Mi madre me peinó con trenzas, me prestó su chal rojo y me llevó a casa de Misha en Brighton Beach. Pulsé el timbre y esperé a que bajara Misha. Mi madre me dijo adiós agitando una mano por la ventanilla del coche. Yo tiritaba de frío. Salió un chico alto con pelusa oscura sobre el labio superior.
—¿Alma? —preguntó.
Asentí.
—¡Bienvenida, amiga!
Yo agité la mano para despedirme de mi madre y lo seguí al interior de la casa. La escalera olía a col agria. Arriba, el apartamento estaba lleno de gente que comía y hablaba a gritos en ruso. En un rincón del comedor había un grupo musical y varias personas que trataban de bailar en muy poco espacio. Misha estaba muy ocupado hablando con unos y otros y metiéndose sobres en el bolsillo, y yo me quedé durante casi toda la fiesta sentada en un extremo del sofá con un plato de gambas gigantes. Nunca como gambas, pero fue lo único que reconocí. Si alguien me dirigía la palabra, tenía que explicarle que yo no hablaba ruso. Un viejo me ofreció vodka. Entonces Misha salió de la cocina, se colgó el acordeón, que estaba conectado a un amplificador y rompió a cantar.
—Y
ou say it's your birthday
! —entonó. Me pareció que la gente estaba nerviosa—.
Well it's my birthday, too
! —vociferó, y el acordeón despertó con un alarido.
Siguió
Sgt Pepper's Lonely Heart's Club Band
, que se fundió con
Here Comes the Sun
, y por último, después de cinco o seis canciones, los Beatles atacaron la tradicional canción hebrea
Hava Nagila
y la gente se volvió loca, cantando y tratando de bailar. Cuando al fin el grupo dejó de tocar, Misha vino a buscarme, con la cara roja y sudorosa. Me agarró de la mano y yo lo seguí por el pasillo y cinco tramos de escalera hasta la azotea. A lo lejos vi el mar, las luces de Coney Island y, más allá, unas montañas rusas abandonadas. Empezaron a castañetearme los dientes, y Misha se quitó la chaqueta y me la puso en los hombros. Estaba caliente y olía a sudor.
8.
Se lo contaba todo a Misha. La muerte de mi padre, lo sola que estaba mi madre, y la inquebrantable fe en Dios de Bird. Le hablé de los tres tomos de
Cómo sobrevivir en la naturaleza
, del editor inglés y su regata, de Henry Lavender y sus caracolas filipinas y del veterinario Tucci. Le hablé del doctor Eldridge y de
La vida tal como no la conocemos
y, más adelante —dos años después de que empezáramos a escribirnos, siete años después de la muerte de mi padre y tres mil novecientos millones de años después de que apareciera la vida en la Tierra—, cuando llegó de Venecia la primera carta de Jacob Marcus, hablé a Misha de
La historia del amor
. Sobre todo, nos escribíamos o hablábamos por teléfono, pero algún que otro fin de semana nos veíamos. Me gustaba ir a Brighton Beach, porque la señora Shklovsky nos daba cerezas confitadas en tazas de porcelana, y el señor Shklovsky, que tenía círculos oscuros de sudor en los sobacos, me enseñaba a jurar en ruso. A veces alquilábamos películas, casi siempre de espionaje o intriga. Nuestras favoritas eran
La ventana indiscreta
,
Extraños en un tren
y
Con la muerte en los talones
, que habíamos visto diez veces.
Cuando escribí a Jacob Marcus haciéndome pasar por mi madre sólo se lo dije a Misha y le leí por teléfono el borrador final.
—¿Qué te parece? —pregunté.
—Me parece que tu culo es…
—Olvídalo —dije.
