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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (15 page)

BOOK: La inmortalidad
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Claro que los imajólogos existían antes de que hubieran creado sus poderosas instituciones, tal como las conocemos hoy. Hasta Hitler tenía su imajólogo personal, que se ponía ante él y le enseñaba pacientemente los gestos que debía hacer durante sus discursos para fascinar a las masas. Sólo que si entonces aquel imajólogo hubiera dado a los periodistas una entrevista en la que hubiese divertido a los alemanes contándoles que Hitler no sabía mover las manos, no habría sobrevivido más de medio día a su indiscreción. Hoy, en cambio, el imajólogo no sólo no oculta su actividad sino que con frecuencia habla en lugar de sus hombres de Estado, le explica al público lo que les ha enseñado y lo que ha logrado que olvidaran, cómo van a comportarse, de acuerdo con sus instrucciones, qué formulas utilizarán y qué corbata llevarán puesta. Y no debe extrañarnos su autosuficiencia: la imagología ha conquistado en las últimas décadas una victoria histórica sobre la ideología.

Todas las ideologías fueron derrotadas: sus dogmas fueron finalmente desenmascarados como simples ilusiones y la gente dejó de tomarlos en serio. Los comunistas, por ejemplo, creían que durante el desarrollo del capitalismo el proletario iba a empobrecerse cada vez más, y cuando un buen día se demostró que en toda Europa los obreros iban a su trabajo en coche, tuvieron ganas de gritar que la realidad estaba haciendo trampas. La realidad era más fuerte que la ideología. Y precisamente en este sentido la imagología la superó: la imagología es más fuerte que la realidad, que por lo demás hace ya mucho que no es lo que era para mi abuela, que vivía en un pueblo de Moravia y lo conocía aún todo por su propia experiencia: cómo se hornea el pan, cómo se construye una casa, cómo se mata un cerdo y se hacen con él embutidos, qué se pone en los edredones, qué piensan del mundo el señor cura y el señor maestro; todos los días se encontraba con todo el pueblo y sabía cuántos asesinatos se habían cometido en los alrededores en los diez últimos años; tenía, por así decirlo, un control personal sobre la realidad, de modo que nadie podía contarle que el campo moravo prosperaba cuando en casa no había qué comer. Mi vecino de París pasa su tiempo en una oficina en la que está ocho horas sentado frente a otro empleado, después coge su coche, vuelve a casa, enciende el televisor, y cuando el locutor le informe del sondeo de opinión pública según el cual la mayoría de los franceses ha decidido que su país es el más seguro de Europa (no hace mucho leí semejante sondeo), abrirá de pura felicidad una botella de champagne y jamás sabrá que ese mismo día se cometieron en su calle tres robos y dos asesinatos.

Los sondeos de opinión pública son el instrumento decisivo del poder imajológico, que gracias a ellos vive en total armonía con el pueblo. El imajólogo bombardea a la gente con preguntas: ¿cómo evoluciona la economía francesa?, ¿habrá guerra?, ¿existe en Francia el racismo?, ¿es el racismo bueno o malo?, ¿quién es el mejor escritor de todos los tiempos?, ¿está Hungría en Europa o en Polinesia?, ¿cuál de los hombres de Estado del mundo es más sexy? Y como la realidad es para el hombre de hoy un continente cada vez menos visitado y menos amado, para lo cual tiene motivos suficientes, los veredictos de los sondeos se han convertido en una especie de realidad superior o, por decirlo de otra manera, se han convertido en la verdad. Los sondeos de opinión pública son un parlamento en sesión continua que tiene la función de crear la verdad, la verdad más democrática que jamás haya existido. Como nunca entrará en contradicción con el parlamento de la verdad, el poder de los imajólogos vivirá siempre en la verdad y, aunque sé que todo lo humano es perecedero, no soy capaz de imaginar qué es lo que podría acabar con este poder.

En cuanto a la comparación entre la ideología y la imagología, querría añadir lo siguiente: las ideologías eran como enormes ruedas tras el escenario que daban vueltas y ponían en movimiento las guerras, las revoluciones, las reformas. Las ruedas de la imagología dan vueltas, pero esto no incide sobre la historia. Las ideologías luchaban unas contra otras y cada una de ellas era capaz de llenar con su pensamiento toda una época. La imagología organiza ella misma la alternancia pacífica de sus sistemas al ritmo veloz de las temporadas. Dicho con palabras de Paul: las ideologías pertenecían a la historia, mientras que el gobierno de la imagología comienza allí donde termina la historia.

La palabra
cambio
, tan querida para nuestra Europa, ha adquirido un nuevo significado: no significa un
nuevo estadio de una evolución continua
(como lo entendían Vico, Hegel o Marx) sino
un desplazamiento de un sitio a otro
, de un lado a otro, de aquí hacia atrás, de atrás hacia la izquierda, de la izquierda hacia delante (tal como lo entienden los sastres que inventan un nuevo modelo para la nueva temporada). Si los imajólogos han decidido que en el club de gimnasia al que va Agnes todas las paredes estarán recubiertas de enormes espejos no es porque los que hacen gimnasia necesiten observarse durante sus ejercicios, sino porque en la ruleta imajológica el espejo se ha convertido en este momento en un número afortunado. Si en el momento en que escribo estas páginas todos han decidido que Martin Heidegger debe ser considerado un delirante y un perro sarnoso no es porque su pensamiento haya sido superado por otros filósofos, sino porque en la ruleta imajológica se ha convertido en un número desafortunado, en un anti-ideal. Los imajólogos crean sistemas de ideales y anti-ideales, sistemas que tienen corta duración y cada uno de los cuales es rápidamente reemplazado por otro sistema, pero que influyen en nuestro comportamiento, nuestras opiniones políticas y preferencias estéticas, en el color de las alfombras y los libros que elegimos, tan poderosamente como en otros tiempos eran capaces de dominarnos los sistemas de los ideólogos.

Tras estos comentarios puedo volver al comienzo de la reflexión. El político depende del periodista. ¿De quién dependen los periodistas? De los imajólogos. El imajólogo es un hombre de convicciones y de principios: exige del periodista que su periódico (canal de televisión, emisora de radio) responda al sistema imajológico de un momento dado. Y eso es lo que los imajólogos controlan de tanto en tanto, cuando deciden si van a apoyar a éste o a aquel periódico. Un día también observaron, así desde lo alto, la emisora de radio en la que Bernard es redactor y en la que Paul tiene todos los sábados un breve espacio llamado «El derecho y la ley». Prometieron conseguir para la emisora muchos contratos publicitarios y organizar además para ella una campaña con carteles por toda Francia; pusieron sin embargo condiciones a las que el director del programa, apodado «el Oso», no pudo sino someterse: poco a poco comenzó a acortar los comentarios para que el oyente no se aburriera con extensas reflexiones; hizo que los cinco minutos de monólogo de cada redactor fueran interrumpidos por preguntas de otro redactor para que diera la impresión de un diálogo; ponía muchas más cortinas musicales, dejaba con frecuencia sonar la música por debajo de la palabra y aconsejaba a todos los que hablaban por el micrófono que manifestasen al máximo una ligera soltura y una despreocupación juvenil, gracias a las cuales se embellecían mis sueños matinales, en los que las noticias del tiempo se convertían para mí en ópera cómica. Como le importaba que sus subordinados no dejaran de ver en él a un poderoso oso, intentó con todas sus fuerzas conservar en sus puestos a todos sus colaboradores. Sólo en una cosa cedió. El programa habitual «El derecho y la ley» era considerado por los imajólogos tan evidentemente aburrido que se negaron a discutir acerca de él y lo único que hicieron fue reírse mostrando sus dientes excesivamente blancos. El Oso prometió que en un plazo breve eliminaría el programa, pero después le dio vergüenza haber cedido. Le daba aún más vergüenza porque Paul era su amigo.

El ingenioso aliado de sus sepultureros

El director de informativos era apodado el Oso y resultaba imposible que tuviera otro apodo: era voluminoso, lento, y, aunque fuera un buenazo, todos sabían que era capaz de dar con su zarpa un buen golpe cuando se enfadaba. Los imajólogos que tuvieron el descaro de enseñarle cómo tenía que hacer su trabajo habían conseguido agotar casi toda su bondad osuna. Ahora estaba sentado en el bar de la emisora, rodeado de algunos de sus colaboradores, y decía:

—Esos estafadores de la publicidad son como marcianos. No se comportan como la gente normal. Cuando te dicen a la cara las cosas más desagradables tienen el rostro encendido de felicidad. No emplean más de sesenta palabras y se expresan en frases que nunca pueden tener más de cuatro palabras. Su discurso es la unión de tres términos técnicos que no entiendo y una o, como máximo, dos ideas absolutamente primitivas. No sienten absolutamente ninguna vergüenza y no tienen el menor complejo de inferioridad. Esa es precisamente la prueba de su poder.

Aproximadamente en ese momento apareció en el bar Paul. Al verlo, todos se sintieron incómodos, en especial porque Paul venía de muy buen humor. Se llevó un café del mostrador y se sentó con los demás.

En presencia de Paul, el Oso no se sentía a gusto. Le daba vergüenza haberlo dejado en la estacada y no tener el valor de decírselo a la cara. Le invadió una nueva ola de odio hacia los imajólogos y dijo:

—Hasta estoy dispuesto a hacerles caso a esos cretinos y convertir la información meteorológica en un diálogo de payasos, lo peor es cuando inmediatamente después habla Bernard de un accidente de aviación en el que han muerto cien pasajeros. Aunque estoy dispuesto a dar la vida para que los franceses se diviertan, las noticias no son una payasada.

