Y así fue. Una tarde, un joven alto lo vio. Entró en la tienda, lo abrió, leyó unas páginas y lo llevó a la caja. Al oírlo hablar, la dueña no pudo identificar su acento y le preguntó de dónde era, ya que sentía curiosidad acerca de la persona que iba a llevarse el libro. De Israel, dijo el joven, y le explicó que hacía poco que había terminado el servicio militar y estaba viajando por América del Sur desde hacía meses. La dueña iba a meter el libro en una bolsa, pero el joven dijo que no hacía falta y lo guardó en la mochila. Mientras tintineaba la campanilla de la puerta, ella lo vio alejarse por la calle soleada y calurosa, batiendo el suelo con las sandalias.
Aquella noche, en el cuarto de la pensión, bajo un cansino ventilador que removía un aire caliente, el joven se quitó la camisa, abrió el libro y, con una rúbrica perfeccionada durante años, estampó su nombre: «David Singer».
Y empezó a leer con ansia.
Yo no sé qué esperaba, pero esperaba algo. Cada vez que iba a abrir el buzón me temblaban los dedos. Fui el lunes. Nada. Fui el martes y el miércoles.
Tampoco había nada el jueves. Dos semanas y media después de haber enviado el libro, sonó el teléfono. Estaba seguro de que era mi hijo. Yo estaba dormitando en el sillón y tenía babas en el hombro. Me levanté de un salto.
«Diga». Pero. Era sólo la profesora de la clase de dibujo, que dijo que buscaba gente para un proyecto que iba a desarrollar en una galería de arte y había pensado en mí —y cito textualmente— por mi acusada personalidad. Como es natural, me sentí halagado. En otro momento, habría tenido una hemorragia de satisfacción. Y sin embargo. «¿En qué consiste el proyecto?», pregunté. Ella respondió que lo único que tenía que hacer era estar sentado desnudo en un taburete metálico, en medio de la clase y, si me apetecía, y ella esperaba que así fuera, sumergirme en un tanque lleno de sangre de vaca
kosher
y luego rodar sobre grandes hojas de papel blanco.
Yo puedo ser idiota, pero no estoy desesperado. Todo tiene un límite, de manera que le di las gracias por el ofrecimiento y, lamentándolo mucho, rehusé porque ya me había comprometido a sentarme sobre un pulgar y girar siguiendo el movimiento rotatorio de la Tierra. Ella se mostró decepcionada.
Pero pareció comprender mis razones. Me dijo que, si deseaba ver los dibujos que la clase había hecho de mí, podía visitar la exposición que harían dentro de un mes. Tomé nota de la fecha y colgué.
No había salido de casa en todo el día. Ya oscurecía y decidí dar un paseo.
Soy viejo. Pero aún puedo moverme. Pasé por delante de la cafetería de Zafi, de la barbería y de Kossar's Bialys, donde algún sábado por la noche compro
bagels
calientes. Antes no hacían
bagels
. ¿Por qué habían de hacerlos? En una tienda de
bialys
lo lógico es que vendan
bialys
. Y sin embargo.
Seguí andando. Entré en el
drugstore
e hice caer un anuncio de lubricante KY. Pero. No estaba por la labor. Al pasar por delante del Center vi un gran letrero que ponía: «Domingo noche Dudu Fisher. Compre ahora sus entradas». ¿Por qué no?, pensé. A mí no me gusta eso pero a Bruno le encanta Dudu Fisher. Entré y compré dos entradas.
No sabía adónde iba. Anochecía pero yo seguía andando. Vi un Starbucks y entré a tomar café, porque me apetecía un café, no porque quisiera ser visto.
Normalmente, habría hecho mucho teatro. «Póngame un café solo, quiero decir largo, mejor dicho, extralargo, ¿o quizá un corto con hielo?», y luego, para remate, habría provocado un pequeño percance en el surtidor de la leche. Pero hoy no. Puse la leche como una persona normal y me senté en una butaca frente a un hombre que leía el periódico. Rodeé la taza con las manos. Era agradable sentir el calor. En la mesa de al lado había una muchacha de pelo azul, inclinada sobre una libreta y mordiendo un bolígrafo, y en la siguiente un niño vestido de futbolista con su madre, que le decía: «El plural de perdiz es perdices». Me embargó una oleada de felicidad. Era fabuloso formar parte de todo aquello.
Estar tomando un café como una persona normal. Sentí ganas de gritar: «¡El plural de perdiz es perdices! ¡Hay que ver qué lengua! ¡Qué mundo!» Había un teléfono público en el servicio. Saqué un cuarto de dólar y marqué el número de Bruno. Sonó nueve veces. La muchacha del pelo azul pasó por delante de mí, camino del tocador. Le sonreí. ¡Asombroso! Ella también sonrió. A la décima señal, él contestó.
—¿Bruno?
—¿No es fantástico estar vivo?
—No, muchas gracias, no deseo comprar nada.
