—Estoy bien, muy bien —dije.
—¿De qué lo conocía? —me preguntó mirándome de arriba abajo.
—Éramos… —afiancé la rodilla entre el tiesto y la pared, con la esperanza de poder mantener el equilibrio— parientes.
—¡De la familia! Lo siento, perdóneme. ¡Creía conocer a todo el mishpocheh! —Lo pronunció
mishpoky
—. Claro. Debí figurármelo. —Me lanzó otra mirada de arriba abajo, mientras se pasaba la mano por el pelo, para cerciorarse de que seguía bien adherido—. Creí que era uno de sus admiradores —dijo señalando a la multitud que se dispersaba—. ¿De qué parte?
Yo me asía al tronco de la planta, con la mirada fija en la corbata de lazo, mientras la capilla me daba vueltas.
—De las dos —dije.
—¿Las dos? —repitió él con incredulidad, bajando la vista hacia las raíces que trataban de aferrarse a la tierra.
—Soy… —empecé. Pero, con una brusca sacudida, la planta se soltó, yo me fui hacia delante y, como tenía una pierna aprisionada entre el tiesto y la pared, la otra tuvo que adelantarse sola, haciendo que el borde del tiesto se me incrustara en la entrepierna, mientras mi mano, agarrada al terrón que colgaba de las raíces, se proyectaba hacia la cara del hombre de la corbata de lazo amarilla—. Perdón —dije con los
kishkes
electrocutados por un calambre.
Traté de enderezar el cuerpo. Mi madre, bendita sea su memoria, solía decirme: «Ponte derecho». Al hombre le salía tierra de las fosas nasales. Para remediar el mal, saqué mi pañuelo húmedo y arrugado y se lo puse en la nariz.
Él lo apartó de un manotazo y extrajo del bolsillo el suyo, bien lavado y planchado. Lo desdobló con una sacudida. Bandera blanca. Transcurrió un minuto mientras él se limpiaba y yo acariciaba mis partes bajas. Era una situación muy violenta.
De pronto, me encontré delante del hermanastro de mi hijo. El de la corbata de lazo me agarró de una manga, como un pitbull me hubiera agarrado con los dientes.
—Mira lo que he encontrado —ladró—. Dice que es
mishpoky
.
Bernard sonrió cortésmente y me miró, primero el roto del cuello y después el descosido de la manga.
—Perdón —dijo—. No lo recuerdo. ¿Nos conocemos?
El pitbull babeaba. Una fina capa de tierra le resbalaba por la camisa. Yo lancé una mirada al rótulo de «Salida». Habría echado una carrera, de no haber estado tan dolorido en mis intimidades. Sentía náuseas. Y sin embargo. A veces necesitas un golpe de ingenio y, mira por dónde, ¡viene el ingenio y te da el golpe!
—
De rets yiddish
? —susurré roncamente.
—¿Cómo?
Agarré a Bernard por una manga. El perro tenía la mía y yo tenía la de Bernard. Le acerqué la cara. Vi que tenía los ojos enrojecidos. Podía ser un oso, pero era buena persona. Aun así, yo no tenía elección.
Alcé la voz.
—
De rets yiddish
? —Sentí en la boca el aliento agrio del alcohol. Le así de las solapas. Se le hincharon las venas del cuello cuando se echó hacia atrás—. Farshtaist?
—Lo siento. —Bernard movió la cabeza negativamente—. No le entiendo.
—Bien —proseguí en yidis—, porque este tarado —dije señalando al hombre de la corbata de lazo—, este
putz
, se me ha metido por el
tuchas
y si no lo he expulsado es sólo porque no puedo cagar a placer. ¿Tendría la bondad de decirle que me quite las pezuñas de encima, antes de que le dé con otra planta en el
shnoz
, y esta vez no me molestaré en sacarla del tiesto?
—¿Se refiere a Robert? —Bernard hacía esfuerzos por comprender. Al fin pareció darse cuenta de que le hablaba del hombre que me tenía agarrado del codo—. Robert era el editor de Isaac. ¿Usted conocía a Isaac?
El pitbull me oprimía con más fuerza. Yo abrí la boca. Y sin embargo.
—Lo siento —dijo Bernard—. Me gustaría hablar yidis, pero… En fin, gracias por venir. Emociona ver que ha venido tanta gente. A Isaac le habría gustado. —Me estrechó la mano entre las suyas. Dio media vuelta para marcharse.
—Slonim —dije. No lo había planeado. Y sin embargo.
Bernard retrocedió.
—¿Cómo?
Volví a decirlo.
—Soy de Slonim —dije.
—¿Slonim? —repitió.
Yo asentí.
De repente, su aspecto me hizo pensar en el de un niño al que su madre se ha retrasado en ir a buscar y hasta que la ve llegar no da rienda suelta al llanto.
—Ella siempre nos hablaba de allí.
—¿Quién es ella? —preguntó el perro.
—Mi madre. Él es del mismo pueblo que mi madre —dijo Bernard—. Le oí contar tantas cosas…
Yo fui a darle una palmada en el brazo, pero él ladeó el cuerpo para quitarse algo del ojo y mi mano chocó con la tetilla. Sin saber qué hacer, se la oprimí.
