que él existía, también lo era de que yo existía, puesto que había hecho la foto. Él me la dio. Cada vez que la sacaba de la cartera para mirarla, era como si me mirara a mí mismo. Compré un álbum y pegué la foto en la segunda hoja. En la primera puse la de mi hijo. Al cabo de unas semanas, pasé por delante de un
drugstore
que tenía una cabina fotográfica. Entré. Desde aquel día, cada vez que me sobraba un poco de dinero iba a la cabina, Al principio ocurría siempre lo mismo. Pero. Yo seguía probando. Un día, casualmente, en el momento en que se disparaba la máquina me moví. Apareció una sombra. La vez siguiente distinguí el contorno de mi cara y, al cabo de varias semanas, la cara completa.
Aquello era todo lo contrario de desaparecer.
Cuando abrí la puerta de la tienda, sonó una campanilla. Diez minutos después, yo estaba en la acera con cuatro fotos mías idénticas en la mano. Las miré. Podrían llamarme muchas cosas. Pero. Guapo no sería una de ellas. Metí una de las fotos en la cartera, al lado de la de Isaac que había recortado del periódico. Eché las otras a una papelera.
Levanté la mirada. Al otro lado de la calle estaban los almacenes Bloomingdale's. En mis tiempos había entrado un par de veces para que me echaran un
shpritz
las señoritas de Perfumería. ¿Qué puedo decir? Éste es un país libre. Estuve subiendo y bajando escaleras mecánicas hasta que encontré la sección de Confección, en la planta baja. Esta vez empecé por mirar los precios.
Colgado de la percha había un traje azul marino marcado a doscientos dólares.
Parecía de mi medida. Me fui a un probador y me lo puse. El pantalón me estaba largo, pero era de esperar. Las mangas también. Salí de la cabina. Un sastre con una cinta métrica colgada del cuello me indicó que me subiera a una especie de cubo. Yo di un paso adelante y, en aquel momento, me acordé de cuando mi madre me enviaba al sastre a recoger las camisas de mi padre. Yo tendría nueve años, quizá diez. Los maniquíes estaban todos juntos en un rincón del oscuro taller, como si esperasen el tren. Grodzenski pedaleaba en la máquina de coser con el cuerpo inclinado. Yo lo miraba, fascinado. Todos los días, sin más testigos que los maniquíes, sus manos hacían brotar de un simple trozo de tela cuellos, puños y mangas. «¿Quieres probar?», me preguntó un día.
Me senté en su silla y él me enseñó a hacer funcionar la máquina. Yo miraba cómo brincaba la aguja, dejando tras de sí una hilera de puntadas azules.
Mientras yo pedaleaba, Grodzenski sacó las camisas de mi padre, envueltas en papel marrón. Con una seña, me invitó a pasar detrás del mostrador. Sacó otro paquete, envuelto en el mismo papel marrón. De su interior, con mucho cuidado, sacó una revista. Ya tenía años. Pero. Estaba bien conservada. Él la manejaba con la yema de los dedos. En la revista había fotos en blanco y negro de mujeres que tenían una piel muy lisa y tan blanca que parecía iluminada desde dentro. Llevaban unos vestidos como yo no había visto nunca: vestidos con perlas, plumas y flecos, vestidos que dejaban al descubierto piernas, brazos, el nacimiento de un seno. De los labios de Grodzenski salió una sola palabra:
«París». En silencio, él pasaba las páginas, y en silencio yo las miraba. Nuestro aliento empañaba el reluciente papel. Quizá Grodzenski, con discreto orgullo, trataba de explicarme por qué tarareaba por lo bajo mientras trabajaba. Al fin cerró la revista y la envolvió en el papel. Luego se puso otra vez a coser a máquina. Si en aquel momento me hubieran dicho que Eva mordió la manzana tan sólo para que los Grodzenski de este mundo pudieran existir, lo habría creído.
Ahora el pariente pobre de Grodzenski mariposeaba alrededor de mí con su jaboncillo y sus alfileres. Le pregunté si podría arreglarme el traje enseguida.
Él me miró como si yo tuviera dos cabezas.
—Ahí dentro tengo esperando un centenar de trajes, ¿y pretende que le arregle el suyo ahora mismo? —Meneó la cabeza—. Mínimo, dos semanas.
—Es para un funeral. Mi hijo —dije.
