Pero vuelven a interrumpirle. Al salón han entrado algunos oficiales de alta graduación, Napoleón saca la mano de debajo del chaleco, se sienta a la mesa, pincha un trozo de carne con el tenedor y mastica mientras oye las noticias. Las sombras de los fotógrafos han desaparecido del salón. Goethe echa una mirada a su alrededor. Observa los cuadros en las paredes. Después se acerca al ayudante que lo ha acompañado y le pregunta si debe considerar que la audiencia ha terminado. El ayudante asiente, el tenedor de Napoleón lleva a la boca un trozo de carne y Goethe se aleja.
Bettina era hija de Maximiliane Laroche, la mujer de la que Goethe había estado enamorado a los veintitrés ( años. Si descartamos un par de castos besos, aquel amor no fue corporal, sino puramente sentimental y no tuvo consecuencia alguna, entre otras cosas porque la madre de Maximiliane pronto casó a su hija con el rico comerciante italiano Brentano quien, cuando vio que el joven poeta se disponía a seguir flirteando con su mujer, lo echó de su casa y le prohibió volver a aparecer nunca más. Maximiliane parió luego doce hijos (¡aquel endiablado semental italiano engendró veinte a lo largo de su vida!) y a uno de ellos le puso el nombre de Elisabeth; era Bettina.
A Bettina le atrajo Goethe desde su juventud. En parte, porque ante los ojos de toda Alemania avanzaba hacia el Templo de la Fama, en parte, porque se enteró del amor que había profesado a su madre. Comenzó a interesarse apasionadamente por aquel antiguo amor, tanto más lleno de encanto cuanto más lejano (¡Dios mío, había sucedido trece años antes de que ella naciese!), y lentamente creció dentro de ella la sensación de que tenía ciertos derechos misteriosos con respecto al gran poeta, porque en un sentido metafórico (¿y quién si no un poeta debería tomarse las metáforas en serio?) se consideraba hija suya.
Es de todos sabido que los hombres tienen una lamentable tendencia a evitar las obligaciones derivadas de la paternidad, a no pagar alimentos y a no reconocer a sus hijos. No quieren entender que la esencia del amor es el hijo. Sí, la esencia de todo amor es el hijo y nada importa si fue concebido o si nació. En el álgebra del amor el hijo es el signo mágico de la suma de dos seres. Aunque se ame a una mujer sin llegar a tocarla, hay que tener en cuenta que el amor puede dar fruto y que éste puede venir al mundo incluso trece años después del último encuentro de los enamorados. Algo por el estilo se decía Bettina cuando finalmente decidió ir a Weimar y presentarse ante él. Fue en la primavera de 1807. Tenía veintidós años (casi igual que Goethe cuando le hacía la corte a su madre), pero sentía que seguía siendo una niña. Aquella sensación la protegía misteriosamente, como si la infancia fuera su escudo.
Llevar por delante el escudo de la infancia fue la estratagema que empleó durante toda su vida. Era una estratagema, pero formaba parte también de su naturaleza, porque desde niña se había acostumbrado a jugar a ser una niña. Siempre había estado un poco enamorada de su hermano mayor, el poeta Clemens Brentano, y disfrutaba mucho sentándose en su regazo. Ya entonces sabía disfrutar (tenía catorce años) de la triple ambigüedad de una situación en la que era, al mismo tiempo, niña, hermana y mujer necesitada de amor. ¿Es posible echar a un niño de nuestro regazo? Ni siquiera Goethe era capaz de hacerlo.
Se le sentó en el regazo ya en 1807, el día de su primer encuentro, si podemos confiar en la descripción que ella misma hizo: al comienzo se sentó frente a Goethe en un sofá; él hablaba en un tono convencionalmente compungido sobre la duquesa Amelia, que había muerto unos días antes. Bettina dijo que no se había enterado de aquello. «¿Cómo?», se asombró Goethe. «¿No le interesa a usted la vida de Weimar?» Bettina dijo: «Sólo me interesa usted». Goethe sonrió y dijo a la joven esta frase decisiva: «Es usted una niña encantadora». En cuanto oyó la palabra «niña», Bettina perdió el miedo. Afirmó que estaba incómoda y saltó del sofá. «Siéntese entonces como esté más cómoda», dijo Goethe y Bettina se le echó al cuello y se le sentó en el regazo. Se sentía tan a gusto allí sentada que, arrimada a él, al cabo de un rato se durmió.
Es difícil saber si fue así como sucedió o si Bettina nos engaña, pero si nos engaña es aun mejor: nos confiesa cómo quiere que la veamos y describe el método que emplea con los hombres: como una niña había sido descaradamente sincera (había afirmado que la muerte de la condesa le daba lo mismo y que estaba incómoda en el sofá, a pesar de que antes que ella decenas de visitantes habían estado encantados de sentarse allí); como una niña se le había echado al cuello y se le había sentado en el regazo; y para colmo: como una niña se había dormido.
