Incluido el de Rosa. ¿Y cómo no, si siempre estaban nombrándola?
La tarde en que ella se acercó a su mesa y, en lugar de seguir adelante para reunirse con algún joven, se detuvo y con simpática espontaneidad le preguntó si podía sentarse, Litvinoff pensó que aquello era una broma. Ella tenía una melena negra y reluciente, cortada a ras de la barbilla, lo que resaltaba su nariz rotunda, y llevaba un vestido verde (después, Rosa sostendría que era rojo, rojo con lunares negros, pero Litvinoff se negó a renunciar al recuerdo de un vestido sin mangas, de gasa color esmeralda). Hasta que la joven llevaba ya media hora sentada a su mesa y sus amigos se habían desentendido de ellos y reanudado sus conversaciones, no se convenció Litvinoff de que el gesto había sido sincero.
Se hizo una pausa incómoda. Rosa sonrió.
—No me he presentado —dijo.
—Tú eres Rosa —dijo él.
A la tarde siguiente, Rosa acudió al segundo encuentro, tal como había prometido. Cuando ella miró el reloj y advirtió lo tarde que era, concertaron una tercera cita, y luego ya no hizo falta concertar la cuarta. La quinta tarde, contagiado de la juvenil espontaneidad de Rosa —en plena discusión acerca de quién era más grande, si Neruda o Darío—, Litvinoff se sorprendió a sí mismo al proponerle ir a un concierto. Al ver que Rosa accedía con entusiasmo, él pensó que, en virtud de algún milagro, aquella muchacha encantadora podía realmente estar empezando a sentir algo por él. Fue como si hubieran hecho sonar un gong en su pecho. La revelación le reverberó en todo el cuerpo.
Unos días después del concierto, fueron al parque a merendar. Al domingo siguiente dieron un paseo en bicicleta. A la séptima cita vieron una película. Al salir del cine, Litvinoff la acompañó a su casa. Estaban en el portal, comentando las carencias interpretativas de Grace Kelly y contraponiéndolas a su increíble belleza cuando, de repente, Rosa adelantó la cara y le dio un beso. O por lo menos lo intentó, porque Litvinoff, desprevenido, se echó hacia atrás y ella quedó inclinada hacia delante con el cuello estirado en un ángulo extraño.
Durante toda la película, él había estado dosificando la aproximación de las respectivas partes del cuerpo con creciente placer. Pero el proceso era lento, por pequeñas fracciones, y la brusca acometida de la nariz de Rosa casi hizo que se le saltaran las lágrimas. Al percatarse de su error, él adelantó la cara, tratando de salvar el vacío a ciegas. Pero para entonces Rosa ya había hecho recuento de bajas y se había retirado a territorio más seguro. Litvinoff mantuvo la postura hasta que un efluvio del perfume de Rosa le cosquilleó en la nariz, e inició el repliegue. O lo intentó, porque entonces Rosa, decidida a evitar riesgos, adelantó los labios en el espacio en litigio, olvidando momentáneamente su apéndice nasal, que se le hizo presente una fracción de segundo después, al colisionar con el de Litvinoff en el instante en que sus respectivos labios chocaban. Puede decirse, por tanto, que su primer beso los hizo hermanos de sangre.
En el autobús de regreso a su casa, Litvinoff estaba delirante. Sonreía a todo el que lo miraba. Bajó por la calle silbando. Pero, al meter la llave en la cerradura, sintió que el frío le entraba en el corazón. Se quedó de pie en medio la habitación a oscuras, pensando: Pero hombre, por Dios, ¿dónde tienes la cabeza? Qué puedes ofrecer tú a una muchacha como ella, no seas iluso, la vida te ha destrozado y tus trozos se han perdido, ya no queda de ti nada que ofrecer, y eso no podrás ocultarlo siempre. Antes o después, ella descubrirá la verdad: que eres sólo una cascara de hombre, y un simple golpe que te dé con los nudillos le revelará que estás vacío.
Estuvo largo rato con la frente apoyada contra la ventana, pensando. Luego se desnudó. A tientas, lavó el calzoncillo y lo colgó del radiador. Puso la radio y el dial se iluminó cobrando vida, pero un minuto después la apagó y un tango quedó cortado por el silencio. Estaba sentado en la silla, desnudo. Una mosca se le posó en el fruncido pene. Litvinoff murmuró unas palabras. Y, como le pareció que aquello le hacía bien, siguió murmurando. Eran palabras que sabía de memoria, estaban escritas en el papel que llevaba doblado en el bolsillo del pecho desde aquella noche, hacía años, en que había velado a su amigo enfermo, rezando para que no muriera. Las había dicho tantas veces, incluso sin darse cuenta, que había momentos en los que olvidaba que no eran suyas.
Aquella noche bajó la maleta del armario. Metió la mano en el portafolios buscando el grueso sobre. Lo sacó y se sentó con él en las rodillas. No lo había abierto, pero sabía lo que contenía, desde luego. Cerrando los ojos para protegerlos de la luz, levantó la mano y encendió la lámpara.
«Guardar para Leopold Gursky hasta que vuelvas a verlo».
Después, por mucho que intentara esconder esta frase en el cubo de la basura, debajo de las pieles de naranja y los posos del café, siempre salía a la superficie. Hasta que una mañana Litvinoff sacó el sobre vacío cuyo contenido estaba ahora guardado en el escritorio y, tragándose las lágrimas, encendió una cerilla y vio arder la letra de su amigo.
—¿Qué dice ahí?
Estábamos bajo las estrellas en la estación Grand Central, o eso se suponía, ya que antes podría tocarme las orejas con los pies que echar la cabeza atrás para ver lo que hay encima de mí.
—¿Qué dice ahí? —repitió Bruno dándome un codazo en las costillas mientras yo levantaba la barbilla un grado más hacia el tablero de salidas. El labio superior se me despegó del inferior, para librarse del peso de la mandíbula—. Date prisa —me apremió.
—Calma, hombre —le dije, pero como tenía la boca abierta sonó:
«Cal'ambre». Casi no veía los números—. Nueve cuarenta y cinco —dije, pero sonó «ueve renticinco».
—¿Y qué hora es ahora? —inquirió Bruno.
Poco a poco, bajé la mirada al reloj.
—Las nueve cuarenta y tres.
Echamos a correr. Mejor dicho, a movernos como se mueven dos personas que tienen todas las articulaciones deterioradas y quieren tomar un tren que está a punto de partir. Yo iba en cabeza, pero Bruno me pisaba los talones.
Entonces Bruno, que para ganar velocidad había descubierto una manera de mover los codos que yo no sabría describir, me adelantó y, durante un momento, le fui a la zaga mientras él —es un decir— cortaba el viento. Yo me había concentrado en su nuca cuando, de pronto, desapareció de mi vista. Miré hacia atrás y lo vi en el suelo: había perdido un zapato.
—¡Sigue! —me gritó. Yo me detuve, sin saber qué hacer—. ¡¡Sigue!! —gritó otra vez.
De modo que seguí, y al poco vi que él había tomado un atajo y corría otra vez delante de mí, con el zapato en la mano.
«Vía 22, el tren va a efectuar su salida».
Bruno se precipitó escaleras abajo hacia el andén. Yo lo seguía. Ya era casi seguro que llegábamos a tiempo. Y sin embargo. Con un inesperado cambio de planes, en el momento de subir al tren mi amigo se paró en seco. Yo no pude frenar y entré en tromba en el vagón. Las puertas se cerraron a mi espalda. Él me sonrió a través del cristal. Yo golpeé la puerta con el puño. «¡Maldita sea, Bruno!» Él agitó una mano. Sabía que solo yo no iría. Y sin embargo. Sabía que necesitaba ir. Solo. El tren arrancó. Él movió los labios. Yo traté de leer en ellos.
«Buena», dijeron. Aquí sus labios se detuvieron. ¿Buena qué?, le hubiera gritado. ¿Qué es lo que puede ser bueno? Y entonces añadieron: «suerte». El tren salió de la estación y aceleró hacia la oscuridad.
Cinco días después de la llegada del sobre marrón con las páginas del libro que yo había escrito medio siglo antes, salía de la ciudad con la intención de recuperar el libro que había escrito medio siglo después. O, en otras palabras: una semana después de la muerte de mi hijo, yo iba camino de su casa. En cualquier caso, estaba solo.
Encontré un asiento de ventanilla y traté de recuperar el aliento. Corríamos por un túnel. Apoyé la cabeza contra el cristal. Alguien había grabado en él «buenas tetas». Imposible no preguntarse de quién. El tren salió a una luz turbia y con lluvia. Era la primera vez en mi vida que tomaba un tren sin billete.
Un hombre que subió en Yonkers se sentó a mi lado. Sacó un librito. Las tripas me crujían. No había comido nada; sólo había tomado un café en el Dunkin Donuts con Bruno, muy temprano. Fuimos los primeros clientes.
—Póngame un donut de jalea y uno azucarado —dijo Bruno.
—Póngale uno de jalea y uno azucarado —dije—. Y para mí un café pequeño.
El hombre del gorro de papel me miró y repuso:
—Es más barato el mediano.
América, Dios la bendiga.
—Está bien, uno mediano —dije.
El hombre se alejó y volvió con el café.
—Póngame uno de crema bávara y un glaseado —dijo Bruno. Le lancé una mirada—. ¿Qué pasa? —dijo encogiéndose de hombros.
—Póngale el de crema… —dije.
—Y uno de vainilla —añadió Bruno. Lo miré con severidad—. Mea culpa —dijo.
—Vainilla. Ve a sentarte —le dije. Él no se movió—. ¡Siéntate!
—Mejor uno normal —dijo él.