9. EL HOMBRE QUE BUSCABA UNA PIEDRA
Había pasado una semana desde que envié mi carta, o la carta de mi madre, o como quieras llamarla. Pasó otra semana y empecé a preguntarme si a lo mejor Jacob Marcus no estaría fuera del país, quién sabe si en El Cairo o en Tokio. A la tercera semana pensé que quizá había descubierto la verdad. Cuatro días más y empecé a espiar la expresión de mi madre en busca de señales de enojo. Ya estábamos a finales de julio. Pasó otro día y pensé que quizá tuviera que escribir a Jacob Marcus para pedirle disculpas. Al día siguiente llegó su carta.
En el sobre, escrito con estilográfica, estaba el nombre de mi madre, Charlotte Singer. Acababa de esconderme la carta dentro de los pantalones cortos cuando sonó el teléfono.
—¿Sí? —dije con impaciencia.
—¿Está el
moshiach
? —preguntó una voz de niño.
—¿Quién?
—El
moshiach
—dijo el niño, y al fondo oí risas ahogadas. Parecía la voz de Louis, que vivía una calle más arriba y había sido amigo de Bird hasta que encontró otros amigos y dejó de hablarle.
—Déjalo en paz —dije, y colgué deseando que se me hubiera ocurrido algo más fuerte.
Corrí al parque, que estaba a un bloque de distancia, con una mano en el costado para que no resbalara la carta. Hacía calor y estaba sudando. Rasgué el sobre en Long Meadow, al lado de una papelera. La primera página hablaba de lo mucho que a Jacob Marcus le habían gustado los capítulos que mi madre le había enviado. Leí por encima hasta que, en la segunda página, encontré la frase «Aún no he mencionado su carta». Y escribía:
Me halaga su curiosidad. Ojalá tuviera respuestas más interesantes para todas sus preguntas. Debo decir que ahora paso mucho tiempo sentado, mirando por la ventana. Me gustaba viajar. Pero el viaje a Venecia fue más fatigoso de lo que imaginaba, y dudo que vuelva a marcharme. Mi vida, por razones que escapan a mi control, ha quedado reducida a los elementos más simples. Por ejemplo, encima de la mesa tengo una piedra. Un trozo de granito gris oscuro dividido por la mitad por una veta blanca. Encontrarla me ha llevado casi toda la mañana. He descartado muchas piedras hasta dar con ella. No he salido de casa con una idea clara de qué piedra quería. Pensaba que cuando la encontrara la reconocería. Mientras buscaba, iba pensando en los requisitos. Debía encajar en la palma de la mano, ser suave al tacto, preferiblemente de color gris, etcétera. Ésta ha sido mi mañana. He pasado las últimas horas recuperándome.
No siempre he sido así. Para mí, el día en que no había producido cierta cantidad de trabajo no tenía valor. Reparar en que el jardinero cojeaba, en que había hielo en el lago, en los largos y solemnes paseos que daba el hijo de mi vecina que, por lo visto, no tiene amigos, me resultaba superfluo. Pero ahora es distinto.
Me pregunta si estoy casado. Lo estuve, pero hace mucho tiempo, y fuimos lo bastante listos o lo bastante estúpidos como para no tener hijos.
Éramos muy jóvenes cuando nos conocimos, antes de saber lo que era el desengaño y, cuando lo descubrimos, nos dimos cuenta de que estábamos constantemente recordándonoslo el uno al otro. Supongo que también de mí podría usted decir que llevo un pequeño astronauta ruso en la solapa. Ahora vivo solo, lo que no me molesta. O quizá sí, un poco.
Pero tendría que ser extraordinaria la mujer que quisiera acompañarme ahora que apenas puedo llegar hasta la puerta del jardín para recoger el correo. Pero aún voy. Dos veces a la semana, una amiga me trae provisiones, y mi vecina entra todos los días con el pretexto de cuidar las fresas que plantó en mi jardín. Y a mí ni siquiera me gustan las fresas.
Estoy haciendo que suene peor de lo que es en realidad. Aún no la conozco y ya quiero despertar su compasión.
También me pregunta qué hago. Leer. Esta mañana he terminado por tercera vez
La calle de los cocodrilos
. La encuentro casi irresistiblemente hermosa.
