Querido Boris: Me alegra saber que has aprobado los exámenes. Tu madre, bendita sea su memoria, estaría muy orgullosa. ¡Todo un doctor! Ahora estarás más ocupado que nunca pero, si quieres hacernos una visita, aquí siempre tendrás una habitación. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Rasa es buena cocinera. Podrías sentarte frente al mar y hacer de tu estancia unas verdaderas vacaciones. ¿Qué hay de las chicas? Es sólo una pregunta. Siempre hay que tener tiempo para eso. Te mando un abrazo con mi felicitación.
Zvi.
El anverso de la postal, una vista del mar iluminada a mano, está reproducido en el cartel de la pared, con este texto: «Zvi Litvinoff, autor de
La historia del amor
, nació en Polonia y residió en Valparaíso durante treinta y siete años, hasta su muerte, ocurrida en 1978. Esta postal fue escrita a Boris Perlstein, hijo de su hermana mayor». En letras más pequeñas, en el ángulo inferior izquierdo, se lee: «Cedida por Rosa Litvinoff». Lo que no dice es que su hermana Miriam fue abatida de un disparo en la cabeza por un oficial nazi en el gueto de Varsovia, ni que, aparte de Boris, que escapó en mi
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y pasó el resto de la guerra y su infancia en un orfanato de Surrey, y de los hijos de Boris, que a veces se sentían asfixiados por la desesperación y el miedo que acompañaban el amor de su padre, Litvinoff no tenía más parientes vivos.
Tampoco dice que la postal no fue enviada, aunque un observador atento puede ver que no tiene matasellos.
Lo que no se sabe de Litvinoff no tiene fin. No se sabe, por ejemplo, que en su primera y última visita a Nueva York, hecha en el otoño de 1954 —adonde Rosa había insistido en ir para enseñar el manuscrito a varios editores—, él fingió perderse en unos grandes almacenes muy concurridos, salió a la calle y se detuvo en Central Park, guiñando los ojos al sol. Que, mientras ella lo buscaba entre expositores de panties y guantes, él avanzaba por una avenida de olmos. Que cuando Rosa encontró a un jefe de planta y se dio el aviso por megafonía («Señor Z. Litvinoff, se ruega al señor Z. Litvinoff acuda a zapatería de señoras, donde lo aguarda su esposa») él había llegado a un estanque y observaba cómo una pareja remaba en un bote hacia los juncos detrás de los que se encontraba él, y la muchacha, creyéndose escondida, se desabrochó la blusa y mostró unos senos blancos. Que, a la vista de aquellos senos, Litvinoff sintió remordimiento y echó a correr por el parque para volver a los almacenes, donde encontró a Rosa —con la cara colorada y el pelo pegado a la nuca— hablando con una pareja de policías. Que cuando ella le echó los brazos al cuello, le dijo que le había dado un susto de muerte y le preguntó dónde había estado, Litvinoff respondió que había ido al aseo y se había quedado encerrado. Que después, en el bar de un hotel, los Litvinoff se reunieron con el único editor que había accedido a verlos, un hombre nervioso, con una risita atiplada y manchas de nicotina en los dedos, que les dijo que el libro le había gustado mucho pero no podía publicarlo porque nadie lo compraría. En prueba de su aprecio, les regaló un ejemplar de un libro que acababa de editar. Al cabo de una hora, se despidió diciendo que tenía que asistir a una cena y se marchó apresuradamente dejando a los Litvinoff con la cuenta.
Aquella noche, cuando Rosa se durmió, Litvinoff se encerró en el baño, ahora de verdad. Lo hacía casi todas las noches, porque lo violentaba que su esposa lo oliera. Sentado en la taza, leyó la primera página del libro que les había regalado el editor. También lloró.
No se sabe que la flor favorita de Litvinoff era la peonia. Ni que su signo de puntuación favorito era el interrogante. Que tenía unos sueños terribles y sólo conseguía dormir —cuando lo conseguía— si tomaba un vaso de leche caliente.
Que a menudo se imaginaba su propia muerte. Que pensaba que la mujer que lo amaba hacía mal. Que tenía los pies planos. Que su alimento favorito era la patata. Que le gustaba considerarse un filósofo. Que todo lo cuestionaba, incluso lo más simple, de manera que si un conocido que se cruzara con él en la calle se levantaba el sombrero y decía «Buenos días», Litvinoff se ponía a estudiar la atmósfera y, cuando se decidía por una respuesta, el conocido ya se había alejado dejándolo solo. Todas estas peculiaridades se perdieron en el olvido, como las de tantos otros que nacen y mueren sin que nadie se tome la molestia de ponerlas por escrito. En suma, si algo ha llegado a saberse de Litvinoff es gradas a que tuvo una esposa que lo amaba con fervor.
Varios meses después de que una pequeña editorial de Santiago publicara el libro, Litvinoff recibió un paquete por correo. En el momento en que el cartero pulsó el timbre, Litvinoff tenía la pluma en la mano sobre una hoja en blanco y los ojos húmedos de emoción porque intuía que estaba a punto de comprender la esencia de algo. Pero el sonido del timbre ahuyentó la idea, y Litvinoff, reducido otra vez a persona corriente, avanzó arrastrando los pies por el oscuro pasillo, abrió la puerta y vio al cartero a la luz del sol. «Buenos días», dijo el cartero entregándole un pulcro paquete marrón, y Litvinoff no tuvo que cavilar mucho para sacar la conclusión de que el día, que un momento antes se prometía excelente, incluso más de lo que cabía esperar, había dado un vuelco con la brusquedad con que cambia de rumbo una borrasca en el horizonte.
Impresión que quedó confirmada cuando Litvinoff abrió el paquete y encontró las galeradas de
La historia del amor
, con estas líneas del editor. «Adjunto le devolvemos las pruebas de composición que ya no necesitamos». Litvinoff, que ignoraba que fuera costumbre devolver las pruebas al autor, hizo una mueca de dolor. Se preguntó si esto afectaría la opinión de Rosa acerca del libro. No quería averiguarlo; prendió fuego a la nota y las pruebas y estuvo mirando cómo las hojas chisporroteaban y se retorcían en el hogar. Cuando su mujer volvió de la compra, abrió las ventanas para que entrase la luz y el aire puro y le preguntó por qué encendía el fuego, con lo hermoso que estaba el día.
Litvinoff se encogió de hombros y dijo que se había resfriado.
De los dos mil ejemplares que se imprimieron de
La historia del amor
, algunos fueron comprados y leídos; muchos fueron comprados pero no leídos; algunos se quedaron en los escaparates de las librerías, perdiendo el color y sirviendo de pista de aterrizaje a las moscas; algunos fueron rebajados y muchos fueron enviados a la compactadora de papel, que los trituraría, seccionando y desgarrando las frases con sus cuchillas giratorias, mezclados con otros libros no leídos o no deseados. Mirando por la ventana, Litvinoff imaginó que los dos mil ejemplares de
La historia del amor
eran como dos mil palomas mensajeras que volvían a él aleteando, para darle cuenta de los llantos y las risas suscitados, de los pasajes leídos en voz alta, de los crueles abandonos a la primera página, de cuántos de ellos ni siquiera habían sido abiertos.
Él no podía saberlo, pero un ejemplar de la primera edición (a la muerte de Litvinoff se despertó un momentáneo interés por el libro, que entonces fue reeditado con la introducción de Rosa) debía cambiar la vida de una persona… o de más de una. Este ejemplar en concreto fue uno de los últimos en salir de la imprenta y permaneció más tiempo que los demás en un almacén de los alrededores de Santiago, impregnándose de humedad. Finalmente, fue enviado a una librería de Buenos Aires. El dueño, hombre algo descuidado, apenas reparó en él, y el libro languidecía en el estante, criando moho. Era un tomo delgado, y su situación en el estante no era precisamente ventajosa: entre la voluminosa biografía de una actriz de segunda fila a la derecha y una novela que tiempo atrás había sido un gran éxito, de un autor del que ya nadie se acordaba, a la izquierda, su estrecho lomo pasaba inadvertido incluso para el cliente más atento. Cuando la librería cambió de dueño, el libro fue víctima de un desalojo masivo y pasó a otro almacén, mugriento, lúgubre e infestado de típulas, donde estuvo sumido en una húmeda oscuridad hasta que fue enviado a una pequeña librería de viejo próxima a la casa del escritor Jorge Luis Borges.
Entonces Borges ya estaba ciego y no tenía motivos para visitar la librería… porque no podía leer y porque siempre había leído tanto, y aprendido de memoria tan extensos pasajes de Cervantes, Goethe y Shakespeare, que ahora le bastaba con sentarse en la oscuridad y ponerse a pensar. A menudo los admiradores del escritor Borges buscaban su dirección y llamaban a su puerta, pero al entrar se encontraban con el lector Borges, que palpaba los lomos de sus libros hasta encontrar el que deseaba oír y lo tendía al visitante, que no tenía más opción que sentarse a leerle en voz alta. De vez en cuando, Borges salía de viaje con su amiga María Kodama, a la que dictaba sus pensamientos acerca del placer de un paseo en globo o la belleza del tigre. Pero ya no entraba en la librería de viejo, con cuya dueña mantenía una cordial relación antes de perder la vista.
La dueña de la librería de viejo no se dio prisa en desembalar el gran lote de libros que había comprado a bajo precio. Una mañana, repasando las cajas, descubrió el mohoso ejemplar de
La historia del amor
. No había oído hablar de aquel libro, pero el título le llamó la atención. Lo puso aparte y, durante un rato de calma en la tienda, leyó el primer capítulo, titulado «La Edad del Silencio».
El primer lenguaje que poseyeron los humanos fue el de las señas.
Nada tenía de primitivo aquel lenguaje que brotaba de las manos, nada de lo que ahora decimos se dejaba de decir entonces: tal es la infinita variedad de figuras que pueden formarse con los finos huesos de los dedos y las muñecas. Los gestos eran complejos y sutiles y exigían una dúctil movilidad que ya se ha perdido por completo.
Durante la Edad del Silencio la gente se comunicaba más, no menos, que ahora. La mera supervivencia exigía que las manos casi nunca estuvieran quietas, de mantra que era únicamente durante el sueño (y a veces ni aun entonces) cuando la gente callaba. No se hacía distinción entre los gestos del lenguaje y los gestos de la vida. El trabajo de construir una casa, por ejemplo, o la tarea de preparar una comida, tenía el mismo valor expresivo que hacer el signo de «te quiero» o «estoy triste». Cuando se utilizaba una mano para protegerse el rostro al oír un estruendo, se estaba diciendo algo; y cuando se utilizaban los dedos para recoger algo que otra persona había dejado caer, también se estaba diciendo algo; y hasta cuando las manos descansaban decían algo. Había malentendidos, naturalmente. Podía ocurrir que uno levantara un dedo para rascarse la nariz y si en aquel momento su mirada se cruzaba con la del amante, éste podía interpretar que ése era el de «ahora veo que hice mal enamorándome de ti», que se le parecía bastante. Estas equivocaciones eran muy tristes. Sin embargo, como todos sabían que podían ocurrir con facilidad, como nadie estaba seguro de entender perfectamente lo que le decían, solían interrumpirse unos a otros para preguntarse si habían entendido bien. Estos malentendidos también tenían sus ventajas, porque daban la oportunidad de decir: «Perdona, sólo me rascaba la nariz. Por supuesto que sé que hago bien queriéndote». Por la frecuencia con que se producían tales equívocos, con el tiempo fue evolucionando el signo para pedir perdón hasta que bastó el simple gesto de mostrar la palma de la mano para decir «perdóname».
Salvo una excepción, apenas existen vestigios de este primer lenguaje. La excepción, en la que se basa todo el conocimiento que poseemos sobre el tema, es una colección de setenta y nueve gestos fósiles, la impronta de manos humanas inmovilizadas durante el discurso, que alberga un pequeño museo de Buenos Aires. Una hace el gesto de «a veces cuando la lluvia», otra el de «al cabo de tantos años», otra el de «¿hice mal enamorándome de ti?». Fueron descubiertas en Marruecos en 1903 por Antonio Alberto de Biedma, un médico argentino que, durante un viaje por el Atlas, descubrió los setenta y nueve gestos grabados en la pared de pizarra de una cueva. Pasó varios años tratando en vano de descifrarlos, hasta un día en que, abrasado ya por la fiebre de la disentería que había de causarle la muerte, de pronto, descubrió la clave de los gráciles movimientos de los puños y los dedos impresos en la piedra. Poco después fue trasladado a un hospital de Fez, y mientras agonizaba sus manos se movían como pájaros formando los mil gestos que durante tantos años habían permanecido en estado latente.
Si estando en una gran reunión o una fiesta, rodeado de gente extraña, sientes una desazón en las manos, si no sabes qué hacer con ellas y te invade esa incomodidad que produce percibir una disociación con el propio cuerpo, es señal de que tus manos recuerdan un tiempo en el que la divisoria entre la mente y el cuerpo, el cerebro y el corazón, entre lo interno y lo externo, estaba más difuminada. No es que hayamos olvidado por completo el lenguaje de los gestos. La costumbre de mover las manos al hablar es un vestigio de él. Dar palmadas, señalar con el índice, levantar el pulgar, son gestos arcaicos. Cogerse las manos, por ejemplo, es la manera de recordar lo que siente la pareja cuando callan juntos. Y por la noche, cuando está oscuro y no podemos ver, sentimos la necesidad de tocar el cuerpo del otro para hacernos entender.
La dueña de la librería de viejo bajó el volumen de la radio. Miró la solapa de la sobrecubierta para informarse del autor, pero sólo decía que Zvi Litvinoff había nacido en Polonia y en 1941 se había trasladado a Chile, donde aún residía. No había foto. Aquel día, entre cliente y cliente, la mujer terminó el libro. Por la noche, al cerrar, lo puso en el escaparate, un poco triste por tener que separarse de él.
A la mañana siguiente, los primeros rayos del sol dieron en
La historia del amor
. La primera de muchas moscas se posó en el libro. Sus enmohecidas páginas empezaban a secarse al calor cuando el gato persa gris azulado que se había hecho el amo de la tienda pasó rozándolo camino de su rincón al sol. Horas después, los transeúntes madrugadores lo miraban distraídamente al pasar por delante del escaparate.
La dueña de la tienda se abstenía de recomendar el libro a sus clientes. Sabía que, en según qué manos, un libro como aquél podía no ser apreciado o, peor aún, no ser leído siquiera. Así pues, se limitaba a tenerlo en el escaparate, con la esperanza de que el lector idóneo lo descubriera.