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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (11 page)

BOOK: La inmortalidad
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De esto se deduce que, aunque es posible modelar de antemano la inmortalidad, manipularla, prepararla, nunca se realiza tal como fue planeada. El sombrero de Beethoven se hizo inmortal. En ese aspecto el plan salió bien. Pero era imposible determinar previamente cuál iba a ser el sentido que adquiriría el sombrero inmortal.

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—Sabe, Johannes —dijo Hemingway—, a mí también me acusan constantemente. En lugar de leer mis libros, ahora escriben libros sobre mí. Dicen que no quise a mis esposas. Que no me dediqué bastante a mi hijo. Que le di una bofetada a un crítico. Que mentí. Que no fui sincero. Que fui orgulloso. Que fui un machista. Que dije que tenía doscientas treinta heridas y sólo tenía doscientas diez. Que me masturbaba. Que hacía enfadar a mi mamá.

—Eso es la inmortalidad —dijo Goethe—. La inmortalidad es el juicio eterno.

—Si es el juicio eterno, debería haber un juez como Dios manda. Y no una estúpida maestra de escuela con una vara en la mano.

—Una vara en la mano de una maestra estúpida, eso es el juicio eterno. ¿Qué se imaginaba, Ernest?

—No me imaginaba nada. Lo único que esperaba era poder vivir en paz, al menos después de muerto.

—Hizo usted todo lo necesario para ser inmortal.

—En absoluto. Lo único que hice fue escribir libros. Eso es todo.

—¡Precisamente! —rió Goethe.

—No tengo nada en contra de que mis libros sean inmortales. Los escribí de modo que nadie pudiese quitar ni una palabra. Para que soportasen cualquier intemperie. Pero a mí mismo, como hombre, como Ernest Hemingway, ¡me importa un cuerno la inmortalidad!

—Le entiendo perfectamente, Ernest. Pero debió ser más cauteloso cuando estaba vivo. Ahora ya es tarde.

—¿Más cauteloso? ¿Es una referencia a mi fanfarronería? Ya lo sé, cuando era joven me encantaba fanfarronear. Me exhibía delante de la gente. Me alegraba de que se contasen anécdotas sobre mí. ¡Pero, créame, no era lo bastante monstruo como para pensar mientras tanto en la inmortalidad! Cuando un buen día comprendí que se trataba de eso, me dio pánico. Desde entonces dije mil veces que dejasen todos mi vida en paz. Pero cuanto más lo decía peor era. Me fui a vivir a Cuba para perderlos de vista. Cuando me dieron el Premio Nobel me negué a ir a Estocolmo. Se lo digo, me importaba un cuerno la inmortalidad, y le diré aún más: cuando me di cuenta un día de que me tenía cogido, me horrorizó aún más que la muerte. Uno puede quitarse la vida. Pero no puede quitarse la inmortalidad. En cuanto la inmortalidad le hace subir a usted a cubierta, ya no se puede bajar nunca más y aunque se pegue un tiro se queda en cubierta con su suicidio incluido y eso es un horror, Johannes, un horror. Estaba tendido en cubierta, muerto, y a mi alrededor veía a mis cuatro mujeres; estaban sentadas en cuclillas y escribían todo lo que sabían sobre mí y detrás de ellas estaba mi hijo y también escribía, y Gertrude Stein también estaba y escribía y estaban todos mis amigos y contaban en voz alta todas las indiscreciones y difamaciones que alguna vez habían oído contar acerca de mí, y tras ellos se apelotonaba un centenar de periodistas con micrófonos y un ejército de profesores universitarios de toda América lo clasificaba, lo analizaba, lo ampliaba y lo organizaba todo en artículos y libros.

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Hemingway se estremeció y Goethe le cogió del brazo: —¡Tranquilícese, Ernest! Tranquilícese, amigo. Yo le comprendo. Lo que usted relata me recuerda un sueño mío. Fue mi último sueño, después ya no tuve otros o fueron confusos y no fui capaz de diferenciarlos de la realidad. Imagínese la pequeña sala de un teatro de marionetas. Estoy en el escenario, muevo las marionetas y yo mismo recito el texto. Se representa
Fausto
. Mi
Fausto
. ¿Sabe usted que como más hermoso queda el
Fausto
es como teatro de marionetas? El
Fausto
original había sido pensado para marionetas y así es como queda mejor. Por eso estaba tan feliz de que no hubiera actores, era yo mismo quien recitaba los versos, que sonaban ese día más hermosos que nunca. Y de pronto miro la sala y compruebo que está vacía. Eso me deja confundido. ¿Dónde están los espectadores? ¿Es tan aburrido mi
Fausto
que todos se han ido a casa? ¿Ni siquiera merecía yo que me abuchearan? Sin saber qué hacer miré hacia atrás y me quedé paralizado: había supuesto que estarían en la sala y en cambio estaban entre bambalinas y me miraban con ojos grandes y curiosos. Cuando mi mirada se cruzó con las de ellos empezaron a aplaudir. ¡Y yo comprendí que mi
Fausto
no les interesaba en lo más mínimo y que el teatro que querían ver no era el de las marionetas que yo guiaba por la escena, sino yo mismo! ¡No era
Fausto
, sino Goethe! Y entonces se apoderó de mí un horror similar a ése del que habló usted hace un momento. Sentí que querían que dijese algo, pero no podía. Se me cerraba la garganta, dejé las marionetas en el suelo, de modo que quedaron en el escenario iluminado al que nadie miraba. Traté de mantener una serenidad digna, fui en silencio hasta el perchero, en el que colgaba mi sombrero, me lo puse en la cabeza y sin mirar a todos esos curiosos salí del teatro y me fui a casa. Traté de no mirar ni a la derecha ni a la izquierda y sobre todo de no mirar hacia atrás, porque sabía que me seguían. Abrí la casa y cerré rápidamente la pesada puerta detrás de mí. Encontré la lámpara de queroseno y la encendí. La cogí con mano temblorosa y fui hasta mi despacho para olvidar en compañía de mi colección de minerales aquel desagradable acontecimiento. Pero antes de que alcanzara a poner la lámpara sobre la mesa, mi mirada se dirigió hacia la ventana. Allí estaban amontonadas sus caras. Entonces comprendí que nunca me libraría de ellos, ya nunca, nunca más. Me di cuenta de que la lámpara iluminaba mi cara, lo noté al ver los grandes ojos con los que me examinaban. La apagué y al mismo tiempo supe que no debía haberla apagado; ahora sabían que me escondo de ellos, que me dan miedo y serán aún más salvajes. Pero aquel miedo era más fuerte que mi razón y yo huí a mi habitación y saqué de la cama la colcha y me la eché por encima de la cabeza y me quedé de pie en un rincón, apoyado contra la pared.

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Hemingway y Goethe se alejan por los caminos del otro mundo y ustedes me preguntan qué idea es ésta de juntar ahora precisamente a estos dos. ¡Si no hay la menor relación entre uno y otro, si no tienen nada en común! ¿Y qué? ¿Con quién creen que Goethe querría pasar el tiempo en el otro mundo? ¿Con Herder? ¿Con Holderlin? ¿Con Bettina? ¿Con Eckermann? Acuérdense de Agnes. ¡Cuánto horror le producía la idea de tener que volver a oír en el otro mundo el rumor de las voces femeninas que cada sábado oye en la sauna! No ansia estar después de muerta ni con Paul ni con Brigitte. ¿Por qué Goethe iba a querer ver a Herder? Les diré incluso, aunque sea casi una blasfemia, que ni siquiera quiere ver a Schiller. Nunca lo hubiera reconocido en vida, porque es un triste balance no tener en la vida ni un solo gran amigo. Schiller fue para él sin duda el más querido de todos. Pero el más querido sólo significa que fue el más querido de todos los que, sinceramente, no fueron muy queridos. Eran sus coetáneos, no los había elegido él. Ni siquiera a Schiller. Cuando un día advirtió que los tendría toda la vida a su alrededor, la angustia le atenazó la garganta. Nada podía hacer, tenía que resignarse. ¿Pero tenía algún motivo para estar con ellos después de muerto?

Por eso es una manifestación del más sincero amor el que haya yo soñado a su lado a alguien que pudiera interesarle (¡por si lo han olvidado les recuerdo que durante su vida Goethe estuvo fascinado por América!) y que no le recordara a aquella banda de románticos de rostros pálidos que hacia el final de su vida se habían apoderado por completo de Alemania.

—¿Sabe usted, Johannes? —dijo Hemingway—. Es para mí una gran felicidad poder estar con usted. La gente tiembla de respeto ante usted, de modo que todas mis esposas y hasta la vieja Gertrude Stein evitan mi presencia. —Después empezó a reírse—: ¡Si es que no se debe a que esté hecho un increíble adefesio!

Para que estas palabras de Hemingway sean comprensibles debo explicar que los inmortales pueden adoptar en sus paseos por el otro mundo el aspecto de su vida terrenal que más les gustara. Y Goethe eligió el aspecto que tenía en la intimidad en los últimos años; era tal que, a excepción de las personas más próximas, nadie lo reconocía: llevaba en la frente una plaquita verde transparente atada a un cordel alrededor de la cabeza, porque le ardían los ojos; en los pies, pantuflas; y alrededor del cuello, una gruesa bufanda de colores, porque tenía miedo de constiparse.

Cuando oyó que estaba hecho un increíble adefesio se echó a reír feliz, como si Hemingway acabara de hacerle un gran elogio. Luego se inclinó hacia él y le dijo en voz baja:

—Me puse así hecho un adefesio sobre todo por causa de Bettina. Por donde va habla de su gran amor por mí. Así que quiero que la gente vea el objeto de ese amor. En cuanto me vea de lejos, saldrá corriendo. Y yo sé que ella patalea de rabia al verme pasear con este aspecto: sin dientes, calvo y con esta ridícula cosa tapándome los ojos.