Traté de dominarme. Busqué el pañuelo. Entonces recordé que lo tenía en el bolsillo del pantalón que estaba en el suelo del probador. Bajé del pedestal y corrí a la cabina. Sabía que había hecho el ridículo con aquel traje de payaso.
Uno debería comprarse un traje para la vida, no para la muerte. ¿Era eso lo que en aquel momento me decía el fantasma de Grodzenski? Yo no podía hacer que Isaac se avergonzara o se enorgulleciera de mí. Porque no existía.
Y sin embargo.
Aquella noche volví a casa con el traje, arreglado, en una bolsa de plástico.
Me senté a la mesa de la cocina e hice un desgarrón en el cuello. Me hubiera gustado hacer trizas todo el traje. Pero me contuve. Fishl, el
tzaddik
que quizá fuera un idiota, dijo una vez: «Es más duro soportar un desgarrón que cien».
Me lavé. Esta vez no con la esponja, como un gato, sino un baño de verdad, y dejé un poco más oscura la raya de la bañera. Me puse el traje nuevo y bajé el vodka del estante. Bebí un trago y me enjugué los labios con el dorso de la mano, repitiendo el ademán hecho cien veces por mi padre y por su padre y por el padre de su padre, y entornando los párpados cuando el zarpazo del alcohol sustituyó al zarpazo de la pena. Y cuando la botella estuvo vacía, me puse a bailar. Al principio lentamente, y después, más aprisa cada vez, levantando las piernas con crujido de huesos y dando patadas en el suelo. Brincaba, me agachaba y taconeaba en la danza que bailaba mi padre, y su padre, y reía y cantaba, mientras las lágrimas me resbalaban por la cara. Bailé y bailé hasta que tuve ampollas en los pies y sangre bajo la uña del dedo gordo, bailé de la única manera en que yo sabía bailar: por la vida, tropezando con las sillas y dando vueltas hasta caer al suelo, para volver a levantarme y seguir bailando, hasta que llegó el día y me encontró tendido en el suelo, tan cerca de la muerte que podía escupirle y susurrarle:
L'chaim
.
Me despertó una paloma que ahuecaba las plumas en el alféizar. Tenía una manga del traje descosida, sangre seca en una mejilla y latidos en las sienes.
Pero yo no soy de cristal.
Entonces pensé: Bruno. ¿Por qué no había bajado? Quizá si hubiera llamado a la puerta yo no le habría abierto. No obstante. Tenía que haberme oído, a no ser que tuviera puesto el
walkman
. Aun así. Había estrellado una lámpara en el suelo y volcado todas las sillas. Iba a subir a llamar a la puerta cuando vi que ya eran las diez y cuarto. Me gusta pensar que el mundo no estaba preparado para mí, pero quizá era que yo no estaba preparado para él. Siempre he llegado tarde a mi vida. Corrí a la parada del autobús. Mejor dicho: renqueaba, me subía el pantalón, daba un saltito y un par de zancadas, me paraba, jadeaba, me subía el pantalón, arrastraba los pies, etcétera. Subí al autobús. Íbamos en procesión con el tráfico. «¿Es que este trasto no puede ir más aprisa?», dije en voz alta. La mujer que iba a mi lado se levantó y se fue a otro asiento. Quizá, de los nervios, le di un manotazo en un muslo, no sé. Un hombre con americana naranja y pantalón con dibujo de piel de serpiente se puso de pie y empezó a cantar.
Todos los pasajeros se volvieron hacia las ventanillas, hasta que se dieron cuenta de que el hombre no pedía. Sólo cantaba.
Cuando llegué, el funeral ya había terminado, pero la sinagoga aún estaba llena. Un hombre con corbata de lazo amarilla y chaqueta blanca y su escaso pelo engomado al cráneo, decía: «Todos lo sabíamos, desde luego, pero aun así no estábamos preparados». A lo que la mujer que tenía a su lado respondió: «¿Y quién va a estarlo?» Yo me quedé un poco apartado, al lado de una planta. Me sudaban las manos y sentí que me mareaba. Quizá fue un error asistir.
Quería preguntar dónde lo habían enterrado; el periódico no lo ponía.
