Erase una vez un muchacho que amaba a una muchacha que tenía un padre que fue lo bastante listo como para gastarse hasta el último zloty en enviar a su hija pequeña a América. Al principio ella no quería ir, pero el chico también sabía ya lo suficiente como para pedirle que se fuera, y le juró por su vida que ganaría dinero y encontraría la manera de seguirla. Así pues, ella se marchó. Él consiguió trabajo en la ciudad vecina, de portero en un hospital. Por las noches escribía el libro. Le envió una carta en la que copió once capítulos en letra muy pequeña. Ni siquiera sabía si ella la recibiría. Ahorraba cuanto podía. Un día lo despidieron. Nadie le dijo por qué. Volvió a casa. En el verano de 1941, los
Einsatzgruppen
penetraban hacia el este, matando a cientos de miles de judíos. Un día de julio claro y caluroso entraron en Slonim. Casualmente, a aquella hora el chico estaba tumbado en el bosque, pensando en la muchacha. Podría decirse que su amor lo salvó. En los años siguientes, el chico se convirtió en un hombre que se hizo invisible. Así escapó de la muerte.
Érase una vez un hombre que se había hecho invisible y que llegó a América. Había estado escondido tres años y medio, casi siempre en árboles, pero también en grietas, sótanos y agujeros. Y un día aquello acabó. Entraron los tanques rusos. Estuvo seis meses en un campamento de desplazados. Hizo llegar noticias suyas a un primo que vivía en América y era cerrajero. Mentalmente, practicaba una y otra vez las únicas palabras de inglés que sabía.
Knee
,
elbow
,
ear
. Al fin llegaron los papeles. Tomó un tren que lo llevó a un barco y, al cabo de una semana, llegaba al puerto de Nueva York. Era un día frío de noviembre. Apretaba en la mano un papel doblado con la dirección de la muchacha. Pasó la noche en el suelo de la habitación de su primo, sin dormir. El radiador cencerreaba y siseaba, pero él agradecía el calor. Por la mañana, su primo le explicó tres veces cómo ir a Brooklyn en metro. Él compró un ramo de rosas, pero las flores se marchitaron porque, a pesar de que su primo le había explicado tres veces lo que debía hacer, se perdió. Al fin encontró la casa. Hasta el momento en que apoyaba el dedo en el timbre no se le ocurrió pensar que quizá debería haber llamado antes. Ella abrió la puerta. Un pañuelo azul le cubría el pelo. En la casa del vecino se oía la transmisión de un partido de fútbol. Erase una vez una mujer que había sido la muchacha que subió a un barco para ir a América y estuvo vomitando todo el viaje, no porque estuviera mareada sino porque estaba embarazada. Cuando lo supo, escribió al muchacho. Todos los días esperaba carta de él, pero la carta no llegaba. Ella trataba de disimular el embarazo para no perder el empleo en el taller de confección donde trabajaba. Semanas antes de que naciera el niño, alguien le dijo que en Polonia mataban a los judíos. «¿Dónde?», preguntaba ella, pero nadie sabía dónde. Dejó de ir a trabajar. No podía levantarse de la cama. Al cabo de una semana, el hijo del dueño del taller fue a verla. Le llevaba comida y le puso un ramo de flores en un jarrón al lado de la cama. Cuando se enteró de que estaba embarazada, llamó a una comadrona. Nació un niño. Un día la muchacha se incorporó en la cama y vio al hijo del dueño mecer al niño al sol. Al cabo de unos meses, ella accedió a casarse con él. Dos años después, tuvo otro hijo.