Nada más ventajoso que adoptar la posición de una niña: las niñas se pueden permitir hacer lo que quieren porque son inocentes y carecen de experiencia; no tienen que respetar las reglas del comportamiento en sociedad porque aún no han ingresado al mundo en el que rige la formalidad; pueden poner de manifiesto sus sentimientos sin tomar en cuenta si la ocasión es o no es adecuada. Las personas que se negaban a ver en Bettina a una niña decían que era extravagante (en una ocasión se puso a bailar de alegría, se cayó y se abrió la cabeza contra la esquina de una mesa), maleducada (en presencia de otras personas se sentaba en el suelo en lugar de hacerlo en una silla) y sobre todo catastróficamente afectada. En cambio quienes estaban dispuestos a verla como una eterna niña estaban encantados con su espontánea naturalidad.
Goethe se quedó impresionado por la niña. Recordó su juventud y le regaló a Bettina una hermosa sortija. En su diario ese día apuntó escuetamente: «Mamsel Brentano».
¿Cuántas veces se encontraron en la vida estos famosos amantes, Goethe y Bettina? Ella volvió a visitarlo ese mismo año de 1807 en otoño y se quedó en Weimar diez días. Después volvió a verlo al cabo de tres años: fue a pasar tres días al balneario checo de Teplice donde, sin que ella lo supiera, Goethe estaba tomando las beneficiosas aguas. Y un año más tarde se produjo la decisiva visita a Weimar, donde, al cabo de dos semanas de estancia, Christiane le tiró las gafas al suelo.
¿Y cuántas veces se quedaron de verdad a solas, cara a cara? Tres, cuatro veces, difícilmente más. Pero cuanto menos se veían, más se escribían o, para ser más precisos, más le escribía ella. Le escribió cincuenta y dos largas cartas en las que lo tuteaba y no le hablaba más que de amor. Pero además de la avalancha de palabras no sucedió entre ellos nada más y podemos ciertamente preguntarnos por qué su historia de amor se hizo tan famosa.
La respuesta es la siguiente: se hizo famosa porque desde el comienzo se trató de algo distinto al amor.
Goethe empezó a intuirlo pronto. La primera vez se sintió muy intranquilo cuando Bettina le confesó que mucho tiempo antes de su primera visita a Weimar se había hecho muy amiga de la anciana madre de él, quien, al igual que ella, vivía en Frankfurt. Bettina le había preguntado por su hijo y la mamá, satisfecha y orgullosa, le había contado durante días enteros docenas de recuerdos. Bettina había pensado que su amistad con la madre le abriría las puertas de la casa y el corazón de Goethe. Pero sus cálculos no salieron del todo bien. La adoración de la madre le parecía a Goethe un tanto cómica (nunca había ido a verla desde Weimar) e intuía un peligro en la alianza de la extravagante joven con la ingenua madre.
Imagino que cuando Bettina le contó las historias de las que se había enterado acerca de él gracias a la vieja señora Goethe, experimentó sensaciones muy encontradas. Al principio se sintió naturalmente halagado por el interés que la joven manifestaba hacia él. El relato de ella despertaba en él muchos recuerdos dormidos que le agradaban. Pero pronto empezó a encontrar también entre ellos episodios que no podían haber ocurrido o en los cuales se encontraba tan ridículo que no debían haber ocurrido. Además su infancia y su juventud adquirían en boca de Bettina cierta tonalidad y cierto sentido que no le convenían. No porque Bettina quisiese utilizar contra él los recuerdos de su juventud, sino porque a uno (a cualquiera, no sólo a Goethe) le molesta oír relatar su vida en una interpretación distinta de la propia. Así que Goethe se sintió amenazado: esa chica que se mueve en un ambiente de jóvenes intelectuales del movimiento romántico (Goethe no sentía hacia ellos la menor simpatía) es peligrosamente ambiciosa y se considera (con una naturalidad que no está lejos de la desvergüenza) una futura escritora. Y además un día se lo dijo sin rodeos: le gustaría escribir un libro con los recuerdos de su madre. ¡Un libro sobre él, sobre Goethe! En ese momento entrevió tras las manifestaciones de amor la amenazadora agresividad de la pluma y empezó a ponerse en guardia.
Precisamente porque estaba en guardia ante ella, hacía todo lo posible para no serle antipático. Era demasiado peligrosa para que pudiera permitirse convertirla en su enemiga; prefirió mantenerla bajo un constante y amable control. Pero al mismo tiempo sabía que no podía exagerar la amabilidad, porque el menor gesto que ella pudiera interpretar como una manifestación de simpatía amorosa (y ella estaba dispuesta a interpretar como declaración de amor hasta un estornudo suyo) la habría vuelto más osada.
Una vez le escribió: «No quemes mis cartas, no las rompas; eso sería perjudicial para ti, porque el amor que en ellas expreso está unido a ti firme, verdadera, vivamente. Pero no se las enseñes a nadie. Tenias escondidas como una belleza oculta». Primero se rió de la seguridad con la que Bettina consideraba que sus cartas eran bellas, pero luego le llamó la atención esta frase: «¡Pero no se las enseñes a nadie!». ¿Por qué se lo decía? ¿Acaso tenía él la menor intención de enseñárselas a alguien? Con el imperativo «no las enseñes» Bettina ha puesto al descubierto indirectamente sus ganas de «enseñar». El no dudaba de que sus cartas, las que de vez en cuando le escribía a ella, iban a tener también otros lectores, y sabía que se encontraba en la situación del acusado a quien el tribunal le ha comunicado: todo lo que diga a partir de ahora puede ser utilizado en su contra.
Por eso intentaba entre la amabilidad y el distanciamiento delimitar cuidadosamente un camino intermedio: a sus cartas extasiadas respondía con mensajes que eran a la vez amistosos y distantes, y a su tuteo respondió durante mucho tiempo tratándola de usted. Cuando se encontraban en una misma ciudad era paternalmente amable con ella y la invitaba a casa, pero procuraba que se viesen siempre en presencia de otras personas.
¿Qué es lo que de verdad había entre ellos?
En 1809 Bettina le escribe: «Tengo la firme voluntad de amarte hasta la eternidad». Lean con cuidado esta frase aparentemente trivial. Mucho más importantes que la palabra «amar» son en ella las palabras «eternidad» y «voluntad».
No voy a seguir manteniéndolos en tensión. Lo que había entre ellos no era amor. Era inmortalidad.
En 1810, durante los tres días en que por casualidad se encontraron los dos en Teplice, le confesó que pronto se casaría con el poeta Achim von Arnim. Se lo dijo probablemente con cierta prevención, porque no sabía si Goethe iba a considerar que su boda representaba una traición al amor que extasiada le declaraba. No era suficientemente buena conocedora de los hombres como para prever la silenciosa satisfacción que con ello le proporcionaba a Goethe.
En cuanto ella se va, escribe a Weimar una carta a Christiane y en ella una frase alegre: «
Mit Arnim ist wohl gewiss
». «Lo de Arnim es totalmente seguro.» En la misma carta se alegra de que Bettina estuviera «realmente más guapa y simpática que otras veces» y nosotros intuimos por qué le había causado esa impresión: se sentía seguro de que la existencia de un marido lo protegería a partir de entonces de sus extravagancias, que hasta ahora le habían impedido valorar sus encantos a placer y en buen estado de ánimo.
Para comprender la situación no debemos olvidar algo importante: Goethe era desde su más tierna juventud un seductor; cuando conoció a Bettina lo era por lo tanto sin interrupción desde hacía cuarenta años; durante ese período se había ido creando en su alma un mecanismo de reacciones y gestos de seducción que se ponía en movimiento al menor estímulo. Hasta entonces había tenido que mantenerlo inmóvil ante Bettina, siempre con gran esfuerzo. Pero cuando comprendió que «lo de Arnim es seguro», pensó con alivio que su cautela ya no iba a ser necesaria.
Por la noche ella fue a su habitación y volvió a poner cara de niña. Le contó algo encantadoramente inconveniente y, mientras él permanecía en su sillón, se sentó frente a él en el suelo. El estaba de buen humor («¡lo de Arnim es seguro!»), se agachó hacia ella y le acarició la mejilla como se la acariciaríamos a una niña. En ese momento la niña dejó de hablar y elevó hacia él unos ojos llenos de deseo femenino y exigencia. El le cogió la mano y la levantó del suelo. No olvidemos la escena: estaba sentado, ella frente a él y en la ventana se ponía el sol. Ella lo miraba a los ojos, él la miraba a los ojos, la máquina de la seducción se había puesto en marcha y él no lo impedía. Con una voz un tanto más profunda que otras veces y sin dejar de mirarla a los ojos la invitó a que descubriera ante él sus pechos. Ella nada dijo, nada hizo; se ruborizó. Se levantó del sillón y él mismo le desabrochó el vestido a la altura del pecho. Seguía mirándola a los ojos y el color rojo del atardecer se mezclaba en su piel con el rubor que la bañaba desde el rostro hasta el estómago. Le puso la mano en el pecho: «¿Nunca te habían tocado el pecho?», le preguntó. «No», respondió Bettina. «Y es tan especial cuando me tocas», y siguió mirándolo a los ojos. Sin quitar la mano de su pecho la miraba también a los ojos y observaba prolongada y ansiosamente el pudor de una chica cuyo pecho aún nadie había tocado.
Así es aproximadamente como la propia Bettina registró esta escena, que con toda probabilidad no tuvo continuación alguna y quedó en medio de la historia de ambos, más retórica que erótica, como una única magnífica joya de excitación sexual.
Cuando se separaron, quedó durante mucho tiempo en ellos la huella de aquel momento mágico. En la carta posterior al encuentro, Goethe la llama
allerliebste
, la más querida. Pero no por eso olvida lo que estaba en juego e inmediatamente en la carta siguiente le comunica que empieza a escribir
Memorias de mi vida
,
Dichtung und Wahrheit
, y que necesita su ayuda: su madre ya no vive y nadie más puede recordarle su juventud. Como Bettina había pasado mucho tiempo con ella, ¡que escriba lo que la anciana señora le había contado y que se lo envíe!