—Podríamos descansar un poco y luego empezamos con otra pose.
Sentado. De pie. Me di la vuelta, para que los que no habían visto mi lado rectal lo vieran ahora. Ellos volvían las hojas de los blocs. No sé cuánto duró aquello. Hubo un momento en que creí que me desmayaba. Iba del dolor al entumecimiento y del entumecimiento al dolor. Me lloraban los ojos del esfuerzo.
No sé cómo, me vestí. No encontraba el calzoncillo y estaba muy cansado para buscarlo. Bajaba la escalera sujetándome del pasamanos. La mujer bajó detrás de mí.
—Espere, olvida los quince dólares.
Los tomé y, al ir a meterlos en el bolsillo, noté el bulto del calzoncillo.
—Gracias. —Se lo decía de verdad. Estaba exhausto. Pero contento.
Quiero decir esto en algún sitio: he tratado de perdonar. Y sin embargo. Ha habido épocas de mi vida, años enteros, en que la cólera ha podido conmigo. La fealdad me ha sublevado. Encontraba cierta satisfacción en el resentimiento. Le abría la puerta. Lo cultivaba. Miraba al mundo con malos ojos. Y el mundo me miraba a mí con malos ojos. Nos quedábamos trabados en una mirada de mutua repulsión. Le cerraba a la gente la puerta en las narices. Me pedorreaba donde me apetecía. Acusaba a las cajeras de querer estafarme diez céntimos, mientras los tenía en la mano. Hasta que un día me di cuenta de que iba camino de ser la clase de
schmuck
que envenena a las palomas. La gente cambiaba de acera para no cruzarse conmigo. Era un cáncer humano. Y, si he de ser sincero, en el fondo no estaba enojado. Ya no. Había dejado el enojo en algún sitio hacía mucho tiempo. Olvidado en un banco del parque. Y sin embargo. Después de tantos años, ya no sabía ser de otra manera. Una mañana, al despertar, me dije:
Aún no es tarde. Los primeros días fueron extraños. Tuve que practicar la sonrisa delante del espejo. Pero la recuperé. Fue como quitarme un peso de encima. Yo me desembaracé de algo y algo se desembarazó de mí. Al cabo de un par de meses encontré a Bruno.
Cuando volví de la clase de dibujo, había una nota de Bruno en la puerta.
Ponía: «¿Dónde te metes?» Estaba muy cansado para subir a explicárselo.
Dentro estaba oscuro y tiré de la cadenita de la lámpara del recibidor. Me vi en el espejo. El pelo que me quedaba se me levantaba en la coronilla como la cresta de una ola. Tenía la cara tan arrugada como algo olvidado bajo la lluvia.
Me dejé caer en la cama con toda la ropa menos el calzoncillo. Era más de medianoche cuando sonó el teléfono. Desperté de un sueño en el que estaba enseñando a mi hermano Josef a orinar en arco. A veces tengo pesadillas. Pero esto no lo era. Estábamos en el bosque y el frío nos mordía el trasero. De la nieve subía vapor. Josef volvió la cara hacia mí, sonriendo. Un niño guapo, rubio y de ojos grises. Grises como el mar en un día nublado, o como el elefante que vi en la plaza del pueblo cuando tenía su edad. Lo vi claramente, bajo un sol polvoriento. Después nadie recordaba haberlo visto y, como era imposible comprender cómo podía haber llegado a Slonim un elefante, nadie me creyó.
Pero yo lo vi.
Lejos sonaba una sirena. Cuando mi hermano abría la boca para decir algo, el sueño se cortó y desperté en la oscuridad de mi cuarto, con la lluvia repicando en el cristal. Seguía sonando el teléfono. Bruno, seguramente. No hubiera hecho caso, de no ser porque temía que llamara a la policía. ¿Por qué no golpea el radiador con el bastón, como hace siempre? Tres golpes quiere decir ¿
aún vives
?; dos,
sí
; y uno,
no
. Lo hacemos sólo de noche, durante el día hay demasiados ruidos y, de todos modos, no es muy seguro porque Bruno suele quedarse dormido con los auriculares del
walkman
puestos.
Bajé de la cama y, al cruzar la habitación, tropecé con la pata de una mesa.
«¡Diga!», grité, pero el teléfono estaba mudo. Colgué, fui a la cocina y saqué un vaso del armario. El agua gorgoteó en las cañerías y estalló en un borbotón.
Bebí y entonces me acordé de la planta. Hace casi diez años que la tengo.
Apenas vive ya, pero aún no ha muerto. Está más marrón que verde. Tiene partes secas. Pero vive, siempre inclinada hacia la izquierda. Cuando le doy la vuelta para que la parte de cara al sol deje de estarlo, ella, tozuda, sigue inclinándose hacia la izquierda, entregándose a un acto de creatividad en lugar de doblegarse a la necesidad física. Le vacié el vaso en el tiesto. De todos modos, ¿qué significa florecer?
Al cabo de un momento, volvió a sonar el teléfono.
—Ya vale, ya vale —dije descolgando—. No hace falta despertar a toda la casa. —Al otro lado había silencio—. ¿Bruno?
—¿El señor Leopold Gursky?
Supuse que era alguien que quería venderme algo. Siempre están llamando para venderte cosas. Uno me dijo que si le enviaba un cheque de 99 dólares podría optar a una tarjeta de crédito, y yo le contesté: «Pues claro, y si me paro debajo de una paloma puedo optar a una cagada».
Pero este hombre no quería venderme nada. Se había quedado fuera de su casa con las llaves dentro. Había pedido a información el número de un cerrajero. Le dije que yo estaba retirado. El hombre no respondía. Parecía incapaz de creer que pudiera tener tan mala suerte. Ya había llamado a otros tres números y en ninguno le contestaban.
—Estoy en la calle y llueve a cántaros —dijo.
—¿No tiene algún sitio donde pasar la noche? Por la mañana le será fácil encontrar a un cerrajero. Hay un montón.
—No —dijo—. Está bien, en fin, si es mucha… —empezó, y se interrumpió esperando que yo dijera algo. No dije nada—. Qué se le va a hacer. —Le noté la decepción en la voz—. Perdone la molestia. —No obstante, no colgaba, y yo tampoco. Me remordía la conciencia. ¿Qué falta me hace dormir? Ya habrá tiempo para eso. Mañana. O pasado mañana.
—Está bien, está bien —dije, a pesar de que no quería decirlo. Tendría que desenterrar mis herramientas. Sería como buscar una aguja en un pajar,
o
un judío en Polonia—. Un momento … a ver si encuentro un bolígrafo.
Me dio una dirección de la parte alta, muy lejos. Hasta después de colgar no recordé que, a aquella hora, podía tener que esperar horas a que pasara un autobús. En el cajón de la cocina tenía la tarjeta del Servicio de Coches Goldstar, y no es que acostumbre usarlo. Pedí un coche y me puse a escarbar en el armario del recibidor en busca de mi caja de herramientas. No la encontré, pero descubrí una caja de gafas viejas. A saber de dónde la sacaría. Seguramente, alguien las vendía en la calle con restos de vajillas y una muñeca sin cabeza. De vez en cuando me pruebo un par. Una vez hice una tortilla llevando unas gafas de lectura de mujer. Me salió una tortilla inmensa que sólo de mirarla daba miedo. Revolví en la caja y saqué unas gafas. Tenían la montura color carne y unos cristales cuadrados, de un dedo de grosor. El suelo se alejó de mis pies y, cuando fui a dar un paso, brincó hacia arriba. Fui tambaleándome hasta el espejo. En un intento de enfoque, acerqué la cara, pero calculé mal y choqué con el espejo. Sonó el timbre. Cuando tienes los pantalones bajados es cuando llega todo el mundo. «Ahora mismo bajo», grité por el intercomunicador. Cuando me quité las gafas, tenía la caja de las herramientas delante de las narices. Pasé la mano por su estropeada tapa. Luego agarré la gabardina del suelo, me alisé el pelo delante del espejo y salí. La nota de Bruno seguía pegada en la puerta. La arrugué y me la metí en el bolsillo.
En la calle había una limusina negra con el motor en marcha, iluminando la lluvia con los faros. No vi nada más, aparte de varios coches aparcados junto al bordillo. Iba a entrar otra vez en el edificio cuando el conductor bajó el cristal y me llamó por mi apellido. Llevaba un turbante lila. Me acerqué a la ventanilla.
—Tiene que haber un error —dije—. Yo he pedido un coche.
—Bueno —dijo él.
—Pero esto es una limusina —señalé.
—Bueno —repitió el hombre, indicándome con un ademán que subiera.
—No puedo pagar extra.
El turbante se movió de arriba abajo y el hombre dijo:
—Suba antes de que se empape.