El hombre que se había hecho invisible escuchó todas estas cosas, de pie en la sala. Tenía veinticinco años. Había cambiado tanto desde la última vez que había visto a la muchacha que ahora una parte de él quería soltar una risa fría y dura. Ella le dio una pequeña foto del niño, que entonces tenía cinco años. Le temblaba la mano. Le dijo: «Dejaste de escribir. Pensé que habías muerto». Él miró la foto del niño que cuando creciera se parecería a él y, aunque esto él no podía saberlo, iría a la universidad, se enamoraría y desenamoraría y sería un escritor famoso. «¿Cómo se llama?», preguntó. «Le puse Isaac», dijo ella. Se quedaron en silencio largo rato, mientras él miraba la foto. Al fin pudo decir dos palabras: «Ven conmigo». De la calle subían gritos de niños. Ella apretó los párpados. «Ven conmigo», repitió él alargando la mano. A ella le resbalaban lágrimas por las mejillas. Tres veces se lo pidió. Ella negó con la cabeza. «No puedo», dijo. Miraba el suelo. «Por favor», dijo ella. Así pues, él hizo lo más difícil que había hecho en su vida: cogió el sombrero y se fue.
Y si el hombre que una vez fue el chico que prometió no enamorarse de ninguna otra muchacha mientras viviera cumplió su promesa, no fue por terquedad, ni siquiera por lealtad. No pudo evitarlo. Después de haber estado escondido tres años y medio, no parecía inconcebible esconder su amor por un hijo que no sabía que él existía. No, si eso era lo que quería la única mujer a la que él amaría en su vida. Al fin y al cabo, ¿qué puede significar esconder una cosa más, para un hombre que ya ha desaparecido por completo?
La noche antes de ir a posar para la clase de dibujo, me sentía nervioso y alterado. Me desabroché la camisa y me la quité. Luego me solté el cinturón y me quité los pantalones. La camiseta. El calzoncillo. Me puse delante del espejo del recibidor en calcetines. Oía los gritos de los niños del campo de juegos que está al otro lado de la calle. Tenía la cadenita de la lámpara al alcance de la mano, pero no tiré de ella. Me miré a la luz que aún entraba por la ventana. Nunca me he considerado guapo.
Cuando era pequeño, mi madre y mi tía solían decirme que cuando creciera me haría guapo. Yo comprendía que entonces no era nada del otro mundo, pero creía que al fin acabaría por caerme en suerte alguna gracia. No sé qué pensaba: ¿que las orejas, que se erguían en un ángulo muy poco estético, se recogerían, o que se me agrandaría la cabeza, para ponerse a tono? ¿Que el pelo, que era como la estopa, un día se alisaría y reflejaría la luz? ¿Que la cara, pese a lo poco que prometía —párpados abultados, de rana, y labios delgados—, se transformaría en algo menos lamentable? Durante años, lo primero que hacía al levantarme por la mañana era ir al espejo, esperanzado. Incluso cuando ya era muy mayor para hacerme ilusiones, seguía aguardando. Yo crecía pero no mejoraba. Es más, las cosas fueron de mal en peor cuando llegué a la adolescencia y perdí ese encanto que tienen todos los niños. El año de mi
bar mitzvah
me visitó una plaga de acné que tardó cuatro años en abandonarme.
Pero yo seguía esperando. Cuando se fue el acné, empezó a ensanchárseme la frente, como si el pelo no quisiera tratos con una cara tan poco agraciada. Las orejas, satisfechas del protagonismo que adquirían, parecían ahuecarse a la luz de los focos. Los párpados se entrecerraban —algún músculo debía de ceder, arrastrado por la tracción de las orejas— y las cejas cobraban vida; durante un breve período se mantuvieron al límite de lo que cabía esperar de ellas, pero no tardaron en superar todas las expectativas y aproximarse al patrón neandertal.
Durante años seguí esperando que las cosas se arreglaran, pero al mirarme en el espejo nunca confundí lo que veía con algo distinto de lo que había. A medida que pasaba el tiempo, pensaba cada vez menos en mi aspecto. Hasta que lo olvidé casi por completo. Y sin embargo. Es posible que una pequeña parte de mí siga esperando … incluso ahora hay momentos en los que me miro en el espejo, con mi arrugado
pischer
en la mano, y creo que mi hermosura aún puede salir a la luz.
La mañana de la clase, 19 de septiembre, me desperté en un estado de gran agitación. Me vestí, desayuné con mi barrita de cereal rico en fibra, fui al lavabo y me quedé esperando con expectación. En media hora, nada, pero mi optimismo no decayó. Al fin, una serie de bolitas. Seguí esperando. Es posible que me muera sentado en la taza, con el pantalón en los tobillos. Al fin y al cabo, paso aquí mucho tiempo, lo cual suscita otra pregunta, a saber: ¿quién será el primero que me vea muerto?
Me lavé con una esponja y me vestí. El día pasaba despacio. Cuando ya no pude esperar más, tomé un autobús para ir al otro extremo de la ciudad.
Llevaba en el bolsillo el anuncio del periódico doblado y lo saqué varias veces para mirar la dirección, a pesar de que la sabía de memoria. Tardé en encontrar el edificio. Al principio pensé que se trataba de un error. Pasé por delante tres veces antes de convencerme de que tenía que ser allí. Era un viejo almacén. La puerta de la calle estaba oxidada. La mantenía abierta una caja de cartón. Por un momento imaginé que me habían atraído a aquel lugar para robarme y matarme. Me vi tendido en el suelo, en un charco de sangre.
Se había nublado y empezaba a llover. Agradecí sentir el viento y las gotas en la cara, pensando que me quedaba poco tiempo de vida. Estaba allí plantado, incapaz de seguir adelante o volver atrás. Al fin oí una risa que venía de dentro.
Vamos, no seas ridículo, pensé. Alargué la mano hacia el picaporte y, en aquel momento, la puerta se abrió bruscamente. Salió una muchacha que llevaba un jersey muy grande. Se subió las mangas. Tenía los brazos delgados y blancos.
—¿Desea algo? —preguntó. El jersey tenía agujeritos. Le llegaba hasta las rodillas y por debajo le asomaba una falda. A pesar del frío iba sin medias.
—Busco una academia de dibujo. Había un anuncio en el periódico, quizá me haya equivocado de dirección. —Rebusqué el anuncio en el bolsillo de la gabardina.
Ella señaló hacia arriba.
—Segundo piso, primera puerta a la derecha. Pero no empiezan hasta dentro de una hora.
Miré a lo alto.
—Temía perderme y he venido pronto —dije. Ella tiritaba. Me quité la gabardina—. Tome, póngase esto. Va a pillar un resfriado. —Ella se encogió de hombros, pero no hizo ademán de cogerla. Yo me quedé con el brazo extendido hasta que vi que era inútil.
No había más que decir. Subí por la escalera. El corazón me palpitaba.
Pensé en volver atrás: pasar junto a la muchacha, bajar por la calle llena de basura, cruzar la ciudad y meterme en mi casa, donde tenía cosas que hacer.
¿No era un imbécil al pensar que no iban a echarme cuando me quitara la camisa y el pantalón y me presentara desnudo delante de ellos? ¿Al pensar que contemplarían mis piernas varicosas, mi
knedelach
mustio y peludo y entonces se pondrían a dibujar? Y sin embargo. No volví atrás. Me agarré a la barandilla y subí la escalera. Oía repicar la lluvia en la claraboya. Por allí se filtraba una luz sucia. En lo alto de la escalera había un pasillo. En la habitación de la izquierda, un hombre pintaba una tela grande. En la de la derecha no había nadie. Vi un bloque cubierto con un terciopelo negro y un desordenado círculo de sillas y taburetes plegables. Entré, me senté y esperé.
Al cabo de media hora, empezó a entrar gente. Una mujer me preguntó quién era. «He venido por el anuncio —le dije—. Hablé por teléfono con alguien de aquí». Ella pareció comprender y sentí alivio. Me indicó dónde cambiarme, un rincón, detrás de una cortina rudimentaria. Yo me paré allí y ella cerró la cortina a mi alrededor. Oí alejarse sus pasos y seguí sin moverme. Pasó un minuto y me quité los zapatos. Los dejé bien alineados el uno al lado del otro.
Me quité los calcetines y metí uno en cada zapato. Me desabroché la camisa y me la quité; había un colgador, y la colgué. Oí arrastrar de sillas y luego risas.
De repente había perdido las ganas de ser visto. Me hubiera gustado agarrar los zapatos, salir de la habitación, bajar la escalera y alejarme de allí. Y sin embargo. Me bajé la cremallera del pantalón. Entonces se me ocurrió: ¿qué significaba «desnudo» exactamente?
¿Quería decir en realidad sin el calzoncillo?, reflexioné. ¿Y si era con calzoncillo y yo salía con los yasabesqué colgando? Metí la mano en el bolsillo del pantalón en busca del anuncio. «Modelo para desnudo», poma. No seas idiota, me dije. Esta gente no son aficionados. Tenía el calzoncillo por las rodillas cuando se acercaron los pasos de la mujer. «¿Está usted bien ahí dentro?» Alguien abrió una ventana y un coche chapoteó en un charco. «Muy bien, sí. Salgo enseguida». Bajé la mirada al calzoncillo. Una rayita. Mis intestinos. Me abochornan constantemente. Hice una bola con el calzoncillo.
Pensé: Después de todo, quizá haya venido aquí a morir. ¿No era verdad que hasta hoy no había visto este almacén? Quizá éstos fueran lo que la gente llama ángeles. La chica de abajo tenía que serlo, desde luego, cómo no me había dado cuenta, con lo pálida que estaba. Me había quedado quieto. Empezaba a tener frío. Pensé: Conque es así como te llega la muerte. Desnudo, en un almacén abandonado. Mañana Bruno bajaría, llamaría a la puerta y nadie contestaría. Perdona, Bruno, me hubiera gustado decirte adiós. Siento haberte decepcionado con tan pocas páginas. Entonces pensé: Mi libro. ¿Quién lo encontraría? ¿Lo tirarían con el resto de mis cosas? Aunque yo pensaba que lo escribía para mí, la verdad era que quería que lo leyera alguien.
Cerré los ojos e inspiré. ¿Quién lavaría mi cadáver? ¿Quién presidiría el duelo y recitaría el
kaddish
? Pensé: Las manos de mi madre. Aparté la cortina.
Sentía el corazón en la garganta. Me adelanté. Entornando los ojos a la luz, me paré delante de ellos.
Nunca fui hombre de gran ambición.
Lloraba con facilidad.
No tenía cabeza para las ciencias.
A menudo no encontraba las palabras.
Cuando los otros rezaban yo sólo movía los labios.
—Por favor. —La mujer que me había indicado dónde podía desnudarme me señalaba la caja cubierta de terciopelo—. Póngase ahí de pie.
Crucé la sala. Habría unos doce, sentados en sillas, con blocs de dibujo.
Estaba la chica del jersey grande.
—Quédese como se sienta más cómodo.
No sabía hacia dónde volverme. Estaban en círculo, de modo que, me pusiera como me pusiese, alguien tendría que enfrentarse a mi lado rectal.
Decidí quedarme como estaba. Dejé caer los brazos a los lados y me concentré en un punto del suelo. Ellos levantaron los lápices.
No pasó nada. Pero yo sentía el terciopelo en las plantas de los pies, se me erizaba el vello de los brazos, me pesaban los dedos, tirando de mí hacia el suelo. Me pareció que mi cuerpo se despertaba ante doce pares de ojos. Alcé la cabeza.
—Procure permanecer quieto —dijo la mujer.
Me quedé mirando una grieta del suelo de cemento. Oía el roce de los lápices en el papel. Yo quería sonreír. Mi cuerpo empezaba a rebelarse, ya me temblaban las rodillas y se me fatigaban los músculos de la espalda. Pero. No me importaba. Si era necesario, estaría así todo el día. Pasaron quince minutos, veinte. Entonces la mujer dijo: