La inmortalidad (7 page)

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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

BOOK: La inmortalidad
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Cuando se rompe un vaso eso significa felicidad. Cuando se rompe un espejo cabe esperar siete años de mala suerte. ¿Y cuando se rompen unas gafas? Es la guerra. Bettina declara en todos los salones de Weimar que «esa morcilla gorda se volvió loca y me mordió». La frase va de boca en boca y todo Weimar se muere de risa. Esa frase inmortal, esa risa inmortal, suenan hasta nuestros días.

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La inmortalidad. Goethe no temía esa palabra. En su libro
Memorias de mi vida
, que lleva el famoso subtítulo
Poesía y verdad
, escribe sobre el telón que observaba ansioso en el nuevo teatro de Dresden cuando tenía diecinueve años. Estaba representado, a lo lejos (cito a Goethe),
der Tempe! des Ruhmes
, el Templo de la Fama, y alrededor de él todos los grandes autores teatrales de todas las épocas. Por la zona central que quedaba libre entre ellos, sin prestarles atención, se encaminaba directamente hacia el templo «un hombre con una chaqueta ligera; se le veía desde atrás y no había en él nada de particular. Debía de ser Shakespeare, quien, sin tener predecesores y sin preocuparse por seguir modelos, avanzaba por su cuenta hacia la inmortalidad».

La inmortalidad de la que habla Goethe no tiene, por supuesto, nada que ver con la fe religiosa en la inmortalidad del alma. Se trata de otra inmortalidad distinta, completamente terrenal, de la de quienes permanecerán tras su muerte en la memoria de la posteridad. Cualquiera puede alcanzar una inmortalidad mayor o menor, más corta o más larga, y desde muy joven le da vueltas al asunto en sus pensamientos. Del alcalde de un pueblo de Moravia al que de pequeño yo iba con frecuencia de excursión, contaban que tenía en casa un ataúd preparado para su propio entierro y que en los momentos felices, cuando se sentía especialmente contento de sí mismo, se acostaba en él y se imaginaba su propio entierro. No conocía en su vida nada más hermoso que esos momentos de ensoñación en el ataúd: permanecía en su inmortalidad.

Claro que ante la inmortalidad no hay igualdad entre las personas. Tenemos que diferenciar la denominada pequeña inmortalidad, el recuerdo del hombre en la mente de quienes lo conocieron (ésta era la inmortalidad con la que soñaba el alcalde del pueblo de Moravia), de la gran inmortalidad, que significa el recuerdo del hombre en la mente de aquellos a quienes no conoció personalmente. Hay trayectorias vitales que sitúan al hombre, desde el comienzo, ante esta gran inmortalidad, ciertamente insegura, incluso improbable, pero innegablemente posible: son las trayectorias vitales de los artistas y los hombres de Estado.

De todos los hombres de Estado europeos de nuestra época, el que probablemente más ha pensado en la inmortalidad es Francois Mitterrand. Recuerdo, una ceremonia inolvidable que se produjo tras su elección como presidente en 1981. La plaza del Panteón estaba repleta de una muchedumbre entusiasta y él se distanciaba de ella: subía solo las amplias escaleras (exactamente igual que Shakespeare hacia el Templo de la Fama en el telón sobre el que escribía Goethe) y llevaba en la mano tres rosas. Después desapareció de la vista de la gente y se quedó totalmente solo entre las tumbas de sesenta y cuatro grandes muertos, seguido ya en su reflexiva soledad únicamente por la mirada de la cámara, del equipo de filmación y de varios millones de franceses que tenían los ojos pegados a las pantallas en las que resonaba la Novena de Beethoven. Colocó una tras otra las tres rosas en las tumbas de tres muertos a los que eligió de entre todos. Era como un agrimensor que clava tres rosas como tres banderines en el inmenso campo de construcción de la eternidad, para marcar el triángulo en cuyo centro deberá alzarse su palacio.

Valéry Giscard d'Estaing, que fue presidente antes que él, invitó en 1974 a su primer desayuno en el palacio del Elíseo a unos basureros. Fue el gesto de un burgués sentimental que ansiaba el amor de la gente sencilla y quería que creyeran que era uno de ellos. Mitterrand no era tan ingenuo como para querer parecerse a los basureros (¡éste es un sueño que no se le puede hacer realidad a ningún presidente!), quería parecerse a los muertos, lo cual era mucho más sabio, porque los muertos y la inmortalidad son como una pareja indivisible de amantes, y aquel cuyo rostro se confunde con los rostros de los muertos es inmortal ya en vida.

El presidente norteamericano Jimmy Carter siempre me cayó simpático, pero fue casi amor lo que sentí por él cuando lo vi en la televisión en chándal corriendo con un grupo de colaboradores suyos, entrenadores y gorilas; de pronto se le empezó a cubrir la frente de sudor, su cara se contrajo en un espasmo, los demás corredores se inclinaron hacia él, lo cogieron y lo sostuvieron: era un pequeño ataque al corazón. Eljogging debía haberse convertido en una oportunidad para exhibir ante la nación la eterna juventud del presidente. Por eso se había invitado a las cámaras y no fue culpa suya si, en lugar de un atleta pletórico de salud, tuvieron que exhibir a un hombre envejecido que tiene mala suerte.

El hombre ansía ser inmortal, y la cámara un buen día nos enseña su boca estirada en un triste gesto como lo único que recordamos de él, lo que nos queda de él como parábola de toda su vida. Entra en una inmortalidad que denominamos ridícula.

Tycho Brahe fue un gran astrónomo, pero hoy sólo sabemos de él que durante una cena de gala en la corte imperial de Praga le dio reparo salir para ir al retrete, de modo que se le reventó la vejiga y salió para unirse a los inmortales ridículos como mártir del pudor y la orina. Fue a reunirse con ellos al igual que Christiane Goethe, convertida por los siglos de los siglos en una morcilla rabiosa que muerde. No hay novelista a quien quiera más que Robert Musil. Murió una mañana mientras levantaba pesas. Cuando las levanto yo, controlo angustiado el pulso de mi corazón y tengo miedo de morir, porque morir con una pesa en la mano como mi adorado autor sería un acto digno de un epígono tan increíble, tan enloquecido, tan fanático, que inmediatamente me aseguraría una inmortalidad ridícula.

3

Imaginemos que en tiempos del emperador Rodolfo existieran ya las cámaras (esas que hicieron inmortal a Cárter) y que filmaran el banquete en la corte imperial durante el cual Tycho Brahe se revolvía en su silla, se ponía pálido, cruzaba las piernas y ponía los ojos en blanco. Si además hubiera sido consciente de que le veían varios millones de espectadores, sus padecimientos seguramente habrían aumentado aún más y la risa, que resuena por los pasillos de su inmortalidad, sonaría aún más alta. El pueblo pediría seguramente que la película sobre el famoso astrónomo, que se avergüenza de orinar, se emitiese todos los años por Año Nuevo, cuando la gente quiere reírse y no suele tener de qué.

Esta idea despierta en mí un interrogante: ¿cambia el carácter de la inmortalidad en la época de las cámaras? No dudo al responder: en esencia no, porque el objetivo fotográfico ya estaba aquí mucho antes de ser descubierto; estaba aquí como su propia esencia no materializada. Aunque no la enfocase objetivo alguno, la gente ya se j comportaba como si la estuvieran fotografiando. Alrededor de Goethe nunca pululó una bandada de fotógrafos, pero pululaban a su alrededor las sombras de los fotógrafos arrojadas hacia él desde las profundidades del futuro. Así fue por ejemplo durante su famosa audiencia con Napoleón. Aquella vez, en la cumbre de su fama, el emperador de los franceses reunió en la conferencia de Erfurt a todos los soberanos europeos que debían dar su asentimiento a la división del poder entre él y el zar de los rusos.