Todos pusieron cara de estar de acuerdo, menos Paul. Se rió con risa de alegre provocador y dijo:

—¡Pero Oso! ¡Los imajólogos tienen razón! ¡Tú confundes las noticias con una lección escolar!

El Oso pensó que los comentarios de Paul eran a veces bastante ingeniosos pero siempre demasiado complicados y además llenos de palabras desconocidas, cuyo significado buscaba luego en secreto toda la redacción en el diccionario. Pero ahora no quería hablar de eso y dijo con toda dignidad:

—Siempre he tenido una buena opinión del periodismo y no quiero perderla ahora.

Paul dijo:

—Las noticias se oyen igual que se fuma un cigarrillo y se apaga en el cenicero.

—Eso es lo que me cuesta trabajo aceptar —dijo el Oso.

—¡Pero si eres un fumador empedernido! ¿Por qué estás en contra de que se parezcan a cigarrillos? —rió Paul—. Mientras los cigarrillos perjudican tu salud, las noticias no te pueden perjudicar y además son una agradable diversión antes de que empiece un día que va a ser agotador.

—¿La guerra entre Irán e Irak es una diversión? —preguntó el Oso y su compasión hacia Paul se iba mezclando lentamente con irritación—: ¿El accidente de hoy, esa carnicería en el ferrocarril, es tan divertida?

—Cometes el error habitual de creer que la muerte es una tragedia —dijo Paul, al que se le notaba desde la mañana en excelente forma.

—Debo reconocer —dijo el Oso con voz gélida—, que siempre he creído que la muerte era una tragedia.

—Pues te equivocabas —dijo Paul—. Un accidente de ferrocarril es un horror para el que va en el tren o para el que tiene un hijo que está allí. Pero en las noticias la muerte significa lo mismo que en las novelas de Agatha Christie, que dicho sea de paso es la mayor maga de todos los tiempos, porque fue capaz de convertir el asesinato en diversión y no un solo asesinato, sino decenas de asesinatos, centenares de asesinatos, una cadena sin fin de asesinatos cometidos para nuestra satisfacción en el campo de exterminio de sus novelas. Auschwitz ha sido olvidado, pero del crematorio de las novelas de Agatha el humo sube eternamente hacia el cielo y sólo una persona muy ingenua podría afirmar que es el humo de una tragedia.

El Oso se acordó de que precisamente con este tipo de paradojas ejercía Paul desde hacía tiempo su influencia sobre toda la redacción, la cual, cuando los imajólogos fijaron en ella su infausta mirada, apenas si le había servido de apoyo, porque en el fondo consideraba que la actitud de él estaba pasada de moda. Al Oso le daba vergüenza haber cedido, pero al mismo tiempo sabía que no había tenido otra alternativa. Estos compromisos forzados con el espíritu de la época son algo corriente y al fin y al cabo necesarios si no se quiere convocar a una huelga general a todos aquellos a los que no les gusta nuestro siglo. Pero en el caso de Paul no se podía hablar de un compromiso forzado. Se apresuraba a prestar voluntariamente a su siglo su ingenio y su inteligencia y, a juicio del Oso, con excesivo entusiasmo. Por eso le contestó con voz aún más gélida:

—¡Yo también leo a Agatha Christie! Cuando estoy cansado, cuando quiero convertirme en niño durante un rato. Pero si todo nuestro tiempo de vida se convierte en un juego de niños, un buen día perecerá el mundo mientras nosotros parloteemos y nos riamos alegremente.

Paul dijo:

—Prefiero perecer oyendo un parloteo infantil que oyendo la
Marcha Fúnebre
de Chopin. Y te diré algo: en esa marcha fúnebre, que es una glorificación de la muerte, reside todo el mal. Si hubiera menos marchas fúnebres, quizás habría menos muertes. Entiende bien lo que quiero decir: el respeto por la tragedia es mucho más peligroso que la despreocupación del parloteo infantil. ¿Te has dado cuenta de cuál es la eterna premisa de la tragedia? La existencia de ideales a los que se atribuye mayor valor que a la vida humana. ¿Y cuál es la premisa de las guerras? La misma. Te empujan a morir porque al parecer existe algo más valioso que tu vida. La guerra sólo puede existir en el mundo de la tragedia; el hombre desde el comienzo de la historia no conoció otra cosa que el mundo trágico y no es capaz de salirse de él. La época de la tragedia sólo puede acabar con la rebelión de la frivolidad. La gente hoy ya no conoce de la Novena de Beethoven sino los cuatro compases del
Himno a la alegría
que oye cada día en el anuncio del perfume Bella. Eso no me indigna. La tragedia será expulsada del mundo como una actriz vieja y mala que se lleva la mano al corazón y declama con voz ronca. La frivolidad es una cura de adelgazamiento radical. Las cosas perderán el noventa por ciento de su sentido y se harán más ligeras. En semejante atmósfera de ingravidez desaparecerá el fanatismo. La guerra será imposible.

—Estoy encantado de que por fin hayas encontrado la manera de acabar con la guerra —dijo el Oso.

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