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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (3 page)

BOOK: La inmortalidad
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Al conocerlo, la madre se enamoró sin duda del padre, lo cual no era de extrañar, porque era un hombre guapo y a los treinta años ya era profesor universitario, profesión aún digna de respeto en aquella época. No sólo estaba contenta de tener un marido envidiable, sino que estaba aún más contenta de poder aportarlo como un regalo a su familia, a la que estaba vinculada por la tradición de la vieja solidaridad campesina. Pero como el padre no era muy sociable y cuando estaba rodeado de gente solía permanecer en silencio (nadie sabe si por timidez o porque pensaba en otras cosas, es decir si su silencio expresaba modestia o falta de interés), todos se quedaron más indecisos que felices con el regalo.

A medida que pasaba la vida y ambos envejecían, la madre fue atándose cada vez más a su familia, entre otras cosas porque el padre estaba eternamente encerrado en su despacho mientras ella sentía una imperiosa necesidad de hablar, de modo que pasaba horas hablando por teléfono con sus hermanas, hermanos, primas y sobrinas, participando cada vez más de sus preocupaciones. Cuando ahora Agnes piensa en ello, le parece que la vida de la madre fue como un círculo: salió de su medio, se adentró valientemente en otro mundo del todo diferente y después regresó de nuevo: vivía con el padre y dos hijas en una casa con jardín, y varias veces al año (navidades, cumpleaños) invitaba a todos sus parientes a grandes fiestas familiares; imaginaba que después de la muerte del padre (que se anunciaba desde hacía ya tiempo, de modo que todos lo miraban amablemente como a alguien a quien ya se le había acabado el período oficial de residencia planeado) irían a vivir con ella la hermana y la sobrina.

Pero murió la madre y el padre siguió viviendo. Cuando Agnes fue a verlo con su hermana Laura dos semanas después del entierro, lo encontraron sentado a la mesa con un montón de fotografías rotas. Laura las recogió y después empezó a gritar: «¡Cómo es que rompes las fotografías de mamá!».

Agnes también se inclinó para ver el desastre: no, no eran exclusivamente fotografías de la madre, en la mayoría estaba el padre solo, en algunas estaba con la madre y en otras estaba la madre sola. Al verse sorprendido por las hijas, el padre permaneció en silencio y no dio explicaciones. Agnes le chilló a su hermana: «¡No le grites a papá!», pero Laura siguió gritando. El padre se levantó, se marchó a la habitación de al lado y las dos hermanas discutieron como nunca lo habían hecho antes. Laura se fue al día siguiente a París y Agnes se quedó. Fue entonces cuando el padre le comunicó que había buscado un pequeño apartamento en el centro de la ciudad y había decidido vender la casa. Esa fue otra sorpresa. A todos les parecía que el padre era un hombre torpe, que había dejado las riendas de la vida práctica en manos de la madre. Todos pensaban que iba a ser incapaz de vivir sin la madre, no sólo porque sería incapaz de resolver lo que fuera, sino porque ni siquiera sabría lo que quería, ya que hacía tiempo que le había entregado también su voluntad. Pero cuando decidió cambiar de casa, de pronto, sin la menor vacilación, un par de días después de la muerte de ella, Agnes comprendió que estaba haciendo realidad algo en lo que pensaba desde hacía tiempo y que, por lo tanto, sabía bien lo que quería. Y aquello era aún más interesante porque ni siquiera él podía imaginar que iba a vivir más que la madre, de modo que no había podido pensar en el pequeño apartamento en la ciudad vieja como un proyecto real sino tan sólo como un sueño. Vivía con la madre en la casa, paseaba por el jardín, recibía las visitas de las hermanas y las primas de ella, ponía cara de escuchar lo que decían, pero mientras tanto en su imaginación vivía solo, en un apartamento de soltero; después de la muerte de la madre no hizo más que irse a vivir allí donde su espíritu llevaba tiempo viviendo.

Aquélla fue la primera vez en que él se le apareció como un misterio. ¿Por qué había roto las fotografías? ¿Y por qué llevaba tanto tiempo soñando con un apartamento de soltero? ¿Y por qué no podía respetar el deseo de la madre de que a la casa fueran a vivir su hermana y su sobrina? Hubiera sido más práctico: seguro que se habrían ocupado de su enfermedad mejor que la enfermera que tendría que contratar. Cuando le preguntó por los motivos del cambio de casa, recibió una respuesta muy sencilla: «¿Y qué quieres que haga una persona sola en una casa tan grande?». Era imposible sugerirle que llevase a vivir consigo a la hermana de la madre y a su hija, porque resultaba evidente que no quería. Y entonces pensó que también el padre volvía, describiendo un círculo, al punto de partida. La madre: de la familia, pasando por el matrimonio, a la familia. El: de la soledad, pasando por el matrimonio, a la soledad.

La primera vez que enfermó gravemente fue muchos años antes de la muerte de la madre. Aquella vez Agnes se había tomado dos semanas de vacaciones para poder estar a solas con él. Pero no lo consiguió, porque la madre no los dejó a solas ni un momento. En una ocasión fueron a verlo dos colegas de la universidad. Le hicieron muchas preguntas, pero en su lugar respondía la madre. Agnes no pudo contenerse: «¡Por favor, deja hablar a papá!». Se ofendió: «¿Es que no ves que está enfermo?». Cuando al cabo de aquellos catorce días su estado de salud mejoró un poquito, Agnes logró por fin ir dos veces de paseo con él. Pero la tercera vez ya fue la madre con ellos.

Un año después de la muerte de la madre, su enfermedad empeoró bruscamente. Agnes fue a verlo, estuvo con él tres días, al cuarto por la mañana murió. Por primera vez durante esos tres días pudo estar con él tal como siempre había deseado. Pensaba que ambos se habían querido pero no habían podido conocerse de verdad porque no habían tenido suficientes ocasiones de estar juntos a solas. Cuando más ocasiones tuvieron fue entre los ocho y los doce años de Agnes, porque su madre tenía que dedicarse a la pequeña Laura. En aquella época salían a dar largos paseos por el campo y él le respondía a un montón de preguntas. Fue entonces cuando le contó lo de la computadora divina y muchas otras cosas. De aquellas conversaciones sólo le quedaron frases sueltas, como añicos de platos de gran valor que, ya de mayor, intentaba reconstituir.

Con su muerte, terminó la dulce soledad compartida por los dos. Llegó el entierro y con él todos los parientes de la madre. Pero como la madre no estaba, nadie trató de organizar un banquete fúnebre y todos se despidieron rápidamente. Además, los parientes habían interpretado la venta de la casa y el traslado a un pequeño apartamento como un gesto de rechazo. Ahora sólo pensaban en que las dos hijas serían ricas porque la casa debía de tener un precio muy elevado. Pero el notario les dijo que el padre había dejado todo lo que tenía en el banco a la sociedad de matemáticos de la que era fundador. Aquello lo convirtió para ellos en un ser aún más ajeno de lo que había sido en vida. Era como si con su testamento les hubiera pedido que tuvieran la amabilidad de olvidarle.

Poco después de la muerte de él, Agnes comprobó que habían ingresado en su cuenta bancaria una gran cantidad de dinero. Lo comprendió todo. Aquel sujeto poco práctico que parecía haber sido su padre había actuado con gran astucia. Hacía ya diez años, cuando su vida estuvo en peligro por primera vez y ella había ido dos semanas a verlo, le hizo abrir una cuenta en Suiza, a la que poco antes de morir había traspasado casi todo su dinero, y lo poco que quedaba lo había dejado a la sociedad científica. Si le hubiera dejado todo a Agnes en su testamento, habría herido inútilmente a su otra hija; si hubiera traspasado discretamente todo el dinero a la cuenta de ella sin fijar una cantidad simbólica para los matemáticos, todos se habrían puesto a investigar, intrigados, qué había ocurrido con el dinero.

En un primer momento se dijo que debía repartir el dinero con su hermana. Agnes era ocho años mayor y nunca había podido librarse de una sensación de responsabilidad hacia su hermana. Pero finalmente no le dijo nada. No por avaricia, sino porque hubiera traicionado a su padre. Era evidente que con el regalo había querido decirle algo, indicarle algo, darle un consejo que no había tenido tiempo de transmitirle en vida y que ahora debía guardar como un secreto que sólo pertenecía a ellos dos.

5

Aparcó el coche, bajó y se puso a caminar por una ancha avenida. Sentía cansancio y hambre y, como le resultaba triste almorzar sola en un restaurante, pensaba comer algo rápido en el primer
bistrot
que encontrase. Tiempo atrás hubo en ese barrio muchos simpáticos restaurantes bretones y tascas baratas en las que podían comerse cómodamente
crêpes y galettes
acompañadas de sidra. Pero un día desaparecieron todas esas tascas y en su lugar aparecieron unos comedores modernos que llevan el triste nombre de fast food. Venció su repugnancia y se dirigió a uno de ellos. A través del cristal veía a la gente en las mesas, inclinada sobre grasientas bandejas de papel. Su mirada se detuvo en una chica con la piel muy pálida y los labios pintados de rojo. Terminó de comer en ese momento, apartó a un lado un vaso de Coca-Cola vacío, echó hacia atrás la cabeza y se metió entero en la boca el dedo índice; le dio vueltas durante largo rato, poniendo los ojos en blanco. El hombre de la mesa de al lado estaba casi tumbado en la silla y, los ojos fijos en la calle, abría la boca. No era un bostezo que tuviera principio y fin, era un bostezo interminable como una melodía de Wagner: la boca iba cerrándose a ratos pero nunca del todo, sino que volvía una y otra vez a abrirse de par en par, mientras que en un movimiento contrario al de la boca sus ojos fijos en la calle se entrecerraban y volvían a abrirse. Bastantes personas más bostezaban, enseñando los dientes, los empastes, las coronas, las dentaduras postizas y ninguna de ellas se tapaba la boca. Un niño vestido de rosa recorría las mesas, con un osito cogido por una pierna, y él también abría la boca; pero era evidente que no bostezaba sino que gritaba. De vez en cuando le daba con el osito a alguno de los clientes. Las mesas estaban muy juntas, de modo que incluso a través del cristal era evidente que cada uno de ellos tenía que tragar, junto con la comida, el olor del sudor que exhalaba la piel del vecino debido al calor de aquel día de junio. La ola de fealdad visual, olfativa, gustativa (imaginaba con intensidad el sabor de la grasienta hamburguesa rociada con agua dulce) le golpeó en la cara con tal fuerza que dio media vuelta, decidida a buscar otro sitio donde calmar el hambre.

La acera estaba tan llena que se caminaba con dificultad. Las altas figuras de dos nórdicos pálidos de cabellos rubios se abrían paso entre la multitud delante de ella: un hombre y una mujer, que sobresalían ambos dos cabezas por encima de la masa de franceses y árabes. A cada uno le colgaba de la espalda una mochila rosada y del vientre una criatura sujeta con un correaje especial. Al cabo de un rato desaparecieron de su vista y vio ante sí a una mujer vestida con unos pantalones anchos que le llegaban justo por encima de la rodilla, como correspondía a la moda de ese año. Su trasero parecía con ese atuendo aún más grueso y próximo al suelo, y los muslos desnudos y pálidos parecían un jarrón de artesanía decorado con el relieve de las varices, de un azul intenso, retorcidas como un ovillo de pequeñas serpientes. Agnes se dijo: esa mujer podría encontrar veinte vestidos distintos que harían su trasero menos monstruoso y cubrirían las venas azules. ¿Por qué no lo hace? ¡Ya no se trata sólo de que la gente no procure ser más guapa cuando sale, se trata de que ni siquiera intenta ser menos fea!

Se dijo: cuando el asalto de la fealdad se vuelva completamente insoportable, compraré en la floristería un nomeolvides, un único nomeolvides, ese delgado tallo con una florecita azul en miniatura, saldré con él a la calle y lo sostendré delante de la cara con la vista fija en él para no ver más que ese único hermoso punto azul, para verlo como lo último que quiero conservar para mí y para mis ojos de un mundo al que he dejado de querer. Iré así por las calles de París, la gente comenzará pronto a conocerme, los niños irán corriendo pronto tras de mí, se reirán de mí, me tirarán cosas y todo París me llamará:
la loca del nomeolvides

Siguió su camino: con el oído derecho registraba la marea musical, el golpear rítmico de la percusión que llegaba hasta ella desde las tiendas, las peluquerías, los restaurantes: en el oído izquierdo caían todos los sonidos de la calzada: el zumbido monolítico de los coches, el ruido aplastante del autobús que se ponía en marcha. Después la atravesó el sonido agudo de una motocicleta. No pudo evitar ponerse a investigar de inmediato quién le producía ese dolor físico: una chica con vaqueros, con el pelo negro ondeando tras ella, erguida en una pequeña motocicleta como si estuviera ante una máquina de escribir; la motocicleta no tenía silenciador y hacía un ruido horrendo.

Agnes recordó a la joven que había entrado unas horas antes en la sauna para enseñarles su yo, para obligar a otros a aceptarlo, exclamando ya desde el umbral que odiaba la ducha caliente y la modestia. Agnes estaba segura de que era la misma motivación la que llevaba a la chica del pelo negro a desmontar el silenciador de la motocicleta. No era la máquina la que hacía ruido, era el yo de la chica de pelo negro; aquella chica, para hacerse oír, para penetrar en la conciencia de los demás, había fijado a su alma el ruidoso escape del motor. Agnes miraba el pelo ondulante de aquella alma ruidosa y se daba cuenta de que deseaba intensamente la muerte de la chica. Si ahora chocase contra el autobús y quedase en medio de un charco de sangre en el asfalto, Agnes no sentiría horror ni tristeza, sólo satisfacción.

Inmediatamente se asustó de su odio y se dijo: el mundo ha llegado al límite de una frontera; si la cruza todo puede convertirse en una locura: la gente andará por la calle con un nomeolvides en la mano o se matará a primera vista. Y bastará muy poco, una gota de agua que haga que se desborde el vaso: que haya por ejemplo en la calle un coche, una persona o un decibelio más. Hay una especie de límite cuantitativo que no debe superarse, sólo que nadie lo vigila y es probable que ni siquiera se sepa que existe.

Siguió caminando por la acera y había cada vez más gente y nadie le cedía el paso, de modo que bajó a la calzada y siguió su camino entre la acera y los coches en marcha. Era una antigua experiencia suya: la gente no le cedía el paso. Lo sabía, lo sentía como un infausto sino y con frecuencia trataba de quebrantarlo: intentaba armarse de valor, avanzar con coraje, no apartarse de su camino y obligar al que venía hacia ella a hacerse a un lado, pero nunca lo lograba. En esta cotidiana, trivial prueba de fuerzas ella era siempre la derrotada. Una vez vino hacia ella un niño de unos siete años, Agnes trató de no apartarse de su camino pero al final no le quedó otro remedio para evitar chocar contra el niño.

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