En este sentido Napoleón era un verdadero francés y no le bastaba para su satisfacción con enviar a la muerte a cientos de miles de personas, quería además ser admirado por los escritores. Le preguntó a su asesor cultural quiénes eran las autoridades espirituales de la Alemania de entonces y se enteró de que era ante todo un tal señor Goethe. ¡Goethe! Napoleón se dio un golpe en la frente. ¡El autor de
Los sufrimientos del joven Werther
! Cuando estaba en la campaña de Egipto comprobó que sus oficiales leían ese libro. Como lo conocía, se enfadó muchísimo. Reprendió a los oficiales por leer semejantes tonterías sentimentales y les prohibió de una vez para siempre leer novelas. ¡Cualquier novela! ¡Que lean libros de historia, son mucho más útiles! Pero esta vez, satisfecho de saber quién era Goethe, decidió invitarlo. Lo hizo incluso de buen grado, porque los asesores le informaron que Goethe era famoso sobre todo como autor teatral. A diferencia de la novela, Napoleón apreciaba el teatro, porque le recordaba las batallas. Y como él mismo era uno de los principales autores de batallas además de un director de escena insuperable, estaba en lo más profundo de su alma convencido de que era al mismo tiempo el mayor poeta trágico de todos los tiempos, mayor que Sófocles, mayor que Shakespeare.

El asesor cultural era un hombre competente pero con frecuencia se confundía. Goethe, en efecto, se dedicaba mucho al teatro, pero su fama tenía poco que ver con eso. El asesor de Napoleón lo confundía seguramente con Schiller. Y como Schiller estaba muy unido a Goethe, al fin y al cabo no era un error tan tremendo unir a ambos amigos en un solo poeta; es posible incluso que el asesor haya actuado conscientemente, guiado por una elogiable intención didáctica, al crear para Napoleón una síntesis del clasicismo alemán en la figura de Friedrich Wolfgang Schilloethe.

Cuando Goethe (sin intuir que era Schilloethe) recibió la invitación, comprendió enseguida que debía aceptarla. Le faltaba exactamente un año para cumplir los sesenta. La muerte se acercaba y con la muerte la inmortalidad (porque, como dije, la muerte y la inmortalidad forman una pareja indivisible, más hermosa que Marx y Engels, que Romeo y Julieta, que Laurel y Hardy), y Goethe no podía tomarse a la ligera una invitación para una audiencia con un inmortal. Aunque estaba entonces muy ocupado con su ensayo La teoría de los colores, que consideraba la cumbre de su obra, abandonó su mesa de trabajo y fue a Erfurt, donde se produjo el 2 de octubre de 1808 el inolvidable encuentro entre el guerrero inmortal y el poeta inmortal.

4

Rodeado por las inquietas sombras de los fotógrafos, Goethe sube por una ancha escalera. Lo acompaña un ayudante de Napoleón, lo conduce por otras escaleras y otros pasillos hasta un gran salón al fondo del cual, junto a una mesa redonda, Napoleón está sentado y desayuna. A su alrededor se mueven hombres de uniforme que le dan noticias a las que él responde mientras mastica. Al cabo de varios minutos el ayudante se atreve a enseñarle a Goethe, que permanece inmóvil de pie a cierta distancia. Napoleón lo mira y se mete la mano derecha debajo del chaleco, de modo que la palma de su mano toque la última costilla izquierda. (Antes lo hacía porque sufría de dolores de estómago, pero más tarde le gustó aquel gesto y recurría automáticamente a él cuando veía a su alrededor a los fotógrafos.) Traga rápidamente un bocado (¡no es bueno ser fotografiado mientras el rostro se deforma por la masticación, porque los periódicos tienen la maldad de publicar precisamente ese tipo de fotos!) y dice en voz alta, para que todos lo oigan: «¡He aquí un hombre!».

Esa breve frase es precisamente lo que hoy se llama en Francia
une petite phrase
, o sea «una frasecita». Los políticos pronuncian largos discursos en los que repiten una y otra vez lo mismo sin el menor pudor, sabiendo que da exactamente igual que se repitan o no, porque el público de todos modos sólo se enterará de ese par de frases que los periodistas citarán de sus discursos. Para facilitarles el trabajo y orientarlos un tanto, los políticos introducen en sus discursos cada vez más idénticos una o dos frases cortas que hasta ese momento no habían dicho, lo cual es en sí mismo tan inesperado e impresionante que la «frasecita» se hace inmediatamente famosa. El arte de la política no consiste hoy en guiar a la
polis
(ésta se guía sola por la lógica de su oscuro e incontrolable mecanismo), sino en inventar
petites phrases
, a tenor de las cuales el político será visto e interpretado, plebiscitado en los sondeos de opinión pública y también elegido o no elegido en las siguientes elecciones. Goethe aún no conoce la expresión
petite phrase
, pero, como sabemos, las cosas existen en su esencia antes aun de haberse realizado y denominado materialmente. Goethe comprende que lo que acaba de decir Napoleón es una magnífica
petite phrase
que les vendrá estupendamente a ambos. Está satisfecho y se acerca un paso más hacia la mesa de Napoleón.

