13. PASARON DOS SEMANAS, MISHA Y YO SEGUÍAMOS SIN HABLARNOS, EL TÍO JULIAN NO SE HABÍA IDO Y CASI ESTÁBAMOS A ÚLTIMOS DE AGOSTO
La historia del amor
tiene treinta y nueve capítulos y mi madre había terminado otros once después de enviar a Jacob Marcus los diez primeros, lo que hacía un total de veintiuno. Es decir que ya estaba a más de la mitad del libro y pronto enviaría otro paquete.
Me encerré en el cuarto de baño, el único lugar donde podía estar tranquila, y traté de redactar la segunda carta para Jacob Marcus, pero todo lo que escribía sonaba a falso, a tópico o a mentira. Lo que en efecto era.
Estaba sentada en el váter con el bloc en las rodillas. Tenía al lado del tobillo la papelera y dentro había una bola de papel. La saqué y leí: «¿Perro, Frances? ¿Perro? Tus palabras hacen daño. Pero imagino que eso pretendías. Yo no estoy enamorado de Flo, como tú dices. Hace años que somos colegas y da la casualidad de que es una persona a la que le interesan las mismas cosas que a mí. El arte, Fran, ¿recuerdas?, el arte que, seamos sinceros, a ti a estas alturas te importa un jodido pimiento. Te dedicas con tanto empeño al deporte de criticarme que no te das cuenta de cómo has cambiado, de lo poco que te pareces a la muchacha que yo…» Aquí se interrumpía la carta. Volví a arrugarla cuidadosamente y la eché a la papelera. Cerré los ojos apretando los párpados.
Pensé que quizá el tío Julian aún tardara en terminar su trabajo de documentación sobre Alberto Giacometti.
14. ENTONCES TUVE UNA IDEA
En algún sitio tiene que haber un registro de todas las muertes, nacimientos y defunciones: en la ciudad tiene que haber un sitio, una oficina, un departamento en el que lleven un control. Tiene que haber archivos. Archivos y más archivos de las personas que han nacido y han muerto en Nueva York. A veces, circulando por la autovía de Brooklyn a Queens después de la puesta del sol, con un cielo anaranjado e incandescente, mientras se encienden las luces de los rascacielos, al divisar esos miles de lápidas, se tiene la extraña impresión de que toda la fuerza eléctrica de la ciudad es generada por los que están enterrados en aquel lugar.
Así pues, pensé: Quizá allí tengan información.
15. EL DÍA SIGUIENTE ERA DOMINGO
Llovía y me quedé en casa, leyendo
La calle de los cocodrilos
, que había sacado de la biblioteca pública, y preguntándome si Misha me llamaría. Comprendí que tenía una buena pista cuando leí en la introducción que el autor había nacido en un pueblo de Polonia. Pensé: O Jacob Marcus tiene preferencia por los escritores polacos o quería darme una pista. Es decir, a mi madre.
No era un libro largo y lo terminé aquella misma tarde. A las cinco, Bird llegó a casa chorreando.
—Ya ha empezado —dijo pasando la mano por la
mezuzah
de la puerta de la cocina y besándose la yema de los dedos.
—¿Qué ha empezado? —pregunté.
—La lluvia.
—Han dicho que mañana dejará de llover —dije.
Él se sirvió un vaso de zumo de naranja, bebió y salió, besando un total de cuatro
mezuzahs
hasta llegar a su cuarto.
El tío Julian regresó del museo.
—¿Has visto el club que construye Bird? —preguntó mientras cogía un plátano de la encimera; se puso a pelarlo sobre el cubo de la basura—. ¿No te parece impresionante?
Pero el lunes no dejó de llover y Misha no llamó, de modo que me puse el impermeable, agarré un paraguas y me dirigí al Archivo Municipal de la Ciudad de Nueva York, que, según Internet, es donde están anotados todos los nacimientos y las defunciones.
16. CALLE CHAMBERS, 31, DESPACHO 103
—Mereminski —dije al hombre de las gafas oscuras y redondas que estaba detrás del mostrador—. M-e-r-e-m-i-n-s-k-i.
—M-e-r… —dijo el hombre, anotando.
—… e-m-i-n-s-k-i —dije yo.
—… i-s-k-i.
—No —dije—. M-e-r…
—M-e-r —repitió él.
—… e-m-i-n —dije yo, y él dijo:
—… e-y-n.
—¡No! —dije—. E-m-i-n.
Él me miró inexpresivamente y entonces le pregunté:
—¿Quiere que se lo escriba?
El hombre miró el nombre y me preguntó si Alma M-e-r-e-m-i-n-s-k-i era mi abuela o mi bisabuela.
—Sí —le dije, pensando que esto podía abreviar el proceso.
—¿Cuál?
—Bisabuela.
Él me miró mordiéndose un padrastro, fue al fondo de la habitación y volvió con una caja de microfilmes. Al insertar el primero, se me atascó la máquina. Traté de llamar la atención del hombre agitando la mano y señalando el lío de película. Él vino, suspiró y la hizo correr. Al tercer rollo ya dominaba la técnica. Pasé los quince rollos de la caja. No apareció ninguna Alma Mereminski. El hombre me trajo otra caja y después otra. Tuve que ir al baño y al salir saqué de la máquina un paquete de frutos secos y una coca-cola. El hombre vino y sacó una tableta de chocolate. Para entablar conversación le dije:
—¿Sabe algo de recursos para sobrevivir en plena naturaleza? Él arrugó la nariz y se ajustó las gafas.
—¿A qué te refieres?
—Por ejemplo, ¿sabe que casi toda la vegetación ártica es comestible?
Exceptuando ciertos hongos, claro. —Él alzó las cejas y yo proseguí—: Y, ¿sabe?, uno también puede morirse de hambre si sólo come conejo. Se ha demostrado que personas que trataban de sobrevivir murieron por comer demasiado conejo. Si se come mucha carne muy magra como la de conejo, puede dar… Bueno, uno se puede morir.
El hombre tiró el resto de su tableta de chocolate.
Cuando volvimos a la sala, él sacó la cuarta caja. Dos horas después, me escocían los ojos y no había encontrado nada.
—¿Es posible que muriera después de mil novecientos cuarenta y ocho? —preguntó el hombre, visiblemente nervioso. Le respondí que era posible—. ¡Por qué no me lo has dicho! En tal caso, el certificado de defunción no estará aquí.
—¿Dónde estará entonces?
—En el Departamento de Sanidad, división Registro de Defunciones —dijo—. Calle Worth, ciento veinticinco, despacho ciento treinta y tres. Allí están consignadas todas las muertes ocurridas después del cuarenta y ocho.
De fábula, pensé.
17. LA PEOR EQUIVOCACIÓN QUE COMETIÓ MI MADRE
Al llegar a casa encontré a mi madre acurrucada en el sofá leyendo un libro.
—¿Qué lees? —pregunté.
—Cervantes.
—¿Cervantes?
—El más famoso escritor español —dijo ella volviendo la hoja.
Miré el techo. A veces me pregunto por qué no se casaría con un escritor famoso en lugar de un ingeniero amante de la naturaleza. Entonces no habría ocurrido nada de esto. Ahora, en este preciso instante, probablemente estaría cenando con su marido escritor famoso, debatiendo sobre los pros y los contras de otros escritores famosos, para tomar la difícil decisión de cuál de ellos era merecedor de un Nobel póstumo.
Aquella noche marqué el número de Misha, pero colgué después de la primera señal.
18. LLEGÓ EL MARTES
Aún llovía. Al ir hacia el metro, pasé por el solar en que Bird había montado una especie de carpa, con bolsas de basura y cuerdas, sobre su montaña de trastos, que ya tenía casi dos metros de altura. En lo alto de la mole se erguía un mástil que quizá esperaba una bandera.
El puesto de limonada seguía allí, lo mismo que el cartel que ponía: «Limo-nada natural 50 centavos. Sírvase usted mismo (muñeca lesionada)», al que había añadido: «Todos los beneficios son para la beneficencia». Pero la mesa estaba vacía y no se veía ni rastro de Bird.
En el metro, en algún punto entre Carroll y Bergen, tomé la decisión de llamar a Misha y hacer como si no hubiera pasado nada. Al salir del tren encontré un teléfono público que funcionaba y marqué su número. El corazón se me aceleró cuando empezó a sonar. Contestó su madre.
—Hola, señora Shklovsky —dije, esforzándome por hablar con naturalidad—. ¿Está Misha? —La oí llamarlo.
Después de un rato que se me hizo muy largo, él se puso al teléfono.
—Hola —dije.
—Hola.
—¿Cómo estás?
—Bien.
—¿Qué haces?
—Estoy leyendo.
—¿El qué?
—Cómics.
—A que no sabes dónde estoy.
—¿Dónde?
—Delante del Departamento de Sanidad de la Ciudad de Nueva York.
—¿Para qué?
—Para pedir información sobre Alma Mereminski.
—¿Todavía estás buscando? —preguntó.
—Sí. —Hubo un silencio incómodo y dije—: Llamaba por si querías alquilar
Topaz
esta noche.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Tengo planes.
—¿Qué planes?
—Voy al cine.
—¿Con quién?
—Una chica.
Sentí un peso en el estómago.
—¿Qué chica? —pregunté, y pensé: Que no sea…
—Luba —dijo—. No sé si te acordarás. La viste una vez.
Pues claro que me acordaba. ¿Quién olvidaría a una chica rubia, de metro setenta, que se proclama descendiente de Catalina la Grande?
Estaba siendo un mal día.
—M-e-r-e-m-i-n-s-k-i —dije a la mujer del mostrador del despacho 133. Yo pensaba: ¿Cómo puede gustarle una chica que no sabría hacer la Prueba Universal de Comestibilidad de las Plantas ni aunque su vida dependiera de ello?
—M-e-r-e —dijo la mujer, y yo agregué:
—M-i-n-s… —pensando: Seguro que ni ha oído hablar de
La ventana indiscreta
.
—M-y-m-s —decía ella.
—No —dije—. M-i-n-s.
—M-i-n-s —dijo la mujer.
—K-i —proseguí, y ella repitió:
—K-i.
Al cabo de una hora no habíamos encontrado el certificado de defunción de Alma Mereminski. Otra media hora, y seguíamos sin encontrarlo. La soledad se convirtió en desolación. Dos horas después, la mujer dijo que estaba convencida de que en Nueva York, después de 1948, no había muerto ninguna Alma Mereminski.
Aquella noche alquilé otra vez
Con la muerte en los talones
y la vi por undécima vez. Luego me acosté.
19. LOS SOLITARIOS SIEMPRE SE LEVANTAN POR LA NOCHE
Cuando abrí los ojos vi al tío Julian de pie a mi lado.
—¿Cuántos años tienes? —me preguntó.
—Catorce. Cumplo quince el mes que viene.
—Quince el mes que viene —dijo él como el que se plantea un problema de matemáticas—. ¿Qué quieres ser de mayor? —Aún tenía puesto el impermeable, que chorreaba. Una gota me cayó en un ojo.
—No lo sé.
—En algo habrás pensado.
Me senté en el saco de dormir, me froté el ojo y miré mi reloj digital. Tiene un botón que lo aprietas y se ilumina la esfera. También tiene brújula.
—Son las tres y veinticuatro —dije. Bird dormía en mi cama.
—Ya lo sé. Pero estaba preguntándome… Dímelo y prometo que te dejaré dormir. ¿Qué quieres ser?
Yo pensé: alguien capaz de sobrevivir con temperaturas bajo cero, buscarse el alimento, construir una cabaña de nieve y encender fuego sin nada.
—No sé. Quizá pintora —dije, para que estuviera contento y me dejara dormir.
—Qué curioso —me dijo—. Eso es lo que esperaba que dijeras.
20. DESPIERTA EN LA OSCURIDAD
Pensaba en Misha y Luba, en mis padres y en por qué Zvi Litvinoff se había ido a Chile y se había casado con Rosa y no con Alma, de la que estaba enamorado.
Oí toser al tío Julian al otro lado del pasillo, en sueños.
Entonces pensé: Espera un momento.
21. ¡ELLA DEBIÓ DE CASARSE!
¡Ahí estaba! Por eso no había encontrado el certificado de defunción de Alma Mereminski. ¿Por qué no se me había ocurrido antes?
22. SER NORMAL
Saqué la linterna de la mochila que tenía debajo de mi cama, junto con el tercer tomo de
Cómo sobrevivir en la naturaleza
. Cuando encendí la linterna vi un objeto que había quedado atrapado entre el armazón de la cama y la pared, cerca del suelo. Me deslicé debajo de la cama y lo enfoqué con la linterna. Era una libreta de redacciones. En la tapa ponía
y, al lado, «Privado». Una vez Misha me dijo que en ruso no existía traducción de «privacidad». Abrí la libreta.
9 de abril
He sido una persona normal durante tres días seguidos. Esto quiere decir que no he trepado a lo alto de ningún edificio ni he escrito el nombre de D--s en nada que no sea mío ni he contestado a una pregunta perfectamente normal con una cita de la Torah. También significa que no he hecho nada a lo que se me contestaría «No» si preguntara: «¿Haría esto una persona normal?» Hasta ahora no ha sido tan difícil.
10 de abril
Hoy es el cuarto día seguido que voy de normal. En clase de gimnasia Josh K. me apretó contra la pared y me preguntó si pienso que soy un gran genio, y le dije que no pienso eso. Porque no quise estropear un día normal. No le dije que a lo mejor soy el
Moshiach
. La muñeca ya está mejor. Si quieres saber cómo me la disloqué, fue por subir al tejado, porque llegué a la Escuela Hebrea temprano y la puerta estaba cerrada y había una escalera de mano atada a un lado del edificio.
La escalera estaba oxidada, pero por lo demás no fue tan difícil. Había un gran charco de agua en medio del tejado y decidí ver qué pasaría si hacía botar la pelota allí dentro y trataba de atraparla. ¡Fue divertido! Lo hice unas quince veces hasta que la pelota saltó fuera. Así que me eché de espaldas mirando el cielo. Conté tres aviones. Empecé a aburrirme y decidí bajar. Era más difícil que subir, porque tenía que ir para atrás. Hacia la mitad pasé por el lado de la ventana de una clase. Como vi a la señora Zucker, supe que era la de los
daleds
.
(Por si te interesa saberlo, este año yo soy
hay
). No oía lo que decía la señora Zucker, así que traté de leerle los labios. Para verla mejor tuve que inclinarme mucho hacia un lado. Arrimé la cara al cristal y de repente todos se volvieron a mirarme y yo saludé con la mano y entonces perdí el equilibrio. Me caí y el rabino Wizner dijo que era un milagro que no me hubiera roto nada, pero en el fondo durante todo el rato yo sabía que no corría peligro y que D--s no permitiría que me pasara nada porque es casi seguro que soy un
lamed vovnik
.
11 de abril
Hoy ha sido mi quinto día de normal. Dice Alma que si fuera normal mi vida sería más fácil, por no hablar de la de los demás. Me han quitado la escayola de la muñeca y ahora duele sólo un poco. Probablemente dolió mucho más cuando me la rompí a los seis años, pero no me acuerdo.