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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (2 page)

BOOK: La inmortalidad
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El sábado era siempre para Agnes el día más fatigoso. Paul, su marido, se iba antes de las siete y se quedaba a comer con alguno de sus amigos, mientras ella empleaba el día libre para hacer frente a las mil obligaciones pendientes, mucho más desagradables que las de su trabajo: tenía que ir a correos y pasarse media hora en una cola, comprar en el supermercado, donde discutía con la dependienta y perdía el tiempo esperando el turno para pagar, llamar al fontanero y rogarle que viniera a la hora establecida para que ella no tuviera que quedarse todo el día en casa por su culpa. Mientras tanto trataba de encontrar un momento para descansar en la sauna, a la que no tenía tiempo de ir durante la semana; y se pasaba siempre el final de la tarde con el aspirador y un trapo, porque la asistenta que iba los viernes era cada vez más descuidada.

Pero este sábado era distinto a otros sábados: hacía precisamente cinco años que había muerto su padre. Ante sus ojos volvió a desarrollarse una escena: el padre está sentado, con la cabeza inclinada sobre un montón de fotografías rotas, y la hermana de Agnes le grita: «¡Cómo puedes romper las fotografías de mamá!». Agnes defiende al padre y las dos hermanas discuten llenas de repentino odio.

Subió al coche que estaba aparcado delante de la casa.

3

El ascensor la llevó hasta el último piso de un moderno edificio, donde había un club de gimnasia, con una piscina grande para nadar, otra piscina pequeña para masaje subacuático, sauna, baño turco y vistas sobre París. Los altavoces llenaban el vestuario de música de rock. Hacía diez años, cuando había empezado a ir, el club tenía pocos socios y había tranquilidad. El club mejoraba de año en año: cada vez había más cristal, luces, flores artificiales y cactus, más altavoces, más música y también cada vez más gente, que además se había duplicado a partir del momento en que comenzó a reflejarse en los enormes espejos con los que la dirección del club decidió revestir todas las paredes del gimnasio.

Se acercó al armario del vestuario y comenzó a desnudarse. A escasa distancia oía la conversación de dos mujeres. Una de ellas, en voz baja y lenta, con tono agudo, se quejaba de que su marido dejaba todas las cosas tiradas por el suelo: libros, calcetines, periódicos y hasta las cerillas y la pipa. La otra hablaba con voz de soprano y al doble de velocidad; la costumbre francesa de pronunciar la última sílaba de la frase una octava más alta hacía que el ritmo de su conversación se pareciese al cacareo enfadado de una gallina: «¡Eso sí me parece fatal por tu parte! ¡Haces muy mal! ¡Eso me parece fatal! ¡Tienes que decírselo con toda claridad! ¡Eso no se lo puede permitir! ¡Es tu casa! ¡Tienes que decírselo con firmeza! ¡No puede permitirse hacer lo que le dé la gana!». La segunda, como si sufriera por el conflicto entre la amiga cuya autoridad reconocía y el marido al que amaba, explicaba melancólicamente: «Es que él es así. Siempre lo ha tirado todo al suelo». «¡Pues tiene que dejar de hacerlo! !Es tu casa! ¡Eso no se lo puede permitir! ¡Tienes que decírselo con toda claridad!», decía la segunda.

Agnes no participaba en estas conversaciones; nunca hablaba mal de Paul, aunque sabía que con ello se distanciaba un tanto de las demás mujeres. Buscó con la mirada a la voz alta: era una chica jovencita de pelo rubio y cara de ángel.

«¡No, no! ¡Tiene que saber que estás en tu derecho! ¡No puede portarse de ese modo!», continuó la chica y Agnes se fijó en que al decir estas palabras hacía con la cabeza rápidos movimientos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda y al mismo tiempo levantaba los hombros y las cejas, como si manifestase su enfadado asombro por el hecho de que alguien se negase a reconocer los derechos humanos de su amiga. Conocía ese gesto: precisamente así es como mueve la cabeza y al mismo tiempo levanta las cejas y los hombros Brigitte, su hija.

