La hora del mar (31 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: La hora del mar
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Sin añadir nada más, Merardo se puso en marcha, caminando con extrema precaución. La luz cambiaba a medida que movía la mano para iluminar el suelo o las paredes, y ambos tuvieron la sensación de caminar por un entorno fantástico, como si fuesen exploradores espaciales en un planeta remoto, sobre todo (aunque ninguno dijo nada al respecto) por no saber quién o qué había practicado un túnel semejante, capaz de cortar la roca madre con la misma limpieza y precisión de un láser industrial.

Anduvieron durante un buen rato, siguiendo una trayectoria descendente y ligeramente curva. De vez en cuando, el móvil se apagaba, y Merardo tenía que deslizar el dedo por la pantalla. Cuando lo hacía, daba la impresión de que municionaba alguna extraña arma de corte futurista, y la luz azulada ayudaba a reforzar esa sensación. En esos momentos se quedaban completamente a oscuras, y Jonás notaba cómo su corazón se revolucionaba como un coche de carreras en la parrilla de salida.

Había, además, un olor extraño. Mezclado con el aroma dulzón de las raíces recién cortadas y el de la tierra húmeda había otro olor más sutil pero igualmente perceptible: algo que, en ocasiones, recordaba a la esencia que se queda impregnada en el aire tras una tormenta eléctrica, como de ozono concentrado. Merardo iba pensando en eso, y supuso que se trataba de lo que fuera que había provocado la cristalización de la tierra.

A pesar de su inquietud, Jonás estaba fascinado por la forma del túnel. De pronto se detuvo, recordando algo.

—Espera… —dijo.

Merardo se volvió. Al iluminarle con el móvil, Jonás, impertérrito, parecía una suerte de cadáver atroz que alguien acabara de rescatar del hielo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Merardo.

—Ya… Ya sé qué ha hecho esto —dijo Jonás.

Merardo le miró, sin decir nada.

—Lo vi en el mar. Era una especie de esfera luminosa. Cruzó por debajo de mi barca. Pero… Pero no era algo que estuviera sólo en mi cabeza, ¿entiendes? Mi amigo Miguel estaba conmigo, y él también lo vio. Lo vimos los dos.

—Espera. He oído hablar de eso. En las noticias…

—Cruzó por debajo —continuó diciendo Jonás, ahora en un tono de voz más bajo—, a una velocidad… acojonante. Y luego… Luego cambió de dirección. Brillaba como una estrella.

—Una esfera… —exclamó Merardo, pensativo.

—¿Y sabes qué? Pasó justo cuando los peces acababan de morirse. Nosotros los vimos reflotar.

—¿En serio? Pero Jonás, hombre… ¿por qué no me lo has dicho antes?

Jonás se encogió de hombros.

La verdad era que no había pensado mucho en eso. No había tenido demasiado tiempo, de todas formas. Estaba acostumbrado a languidecer la mayor parte del día en el sofá de su casa, así que las últimas horas habían transcurrido de una manera demasiado vertiginosa para su forma de vida. Inconscientemente, tampoco había querido pensar mucho en todo ese asunto. Era demasiado
raro
. Demasiado parecido al tipo de cosas que solía ver por todas partes, mucho antes de que los médicos cambiaran su vida: lo de la llegada del hombre a la luna, el 11-S, el caso Roswell… Todas aquellas cosas. Pensar en ese tipo de historias era lo que lo había complicado todo; había perdido a su mujer, su vida y su salud mental, por añadidura. Ahora necesitaba pastillas

hablando de pastillas, ¿cuándo fue la última que nos tomamos? ¿Ayer? ¿Anteayer? ¿La semana pas

para seguir adelante, aunque eso tenía un precio: ya no tenía la energía ni el nervio que solía tener. Las ideas sobre todas aquellas cosas eran como un recuerdo borroso, algo cargado de connotaciones negativas. Los médicos se ocuparon bien de eso. Ni siquiera recordaba los datos que con tanta precisión logró memorizar durante tanto tiempo. Sus notas, sus estudios… Todo acabó en la basura. Así que suponía que el escaso tiempo disponible había tenido poco que ver; era como si su mente hubiese sido adiestrada para ignorar ciertas cosas. Las cosas
raras.

Pero ahora pensaba que Merardo tenía razón. Aquello era muy grande, demasiado grande como para ignorarlo. Quizá lo malo no era
tener
esas ideas, sino
compartirlas
. Ese pensamiento le llenó de una inesperada energía. Quizá, si no le hubiera dicho nada a su mujer, todavía seguiría con ella. Quizás. Pero ahora era diferente. Los datos no estaban ocultos, estaban ahí, por todas partes. Merardo quería
saber
. Estaba pasando, y estaba pasando delante de sus narices.

—Escuché hablar de eso en las noticias —continuó Merardo—. Sondas… señales de radar por todo el mundo. Aunque no eran radares convencionales… imagino que eran redondas por ese motivo. Las captaban con los sistemas de los barcos, que son diferentes. Pero nadie parecía darle mucha credibilidad…

Jonás abrió mucho los ojos.

—¡Claro! Porque siempre es así —dijo con creciente entusiasmo—. Nos ocultan cosas. ¡Nos ocultan cosas todo el tiempo! Apuesto a que saben exactamente qué es todo esto y su relación con el asunto de los peces muertos. Con todo.

Merardo asintió. Había captado el cambio de ánimo en su compañero, pero no le dio importancia.

—Creo más bien que tenían demasiadas noticias que dar —dijo—. Ah… ¡Qué rabia! Me hubiera gustado tanto escuchar las últimas noticias. Las de ayer por la noche, y toda la madrugada. Saber qué está pasando.

Jonás asintió enérgicamente.

—Así que sondas. Cosas metálicas… —Continuó Merardo. Hizo una pausa—. Vaya. Eso lo cambia todo.

—Quizá esas cosas sean algo que construyeron —dijo Jonás. Sus ojos brillaban en la oscuridad—. Que construimos nosotros. Las lanzamos por todo el mundo para acabar con los peces. Imagino que esos monstruos marinos comen peces, ¿no? Ahí abajo deben de comer eso, o algún tipo de algas… y no creo que se pueda desarrollar esa corpulencia comiendo algas.

—Sigue —pidió Merardo.

—Sólo digo que no tendría mucho sentido que ellos mismos hayan acabado con su alimento natural, y menos en la víspera de un ataque. Alguien sabía que iban a salir… y se los ha cargado.

Merardo pensó.

—Así que las sondas son algo que hemos construido nosotros. ¿Crees que tenemos tecnología para hacer algo así?

—Tenemos mucha tecnología que no es de dominio público —dijo Jonás. Hablaba ahora más rápido, visiblemente emocionado—. Cosas increíbles. Recuerdo algo que leí sobre un proyecto nazi.
Die Glocke
, la Campana Nazi, era capaz de levitar y dar giros de noventa grados sin fricción en el aire, o emitir pulsos alucinantes superdestructivos. Cuando los rusos y los americanos se acercaban ya a Berlín, al final de la guerra, mataron a todos los científicos y destruyeron casi todo, para que esos avances no cayeran en manos del enemigo. Eso fue en 1945. Imagínate lo que tendrán hoy.

—Caramba —dijo Merardo—. Bueno, es una teoría, y debo decir que me gusta. Creo que me reconforta pensar que esta barbaridad la hemos hecho nosotros. Al menos se podría pensar que estamos contraatacando de alguna manera, y que al final del túnel no encontraremos algún tipo de monstruo diabólico sacado de los fondos abisales del planeta, ¿eh?

Jonás asintió, sacudiendo rápidamente la cabeza.

—Hablando de monstruos diabólicos… Se me ocurría antes que somos un poco como Dante y Virgilio camino de los infiernos, ¿no crees? —dijo riendo—. Aunque si estás más cómodo como Watson, por mí no hay problema.

—Watson, sí —repitió Jonás, sin llegar a comprender de qué hablaba su amigo. Para entonces tampoco importaba. Su cabeza repasaba datos que había leído en Internet, hacía ya tiempo.

Merardo se dio entonces la vuelta y continuó la marcha, sin añadir nada. Andaba pensando que su inesperado compañero era, cuanto menos, curioso; lo mismo se quedaba apocado y se mostraba parco en palabras que, de repente, parecía excitarse y soltaba una larga retahíla sobre los temas más inesperados. Supuso que se debía al estrés de la situación; al fin y al cabo, no hacía ni veinticuatro horas que se habían salvado de morir en el paseo marítimo, sin contar la huida por el monte y el terremoto.

Eso, se dijo, desquiciaría a cualquiera que conociese.

Un cuarto de hora más tarde, encontraron un problema.

—Estaba temiendo esto desde hacía un buen rato —dijo Merardo.

Ante ellos, el túnel giraba abruptamente hacia abajo, describiendo una pendiente de cuarenta y cinco grados. Se daban cuenta de que, con el suelo cristalizado, sería imposible mantener los pies firmes sin resbalar. Se deslizarían como por un tobogán endiablado con un destino incierto. Por lo que sabían, el túnel podría acabar abruptamente en un descenso vertical de varios cientos de metros; caerían en la oscuridad sintiéndose como Alicia en la madriguera del Conejo Blanco, pero sin ningún tipo de magia Disney que los hiciera aterrizar suavemente.

—¿Y ahora? —preguntó Jonás.

Merardo fue a decir algo, pero entonces escucharon un ruido lejano, apenas un murmullo apagado, pero fuerte como una explosión. Se quedaron en silencio, escuchando.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Jonás.

Sin dar tiempo a obtener una respuesta, una segunda explosión se dejó oír en alguna parte.

—Parece que se está desencadenando una guerra ahí arriba —aventuró Merardo—. Sólo espero que sean los nuestros. Ya tardaban mucho. Tenemos un ejército para algo.

—El ejército… —exclamó Jonás, como si pensara en ello por primera vez.

—Es posible que…

Pero entonces hubo un tercer impacto, que hizo temblar el túnel, y Merardo no pudo terminar su frase. La superficie cristalizada se resquebrajó, y empezaron a caer finas cascadas de tierra desde el techo. Los dos hombres se sacudieron, zarandeados por el movimiento, y doblaron las rodillas instintivamente para equilibrarse. El polvo flotaba ahora a su alrededor.

—¡Guau! —soltó Merardo.

La luz del móvil se apagó.

—¡La luz! —graznó Jonás, angustiado.

Merardo volvió a activar el móvil, y la pantalla iluminó las paredes de nuevo.

—No tenemos otra opción —dijo Merardo—. ¡Tendremos que volver atrás!

—¡De acuerdo! —exclamó Jonás.

Pero entonces hubo un tercer impacto, y esta vez el túnel se sacudió todavía con más violencia. Merardo perdió apoyo y se precipitó hacia delante. Cayó sobre la pendiente con las manos extendidas, con el móvil proyectando una esfera de luz difusa a medida que descendía.

Jonás se quedó en la oscuridad, mirando cómo se alejaba. A su alrededor se escuchaba cómo la tierra caía sobre el suelo del túnel: un sonido siseante, arrastrado, como si un millón de serpientes se deslizaran unas sobre otras. La luz del móvil se alejaba mientras Merardo luchaba por darse la vuelta para poner las piernas hacia delante.

No se lo pensó dos veces: aun sabiendo que esa caída podía desembocar en una muerte segura, avanzó en la oscuridad hasta que notó el borde de la pendiente, se acuclilló, y se impulsó hacia delante. Empezó a caer, resbalando suavemente y cobrando velocidad a medida que se deslizaba.

