La historia del amor (9 page)

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Authors: Nicole Krauss

Tags: #Romántico

BOOK: La historia del amor
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—Ostras, Bird —siseé apretando los dientes—. Por lo menos, podrías tratar de ser normal. Por lo menos tendrías que intentarlo.

32. MAMÁ ESTUVO DOS MESES CASI SIN SALIR DE CASA

Al volver de la escuela una tarde de la última semana antes de las vacaciones de verano, encontré a mi madre en la cocina con un paquete en la mano dirigido a Jacob Marcus a unas señas de Connecticut. Había terminado la traducción de la primera cuarta parte de
La historia del amor
y quería que yo la llevara al correo.

«Ahora mismo», dije poniéndome el paquete debajo del brazo. En lugar de ir a correos, me fui al parque y, con la uña del pulgar, levanté la cinta adhesiva.

Encima había una carta, dos líneas escritas en la letrita inglesa de mi madre:

Estimado señor Marcus:

Confío en que en estos capítulos encuentre todo lo que usted esperaba encontrar. Si falta algo es culpa mía.

Atentamente,

Charlotte Singer

Me quedé desolada. ¡Veinticinco palabras insípidas, sin pizca de romanticismo! Yo sabía que debía enviarlo, que no tenía derecho a intervenir, que no es justo entrometerse en los asuntos de los demás. Pero hay tantas cosas que no son justas…

33.
LA HISTORIA DEL AMOR
, CAPÍTULO 10

En la Edad de Cristal, todos creían tener una parte del cuerpo sumamente frágil. Unos una mano, otros un fémur, otros la nariz. La Edad de Cristal siguió a la Edad de Piedra, a modo de correctivo dentro de la evolución, introduciendo en las relaciones humanas una sensación nueva de fragilidad que favorecía la compasión. Este período tuvo una duración relativamente corta en
La historia del amor
—un siglo aproximadamente—, hasta que un médico, el doctor Ignacio da Silva, descubrió un tratamiento consistente en invitar a las personas a tenderse en un diván y luego administrarles un vigorizante manotazo en la parte del cuerpo en cuestión, para demostrarles la verdad. La ilusión anatómica que tan real había parecido fue desapareciendo poco a poco y —al igual que tantas otras cosas que ya no necesitamos pero de las que no podemos acabar de desprendernos— se convirtió en un vestigio. Y, de vez en cuando, por razones que no siempre pueden entenderse, aflora de nuevo, lo que indica que la Edad de Cristal, al igual que la Edad del Silencio, aún no ha terminado del todo.

Tomemos, por ejemplo, a ese hombre que se acerca calle abajo. No hay en él nada que llame la atención; su manera de vestir y su porte son discretos.

Normalmente —él mismo así lo aseguraría—, nadie se fijaría en él. No lleva nada en la mano, o eso parece, ni siquiera un paraguas, a pesar de que amenaza lluvia, ni una cartera, aunque es la hora de la salida de los despachos. La gente pasa por su lado sin reparar en él, inclinando el cuerpo contra el viento, camino de sus casas bien caldeadas de las afueras de la ciudad, en las que sus hijos hacen deberes en la mesa de la cocina, y el aire huele a cena y, probablemente, a perro, porque en esas casas suele haber perro.

Este hombre, cuando era joven, una noche decidió ir a una fiesta. Allí encontró a una muchacha con la que había ido al colegio desde primaria, una muchacha de la que siempre había estado un poco enamorado, a pesar de que estaba seguro de que ella ni se había dado cuenta de que él existiera. Aquella muchacha tenía el nombre más bello que él había oído en su vida: Alma.

Cuando ella lo vio en la puerta, cruzó toda la habitación para ir a hablarle. Él no podía creerlo.

Pasó una hora, quizá dos. La conversación debió de ser muy agradable porque, de improviso, él oyó que Alma estaba diciéndole que cerrara los ojos. Y entonces le dio un beso. Aquel beso era una pregunta que él deseó estar contestando durante el resto de su vida. Sintió que temblaba de pies a cabeza.

Tuvo miedo de perder el control de los músculos. Para cualquier persona, aquello no podía tener más que un significado, pero para él no era tan sencilla la explicación, porque este hombre creía —así lo había creído desde que podía recordar— que una parte de su cuerpo era de cristal. Imaginaba que un movimiento en falso podía hacer que cayera al suelo y se rompiera delante de ella. Aun sin querer, se echó hacia atrás. Sonrió mirando a Alma a los pies, confiando en que ella comprendiera. Hablaron durante horas.

Aquella noche, él volvió a casa loco de alegría. No pudo dormir, de la agitación, porque había quedado con Alma en ir al cine al día siguiente.

Cuando fue a buscarla, le llevó un ramo de narcisos. En el cine tuvo que enfrentarse al peligro de sentarse en la butaca, pero lo venció. Vio toda la película con el cuerpo inclinado hacia delante, para que su peso descansara sobre los muslos y no sobre la parte que era de cristal. Si Alma lo notó, no dijo nada. Él movió la rodilla un poco, y luego un poco más, hasta encontrar la de ella. Estaba sudando. Terminó la película, y él no hubiera podido decir de qué trataba. Propuso dar un paseo por el parque y esta vez fue él quien se detuvo, abrazó a Alma y la besó. Cuando empezaron a temblarle las rodillas y se imaginó a sí mismo hecho añicos a los pies de ella, reprimió el impulso de soltarla. Deslizó los dedos por su espalda de arriba abajo, sobre la fina blusa y, durante un momento, se olvidó del peligro, agradeciendo que el mundo marque divisiones, para que podamos superarlas sintiendo la dicha de acercarnos al otro más y más, aun reconociendo en el fondo, con tristeza, que hay diferencias insuperables. De pronto notó que estaba temblando violentamente. Tensó los músculos para dominarse. Alma notó su vacilación. Se echó atrás y lo miró como dolida, y él entonces casi dijo las dos frases que hacía años que deseaba decir: «Una parte de mí es de cristal», y también: «Te quiero». Pero no llegó a pronunciarlas.

Vio a Alma otra vez. Él no sabía que sería la última. Pensaba que todo estaba empezando. Pasó la tarde ensartando minúsculas pajaritas de papel en un hilo, para hacerle un collar. Antes de salir, tomó del sofá de su madre una almohadilla de punto de cruz y se la metió en el fondillo del pantalón, como medio de protección, preguntándose cómo no se le había ocurrido antes.

Aquella noche, después de dar a Alma el collar y abrochárselo delicadamente mientras ella lo besaba, sintió un ligero temblor cuando ella lo acarició espalda abajo y se detuvo un momento antes de introducir la mano bajo el pantalón, para luego retroceder con una expresión mezcla de hilaridad y horror, una expresión que le recordó un dolor que él nunca había dejado de conocer. Entonces le dijo la verdad. Por lo menos, trató dé decirle la verdad, pero sólo le salió media verdad. Después, mucho después, descubrió que había dos cosas de las que siempre se arrepentiría: una, que cuando ella se echó hacia atrás, él vio a la luz de la farola que el collar le había arañado la garganta, y dos, que en el momento más importante de su vida no había sabido elegir las palabras.

Estuve mucho tiempo allí sentada, leyendo los capítulos que había traducido mi madre. Cuando terminé el décimo ya sabía lo que tenía que hacer.

34. YA NO QUEDABA NADA QUE PERDER

Arrugué la carta de mi madre y la eché a la papelera. Corrí a casa y subí a mi habitación, a escribir una carta al único hombre que podía hacer que mi madre cambiara. Tardé horas en redactar el borrador. Aquella noche, después de que ella y Bird se acostaran, me levanté de la cama, bajé al recibidor y me llevé a la habitación la máquina de escribir que a mi madre aún le gusta utilizar para escribir las cartas de más de veinte palabras. Tuve que repetirla muchas veces hasta conseguir mecanografiarla sin faltas. La leí una última vez, la firmé con el nombre de mi madre y subí a acostarme.

Perdóname Casi todo lo que se sabe de Zvi Litvinoff procede de la introducción que su esposa escribió para la reedición de
La historia del amor
, hecha varios años después de la muerte del autor. El tono de la prosa, tierno y discreto, está modulado por la devoción de quien ha dedicado su vida al arte de otra persona.

Empieza así: «Conocí a Zvi en Valparaíso, en el otoño de 1951, a los veinte años. Lo había visto a menudo en los cafés frente al mar que yo frecuentaba con mis amigas. Él llevaba abrigo hasta en los meses más calurosos y contemplaba la vista con gesto taciturno. Tenía casi doce años más que yo, pero había en su persona algo que me atraía. Yo sabía que era un refugiado, por el acento con que hablaba en las raras ocasiones en que alguien, también de aquel otro mundo, se paraba un momento junto a su mesa. Mis padres emigraron a Chile cuando yo era pequeña. Veníamos de Cracovia, por lo que yo veía en él algo que me resultaba familiar y conmovedor. Alargaba mi café mientras observaba como él se leía todo el periódico. Mis amigas se reían de mí, lo llamaban "viejón" y un día una muchacha llamada Gracia Stürmer me desafió a ir a hablarle».

