Apareció una casa blanca. Un viento suave empujaba las nubes. Por entre los árboles vi un lago. Yo había imaginado su casa muchas veces. Pero nunca Con lago. Este fallo me dolió.
—Déjeme aquí mismo —dije antes de que saliéramos del bosque.
Pensé que podía haber alguien en la casa. Que yo supiera, Isaac vivía solo, pero nunca se sabe. El taxi se detuvo. Pagué, me apeé y el coche se alejó por el camino, marcha atrás. Me inventé un pretexto, que se me había averiado el coche y necesitaba telefonear. Inspiré hondo y me subí el cuello de la gabardina para protegerme de la lluvia.
Llamé con los nudillos. Vi un timbre y lo pulsé. Yo sabía que él había muerto, pero una pequeña parte de mí aún mantenía la esperanza. Imaginaba su cara cuando abriera la puerta. ¿Qué le hubiera dicho yo a mi único hijo?
Perdóname, tu madre no me amaba como yo quería ser amado; ¿o quizá yo no la amaba como ella necesitaba ser amada? Y sin embargo. No abrían. Esperé, para estar seguro. Como no venía nadie, rodeé la casa. En el jardín había un árbol que me recordó aquel en que yo había grabado nuestras iniciales, A + L, sin que ella llegara a saberlo, como durante cinco años tampoco yo había sabido que la suma de nosotros dos había dado un niño.
Los zapatos me resbalaban en el barro y la hierba. Vi un bote de remos amarrado al embarcadero. Miré hacia el otro lado del lago. Debía de ser buen nadador. Había salido a su padre, pensé con orgullo. Mi propio padre, que sentía un gran respeto por la naturaleza, nos había lanzado al río a todos nosotros, de recién nacidos, antes de que se cortaran por completo, decía él, nuestros lazos con los anfibios. Mi hermana Hanna echaba la culpa de su tartamudez al trauma de la zambullida. Me gusta pensar que yo habría actuado de otro modo con mi hijo. Lo habría sostenido en brazos. Y le habría dicho:
«Hubo un tiempo en que eras un pez». «¿Un pez?», habría preguntado él. «Ya lo has oído: un pez». «¿Cómo lo sabes?» «Porque yo también fui pez». «¿Tú también?» «Pues claro. Hace mucho tiempo». «¿Cuánto tiempo?» «Mucho. Y como eras pez sabías nadar». «¿Yo sabía nadar?» «Desde luego. Eras un gran nadador. Un campeón. Adorabas el agua». «¿Por qué?» «¿Cómo que por qué?» «¿Por qué adoraba el agua?» «¡Porque el agua era tu vida!» Y, mientras hablábamos, yo habría ido soltándolo poco a poco, primero un dedo y luego otro, hasta que, sin darse cuenta, él habría estado flotando sin mí.
Y entonces pensé: Quizá sea eso lo que significa ser padre, enseñar a tu hijo a vivir sin ti. Si es así, no ha habido mejor padre que yo.
Había una puerta trasera con un solo cierre, un simple cerrojo de clavija, mientras que la principal tenía dos cerraduras. Llamé por última vez y, como no había respuesta, puse manos a la obra. Tardé un minuto en abrirla. Hice girar el picaporte y empujé. Me quedé en el umbral.
—¿Hola? —llamé.
Silencio. Sentí un escalofrío en la espalda. Entré y cerré la puerta. Olía a humo de leña.
Es la casa de Isaac, me dije. Me quité la gabardina y la colgué de un gancho al lado de una chaqueta. Era de tweed marrón, con forro de seda del mismo color. Me acerqué una manga a la mejilla. Pensé: Es su chaqueta. Aspiré. Olía un poco a colonia. La descolgué y me la puse. Las mangas me estaban largas.
Pero. No importaba. Me las subí. Me quité los zapatos, sucios de barro. Vi un par de zapatillas de deporte con las punteras curvadas. Me las calcé, como un atleta. Eran por lo menos tres números mayores que mis zapatos. Mi padre tenía los pies muy pequeños, y durante la boda de mi hermana, que se casaba con un chico del pueblo de al lado, miraba con tristeza los grandes pies de su nuevo yerno. ¡La impresión que le hubiera causado ver los de su nieto!
Así entré en casa de mi hijo: vestido con su chaqueta y calzado con sus zapatillas. Tan cerca de él como nunca lo había estado. Y tan lejos.
Por el estrecho pasillo fui hasta la cocina y me paré en medio, esperando oír las sirenas de la policía, pero no sonaron.
Había un plato sucio en el fregadero. Un vaso puesto a escurrir boca abajo, una bolsita de té acartonada en un platillo. En la mesa se había derramado un poco de sal. Una postal estaba sujeta a la ventana con cinta adhesiva. La desprendí y miré el reverso. Decía: «Querido Isaac: Te envío esta postal desde España, donde estoy viviendo hace un mes. Escribo para decirte que no he leído tu libro ni pienso leerlo».
A mi espalda sonó un golpe seco. Me oprimí el pecho con la mano. Pensé que si volvía la cabeza me encontraría con el fantasma de Isaac. Pero era sólo el viento, que había abierto la puerta. Con manos temblorosas, dejé la postal en su sitio y me quedé quieto en medio del silencio, con el corazón desbocado.
Las tablas del suelo crujían bajo mi peso. Había libros por todas partes.
Bolígrafos, un jarro de cristal azul, un cenicero del Dolder Grand de Zúrich, la saeta oxidada de una veleta, un pequeño reloj de arena de cobre, erizos de mar en el alféizar, unos prismáticos, una botella de vino que servía de candelabro, con churretes de cera. Yo tocaba este objeto y el otro. Al final, lo único que queda de ti son tus cosas. Quizá por eso nunca he podido tirar nada. Quizá por eso he acumulado tantas cosas: por la ilusión de que, a mi muerte, la suma de mis pertenencias sugiera una vida más grande que la vivida por mí.
Sentí que se me iba la cabeza y me agarré a la repisa de la chimenea. Volví a la cocina de Isaac. No tenía apetito pero abrí el frigorífico, porque el médico dice que no esté sin comer; es por algo de la presión. Un hedor me atacó la nariz: sobras de pollo echadas a perder. Las tiré, junto con unos melocotones marrones y un trozo de queso mohoso. Luego lavé el plato que había en el fregadero. No sé describir lo que sentí mientras realizaba estos pequeños actos en casa de mi hijo. Los hacía con amor. Puse el vaso en el armario. Tiré la bolsita de té y aclaré el platillo. Probablemente habría personas —el hombre de la corbata de lazo amarilla o un futuro biógrafo— que querrían que las cosas siguieran tal como Isaac las había dejado. Quizá un día personas como esas que guardaron el vaso del que Kafka bebió el último trago o el plato en que Mandelstam comió su último bocado, hicieran un museo de su vida. Isaac fue un gran escritor, el escritor que yo nunca hubiera podido ser. Y sin embargo.
También era mi hijo.
Subí la escalera. A cada puerta, cada armario, cada cajón que abría, descubría algo nuevo de Isaac y, a cada descubrimiento, su ausencia se hacía más real y, cuanto más real, más increíble. Abrí el armario botiquín. Había dos botes de talco. Yo ni siquiera sé lo que es el talco ni para qué se usa, pero este simple detalle de su vida me conmovió más que cualquier circunstancia que pudiera imaginar. Abrí el ropero y hundí la cara en sus camisas. Le gustaba el
azul
. Levanté un par de zapatos ingleses de color marrón. Los tacones estaban muy gastados. Metí la nariz y aspiré. En la mesita de noche encontré su reloj de pulsera y me lo puse. La correa tenía una muesca en el agujero en que él la abrochaba. La muñeca de Isaac era más gruesa que la mía. ¿Cuándo se había hecho más corpulento que yo? ¿Qué hacía yo, y qué hacía él, en el momento en que mi hijo me había aventajado en tamaño?
La cama estaba hecha. ¿Había muerto en ella? ¿O presintió la llegada de la muerte y se levantó para saludar el regreso a la niñez, cayendo fulminado?
¿Qué fue lo último que miró? ¿El reloj que ahora estaba en mi muñeca, parado a las 12.38? ¿El lago que se extendía al otro lado de la ventana? ¿Una cara? ¿Sintió dolor?
En toda mi vida, sólo una persona ha muerto en mis brazos. Fue en el invierno de 1941, cuando trabajaba de portero en un hospital. Estuve poco tiempo, porque enseguida me echaron. Pero una noche, la última semana, estaba fregando el suelo cuando oí que alguien vomitaba. Era en la habitación de una mujer que tenía una enfermedad de la sangre. Corrí hacia allí. Ella se retorcía con fuertes convulsiones. La rodeé con los brazos. Creó poder decir que, en aquel momento, los dos sabíamos lo que estaba a punto de suceder.
Aquella mujer tenía un hijo. Yo lo había visto visitarla con su padre. Un niño con los zapatos relucientes y un abrigo de botones dorados. No hacía más que jugar con un cochecito, sin mirar a su madre más que cuando ella le hablaba.
Quizá estaba enfadado porque hacía mucho tiempo que los había dejado solos a él y a su padre. Yo miraba a la cara a la mujer, pensando en el niño, que crecería sin poder perdonarse a sí mismo. En aquel momento sentí cierta satisfacción y orgullo, y hasta superioridad, por cumplir la función que él no podía realizar. Y menos de un año después, el hijo que no estaba al lado de su madre cuando ella moría era yo.
Sonó un ruido detrás de mí. Un crujido. Esta vez no volví la cabeza. Cerré los ojos con fuerza. «Isaac», susurré. Me asustó el sonido de mi propia voz, pero proseguí. «Quiero decirte…» Aquí me interrumpí. ¿Decirte qué? ¿La verdad?