Entonces cerró los ojos.

Estar cayendo sin control durante ese tiempo hizo que su corazón se encabritara como un caballo desbocado. Los sonidos de los bombardeos resonaban en su cabeza, cada vez más distantes, ayudando a crear un entorno opresivo. Si cerraba los ojos, la sensación era todavía más desagradable: no sabía decir si caía de cabeza o al revés, y la sensación de ahogo se pronunciaba. Si los abría, veía la luz del móvil de Merardo a cierta distancia, tornando las paredes del túnel de un color ligeramente azulado. No sabía si caerían por un abismo o si el techo se desplomaría encima. Hasta podrían llegar al lugar donde la máquina o la criatura que había creado el túnel estuviera detenida.

En un momento dado, le pareció que la luz del móvil se acercaba cada vez más. Estaba alcanzando a Merardo.

Poco a poco, fue deteniéndose; la pendiente se hacía cada vez menos pronunciada. Resbaló suavemente los últimos metros y acabó a corta distancia de su compañero, que estaba ya incorporándose.

—¿Estás bien? —preguntó éste.

Jonás jadeaba como si hubiera participado en una maratón.

—Creo… Creo que sí.

—Dios. Eso ha sido…

—Intenso… —continuó Jonás.

—Y peligroso —terminó Merardo—. Esto podía haber acabado mal.

Ayudó a Jonás a incorporarse y luego se giró, con la mano extendida para iluminar. Apenas lo hizo, sin embargo, sintió que su corazón se detenía. Instintivamente, dio unos pasos hacia atrás, negando con la cabeza. Jonás lo vio también. Al principio pensó que sus ojos le engañaban, y pestañeó un par de veces para intentar enfocar mejor, pero unos segundos más tarde, se rendía a la evidencia.

—Jesús —susurró.

Merardo se llevó una mano a la boca.

18 - Emboscada en Mystic River

La ministra de Defensa acababa de terminar su reunión con el general Abras, y le dolía terriblemente la cabeza. Su punto de estrés, la nuca, ardía como si la hubieran marcado con un hierro candente y, por supuesto, había olvidado encargar un poco de ese bálsamo que tan buenos resultados le daba. De haber sabido que todo aquello iba a pasar, se habría hecho con una docena de frascos. Tal y como veía las cosas, no abandonaría el bunker en un millón de años.

—No sé cómo tomarme esto que me ha contado —dijo la ministra tras reflexionar unos momentos.

—Lo entiendo, señora —dijo el general.

—Sin duda lo cambia todo.

—Es posible.

—¿Tenemos alguna posibilidad? —quiso saber la ministra. Había cogido un lapicero y estaba aliviando el picor de la nuca con él.

—Hasta que no sepamos sus intenciones, es difícil decirlo. Por ahora intentaremos defendernos de la amenaza tan bien como podamos. Lo que hemos visto hasta ahora no nos empuja a pensar que estén involucrados, si exceptuamos sus recorridos por todo el planeta.

La ministra asintió.

El teléfono de emergencia volvió a sonar. Lo había hecho hasta cuatro veces durante la reunión, pero lo ignoró sistemáticamente. Necesitaba comprender qué estaba pasando, hasta el último detalle. En los últimos días se había sentido como un títere en una situación que se le escapaba, pero ahora que conocía los detalles, no estaba segura de cómo debía reaccionar. El contraataque estaba empezando en todo el planeta, las naciones cooperaban para coordinarse en un marco de acción internacional incomparable a nada que la Humanidad hubiese conocido, y el general Abras tenía razón cuando decía que, lo más sensato, era coordinar las defensas. Harían eso, y luego estudiarían qué pasaba con ese otro asunto. Tenía dudas sobre si debía dejarles tomar la iniciativa, pero suponía que no tenían otra opción. Cogió el teléfono y escuchó.

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