Y Rosa fue. Aquel día, estuvo hablando con él durante casi tres horas, mientras la tarde pasaba lentamente y una brisa fresca entraba del mar. Y Litvinoff, por su parte —halagado por la atención que le dispensaba aquella muchacha de tez pálida y pelo negro, encantado al descubrir que ella entendía un poco de yidis, embargado por una nostalgia que, calladamente, hacía años que lo habitaba—, despertó a la vida y la divirtió con sus relatos y citas poéticas. Al llegar a su casa aquella noche, Rosa se sentía bullir de alegría. Ni entre los chicos de la universidad, fatuos y egocéntricos, con su brillantina y su gratuita charla filosófica, ni entre los pocos que le habían declarado su amor con frases melodramáticas al ver su cuerpo desnudo, había uno solo que tuviera tanta experiencia como Litvinoff. Al salir de clase a la tarde siguiente, Rosa se apresuró a volver al café. Allí estaba Litvinoff, esperándola, y otra vez volvieron a hablar animadamente durante horas: del sonido del violonchelo, del cine mudo y de los recuerdos que despertaba en ellos el olor del agua salobre. Esto se prolongó durante dos semanas. Tenían muchas cosas en común, pero entre ellos se alzaba una oscura y densa diferencia que tenía el efecto de atraer a Rosa, empeñada en comprender hasta su más ínfimo detalle. Pero Litvinoff casi nunca hablaba de su pasado ni de lo que había perdido. Y ni una sola vez mencionó aquello en lo que había empezado a trabajar por las noches, sobre la vieja mesa de dibujo de la habitación que alquilaba: el libro que sería su obra maestra. Sólo le dijo que daba clases en una escuela judía. A Rosa le resultaba difícil imaginar al hombre sentado frente a ella —que, con aquel abrigo, parecía un cuervo y tenía el aire solemne de los retratos antiguos— en una clase llena de niños revoltosos. «No fue sino dos meses después —escribe Rosa—, durante los primeros momentos de tristeza que parecían colarse por la ventana sin que nos diéramos cuenta, perturbando el enrarecido ambiente que crea el inicio del amor, cuando Litvinoff me leyó las primeras páginas de la
Historia
».

Estaban escritas en yidis. Después, con ayuda de Rosa, Litvinoff las traduciría al español. El manuscrito original en yidis se perdió cuando la casa de los Litvinoff se inundó mientras ellos estaban en la montaña. No queda más que la hoja que Rosa encontró flotando en el estudio de Litvinoff, en tres palmos de agua. «En el fondo, distinguí el capuchón de oro de la pluma que él llevaba siempre en el bolsillo —escribe— y tuve que hundir el brazo hasta el hombro para alcanzarla». La tinta se había corrido y en algunos puntos la escritura era ilegible. Pero el nombre que él le daba en el libro, el nombre que era el de cada una de las mujeres de la
Historia
aún se distinguía, en la letra inclinada de Litvinoff, en el último renglón.

A diferencia de su marido, Rosa no era escritora; no obstante, la introducción está guiada por una inteligencia natural y matizada, casi instintivamente, con pausas, insinuaciones y elipses cuyo efecto de conjunto es una especie de penumbra en la que el lector puede proyectar su propia imaginación. Describe la ventana abierta y el sentimiento que hacía temblar la voz de Litvinoff al empezar la lectura, pero nada dice de la habitación en sí, que es de suponer era la de Litvinoff, con la mesa de dibujo que había pertenecido al hijo de su casera y en una de cuyas esquinas estaban grabadas las palabras de la más importante oración judía,
Shema yisrael adonai elohanu adonai echad
, de manera que cada vez que Litvinoff se sentaba ante su superficie inclinada, consciente o inconscientemente, pronunciaba una oración; nada tampoco de la estrecha cama en que dormía él ni de los calcetines lavados la noche antes que descansaban en el respaldo de una silla como dos animalitos exhaustos, ni de la única foto, vuelta de cara al raído empapelado de la pared (que Rosa debió de mirar cuando Litvinoff se ausentó para ir al baño), de un niño y una niña que posaban muy rígidos, cogidos de la mano, con los brazos a lo largo del cuerpo y las rodillas al aire, mientras por la ventana, situada en un ángulo del encuadre, la tarde se alejaba lentamente. Y Rosa relata que, andando el tiempo, se casó con su cuervo, que al morir su padre vendió la gran casa de su infancia con sus jardines fragantes y tuvieron dinero, que compraron un pequeño bungalow blanco en un acantilado frente al mar, en las afueras de Valparaíso, y Litvinoff pudo dejar su empleo en la escuela durante un tiempo y dedicar las tardes y las noches a escribir; pero nada dice de la persistente tos de Litvinoff que a menudo lo hacía salir a la terraza en plena noche, donde se quedaba contemplando el mar oscuro, ni de sus largos silencios, ni de cómo le temblaban las manos a veces, ni de que envejecía a ojos vistas, como si para él pasara el tiempo más deprisa que para todo su entorno.

En cuanto a revelaciones del propio Litvinoff, sólo sabemos lo que consta en las páginas de su único libro. No llevaba diario y escribió pocas cartas, y aun éstas se perdieron o fueron destruidas. Aparte de varias listas de la compra y notas personales y de la única hoja del manuscrito en yidis que Rosa consiguió rescatar de la inundación, sólo queda una postal que escribió en 1964 a un sobrino que residía en Londres. Para entonces Litvinoff ya había publicado la
Historia
en una modesta edición de unos dos mil ejemplares, y volvía a dar clases, ahora —gracias a cierto prestigio adquirido con la reciente publicación del libro— de literatura y en la universidad. La postal se exhibe en una vitrina sobre un ajado terciopelo azul, en el polvoriento museo de historia de la ciudad, que casi siempre está cerrado cuando a alguien se le ocurre visitarlo. En el dorso se lee, simplemente:

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