Pueden decir ustedes lo que quieran sobre la inmortalidad de los poetas, pero los guerreros son aún más inmortales, de modo que con pleno derecho es Napoleón quien le hace las preguntas a Goethe y no al revés. «¿Cuántos años tiene?», le pregunta. «Sesenta», responde Goethe. «Para esa edad tiene muy buen aspecto», dice Napoleón con admiración (tiene veinte años menos) y Goethe se siente satisfecho. Cuando tenía cincuenta era tremendamente gordo, tenía papada y le daba lo mismo. Pero a medida que avanzaban los años pensaba cada vez más en la muerte y se daba cuenta de que no podía entrar en la inmortalidad con una horrible tripa. Por eso decidió adelgazar y pronto se convirtió en un hombre delgado que, aunque ya no era bello, podía al menos despertar el recuerdo de su antigua belleza.

«¿Está casado?», le pregunta Napoleón lleno de sincero interés. «Sí», responde Goethe y hace al decirlo uní breve inclinación. «¿Y tiene hijos?» «Un hijo.» En ese momento se inclina hacia Napoleón un general y le comunica una noticia importante. Napoleón se pone a pensar. Saca la mano del chaleco, pincha un trozo de carne con el tenedor, se lo lleva a la boca (esta escena ya no se fotografía) y responde masticando. Al cabo de un rato se acuerda de Goethe. Lleno de sincero interés le hace una pregunta: «¿Está casado?». «Sí», responde Goethe y hace al decirlo una breve inclinación. «¿Y tiene hijos?» «Un hijo», responde Goethe. «¿Y Carlos Augusto?», pronuncia de pronto Napoleón el nombre del soberano de Goethe, príncipe del Estado de Weimar, a quien por el tono de la voz se nota que no aprecia.

Goethe no puede hablar mal de su señor, pero tampoco puede enfrentarse al inmortal, así que esquiva con diplomacia la cuestión y sólo dice que Carlos Augusto ha hecho mucho por la ciencia y el arte. La referencia a la ciencia y el arte se convierte para el inmortal guerrero en una oportunidad para dejar de masticar, levantarse de la mesa, meter la mano dentro del chaleco, dar un par de pasos en dirección al poeta y ponerse a hablar con él de teatro. En ese momento comienza a murmurar la invisible bandada de fotógrafos, los aparatos empiezan a disparar y el guerrero, que se llevó al poeta a un lado para hablar en confianza, tiene que elevar la voz para que lo oigan todos los que están en el salón. Le propone a Goethe que escriba una obra de teatro sobre la conferencia de Erfurt, que por fin garantizará paz y felicidad a la humanidad. «¡El teatro», dice luego en voz muy alta, «debería convertirse en una escuela para el pueblo!» (Ya es la segunda hermosa
petite phrase
destinada a aparecer al día siguiente como gran titular de extensos artículos en los periódicos.) «¡Y sería estupendo», añade en voz más baja, «que le dedicara usted la obra al zar Alejandro!» (¡Porque de eso se trataba en la conferencia de Erfurt! ¡A ése era a quién Napoleón necesitaba conquistar!) Después le obsequia a Schilloethe con una breve conferencia sobre literatura, durante la cual es interrumpido por las noticias que le dan sus ayudantes y pierde el hilo de sus ideas. Para volver a encontrarlo repite dos veces más, sin conexión ni convicción, las palabras «teatro, escuela del pueblo» y después (sí, por fin encontró el hilo) hace referencia a
La muerte de César
, de Voltaire. A juicio de Napoleón se trata de un ejemplo de cómo un poeta dramático pierde la oportunidad de convertirse en maestro del pueblo. Tenía que haber mostrado en la obra cómo el gran guerrero trabajaba para el bien de la humanidad y cómo la brevedad del tiempo que le fue dado vivir fue la única causa de que no hubiera podido realizar sus intenciones. Las últimas palabras han sido melancólicas y el guerrero mira al poeta a los ojos: «¡He aquí un gran tema para usted!».

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