Cuando mi madre se puso morena y mi padre decía riendo que cada día se parecía más a él, era broma, porque él medía un metro noventa, tenía los ojos verdes y el pelo negro, y mi madre es muy blanca y tan bajita que aun ahora, con cuarenta y un años, al verla desde el otro lado de la calle podrías tomarla por una niña. Bird es pequeño y rubio como ella, y yo soy como mi padre. Soy flacucha, tengo el pelo negro y los dientes separados, y quince años.
7. HAY UNA FOTO DE MI MADRE QUE NADIE HA VISTO
En el otoño, mi madre regresó a Inglaterra para asistir a la universidad. Llevaba los bolsillos llenos de arena del lugar más bajo de la tierra. Pesaba cuarenta y siete kilos. A veces habla de un viaje en tren, entre la estación de Paddington y Oxford, en el que conoció a un fotógrafo que estaba casi ciego. Llevaba gafas oscuras y dijo que se había dañado la retina hacía diez años, durante un viaje a la Antártida. Llevaba el traje muy bien planchado y sostenía la cámara sobre las rodillas. Decía que ahora veía el mundo de otra manera y no forzosamente peor. Preguntó a mi madre si podía hacerle una foto. Cuando él levantó la cámara y miró a través del visor, mi madre le preguntó qué veía. «Lo mismo de siempre», respondió él. «¿Qué es?» «Una mancha borrosa», dijo él. «Entonces, ¿por qué lo hace?» «Por si un día se me curan los ojos. Para saber lo que estuve mirando». Mi madre tenía en el regazo una bolsa de papel marrón con un bocadillo de hígado picado que mi abuela le había preparado. Ofreció el bocadillo al fotógrafo casi ciego. «¿No tiene hambre?», preguntó él. Ella respondió que sí, pero que nunca había dicho a su madre que no le gustaba el hígado picado, y ahora, después de tantos años, ya era tarde. El tren entró en la estación de Oxford y mi madre se apeó dejando tras de sí un reguero de arena.
Sé que la historia tiene un significado, pero no sé cuál.
8. MI MADRE ES LA PERSONA MÁS TERCA QUE CONOZCO
A los cinco minutos, ya había decidido que Oxford no le gustaba. Durante la primera semana del curso, mi madre estuvo sin salir de su habitación, de un edificio de piedra lleno de corrientes de aire, ni hacer nada más que ver caer la lluvia sobre las vacas que pacían en el prado de Christ Church y compadecerse de sí misma. Tenía que calentar el agua para el té en un hornillo eléctrico. Para ver al tutor, tenía que subir cincuenta y seis escalones de piedra y aporrear la puerta hasta que él se levantaba del catre de su despacho, en el que dormía bajo un montón de papeles. Casi todos los días escribía a mi padre a Israel en elegante papel de cartas francés y, cuando se terminó el papel, en hojas de libreta. En una de aquellas cartas (que encontré escondidas en una lata de chocolatinas, debajo del sofá del estudio), había escrito: «El libro que me regalaste está siempre en mi mesa, y cada día aprendo a leer en él». Si mi madre tenía que aprender a leerlo era porque el libro estaba en español. Ella veía en el espejo cómo se le blanqueaba la piel. Durante la segunda semana, se compró una bicicleta usada y fue por la ciudad pegando papeles que ponían: «Se necesita tutor de hebreo», porque tenía facilidad para las lenguas y quería poder entender a mi padre. Acudieron varias personas, pero sólo una mantuvo el interés cuando mi madre le explicó que no podía pagar: un muchacho con granos en la cara que se llamaba Nehemia; era de Haifa, cursaba primero, se sentía tan desgraciado como mi madre y pensaba —así se lo escribió ella a mi padre— que la compañía de una chica era motivo suficiente para acudir dos veces a la semana al King's Arms sólo por el precio de una cerveza. Mi madre también aprendía español, pero sin profesor, con un libro titulado
Aprenda español sin profesor
. Pasaba mucho tiempo en la biblioteca Bodleian leyendo cientos de libros y sin hacer amigos. Pedía tantos libros que, al verla llegar, el empleado del mostrador trataba de esconderse. Al final del curso, obtuvo un excelente en los exámenes y, a pesar de las protestas de sus padres, dejó la universidad y se fue a vivir con mi padre en Tel Aviv.
9. LO QUE VINO DESPUÉS FUERON LOS AÑOS MÁS FELICES DE SU VIDA
Vivían en una casa soleada y cubierta de buganvillas de Ramat Gan. Mi padre plantó un olivo y un limonero en el jardín y les cavó un surco alrededor que retuviera el agua. Por las noches escuchaban música norteamericana en la radio de onda corta que él había comprado. Con las ventanas abiertas, según de donde soplara el viento, podían oler el mar. Al fin se casaron en la playa de Tel Aviv y estuvieron dos meses recorriendo América del Sur en viaje de novios.
Cuando regresaron, mi madre se dedicó a traducir libros al inglés, primero del español y después también del hebreo. Así pasaron cinco años, hasta que a mi padre le ofrecieron un empleo que no pudo rechazar en una empresa norteamericana de la industria aeroespacial.
10. SE FUERON A VIVIR A NUEVA YORK Y ME TUVIERON A MÍ
Mientras mi madre estaba embarazada de mí, leyó tropecientos libros sobre diversos temas. América no le agradaba ni le desagradaba. Dos años y otros tropecientos libros después, tuvo a Bird. Entonces nos mudamos a Brooklyn.
11. YO TENÍA SEIS AÑOS CUANDO A MI PADRE LE DIAGNOSTICARON CÁNCER DE PÁNCREAS
Un día de aquel año, mi madre y yo íbamos en el coche. Ella me pidió que le diera el bolso.
—No lo tengo —le dije.
—Debe de estar detrás —dijo ella entonces. Pero no estaba detrás. Ella detuvo el coche y buscó por todas partes, pero el bolso no apareció. Con la cabeza entre las manos, trataba de recordar dónde había dejado el bolso.
Siempre estaba perdiendo cosas—. Cualquier día perderé la cabeza —dijo.
Yo traté de imaginar lo que ocurriría si perdía la cabeza. Pero al fin fue mi padre el que lo perdió todo: muchos kilos, el pelo y varios órganos internos.
12. A ÉL LE GUSTABA COCINAR Y REÍR Y CANTAR, PODÍA ENCENDER FUEGO CON LAS MANOS, ARREGLAR LO QUE ESTABA ROTO Y EXPLICAR CÓMO LANZAR COSAS AL ESPACIO, PERO SE MURIÓ ANTES DE NUEVE MESES
13. MI PADRE NO ERA UN FAMOSO ESCRITOR RUSO
Al principio, mi madre no tocó nada, todo estaba tal como lo había dejado él.
Dice Misha Shklovsky que eso es lo que se hace en Rusia con las casas de los escritores famosos. Pero mi padre no era un escritor famoso. Ni siquiera era ruso. Un día, al volver de la escuela, me encontré con que todas las señales visibles de mi padre habían desaparecido. Sus trajes no estaban en los roperos ni sus zapatos junto a la puerta, y en la calle, al lado de un montón de bolsas de basura, vi su sillón. Subí a mi cuarto y lo miré por la ventana. El viento empujaba las hojas por la acera. Un viejo que pasaba se sentó en él. Yo salí y recuperé un jersey del cubo de la basura.
14. EN EL FIN DEL MUNDO
Cuando murió mi padre, el tío Julian, hermano de mi madre, que es historiador del arte y vive en Londres, me envió un cuchillo del ejército suizo que dijo era de mi padre. Tenía tres hojas de distinta forma, sacacorchos, tijeritas, pinzas y mondadientes. El tío Julian decía en la carta que papá se lo había prestado una vez que él iba a hacer cámping en los Pirineos, que se había olvidado de él hasta ahora y que pensaba que me gustaría tenerlo. «Debes tener mucho cuidado —escribía— porque corta mucho. Está pensado para ayudar a la gente a sobrevivir en plena naturaleza. Yo no llegué a utilizarlo, porque la primera noche llovió, tu tía Frances y yo quedamos empapados y nos fuimos a un hotel. Tu padre se desenvolvía en la naturaleza mucho mejor que yo. Una vez, en el Negev, lo vi recoger agua con un embudo y un hule. También conocía el nombre de todas las plantas y sabía si eran comestibles. Ya sé que no es un consuelo, pero si vienes a Londres te diré los nombres de todos los restaurantes indios del noroeste de la ciudad y si sus platos al curry son comestibles. Un beso de tu tío, Julian. P.D.: no comentes a tu madre que te he dado el cuchillo porque seguramente se enfadaría y diría que aún eres muy pequeña». Yo miré cada pieza, fui sacándolas con la uña del pulgar y probando el filo en la yema del dedo.
Decidí aprender a sobrevivir en la naturaleza, como mi padre. Sería muy útil, por si algo le ocurría a mamá, y Bird y yo teníamos que arreglárnoslas solos. A ella no le hablé del cuchillo porque el tío Julián quería que fuera un secreto y, además, ¿cómo iba mi madre a dejarme ir sola de cámping si apenas me dejaba ir hasta la esquina?
15 SIEMPRE QUE YO SALÍA A JUGAR MI MADRE QUERÍA SABER DÓNDE IBA A ESTAR EXACTAMENTE
Cuando yo entraba en casa, ella me llamaba a su habitación, me abrazaba y me llenaba de besos. Me acariciaba el pelo y me decía: «Cuánto te quiero», y cuando yo estornudaba me decía: «Salud; ya sabes cuánto te quiero, ¿verdad?», y cuando me levantaba para ir a buscar un pañuelo: «Yo te lo traigo, cariño mío», y cuando buscaba un bolígrafo para hacer los deberes: «Toma el mío, tesoro», y si me picaba la pierna: «¿Es aquí? Ven que te abrace», y cuando yo subía a mi cuarto ella me gritaba desde abajo «¿Puedo hacer algo por ti, con lo mucho que te quiero?», y a mí me hubiera gustado decirle, pero nunca le dije:
Quiéreme menos.
16. LA RAZÓN DE TODAS LAS COSAS
Un día mi madre se levantó de la cama en que había estado durante casi un año. Parecía la primera vez que no la veíamos a través de todos los vasos de agua acumulados alrededor de la cama y que Bird, cuando se aburría, hacía sonar pasándoles un dedo húmedo por el borde. Aquel día mi madre nos preparó macarrones gratinados, uno de los pocos platos que sabe hacer.
Nosotros fingimos que nunca habíamos comido algo tan bueno. Una tarde me llevó aparte.
—De ahora en adelante te trataré como a una persona mayor —me dijo.
Sólo tengo ocho años, quise responder, pero no lo hice.
Ella volvió a trabajar. Andaba por la casa con un quimono de flores rojas, dejando un rastro de papeles arrugados. Antes de la muerte de mi padre era más ordenada. Ahora, para encontrarla, no tenías más que seguir los papeles llenos de tachaduras, y al final estaba ella, mirando por la ventana o al interior de un vaso de agua como si en él hubiera un pez que sólo ella podía ver.
17. ZANAHORIAS
Con mi asignación me compré el libro
Plantas y flores comestibles de América del Norte
. Me enteré de que se puede quitar el sabor amargo a las bellotas hirviéndolas en agua, que las rosas silvestres son comestibles y que hay que evitar todo lo que huela a almendra, crezca formando tres hojas o tenga savia lechosa. Traté de identificar el mayor número posible de plantas en Prospect Park. Como comprendía que iba a tardar mucho en reconocer todas las plantas y como siempre cabía la posibilidad de que tuviera que sobrevivir en un sitio que no fuera América del Norte, me aprendí de memoria la prueba universal para comprobar si una planta es comestible. Es conveniente conocerla, porque hay plantas venenosas, como la cicuta, que se parecen a las comestibles, como las zanahorias y las chirivías silvestres. Para hacer la prueba, primero has de estar ocho horas sin comer. Luego divides la planta en sus distintas partes: raíz, hojas, tallo, capullo y flor, y te frotas el interior de la muñeca con un trocito de una de ellas. Si no pasa nada, te la pones en la parte interior del labio durante tres minutos, si no pasa nada, la dejas encima de la lengua durante quince minutos. Si sigue sin pasar nada, puedes masticarla, pero sin tragar, y mantenerla en la boca durante quince minutos, y si no pasa nada, te la tragas y esperas ocho horas, y si no pasa nada, tomas la cuarta parte de una taza, y si no pasa nada, es comestible.
Yo guardaba
Plantas y flores comestibles de América del Norte
debajo de la cama, dentro de una mochila que también contenía el cuchillo del ejército suizo de mi padre, una linterna, una lona impermeabilizada, una brújula, un paquete de barritas de cereal, dos bolsas de M&M de cacahuete, tres latas de atún, un abrelatas, tiritas, un estuche de primeros auxilios contra mordeduras de serpiente, una muda y un plano del metro de Nueva York. También tendría que haber habido un trozo de pedernal, pero en la ferretería no quisieron vendérmelo, no sé si por ser muy pequeña o porque tuvieron miedo de que fuera pirómana. En caso de emergencia, también puedes hacer saltar una chispa con un cuchillo de monte y un trozo de jaspe, ágata o jade. Pero yo no sabía de dónde sacar jaspe, ágata ni jade, y me llevé unas cerillas del 2nd Street Cafe y las metí en un bolsito con cremallera, para protegerlas de la lluvia.
En la fiesta de Hanuka pedí un saco de dormir. El que me compró mi madre era de franela con corazones rosa. A una temperatura bajo cero, me protegería de morir de hipotermia durante unos cinco segundos. Le pregunté si no podríamos cambiarlo por un saco de pluma de los más gruesos.
—¿Dónde piensas dormir, en el Círculo Polar Ártico? —me preguntó.
O quizá en los Andes del Perú, pensé, porque allí había acampado papá.
Para cambiar de tema, le hablé de cicuta y de zanahorias y chirivías silvestres, pero resultó mala idea, porque se le pusieron los ojos llorosos y cuando le pregunté qué le pasaba dijo que nada, sólo que le había hecho pensar en las zanahorias que papá cultivaba en el huerto de Ramat Gan. Me habría gustado preguntarle qué cultivaba él, además de un olivo, un limonero y las zanahorias, pero no quise que se entristeciera más.
Empecé a escribir un cuaderno titulado
Cómo sobrevivir en la naturaleza
.
18. MI MADRE NUNCA DEJÓ DE AMAR A MI PADRE
Conserva su amor por él tan vivo como lo estaba en el verano en que se conocieron. Por eso ha dado la espalda a la vida. A veces subsiste durante días a base de agua y aire. Por ser la única forma de vida compleja capaz de hacer eso, deberían dar su nombre a una nueva especie. El tío Julian me dijo un día que el escultor y pintor Alberto Giacometti decía que, a veces, para pintar sólo una cabeza has de renunciar a toda la figura. Para pintar una hoja has de sacrificar todo el paisaje. Al principio, puede parecer que estás limitándote pero luego te das cuenta de que, si captas un centímetro de algo, tienes más probabilidades de percibir cierto sentido del universo que si pretendieras abarcar todo el firmamento.
Mi madre no eligió una cabeza ni una hoja. Ella eligió a mi padre y, para preservar cierto sentido, sacrificó el mundo.
19. EL MURO DE DICCIONARIOS ENTRE MI MADRE Y EL MUNDO SE HACE MÁS ALTO CADA AÑO
A veces, se sueltan páginas de los diccionarios y se arremolinan a sus pies,
shallon
,
shalop
,
shallot
,
shallow
,
shalom
,
sham
,
shaman
,
shamble
, como pétalos de una flor inmensa. Cuando era pequeña, yo creía que las páginas del suelo eran palabras que ella no podría volver a usar, y trataba de pegarlas en su sitio con cinta adhesiva, por miedo a que un día se quedara muda.