El de crema desapareció en cuatro bocados. Bruno se lamió los dedos, luego acercó el normal a la luz.
—Es un donut, no un diamante —dije.
—Está rancio —dijo él.
—Cómetelo de todos modos —repliqué.
—Cámbiemelo por uno de manzana —pidió Bruno.
El tren dejó atrás la ciudad. A uno y otro lado se extendían campos verdes.
Hacía días que llovía, y seguía lloviendo.
Muchas veces había imaginado el lugar donde vivía Isaac. Lo había buscado en el mapa. Un día hasta llamé a información: «¿Cómo puedo ir desde Manhattan hasta donde vive mi hijo?» Lo había imaginado todo hasta el último detalle. ¡Tiempos felices! Le llevaría un regalo. Quizá un tarro de mermelada.
Sin ceremonias. Ya era tarde para eso. Quizá nos lanzaríamos una pelota en el césped. Aunque yo no sé atrapar. Francamente, tampoco sé lanzar. Y sin embargo. Hablaríamos de béisbol. Sigo los campeonatos desde que Isaac era niño. Él era de los Dodgers y yo también. Quería ver lo que él veía y oír lo que él oía. Me mantenía al día de la música pop. Los Beatles, los Rolling Stones, Bob Dylan…
Lay, lady, lay
no es tan difícil de entender. Por la noche, al volver del trabajo pedía la cena al señor Tong. Luego sacaba un disco de la funda, lo ponía en el plato, bajaba la aguja y me sentaba a escuchar.
Cada vez que Isaac se mudaba, yo trazaba la ruta entre mi casa y la suya.
La primera vez él tenía once años. Yo solía apostarme en la acera frente a su escuela de Brooklyn a esperar, sólo para verlo un momento y quizá, si había suerte, oír su voz. Un día lo esperaba como de costumbre pero él no salía. Pensé que tal vez estaba castigado. Se hizo de noche, apagaron las luces de la escuela y él no salió. Al día siguiente volví, esperé y tampoco salió. Aquella noche imaginé lo peor. No podía dormir pensando en todas las cosas terribles que podían haberle ocurrido a mi hijo. A pesar de que me había prometido a mí mismo no hacerlo nunca, por la mañana me levanté temprano y pasé por delante de su casa. No pasé: me paré al otro lado de la calle. Lo esperaba a él, o a Alma, o incluso al
shlemiel
del marido. Y sin embargo. No vi a nadie. Al fin paré a un chico que había salido del edificio. «¿Conoces a la familia Moritz?» Él me miró fijamente. «Sí, ¿qué pasa?», dijo. «¿Aún viven ahí?», pregunté. «¿A usted qué le importa?», respondió y se alejó calle abajo haciendo botar una pelota. Lo seguí y lo cogí por el cuello. Ahora me miró con miedo. «Se han ido a vivir a Long Island», dijo y echó a correr.
Una semana después recibí una carta de Alma. Tenía mi dirección porque yo siempre le mandaba una postal en su cumpleaños. «Feliz cumpleaños. De Leo», escribía. Rasgué el sobre. «Sé que vas a verlo —leí—. No me preguntes cómo, pero lo sé. Espero el día en que él me pida que le diga la verdad. A veces, cuando lo miro a los ojos, te veo a ti. Y pienso que tú eres el único que podría contestar sus preguntas. Oigo tu voz como si te tuviera a mi lado».
Leí la carta no sé cuántas veces. Pero esto no es lo que importa. Lo que importa es que, en la esquina superior izquierda del sobre, ella había escrito la dirección: «121 Atlantic Avenue, Long Beach. N.Y.».
Saqué el mapa y memoricé el itinerario. Yo solía imaginar desastres, inundaciones, terremotos, un caos mundial que me diera ocasión de ir a buscarlo y llevármelo debajo del abrigo. Cuando abandoné la esperanza de que llegara el cataclismo, empecé a soñar que nos encontrábamos por casualidad.
Fantaseaba sobre las posibilidades de que nuestras vidas se cruzaran: de que un día me encontrara sentado a su lado en un tren, o en la sala de espera del médico. Pero al final comprendía que sólo dependía de mí. Cuando murió Alma, y dos años después, Mordecai, ya no existía obstáculo alguno. Y sin embargo.
Dos horas después, el tren entró en la estación. Pregunté a la persona que estaba en la taquilla cómo podía conseguir un taxi. Hacía mucho tiempo que no salía de la ciudad. Estaba asombrado ante el verdor de todas las cosas.
Circulamos durante un rato. Dejamos la carretera principal por otra más estrecha y luego otra más estrecha aún. Al final subimos por un camino desigual que cruzaba un bosque solitario. Se me hacía difícil imaginar a un hijo mío viviendo en semejante sitio. Supongamos que se le antojaba comer pizza; ¿adónde iría? Supongamos que le apetecía ir al cine, o ver besarse a las parejas en Union Square.