Ahora me pesaba haber comprado aquella parcela. Me había precipitado. De haberlo sabido, habría podido reunirme con él. Mañana. O pasado. Temí que me dejaran para los perros. Fui a Pinelawn al entierro de la señora Freid, y me gustó el sitio. Un tal señor Simchik me lo enseñó y me dio un folleto. Yo había imaginado una tumba al pie de un árbol, un sauce llorón, por ejemplo, y quizá un banco. Pero. Cuando el hombre me dijo el precio, me quedé helado.
Entonces me enseñó mis opciones: parcelas que estaban muy cerca de la carretera o que tenían la hierba rala.
—¿No hay algo que esté cerca de un árbol? —pregunté. Simchik movió la cabeza negativamente—. ¿Ni de un arbusto?
Él se humedeció el dedo y revolvió en sus papeles, carraspeando y gruñendo por lo bajo, pero al fin cedió.
—Quizá haya algo, es más de lo que usted pensaba gastar, pero puede pagar a plazos.
Estaba a un extremo, por así decirlo, en el extrarradio del cementerio judío.
No debajo de un árbol exactamente, pero sí lo bastante cerca como para que en otoño pudiera llegarme alguna que otra hoja. Yo no acababa de decidirme.
Simchik me dijo que me tomara mi tiempo y se fue a la oficina. Me quedé un rato de pie al sol. Luego me tumbé en la hierba. Notaba el suelo duro y frío a través de la gabardina. Veía pasar las nubes. Quizá me quedé dormido. De pronto, vi a Simchik de pie a mi lado.
—¿Qué? ¿Se lo queda?
Con el rabillo del ojo vi a Bernard, el hermanastro de mi hijo. Un oso, la viva imagen de su padre, bendita sea su memoria. Sí, también la suya. Se llamaba Mordecai. Ella le decía Morty. ¡Morty! Hace tres años que está bajo tierra. Considero una pequeña victoria que él haya estirado la pata antes que yo.
Y sin embargo. Cuando me acuerdo, enciendo un cirio de
yartzeit
por él. Si no lo hago yo, ¿quién?
La madre de mi hijo, la niña de la que me enamoré a los diez años, murió hace cinco. Espero reunirme con ella pronto, por lo menos allí. Mañana. O pasado. De eso estoy convencido. Imaginaba que sería extraño vivir en este mundo no estando ella.
Y sin embargo. Ya hacía tiempo que me había acostumbrado a vivir con su recuerdo. No volví a verla hasta el final. Todos los días me colaba en su habitación del hospital. A una enfermera, una muchacha joven, le conté… la verdad no. Pero. Una historia parecida. Aquella enfermera me dejaba entrar fuera de las horas de visita, cuando no había peligro de que me tropezara con alguien. Ella estaba conectada a una máquina, con tubos en la nariz y un pie en el otro mundo. Yo volvía la cara hacia otro lado, casi deseando que, cuando la mirase otra vez, ya hubiera muerto. Estaba chupada, arrugadita y sorda como una tapia. Yo tenía tantas cosas que decirle. Y sin embargo. Le contaba chistes.
Era una especie de humorista. A veces, me parecía ver en su cara la sombra de una sonrisa. Yo trataba de mantener un tono despreocupado. Le decía: «¿Te puedes creer que a eso de ahí, donde se te dobla el brazo, lo llaman codo?» Decía: «Dos rabinos se extraviaron en un bosque amarillo». Decía: «Moisés va al médico. Doctor, dice…», etcétera, etcétera. Muchas cosas no las decía. Por ejemplo. «Cuánto tiempo he esperado». Otro ejemplo. «¿Y has sido feliz? ¿Con ese
nebbish
, ese zoquete, ese
schlemiel
tarugo al que llamas marido?» La verdad es que ya hacía tiempo que yo había dejado de esperar. Ya había pasado el momento, la puerta entre las vidas que hubiéramos podido tener y las vidas que teníamos se nos había cerrado en las narices. Mejor dicho, se me había cerrado. La gramática de mi vida: por regla general, dondequiera que aparezca un plural sustitúyase por singular. Si se me escapa un «nos» regio, sáquenme del error con un rápido coscorrón.
—¿Se encuentra bien? Está un poco pálido.
Era el de antes, el hombre de la corbata de lazo amarilla. Cuando estás con los pantalones en los tobillos es cuando llega la gente, no un momento antes, cuando aún estabas presentable. Traté de sostenerme agarrándome a la planta.