Agnes se desnudó, cerró el armario y por una puerta de hojas batientes salió a una sala revestida de azulejos en la que a un costado estaban las duchas y al otro la puerta de cristal que daba a la sauna. Las mujeres estaban allí muy juntas, sentadas en bancos de madera. Algunas llevaban puestas unas curiosas prendas de material plástico, que formaban alrededor del cuerpo (o de determinada parte del cuerpo, con frecuencia la barriga y el trasero) un envoltorio aislante que lo hacía sudar aún más y creaba en las mujeres la ilusión de que adelgazaban con mayor rapidez.

Subió al banco más alto, en el que aún había sitio. Se apoyó contra la pared y cerró los ojos. Hasta allí no llegaba el ruido de la música, pero la conversación de las mujeres, que se interrumpían unas a otras, tenía la misma intensidad. A la sauna entró una joven desconocida y ya desde el umbral empezó a organizarías a todas; las obligó a que se sentasen más juntas; después se agachó hacia el cubo y echó agua en la estufa, que empezó a silbar. El vapor caliente que subía obligó a la mujer que estaba sentada junto a Agnes a hacer un gesto de dolor y taparse la cara con las manos. La desconocida lo advirtió, afirmó «me gusta el vapor; así por lo menos siento que estoy en la sauna», se metió entre dos cuerpos desnudos a los que desplazó y enseguida empezó a hablar del programa de la noche anterior en televisión, en el que había participado un famoso biólogo que acababa de publicar sus memorias. «Fue estupendo», dijo.

Otra mujer asintió: «¡Oh, sí! ¡Y qué modesto!».

La desconocida dijo: «¿Modesto? ¿No se dio cuenta de que ese hombre es extremadamente orgulloso? ¡Pero es un orgullo que me gusta! ¡Me encanta la gente orgullosa!».

Y se dirigió a Agnes: «¿A usted le pareció modesto?».

Agnes contestó que no había visto el programa y la desconocida, como si viera en ello una velada discrepancia, dijo en voz muy alta, mirando a Agnes a los ojos: «¡No soporto la modestia! ¡La modestia es hipocresía!». Agnes se encogió de hombros y la desconocida dijo: «Yo en la sauna tengo que sentir calor de verdad. Tengo que sudar a gusto. Pero después tengo que darme una ducha fría. ¡Adoro la ducha fría! ¡No entiendo a la gente que después de la sauna puede darse una ducha caliente!

Y también en casa por la mañana, sólo me ducho con agua fría. La ducha caliente me da asco».

Al poco tiempo empezó a asfixiarse en la sauna, así que, después de repetir una vez más que no soportaba la modestia, se levantó y se fue.

Cuando Agnes era una niña y salía a pasear con su padre, le había preguntado una vez si creía en Dios. El padre le había respondido: «Creo en la computadora del Creador». Aquella respuesta había sido tan extraña que la niña la guardó en su memoria. Lo extraño no era sólo la palabra computadora, sino también la palabra Creador: el padre nunca decía Dios, siempre Creador, como si quisiese limitar el significado de Dios a su actuación como ingeniero. El ordenador del Creador: ¿pero cómo puede el hombre hablar con un ordenador? Por eso le preguntó al padre si rezaba. El le dijo: «Eso es como si le rezases a Edison cuando deja de alumbrar una lámpara».

Y Agnes piensa: el Creador puso en el ordenador un disquete con un programa detallado y después se marchó. El que Dios creara el mundo y después lo dejara en manos de los hombres, abandonados, quienes al dirigirse a él dan con un vacío sin eco, no es una idea nueva. Pero una cosa es ser abandonado por el Dios de nuestros antepasados y otra diferente es que nos abandone el Dios-inventor de la computadora cósmica. En su lugar hay un programa que en su ausencia se cumple imparablemente, sin que nadie pueda cambiarlo en lo más mínimo. Poner un programa en la computadora: eso no significa que el futuro esté planificado hasta el menor detalle, que todo esté escrito «allá arriba». En el programa, por ejemplo, no figura que en 1815 tenga lugar la batalla de Waterloo y que los franceses la pierdan, sino, únicamente, que el hombre es agresivo por naturaleza, que está condenado a la guerra y que el progreso técnico la hará cada vez más terrible. Nada de lo demás tiene desde el punto de vista del Creador importancia alguna y no es sino un juego de variaciones y permutaciones del programa general establecido, que no es una anticipación profética del futuro, sino que fija los meros límites de las posibilidades, dentro de los cuales todo el poder ha sido entregado a la casualidad.

Lo mismo sucedió con el proyecto del hombre. En la computadora no estaban planificados ni Agnes ni Paul, sino únicamente un prototipo llamado hombre, a partir del cual surgió un montón de ejemplares, que son derivaciones del modelo original y no tienen esencia individual alguna. Del mismo modo que no la tiene ninguno de los coches de la marca Renault. Su esencia está fuera de él, en el archivo de la oficina central del constructor. Los coches sólo se diferencian entre sí por el número de fabricación. El número de fabricación del ejemplar humano es el rostro, esa agrupación casual e irrepetible de rasgos. No se refleja en ella ni el carácter, ni el alma, ni eso que llamamos el «yo». El rostro es sólo el número del ejemplar.

Agnes se acordó de la desconocida que poco antes les había comunicado a todas que odiaba la ducha caliente. Había ido para poder darles a conocer a todas las mujeres presentes que: 1) le gusta el calor cuando está en la sauna, 2) adora el orgullo, 3) no soporta la modestia, 4) ama la ducha fría, 5) odia la ducha caliente. Con estos cinco trazos había dibujado su autorretrato, con estos cinco puntos había definido su yo y se lo había ofrecido a todas. Y no modesta (¡ya había dicho que no soportaba la modestia!), sino combativamente. Había empleado verbos apasionados, adoro, no soporto, me da asco, como si hubiera querido decir que por cada uno de los cinco trazos del retrato, por cada uno de los cinco puntos de la definición, estaba dispuesta a ir a la lucha.

¿Por qué esa pasión?, se preguntó Agnes, y se le ocurrió lo siguiente: Cuando nos escupieron al mundo tal como somos, tuvimos en primer lugar que identificarnos con esa jugada de dados, con esa casualidad organizada por la computadora divina: tuvimos que dejar de asombrarnos de que precisamente esto (lo que vemos frente a nosotros en el espejo) fuera nuestro yo. Sin la fe en que nuestro rostro expresa nuestro yo, sin esa ilusión básica, sin esa protoilusión, no podríamos vivir o al menos no podríamos tomarnos la vida en serio. Y no bastaba con que nos identificáramos con nosotros mismos, era necesario que nos identificáramos apasionadamente, a vida o muerte. Porque sólo así podemos considerarnos no como una de las variantes del prototipo hombre, sino como un ser que tiene su propia esencia irreemplazable. Este es el motivo por el cual la joven no sólo necesitaba dibujar su propio retrato, sino que quería al mismo tiempo poner ante todos de manifiesto que hay en él algo totalmente único e irreemplazable, por lo que vale la pena pelear y hasta dar la vida.

Después de pasar en el calor de la sauna un cuarto de hora, Agnes se levantó y fue a sumergirse en la tina del agua helada. Después se quedó acostada en la sala de reposo junto a otras mujeres, que tampoco allí dejaban de hablar.

Le daba vueltas en la cabeza a la forma en que habría programado el ordenador el ser tras la muerte.

Caben dos posibilidades. Si a la computadora del Creador le fue dado como único campo de acción nuestro planeta, y si dependemos de él y sólo de él, no se puede contar después de la muerte sino con una permutación de lo que había en vida; volveremos a encontrarnos con paisajes y seres similares. ¿Estaremos solos o en medio de la multitud? ¡Ay, la soledad es tan poco probable, si ya era tan escasa en vida, peor será después de la muerte! ¡Hay tantos más muertos que vivos! En el mejor de los casos el ser tras la muerte se parecerá a ese momento que ella pasa ahora en la camilla de la sala de reposo: oirá desde todos lados un ininterrumpido parloteo de voces femeninas. La eternidad como un parloteo infinito: francamente, es posible imaginarse cosas mucho peores, pero el simple hecho de tener que oír eternamente voces de mujeres, constantemente, sin parar, es para ella motivo suficiente para aferrarse furiosamente a la vida y hacer todo lo necesario para morir lo más tarde posible.

Claro que también hay otra posibilidad: por encima de la computadora de nuestro planeta hay otras jerárquicamente superiores que contienen el destino de todo el universo. En tal caso el ser tras la muerte no tendría que parecerse a lo que ya hemos vivido y el hombre podría morir con una sensación de confusa y sin embargo justificada esperanza. Y Agnes se imagina una escena en la que piensa últimamente con frecuencia: va a visitarla un hombre desconocido. Es simpático y amable. