Como no había nada más que decir, pregunté:
—¿Ha oído hablar de un libro titulado
La historia del amor
?
El portero se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—Si quieres hablar de libros, ve a ver al hijo.
—¿El hijo de Alma?
—Sí. Isaac Aún viene por aquí de vez en cuando.
—¿Isaac?
—Isaac Moritz. Escritor famoso. ¿No sabías que era su hijo? Aún usa el apartamento cuando está en la ciudad. ¿Quieres dejarle un mensaje?
—No, gracias —dije, porque nunca había oído hablar de un Isaac Moritz.
8. EL TÍO JULIAN
Aquella noche, el tío Julian pidió una cerveza y para mí un
lassi
de mango y dijo:
—Ya sé que tu madre tiene sus momentos difíciles.
—Echa de menos a papá —respondí, lo que venía a ser lo mismo que decir que un rascacielos es alto.
Él asintió.
—Tú no llegaste a conocer bien al abuelo. En muchos aspectos, era genial. Pero también era un hombre difícil. «Dominante» sería la palabra. Tenía normas muy estrictas sobre cómo debíamos comportarnos tu madre y yo. —Yo apenas había conocido al abuelo porque había muerto de viejo en un hotel de Bournemouth durante unas vacaciones a los pocos años de mi nacimiento—. Charlotte se llevaba la peor parte, por ser la mayor y por ser chica. Creo que por esa razón nunca ha querido deciros a ti y a Bird lo que debéis hacer ni cómo hacerlo.
—Menos por lo que se refiere a modales.
—No; con los malos modales no transige, ¿verdad? En fin, lo que quiero decir es que a veces puede parecer distante. Y es que tiene cosas que superar. La falta de tu padre es una. Otra es el conflicto con su propio padre. Pero tú sabes que te quiere mucho, ¿verdad, Al?
Asentí. La sonrisa del tío Julian era un poco torcida, subía más un lado de la boca que el otro, como si una parte de él se negara a colaborar con el resto.
—Bien —dijo entonces levantando la copa—. Por tus quince años y por el fin de mi jodido libro.
Entrechocamos las copas. Entonces me contó que a los veinticinco años se había enamorado de Alberto Giacometti.
—¿Y cómo te enamoraste de la tía Frances? —le pregunté.
—Ah —suspiró él enjugándose la frente húmeda y reluciente. Empezaba a quedarse calvo, pero de un modo favorecedor—. ¿De verdad quieres saberlo?
—Sí.
—Llevaba un pantalón azul elástico muy ajustado.
—¿Qué dices?
—La vi en el zoo, delante de la jaula de los chimpancés, con aquel pantalón azul y pensé: Ésa es la chica con la que voy a casarme.
—¿Por el pantalón?
—Sí. Había una luz que la favorecía. Y ella estaba mirando a aquel chimpancé, encandilada. De no ser por el pantalón, no creo que me hubiera acercado a ella.
—¿Y nunca has pensado lo que habría ocurrido si aquel día ella no llega a ponerse ese pantalón azul elástico?
—Continuamente. Hubiera sido mucho más feliz. O tal vez no.
Yo paseaba el
tikka masala
por el plato.
—¿Y si realmente lo hubieras sido?
Él suspiró.
—Cuando me pongo a pensar en eso, me es difícil imaginar algo, la felicidad o cualquier otra cosa, sin ella. Después de vivir con Frances durante tanto tiempo, no puedo imaginar lo que sería la vida al lado de otra persona.
—¿Como Flo? —pregunté.
El tío Julian se atragantó.
—¿Cómo sabes lo de Flo?
—En la papelera del cuarto de baño encontré la carta que empezaste a escribir.
Él se ruborizó. Yo miré el mapa de la India que había en la pared. Todos los chicos y chicas de catorce años deberían saber dónde está Calcuta exactamente.
No se puede andar por ahí sin tener idea de dónde está Calcuta.
—Comprendo —dijo el tío Julian—. Verás, Flo es una colega de la universidad. Es una buena amiga, y eso a Frances siempre le ha dado un poco de celos. Hay cosas… ¿cómo te diría, Al? Bueno, voy a ponerte un ejemplo.
¿Puedo ponerte un ejemplo?
—Venga.
—Hay un autorretrato de Rembrandt que está en Kenwood House, muy cerca de nuestra casa. Te llevamos cuando eras pequeña. ¿Te acuerdas?
—No.
—No importa. Lo que importa es que se trata de uno de mis cuadros favoritos. Voy a verlo a menudo. Salgo a pasear por el parque y me acerco hasta allí. Es uno de sus últimos autorretratos. Lo pintó entre mil seiscientos sesenta y cinco y la fecha de su muerte, cuatro años después. Murió solo y arruinado.
Muchas zonas de la tela están vacías, pero las pinceladas tienen una intensidad y una urgencia… puedes ver cómo raspaba la pintura húmeda con el mango del pincel. Como si supiera que no le quedaba mucho tiempo. No obstante, la cara respira serenidad, da la sensación de saber que ha sobrevivido a su propia ruina.
Me revolví en la banqueta y, sin querer, le di un puntapié en la pantorrilla.
—¿Eso qué tiene que ver con la tía Frances y Flo? —pregunté.
Él pareció desorientado.
—En realidad no lo sé —dijo. Volvió a secarse la frente y pidió la cuenta.
Nos quedamos callados. Él tenía un tic en la boca. Sacó un billete de veinte, lo dobló formando un cuadrado muy pequeño y después aún volvió a doblarlo.
Entonces, hablando deprisa, dijo:
—A Fran ese cuadro le importa una mierda. —Y se acercó a los labios el vaso vacío.
—Por si te interesa, yo no creo que seas un mal sujeto —dije.
Él sonrió.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dije cuando el camarero fue en busca del cambio.
—Claro que sí.
—¿Se peleaban mamá y papá?
—Supongo que sí. Alguna vez, desde luego. No más que otras parejas.
—¿A ti te parece que papá hubiera querido que mamá volviera a enamorarse?
El tío Julian me miró con una de sus sonrisas torcidas.
—Me parece que sí —dijo—. Creo que lo hubiera deseado.
9.
MERDE
Cuando llegamos a casa, mamá estaba en el jardín de atrás. La vi por la ventana, vestida con un mono manchado de barro, plantando flores a la poca luz que quedaba. Empujé la puerta mosquitera. Las hojas secas y las malas hierbas de varios años habían sido barridas y arrancadas y metidas en cuatro grandes bolsas negras que estaban junto al banco de hierro en el que nadie se sentaba.
—¿Qué haces? —grité.
—Planto crisantemos y margaritas —dijo.
—¿Por qué?
—Me apetecía.
—¿Por qué te apetecía?
—Esta tarde he enviado varios capítulos más, y quería relajarme.
—¿¿Qué??
—Que he enviado varios capítulos más a Jacob Marcus y quería relajarme —repitió.
Yo no podía creerlo.
—¿Los has llevado al correo tú misma? ¡Si siempre me lo das todo a mí!
—Lo siento, no pensé que te importara. De todos modos, has estado todo el día fuera de casa, y yo quería enviarlo cuanto antes. Así que lo he llevado yo.
¡¿Lo has llevado tú?!, le habría gritado. Mi madre, única en su especie, dejó caer una flor en un hoyo que empezó a rellenar de tierra. Se volvió para mirarme.
—A papá le encantaba trabajar en el jardín —dijo, como si yo no lo hubiera conocido.
10. LOS RECUERDOS TRANSMITIDOS POR MI MADRE
11. CÓMO RECUPERAR UN LATIDO
Al lado del ordenador de mi madre estaban los capítulos 1 al 28 de
La historia del amor
. Miré en la papelera, pero no había borradores de la carta enviada a Marcus. Sólo encontré un papel arrugado que decía: «Al regresar a París, Alberto empezó a dudar».
12. ABANDONO
Ahí acabaron mis intentos por encontrar a alguien que lograra que mi madre volviera a ser feliz. Por fin comprendí que, hiciera lo que hiciese y encontrara a quien encontrase, ni yo, ni él ni nadie podría disipar los recuerdos que ella conservaba de papá, recuerdos que la consolaban aun entristeciéndola, porque con ellos se había construido un mundo en el que podía sobrevivir, aunque nadie más que ella habría podido.
Aquella noche yo no conseguía dormir. Sabía que Bird tampoco dormía, por su manera de respirar. Quería preguntarle qué era aquello que estaba construyendo en el solar, y cómo sabía él que era un
lamed vovnik
, y también quería pedirle perdón por haberle gritado el día en que escribió en mi cuaderno.
Y decirle que tenía miedo, por él y por mí, y confesar todas las mentiras que le había contado durante años. Lo llamé en voz baja.
—¿Sí? —susurró.
Yo yacía en la oscuridad y el silencio, que no eran como la oscuridad y el silencio en que yacía mi padre de niño, en una casa de una calle de tierra de Tel Aviv, ni la oscuridad y el silencio en que yacía mi madre en su primera noche en el
kibbutz
Yavne, pero que también contenían aquellas oscuridades y silencios. Traté de pensar qué era lo que quería decir.
—No estoy despierta —dije al fin.
—Yo tampoco —dijo Bird.
Después, cuando él se durmió por fin, encendí la linterna y leí otro trozo de
La historia del amor
. Pensaba que si lo leía con atención, quizá pudiese descubrir algo real sobre mi padre y sobre las cosas que él habría querido decirme si no hubiera muerto.
Por la mañana desperté temprano. Oí moverse a Bird en su cama. Cuando abrí los ojos, vi que hacía una pelota con la sábana y que tenía mojado el pantalón del pijama.
13. Y LLEGÓ SEPTIEMBRE
Se acababa el verano, y Misha y yo habíamos dejado de hablarnos oficialmente, y no llegaban más cartas de Jacob Marcus, y el tío Julian dijo que regresaba a Londres para tratar de poner las cosas en claro con la tía Frances. La noche antes de que él saliera hacia el aeropuerto y yo empezara el décimo curso, llamó a la puerta de mi habitación.
—Aquello que te dije sobre Frances y el Rembrandt —empezó nada más entrar—, ¿podríamos hacer como si no lo hubiera dicho?
—¿Como si no hubieras dicho qué?
Él sonrió enseñando el hueco entre los dientes delanteros que los dos habíamos heredado de la abuela.
—Gracias —dijo—. Toma, para ti. —Me dio un sobre grande.
—¿Qué es?
—Ábrelo.
Dentro había un folleto de una academia de dibujo y pintura de la ciudad.
Miré a mi tío.
—Vamos, lee.
Abrí el folleto y un papel cayó al suelo. El tío Julian se agachó a recogerlo.
—Toma —dijo secándose la frente con el pañuelo. Era un formulario de inscripción con mi nombre y el de una clase llamada «Dibujo del natural»—. También hay una postal —añadió.
Metí la mano en el sobre. Era una reproducción de un autorretrato de Rembrandt. En el dorso decía: «Querida Al: Wittgenstein escribió que cuando los ojos ven algo hermoso la mano desea dibujarlo. A mí me gustaría dibujarte a ti. Feliz cumpleaños por adelantado. Con cariño, tu tío Julian».
Al principio era fácil. Litvinoff fingía que lo hacía sólo para matar el tiempo, que garabateaba en un papel mientras escuchaba la radio, como hacían sus alumnos mientras él hablaba en clase. Lo que no hacía era sentarse a la mesa de dibujo en que el hijo de su casera había grabado la más importante de todas las oraciones judías, ni decirse a sí mismo: Voy a plagiar al amigo que fue asesinado por los nazis. Tampoco pensaba: Si ella cree que esto lo he escrito yo, me querrá. Él simplemente copió la primera página, lo cual, como era de prever, le llevó a copiar la segunda.
Hasta la tercera no apareció el nombre de Alma. Aquí Litvinoff se detuvo.
Ya había cambiado a un Feingold de Vilna por un De Biedma de Buenos Aires.
¿Tan malo sería cambiar a Alma por Rosa? Sólo tres letras, la
a
final quedaría. Si tan lejos había ido ya… De todos modos, se dijo, puesto que aquello no iba a leerlo nadie más que Rosa…
Pero si al ir a escribir una
R
mayúscula en lugar de la
A
mayúscula le tembló la mano, quizá fue porque, aparte del verdadero autor, Litvinoff era la única persona que había leído
La historia del amor
y conocía a la verdadera Alma. En realidad, la conocía desde que ambos eran niños, ya que habían sido compañeros de clase hasta que él se fue a estudiar a la
yeshiva
. Ella era una más de un grupo de niñas a las que él había visto convertirse de esmirriadas plantitas en maravillas tropicales que impregnaban de una densa humedad el aire que las rodeaba. Alma había dejado en su mente una impresión indeleble, al igual que las seis o siete muchachas cuya transformación había presenciado y que, sucesivamente, habían sido objeto del deseo del púber Litvinoff. Ahora, al cabo de tantos años, sentado a su escritorio de Valparaíso, aún recordaba todo el catálogo de muslos, interior de brazos y nucas que habían inspirado infinidad de frenéticas combinaciones. Que Alma tuviera relaciones con otro de un modo más o menos permanente no la excluía de las fantasías de Litvinoff (basadas sobre todo en una técnica de montaje). Si en algún momento tuvo envidia del otro, no era porque sintiera algo especial por Alma, sino porque deseaba ser elegido y amado por alguien.