—El río, ¿eh? Donde ella se bañaba —dijo Bernard.
El agua estaba helada. Nos desnudábamos y nos zambullíamos desde el puente gritando como fieras. Se nos paraba el corazón. No sentíamos el cuerpo.
Durante un momento parecía que nos ahogábamos. Cuando trepábamos a la orilla, jadeando, sentíamos las piernas pesadas y un dolor nos subía desde los tobillos. Tu madre era flaquita y tenía unos pechos pequeños y muy blancos. Yo me dormía secándome al sol, y me despertaba al sentir un agua helada en la espalda. Y oía su risa.
—¿Conocía la zapatería de su padre? —preguntó Bernard.
Cada mañana, yo pasaba a buscarla para ir juntos al colegio. Menos cuando nos peleamos y estuvimos tres semanas sin hablarnos, íbamos siempre juntos.
Con el frío, se le hacían carámbanos en el pelo mojado.
—Cuántas cosas nos contaba. Podría estar hablando horas y horas. El campo donde ella jugaba.
—Ja —dije, dándole una palmada en la mano—.
Ze field
.
Quince minutos después, yo iba sentado en el asiento trasero de una limusina superlarga, entre el pitbull y una joven. Esto de la limusina ya empezaba a ser una costumbre. Íbamos a casa de Bernard, a una pequeña reunión de familiares y amigos. Yo hubiera preferido ir a casa de mi hijo, a llorar entre sus cosas, pero tenía que conformarme con ir a la de su hermano. En el asiento de enfrente iban dos hombres. Cuando uno de ellos asintió con la cabeza y me sonrió, yo lo imité.
—¿Pariente de Isaac? —preguntó.
—Eso parece —respondió el perro, palpándose un mechón de pelo que se agitaba al aire de la ventanilla que la mujer acababa de abrir.
Tardamos casi una hora en llegar a casa de Bernard. En algún lugar de Long Island. Hermosos árboles. En mi vida había visto árboles tan hermosos.
En la entrada de coches vi a uno de los sobrinos de Bernard corriendo por la avenida, con las perneras del pantalón cortadas en vertical hasta las rodillas, mirando cómo se agitaban al viento. Dentro, la gente estaba de pie alrededor de una mesa cargada de comida, hablando de Isaac. Estaba claro que yo no encajaba allí. Me sentía como un idiota y un impostor. Me quedé al lado de la ventana, haciéndome invisible. No creí que fuera tan doloroso. Y sin embargo.
Oír a la gente hablar del hijo al que yo sólo había podido imaginar, como si para ellos fuera como de la familia, era casi insoportable. Me escabullí. Estuve deambulando por las habitaciones de la casa del hermanastro de Isaac. Pensaba:
Mi hijo habrá pisado esta alfombra. Entré en un dormitorio de invitados. Pensé:
En ocasiones habrá dormido en esta cama. ¡En esta misma cama! Con la cabeza en estas almohadas. Me eché. Estaba cansado, no pude evitarlo. La almohada se hundió bajo mi mejilla. Cuando él estaba aquí, pensé, miraba por esa ventana, veía ese árbol.
«Eres un soñador», dice Bruno, y quizá lo sea. Quizá también esto estuviera soñándolo, dentro de un momento sonaría el timbre, yo abriría los ojos y allí estaría Bruno, preguntando si tenía un rollo de papel higiénico.
Debí de quedarme dormido, porque de pronto vi a Bernard de pie a mi lado.
—¡Perdón! Creí que no había nadie. ¿Se encuentra mal?
Me levanté de un salto. Si puede usarse la palabra «salto» para describir alguno de mis movimientos, ésta sería la ocasión. Y entonces la vi. Estaba en un estante, detrás del hombro de Bernard. En un marco de plata. «Fácil de ver», diría, pero ésta es una expresión que no acabo de entender. ¿Qué puede haber que sea menos fácil que ver?
Bernard volvió la cabeza.
—Oh, eso —dijo bajando la foto del estante—. Es mi madre cuando era niña. Mi madre, ¿ve? ¿Usted la conocía entonces, tal como era cuando le hicieron esta foto?
(«Vamos a ponernos debajo de un árbol», dijo ella. «¿Por qué?» «Porque queda más bonito». «Tú podrías sentarte en una silla y yo quedarme de pie a tu lado, como en las fotos de los matrimonios». «Qué tontería». «¿Por qué tontería?» «Porque nosotros no estamos casados». «¿Nos cogemos las manos?» «No podemos». «¿Por qué no?» «Porque la gente lo sabrá». «¿Qué sabrá la gente?» «Lo nuestro». «¿Y qué si lo sabe?» «Es mejor que sea un secreto». «¿Por qué?» «Porque así no podrán quitárnoslo».) —Isaac la encontró entre las cosas de ella, después de su muerte —dijo Bernard—. Es una foto bonita, ¿verdad? No sé quién es él. Mi madre no tenía muchas cosas de allí. Unas cuantas fotos de sus padres y sus hermanas y nada más. Claro que ella no imaginaba que no volvería a verlos, y no trajo mucho.