Subí. Los asientos eran de piel y había botellas de cristal tallado en el minibar. El coche era más grande de lo que yo imaginaba. La tenue música exótica que sonaba delante y el roce acompasado de las escobillas del limpiaparabrisas casi no llegaban hasta mí. El chófer dirigió el morro del coche hacia la calle y avanzamos en la noche. Las luces del tráfico se reflejaban en los charcos. Abrí una de las botellas, pero estaba vacía. Había un tarro de caramelos de menta, y me llené los bolsillos. Al bajar la mirada vi que tenía la bragueta abierta.
Me erguí y me aclaré la garganta.
Damas y caballeros, procuraré ser breve; han sido ustedes muy pacientes.
La verdad es que estoy anonadado, lo digo en serio, no hago más que pellizcarme. Es un honor que no me hubiera atrevido ni a soñar: el premio Goldstar a la Trayectoria de una Vida, esto me abruma … ¿Ha sido realmente una vida? Y sin embargo. Sí. Todo parece sugerirlo. Una vida.
Cruzamos la ciudad. Yo he andado por todos estos barrios, mi oficio me hacía ir de un sitio a otro. Hasta en Brooklyn me conocían. Iba a todas partes.
Abría cerraduras para los
hasids
y cerraduras para los
shvartzers
. A veces hasta andaba por gusto, podía pasarme todo un domingo andando. Un día, hace años, me encontré delante del Jardín Botánico y entré a ver los cerezos. Compré unas galletas y estuve mirando los peces de colores que nadaban perezosamente en el estanque. Debajo de un cerezo se retrataba una boda, y las flores blancas que lo cubrían daban la impresión de que había nevado para él solo. Entré en el invernadero de plantas tropicales. Aquello era otro mundo, húmedo y cálido, como si allí dentro hubiera quedado encerrado el aliento de gente que hacía el amor. Con el dedo escribí en el cristal «Leo Gursky».
La limusina paró. Acerqué la cara a la ventanilla.
—¿Dónde es?
El chófer señaló una bonita casa adosada, con escalera exterior y hojas talladas en la piedra.
—Diecisiete dólares —dijo.
Me palpé el bolsillo en busca de la billetera. No. Otro bolsillo. La nota de Bruno, los calzoncillos pero no la billetera. Los dos bolsillos de la gabardina.
No. No. Con las prisas, debí de olvidarla en casa. Entonces recordé la paga de la clase de dibujo. Hurgué debajo de los caramelos, la nota y los calzoncillos, y la encontré.
—Crea que lo siento —dije—. Es muy embarazoso. No llevo encima más que quince. —Reconozco que me dolía desprenderme de los billetes, no por lo que me había costado ganarlos sino por algo más, algo agridulce. Pero al cabo de un momento el turbante se movió de arriba abajo y el dinero fue aceptado.
El hombre estaba en el quicio de la puerta. Desde luego, él no esperaría verme llegar en limusina; ni que fuera el maestro cerrajero de las estrellas de la pantalla. Me sentía violento, quería dar una explicación: «Créame, no es que quiera darme aires». Pero seguía diluviando, y él me necesitaba a mí más que la justificación de mi medio de transporte. El hombre tenía el pelo pegado a la frente. Me dio las gracias tres veces por haber ido.
—No tiene importancia —dije. Y sin embargo. Había estado a punto de no ir.
Era una cerradura complicada. Él estaba de pie a mi lado, sosteniéndome la linterna. La lluvia se me filtraba por la nuca. Me daba cuenta de lo mucho que dependía de que pudiera abrir aquella cerradura. Pasaban los minutos. Probé y fallé. Probé y fallé. Y luego, por fin, empezó a latirme con fuerza el corazón.
Hice girar el picaporte y la puerta se abrió.
Entramos en el recibidor, chorreando. Él se quitó los zapatos y yo hice otro tanto. Volvió a darme las gracias y fue a ponerse ropa seca y a pedirme un coche. Yo dije que no hacía falta, que podía tomar el autobús o parar un taxi, pero él respondió que de ninguna manera y menos con aquella lluvia. Me dejó en la sala. Me acerqué a la puerta del comedor y desde allí distinguí una habitación llena de libros. Nunca había visto tantos libros en un sitio que no fuera una biblioteca pública. Entré.