¿Qué es la verdad? ¿Que para mí tu madre y mi vida eran una misma cosa? No.
«Isaac, la verdad es algo que yo me inventé para poder vivir».
Entonces me volví y me miré en el espejo de pared de Isaac. Un idiota vestido de idiota. Yo había venido a recuperar mi libro, pero ahora ya no me importaba si lo encontraba o no. Pensé: Que se pierda como todo lo demás. No importaba. Ya no.
Y sin embargo.
En un ángulo del espejo se reflejaba, desde el otro lado del pasillo, la máquina de escribir. No hacía falta que alguien me dijera que era igual que la mía. Yo había leído, en una entrevista que le había hecho un periódico, que hacía casi veinticinco años que escribía en una Olympia manual. Meses después, en una tienda de material de oficina de ocasión, vi una máquina del mismo modelo. El hombre dijo que funcionaba, y la compré. Al principio sólo la miraba; me gustaba pensar que también mi hijo la miraba. Día tras día, la máquina estaba allí, sonriéndome, como si las teclas fueran dientes. Luego tuve el ataque de corazón y ella siguió sonriendo, de manera que un día puse una hoja y escribí una frase.
Crucé el pasillo. Pensaba: ¿Y si encontrase mi libro ahí, en su mesa de trabajo? Entonces, de pronto, me di cuenta de lo extraño de la situación: yo con su chaqueta, mi libro en su mesa. Él con mis ojos, yo con sus zapatillas.
Lo único que quería era una prueba de que él lo había leído.
Me senté en su silla, ante la máquina de escribir. La casa estaba fría. Me ceñí su chaqueta. Me pareció oír una risa, pero me dije que era sólo el bote que crujía con la tormenta. Me pareció oír pasos en el tejado, pero me dije que era sólo algún animal en busca de comida. Hice oscilar el cuerpo, como hacía mi padre cuando rezaba. Mi padre me dijo una vez: «Cuando un judío reza hace a Dios una pregunta que nunca se acaba».
Caía la tarde. Caía la lluvia.
No pregunté a mi padre: ¿qué pregunta?
Y ahora ya es tarde. Porque te perdí,
tateh
. Un día de primavera de 1939, un día de lluvia que dejó paso a un claro en las nubes, te perdí. Habías salido a recoger especímenes para una teoría que estabas urdiendo acerca de la lluvia, el instinto y las mariposas. Y entonces te fuiste. Te encontramos tumbado bajo un árbol, con la cara salpicada de barro. Comprendimos que ya eras libre, libre del pesar de unos resultados decepcionantes. Y te enterramos en el cementerio en que estaba enterrado tu padre, y su padre, a la sombra de un castaño. Tres años después perdí a
mameh
. La última vez que la vi llevaba un delantal amarillo.
Metía cosas en una maleta, la casa estaba revuelta. Me dijo que fuera al bosque.
Me dio un paquete de comida y me dijo que me pusiera el abrigo, a pesar de que estábamos en julio. «Vete», me dijo. Yo ya era muy mayor para obedecer sin rechistar, pero obedecí como un niño. Me dijo que ella iría al día siguiente.
Quedamos en encontrarnos en un lugar del bosque que conocíamos los dos. El nogal gigante que tanto le gustaba a
tateh
, porque decía que tenía cualidades humanas. Me fui sin despedirme. Quería creer que así era más fácil. Estuve esperándola. Pero. Ella no vino. Desde entonces he vivido con el remordimiento de haber comprendido, cuando ya era tarde, que ella pensaba que sería una carga para mí. Perdí a Fritzy. Estaba estudiando en Vilna,
tateh
… alguien que conocía a alguien que conocía a alguien me dijo que lo habían visto por última vez en un tren. Perdí a Sari y Hanna por los perros. Perdí a Herschel por la lluvia. Perdí a Josef por una grieta del tiempo. Perdí el sonido de la risa. Perdí unos zapatos que me quité para dormir, los zapatos que me había dado Herschel habían desaparecido cuando desperté, anduve descalzo varios días hasta que me rendí y robé los zapatos a otro. Perdí a la única mujer a la que quise amar en mi vida. Perdí años. Perdí libros. Perdí la casa en que nací. Y perdí a Isaac. Así pues, ¿quién me asegura que, por el camino, sin darme cuenta, no he perdido también la razón?
Busqué por todas partes, pero no encontré mi libro. Aparte de mi persona, allí no había ninguna señal mía.
1. QUÉ ASPECTO TENGO DESNUDA
Cuando desperté en mi saco de dormir, había dejado de llover, mi cama estaba vacía y sin las sábanas. Miré el reloj. Eran las 10.03. También era 30 de agosto, lo que significaba que faltaban diez días para que empezara la escuela, un mes para que cumpliera quince años y sólo tres años para que fuera a la universidad, a empezar mi vida, cosa que, en aquel momento, no parecía probable. Por esta y otras razones sentía un peso en el estómago.