Pero ésta no la vi hasta el día en que Isaac la encontró en un cajón del apartamento de nuestra madre. Estaba dentro de un sobre, con unas cartas escritas en yidis. Isaac pensaba que eran de un chico de Slonim del que ella había estado enamorada. Pero yo lo dudo. Ella nunca mencionó a nadie. Pero usted no sabe de qué le hablo, ¿verdad?
(«Si tuviera una cámara, te retrataría todos los días. Así podría recordar cómo estabas cada día de tu vida», le dije. «Estoy exactamente igual». «No lo estás. Cambias constantemente. Un poquito cada día. Me gustaría tener la prueba». «Vamos a ver, listo, ¿en qué he cambiado hoy?» «Pues, para empezar, eres una fracción de milímetro más alta. Tienes el pelo una fracción de milímetro más largo, y los pechos te han crecido una fracción de…» «¡No es verdad!» «Sí». «¡No!» «Pues sí, y otras cosas también». «¿Qué otras cosas, marrano?» «Crece un poco la felicidad y también la tristeza». «O sea que lo uno compensa lo otro, y yo me quedo igual». «Nada de eso. El que hoy seas un poco más feliz no quiere decir que no te sientas un poco más triste. Cada día te trae un poco de cada, lo que significa que ahora mismo, en este momento, te sientes más feliz y también más triste que nunca antes en tu vida». «¿Y tú cómo lo sabes?» «Piénsalo. ¿Alguna vez te has sentido más feliz que en este momento, aquí tumbada en la hierba?» «Supongo que no. No». «¿Y más triste?» «No». «No a todo el mundo le pasa lo mismo. Hay personas, como tu hermana, que son cada día un poco más felices y nada más. Y hay personas, como Beyla Ash, que están más y más tristes. Y personas como tú, a las que les pasan las dos cosas». «¿Y tú? ¿Te sientes ahora más feliz y más triste que nunca?» «Pues claro que sí». «¿Por qué?» «Porque nada me hace más feliz y nada me entristece más que tú».) Mis lágrimas caían en la foto. Afortunadamente, había un cristal.
—Me gustaría quedarme a hablar de los viejos tiempos con usted, pero sintiéndolo mucho tengo que dejarlo. He de atender a toda esa gente de ahí fuera —dijo Bernard señalando a la puerta—. Si necesita algo, dígamelo.
Yo moví la cabeza de arriba abajo. Él salió cerrando la puerta y entonces, que Dios me perdone, me metí la foto en el bolsillo del pantalón. Bajé la escalera y salí a la avenida. Golpeé en la ventanilla de una limusina. El chófer se espabiló.
—Desearía marcharme ahora —le dije.
Sorprendido, él se apeó, abrió la puerta y me ayudó a subir.
Cuando llegué a mi apartamento, creí que habían entrado ladrones. Vi los muebles caídos y el suelo cubierto de un polvo blanco. Agarré el bate de béisbol que tengo en el paragüero y seguí las huellas de las pisadas hasta la cocina. Todas las superficies estaban llenas de cazos, sartenes y bols sucios. Parecía que los ladrones se habían entretenido en preparar comida. Me quedé allí plantado sintiendo el peso de la foto en el bolsillo. Sonó un estrépito a mi espalda y me volví agitando el bate a ciegas. Pero era sólo un bote que había caído de la encimera y rodado por el suelo. En la mesa de la cocina, al lado de la máquina de escribir, había un gran pastel, un poco hundido en el centro. Pero bastante firme. Estaba cubierto de un glaseado amarillo y encima, en letras color rosa un poco torcidas, se leía: «Adivina quién hizo un pastel». Al otro lado de la máquina de escribir había una nota: «Todo el día esperando».
No pude menos que sonreír. Dejé el bate, enderecé los muebles que ahora recordaba que había tirado yo la noche anterior, saqué la foto, le eché aliento al cristal y lo froté contra la camisa. La puse en la mesita de noche. Subí al piso de Bruno. Iba a llamar cuando vi una nota en la puerta que ponía: «No molestar. Tienes un regalo debajo de la almohada».
Hacía mucho tiempo que no recibía un regalo. Un soplo de felicidad me acarició el corazón. Que al levantarme por la mañana pueda calentarme las manos en la taza del té. Que pueda contemplar el vuelo de las palomas. Que, al final de mi vida, Bruno no me haya olvidado.
Bajé a mi casa. Para demorar el placer que me aguardaba —de eso estaba seguro—, me paré a recoger el correo. Entré en el apartamento. Bruno se las había ingeniado para cubrir todo el suelo de una fina capa de harina. Quizá fue el viento, quién sabe. En el dormitorio, vi que se había arrodillado para dibujar un ángel en la harina. Lo sorteé, para no destruir una obra hecha con tanto cariño, y levanté la almohada.
Era un sobre grande, marrón. Mi nombre estaba escrito en una letra que no reconocí. Lo abrí. Contenía un montón de hojas impresas. Me puse a leer. Las palabras me resultaban familiares. De momento, no sabía de qué me sonaban. Luego me di cuenta de que eran mías.