—¡No quiero venderte nada! Soy Leo. Escucha. Estaba aquí en Starbucks tomando un café cuando he caído…
—¿Que te has caído?
—¡Escucha, hombre! He caído en la cuenta de lo estupendo que es vivir.
¡Vivir! Y he querido decírtelo. ¿Entiendes lo que digo? Digo que la vida es algo hermoso, Bruno. Algo hermoso y una dicha para siempre.
Una pausa.
—Claro, lo que tú digas, Leo. La vida es algo hermoso.
—
Y
una dicha para siempre.
—Está bien —dijo Bruno—. Y una dicha.
Yo esperaba.
—Para siempre.
Iba a colgar cuando Bruno dijo:
—¿Leo?
—¿Sí?
—¿Te refieres a la vida humana?
Estuve alargando mi café durante media hora, sacándole todo el jugo. La muchacha cerró la libreta y se levantó para marcharse. El hombre estaba terminando su periódico. Yo leí los titulares. Era una pequeña parte de algo más grande que yo. Sí, la vida humana. ¡Vida! ¡Humana! Entonces el hombre volvió la página y a mí se me paró el corazón.
Era una foto de Isaac. Nunca la había visto. Guardo todos los recortes; si él tuviera un club de fans yo sería el presidente. He estado veinte años suscrito a la revista en que él colabora. Creí que tenía todas sus fotos. Las he contemplado mil veces. Y sin embargo. Ésta era nueva. Él estaba frente a una ventana. Tenía la cabeza inclinada y un poco ladeada. Podía haber estado reflexionando. Pero levantaba la mirada, como si alguien hubiera pronunciado su nombre en el instante en que iba a accionarse el disparador. Sentí el deseo de llamarlo. Era sólo un diario, pero yo quería gritar a voz en cuello: «¡Isaac! ¡Estoy aquí! ¿Me oyes, mi pequeño Isaac?» Yo quería que volviera sus ojos hacia mí, como los había vuelto hacia el que lo había sacado de su reflexión. Pero no podía. Porque el titular decía: «El escritor Isaac Moritz muere a los 60 años».
Isaac Moritz, celebrado autor de seis novelas, entre ellas
El remedio
, por la que obtuvo el Premio Nacional del Libro, falleció el martes por la noche. La causa de su muerte fue la enfermedad de Hodgkin. Contaba sesenta años.
Las novelas de Moritz se caracterizan por el humor, la compasión y la búsqueda de la esperanza en medio de la desesperación. Desde el principio contó con fervorosos admiradores, entre ellos Philip Roth, miembro del jurado del Premio Nacional del Libro, que fue concedido a Isaac Moritz en 1972 por su primera novela. «En El remedio palpita un corazón humano y vigoroso, dotado de entereza y compasión», dijo Roth en la nota de prensa en que se anunciaba la concesión del premio. Leon Wieseltier, otro de los admiradores del escritor, decía esta mañana en unas declaraciones hechas por teléfono desde las oficinas del
New Republic
de Washington D.C. que Isaac Moritz ha sido «uno de los escritores más importantes del siglo XX y también uno de los más subestimados. Calificarlo de escritor judío o, peor aún, de escritor experimental, es desconocer la esencia de su calidad humana, que se sustrae a todo encasillamiento».
Isaac Moritz nació en Brooklyn en 1940, hijo de inmigrantes. Era un niño callado y serio que llenaba libretas con detalladas descripciones de escenas de su vida. Una de ellas, en la que observa cómo una pandilla de chicos golpea a un perro, escrita a los doce años, inspiraría el célebre pasaje de
El remedio
en que Jacob, el protagonista, al salir del apartamento de una mujer con la que acaba de hacer el amor por primera vez, se detiene a la luz turbia de una farola, con un frío glacial, al ver cómo dos hombres matan a un perro a puntapiés. En aquel momento, sobrecogido por la desgarrada brutalidad de la existencia física, por la «irreconciliable contradicción de ser animales condenados a tener conciencia de sí mismos y entes morales condenados a tener instintos animales», Jacob inicia un lamento, un extático párrafo de cinco páginas, que fue calificado por la revista
Time
como «uno de los pasajes más incandescentes y conmovedores» de la literatura contemporánea.
Además de valerle encendidos elogios y el Premio Nacional del Libro,
El remedio
dio a Isaac Moritz una gran popularidad. Durante el primer año se vendieron doscientos mil ejemplares y figuró en la lista de superventas del
New York Times
.
Se esperaba con expectación su segundo libro, pero
Casas de cristal
, una colección de relatos publicada finalmente cinco años después, suscitó opiniones dispares. Mientras unos críticos veían en la obra un cambio innovador, otros, como Morton Levy, que escribió una agria reseña en
Commentary
, la tachaban de fracaso. «El señor Moritz —escribió Levy—, cuya primera novela se sublimaba en especulaciones escatológicas, ha desviado sus miras hacia la pura escatología». Los relatos de
Casas de cristal
, escritos con un estilo fragmentado y, en ocasiones, surreal, tratan de personajes que van desde los ángeles hasta los basureros.