También veo películas. Mi hermano me trajo un reproductor de DVD. No me creería si le dijera la cantidad de películas que he visto este mes. Es lo que hago. Ver películas y leer. A veces, incluso finjo que escribo, pero no engaño a nadie. Ah, y voy al buzón.
Ya basta. Adoro su libro. Envíeme más, por favor.
J.M.
10. LEÍ LA CARTA CIEN VECES
Y con cada lectura me parecía que sabía un poco menos acerca de Jacob Marcus.
Decía que había pasado la mañana buscando una piedra, pero no decía ni una palabra de por qué
La historia del amor
era tan importante para él. No se me escapaba, desde luego, que había escrito «aún no la conozco». ¡Aún! Es decir, que esperaba conocernos mejor, o por lo menos a nuestra madre, ya que no sabía nada de Bird ni de mí (¡aún!). Pero ¿por qué apenas podía llegar hasta el buzón? ¿Y por qué había de ser extraordinaria la mujer que quisiera ser su compañera? ¿Y por qué llevaba un astronauta ruso en la solapa?
Decidí hacer una lista de las pistas. Fui a casa, me encerré en mi habitación y saqué el tercer tomo de
Cómo sobrevivir en la naturaleza
. Empecé página. Decidí escribir en clave, por si a alguien le daba por curiosear en mis cosas. Me acordé de Saint-Ex. Arriba de todo escribí: «Cómo sobrevivir si no se te abre el paracaídas». Y debajo:
1. Buscar una piedra
2. Vivir cerca de un lago
3. Tener un jardinero que cojea
4. Leer
La calle de los cocodrilos
5. Necesitar una mujer extraordinaria
6. Tener problemas para ir hasta el buzón
Éstas eran todas las pistas que me daba la carta, así que me colé en el estudio de mi madre mientras ella estaba abajo y saqué sus otras cartas del cajón. Las leí, buscando más pistas. Fue entonces cuando recordé que su primera carta empezaba con una cita de la introducción de mi madre a un libro de Nicanor Parra, que decía que él llevaba en la solapa un pequeño astronauta ruso y en el bolsillo, las cartas de una mujer que lo había dejado por otro.
Si Jacob Marcus había escrito que también él llevaba un astronauta ruso, ¿quería decir que su esposa lo había dejado por otro? Como no estaba segura, no podía considerarlo una pista, así que no lo anoté. En su lugar escribí:
7. Hacer un viaje a Venecia
8. Que alguien te leyera pasajes de
La historia del amor
hace mucho tiempo a la hora de acostarte
9. No olvidarlo nunca
Repasé la lista de pistas. Ninguna me servía de ayuda.
11. CÓMO SOY
Comprendí que si realmente deseaba descubrir quién era Jacob Marcus y por qué tenía tantos deseos de que le tradujeran el libro, tenía que buscar en
La historia del amor
.
Sigilosamente, subí al estudio de mi madre, para ver si desde su ordenador podía imprimir los capítulos traducidos. El único problema era que ahora ella estaba sentada delante del ordenador.
—Hola —dijo.
—Hola —dije yo, tratando de aparentar naturalidad.
—¿Cómo estás?
—Muybiengraciasytú? —dije, porque eso era lo que ella me había enseñado que debía decir, lo mismo que cómo sostener el cuchillo y el tenedor y sujetar la taza de té con dos dedos, y sacar un resto de comida de entre los dientes sin que se notara, si la reina de Inglaterra me invitaba a tomar el té. Cuando le dije que nadie que yo conozca sostiene el cuchillo y el tenedor como es debido, ella puso cara de pena y dijo que trataba de ser una buena madre y que si no me enseñaba ella estas cosas, ¿quién me las enseñaría? Pero preferiría que no me las hubiera enseñado, porque a veces ser cortés es peor que no serlo, como el día en que me crucé con Greg Feldman en el pasillo de la escuela y dijo: «Eh, Alma, ¿qué tal?», y cuando respondí: «Muybiengraciasytú?» él se quedó mirándome como si yo acabara de aterrizar de Marte y dijo: «¿Por qué nunca puedes decir sencillamente:
Psa
?».
12. PSA
Anochecía y mi madre dijo que en casa no había nada que comer y preguntó si pedíamos comida tailandesa, o quizá india y por qué no camboyana.
—¿Y si cocináramos algo nosotros? —propuse.
—¿Macarrones con queso? —dijo mi madre.
—La señora Shklovsky hace un pollo a
l'orange
muy bueno.
Mi madre no parecía entusiasmada.
—¿Chile? —propuse entonces.
Mientras ella estaba en el supermercado, subí a su estudio e imprimí los capítulos del uno al quince de
La historia del amor
, que era hasta donde había traducido. Escondí las hojas en mi mochila de supervivencia que guardo debajo de la cama. Minutos después, mi madre llegó a casa con medio kilo de pavo picado, un brócoli, tres manzanas, un tarro de pepinillos y una caja de mazapán importado de España.
13. LA ETERNA DECEPCIÓN DE LO QUE ES LA VIDA
Después de una cena a base de falsos
nuggets
de pollo pasados por el microondas, me acosté temprano y, debajo de las mantas y a la luz de una linterna, leí lo que mi madre había traducido de
La historia del amor
. Estaba el capítulo de cuando la gente hablaba con las manos, y el capítulo del hombre que se creía de cristal, y un capítulo titulado «El nacimiento de los sentimientos», que yo no había leído aún. «Los sentimientos no son tan viejos como el tiempo», empezaba.
Del mismo modo que hubo una primera vez en que alguien hizo saltar una chispa frotando dos palitos, hubo también un primer momento de alegría y un primer momento de tristeza. Era un tiempo en el que continuamente se inventaban sentimientos nuevos. Pronto nació el deseo, y también el arrepentimiento. La primera vez que se sintió la terquedad, se inició una reacción en cadena y, por un lado, se creó el resentimiento y, por el otro, la marginación y la soledad. Tal vez cierto movimiento de caderas en sentido contrario al de las manecillas del reloj marcó el nacimiento del éxtasis, y un rayo provocó el primer orgasmo. O quizá fue el cuerpo de una muchacha llamada Alma. Contrariamente a toda lógica, la sorpresa no nació de inmediato. No llegó hasta que la gente tuvo tiempo de acostumbrarse a lo que eran las cosas. Y, transcurrido el tiempo suficiente, alguien experimentó la primera sensación de sorpresa, y en otro lugar alguien sintió la primera punzada de nostalgia.
Es cierto que a veces la gente también sentía cosas para las que no había palabras, y no se hablaba de ellas. Es posible que la emoción más vieja del mundo fuera la de sentirse conmovido; pero describirla —nombrarla siquiera— debía de ser como tratar de apresar algo invisible.
(También es posible que el sentimiento más antiguo del mundo fuera, sencillamente, la confusión).
Una vez la gente empezó a sentir, creció el deseo de sentir. Todos querían sentir más y más profundamente, aunque doliera. La gente se hizo adicta al sentimiento. Peleaba por descubrir sentimientos nuevos. Es posible que así naciera el arte. Se creaban nuevas clases de alegría al tiempo que nuevas clases de tristeza. La eterna decepción de lo que es la vida; el alivio de un respiro inesperado; el miedo a la muerte.
Ni siquiera hoy en día existen todos los sentimientos posibles. Faltan todavía los que están más allá de nuestra capacidad y nuestra imaginación. Muy de tarde en tarde, cuando aparece una música como nadie había compuesto, un cuadro como nadie había pintado o alguna otra cosa imposible de predecir, entender ni describir, irrumpe en el mundo un sentimiento nuevo. Y entonces, por millonésima vez en la historia del sentimiento, el corazón se eleva y absorbe el impacto.