A mí también me gusta leer. Una vez al mes voy a la biblioteca. Para mí elijo una novela y para Bruno, con sus cataratas, un audiolibro. Al principio, él no estaba muy convencido. «¿Y para qué quiero yo esto?», me dijo mirando el estuche de
Ana Karenina
como si le hubiera puesto en la mano un enema. Y sin embargo. Un día o dos después, yo estaba haciendo mis cosas cuando en el piso de arriba sonó una voz que gritaba «¡Todas las familias felices se parecen!», y por poco me da un síncope. Desde entonces, Bruno escuchaba al máximo volumen todo lo que yo le llevaba, y me lo devolvía sin comentarios. Una tarde, volví de la biblioteca con el
Ulises
. A la mañana siguiente, yo estaba en el baño cuando arriba se oyó «¡Buck Mulligan, majestuoso y orondo!». Durante todo un mes, Bruno estuvo escuchando la cinta. Si algo no entendía del todo, pulsaba
stop
y rebobinaba. «¡Ineluctable modalidad de lo visible: al menos eso!» Pausa, rebobinado. «¡Ineluctable modalidad!» Pausa. «¡Ineluct!» Cuando se acercaba la fecha de la devolución, me pidió que se lo prorrogara. Para entonces yo ya estaba harto de paros y marchas atrás, y me fui al bazar y le compré un Sony Sportsman que ahora lleva todo el día colgado del cinturón. Tengo la impresión de que lo que le gusta es cómo suena el acento irlandés.
Me puse a inspeccionar las estanterías de aquel hombre. Por la fuerza de la costumbre, miré si tenía algo de Isaac, mi hijo. Allí estaba, desde luego. Y no un solo libro, sino cuatro. Pasé el dedo por los lomos. Al llegar a
Casas de cristal
, me detuve y lo saqué. Un libro muy bonito. Relatos. Los he leído qué sé yo las veces. Mi favorito es el que da título al libro, aunque no es que los demás no me gusten. Pero ése es algo aparte. Es corto, y cada vez que lo leo me hace llorar.
Trata de un ángel que vive en la calle Ludlow. No muy lejos de mi casa, al otro lado de Delancey. Hace tanto tiempo que vive allí que ya no se acuerda de por qué Dios lo envió a la tierra. Todas las noches, el ángel habla a Dios en voz alta y todos los días espera oír una palabra de Él. Para matar el tiempo, pasea por la ciudad. Al principio, todo le causa admiración. Empieza una colección de piedras. Se pone a estudiar matemáticas superiores. Y sin embargo. Cada día que pasa, la belleza del mundo lo deslumbra un poco menos. Por la noche, el ángel permanece despierto escuchando los pasos de la viuda que vive arriba, y todas las mañanas se cruza en la escalera con el anciano señor Grossmark, que se pasa el día subiendo y bajando la escalera fatigosamente, subiendo y bajando, murmurando: «¿Quién está ahí?» El ángel nunca le ha oído decir otra cosa, excepto un día en que, al cruzarse, el hombre se volvió hacia él y le preguntó: «¿Quién soy?», y el ángel, que nunca habla ni le hablan, se quedó tan sorprendido que no dijo nada, ni siquiera: «Tú eres Grossmark el mortal». A medida que va descubriendo la tristeza, el ángel siente que su corazón empieza a rebelarse contra Dios. Por la noche, sale a la calle y si ve a alguien que parece necesitar que lo escuchen, se detiene. Las cosas que oye… es el colmo. No comprende. Cuando el ángel pregunta a Dios por qué lo hizo tan inútil, se le rompe la voz al tratar de contener lágrimas de rabia. Al fin deja de hablar a Dios. Una noche encuentra a un hombre debajo de un puente. Comparten una botella de vodka que el hombre tiene en una bolsa de papel marrón. Y como el ángel está borracho y solo y enfadado con Dios y como, aun sin darse cuenta, se siente identificado con los mortales y tiene el impulso de confiarse a alguien, dice al hombre la verdad: que es un ángel. El hombre no le cree, y el ángel insiste. El hombre le pide que se lo demuestre, y el ángel se levanta la camisa, a pesar del frío, y enseña al hombre el círculo perfecto que tiene en el pecho, que es la marca de los ángeles. Pero eso no dice nada al hombre, que no sabe ni que los ángeles tengan marca, y le dice: «Muéstrame algo que Dios pueda hacer», y el ángel, ingenuo como todos los ángeles, señala al hombre. Y entonces, pensando que miente, el hombre le da un puñetazo en el estómago que lo hace caer de espaldas al oscuro río. Y se ahoga, porque lo que les falta a los ángeles es saber nadar.