Cambiando nuevamente de registro, en su tercer libro,
Canta
, Moritz utiliza un lenguaje escueto, «tenso como el parche de un tambor», según descripción del
New York Times
. Aunque en sus dos últimas novelas Moritz seguía buscando formas de expresión nuevas, los temas eran constantes. Había en la raíz de su arte un humanismo apasionado y una incesante exploración de la relación del hombre con su Dios.
El señor Moritz deja un hermano, Bernard Moritz.
Me quedé aturdido. Pensaba en la cara de mi hijo de cinco años. Y en el día en que, desde el otro lado de la calle, lo vi atarse el zapato. Al fin, un empleado del Starbucks que llevaba un arete en una ceja se acercó. «Vamos a cerrar», me dijo. Yo miré alrededor. Era verdad. Se había ido todo el mundo. Una muchacha de uñas pintadas barría el suelo con una escoba. Me levanté. O lo intenté, pero se me doblaron las rodillas. El empleado me miró como si yo fuera una cucaracha en la masa del bizcocho. El vasito de papel se me había convertido en un pellejo húmedo en la palma de la mano. Se lo di al hombre y me encaminé hacia la puerta. Entonces me acordé del periódico. El empleado ya lo había tirado al carrito de la basura que empujaba por el local. Yo lo saqué, pringoso de mantequilla. Él me miró con extrañeza y, para que viera que no soy un pordiosero, le di las entradas para Dudu Fisher.
No sé cómo llegué a casa. Bruno debió de oírme abrir la puerta, porque al cabo de un minuto bajó y llamó con los nudillos. No contesté. Estaba sentado en mi sillón, al lado de la ventana, a oscuras. Él siguió llamando. Al fin le oí subir.
Al cabo de una hora o más, volví a oírlo en la escalera. Metió un papel por debajo de la puerta. Decía así: «La vida es hermosa». Yo lo saqué. Él volvió a meterlo. Yo lo saqué, él lo metió. Papel fuera, papel dentro, fuera, dentro. Volví a mirarlo. «La vida es hermosa». Quizá, pensé. Quizá ésta sea la palabra. Oía respirar a Bruno al otro lado de la puerta. Busqué un lápiz y escribí: «Y una broma para siempre». Pasé el papel por debajo de la puerta. Silencio mientras él leía. Luego, satisfecho, subió a su casa.
Es posible que yo llorase. Qué puede importar.
Casi amanecía cuando me dormí. Soñé que estaba en una estación de ferrocarril. Llegó un tren del que bajó mi padre. Llevaba un abrigo de pelo de camello. Corrí hacia él. No me reconoció. Le dije quién era. Él movió la cabeza, diciendo que no. «Yo sólo tengo hijas». Soñé que se me desmenuzaban los dientes, que las mantas me asfixiaban. Soñé con mis hermanos, y había sangre por todas partes. Me gustaría decir: soñé que yo y la muchacha que amaba envejecíamos juntos. O soñé con una puerta amarilla y un campo despejado. Me gustaría decir: soñé que moría y que entre mis cosas encontraban mi libro y me hacía famoso después de muerto. Y sin embargo.
Recorté del periódico la foto de mi Isaac. Estaba arrugada, pero la alisé. Me la puse en la billetera, en el compartimiento de plástico destinado a la foto. Abrí y cerré el velero varias veces para mirar su cara. Entonces vi que justo encima del corte decía: «El funeral se celebrará…» No pude leer más. Tuve que sacar la foto y juntar las dos partes. «El funeral se celebrará el sábado 7 de octubre a las 10 de la mañana en la Sinagoga Central».
Era viernes. Comprendí que no podía quedarme en casa y me obligué a salir. Me parecía que el aire que respiraba no era el mismo. El mundo ya no parecía el mismo. Y es que uno cambia y cambia. Uno se convierte en perro, en pájaro o en una planta que siempre se tuerce hacia la izquierda. Sólo ahora que mi hijo había muerto me daba cuenta de hasta qué punto yo había vivido para él. Cuando abría los ojos por la mañana era porque él existía, y cuando pedía comida por teléfono era porque él existía, y cuando escribía el libro era porque él existía y podría leerlo.
Tomé un autobús. Me dije que no podía ir al funeral de mi hijo con el
shmatta
arrugado al que llamo traje. No quería que se avergonzara de mí. Es más, quería que se sintiera orgulloso. Me apeé en la avenida Madison y miré escaparates. Tenía en la mano un pañuelo húmedo y frío. No sabía en qué tienda entrar. Al fin me decidí por una que parecía buena. Palpé la tela de una chaqueta. Un
shvartzer
enorme con un traje reluciente de color beige y botas de vaquero se acercó. Creí que iba a echarme a la calle.