Tercera parte

La lucha

Las hermanas

La emisora de radio que escucho pertenece al Estado, por eso no hay anuncios y entre noticia y noticia ponen las últimas canciones de éxito. La emisora de al lado es privada, así que la música es reemplazada por los anuncios, pero éstos se parecen a las canciones hasta tal punto que nunca sé qué emisora estoy oyendo, y lo sé menos aún porque me duermo una y otra vez. Entre sueños me entero de que desde el final de la guerra ha habido" en Europa dos millones de muertos en las carreteras, en Francia todos los años un promedio de diez mil muertos y trescientos mil heridos, todo un ejército de gente sin piernas, sin manos, sin orejas, sin ojos. El diputado Bertrand Bertrand (este nombre es hermoso como una nana), indignado por el terrible balance había hecho algo estupendo, pero para entonces ya me había dormido del todo y no lo supe hasta media hora después, cuando repitieron la noticia: el diputado Bertrand Bertrand, cuyo nombre es hermoso como una nana, había presentado en el Parlamento un proyecto para que se prohibiera la publicidad de la cerveza. En la cámara de diputados se produjo con ese motivo un tormentoso debate, muchos diputados se pronunciaron en contra del proyecto, apoyados por los representantes de la radio y la televisión, porque con la prohibición de los anuncios de cerveza perderían mucho dinero. Después se oye la voz de Bertrand Bertrand: habla de la lucha contra la muerte, de la lucha por la vida. La palabra «lucha» se repite durante la breve intervención unas cinco veces y eso me recuerda inmediatamente mi antigua patria, Praga, las banderas, los carteles, la lucha por la felicidad, la lucha por la justicia, la lucha por el futuro, la lucha por la paz; la lucha por la paz hasta la destrucción de todos por todos, añadía el sabio pueblo checo. Pero ya duermo otra vez (cada vez que alguien pronuncia el nombre de Bertrand Bertrand caigo en un dulce sueño) y cuando despierto oigo un comentario sobre jardinería, de modo que rápidamente muevo el botón hasta la emisora más próxima. Allí se habla del diputado Bertrand Bertrand y de la prohibición de los anuncios de cerveza. Lentamente comienzo a entender las conexiones lógicas: la gente muere en los coches como en un campo de batalla, pero no es posible prohibir los coches porque son el orgullo del hombre moderno; cierto porcentaje de accidentes se debe a que los conductores están borrachos, pero no es posible prohibir el vino porque es desde siempre la gloria de Francia; cierto porcentaje de borracheras es provocado por la cerveza, pero tampoco es posible prohibir la cerveza porque eso entraría en contradicción con los tratados internacionales sobre el libre comercio; cierto porcentaje de quienes beben cerveza son impulsados a ello por la publicidad y ahí está el talón de Aquiles del enemigo, ¡ahí es donde ha decidido dar el puñetazo el valiente diputado! Viva Bertrand Bertrand, me digo, y dado que esas palabras tienen en mí el efecto de una nana, vuelvo inmediatamente a dormirme y no me despierto hasta oír una seductora voz aterciopelada, sí, la reconozco, es Bernard, el locutor, y como si todos los acontecimientos se refiriesen hoy sólo a accidentes de tráfico, da la siguiente noticia: una mujer joven se había sentado la pasada noche en la carretera de espaldas al sentido de la circulación de los vehículos. Tres coches, uno tras otro, habían logrado esquivarla en el último momento y habían acabado deshechos en la cuneta, con muertos y heridos. La suicida, al comprender su fracaso, había abandonado el lugar de la catástrofe sin dejar huellas y sólo las coincidencias en las declaraciones de los heridos dan testimonio de su existencia. Esta noticia me parece horrenda y no puedo volver a dormirme. No me queda más remedio que levantarme, desayunar y sentarme a la mesa de trabajo. Pero durante mucho tiempo no soy capaz de concentrarme, veo a esa joven, sentada de noche en la carretera, encogida, con la frente apretada contra las rodillas, y oigo los gritos que se elevan desde la cuneta. Tengo que alejar violentamente esta imagen para poder continuar con la novela que, si aún lo recuerdan, comenzó cuando yo esperaba en la piscina al profesor Avenarius y veía mientras tanto a una señora desconocida levantar el brazo para despedirse del instructor. Vimos ese gesto de nuevo cuando Agnes se despidió junto a su casa del tímido compañero de colegio. Siguió empleando luego aquel gesto cada vez que algún chico la acompañaba hasta la puerta del jardín después de una cita. Su hermanita Laura, escondida detrás de un arbusto, esperaba a que Agnes regresara; quería ver el beso y observar a la hermana mientras se acercaba sola a la puerta de la casa. Esperaba a que Agnes mirase hacia atrás y levantase el brazo en el aire. En aquel movimiento estaba para ella oculta, como por un hechizo, la nebulosa imagen del amor, del que nada sabía pero que iba a quedar para siempre ligado dentro de ella a la visión de su encantadora y tierna hermana.

Cuando Agnes sorprendió a su hermana tomando prestado su gesto para saludar a sus amigas, no le gustó y, como ya sabemos, desde entonces se despidió de sus amantes con parquedad y sin manifestaciones externas. En esta breve historia de un gesto podemos reconocer el mecanismo al que estaban sometidas las relaciones de las dos hermanas: la más joven imitaba a la mayor, alargaba el brazo hacia ella, pero Agnes siempre se le escapaba en el último momento.

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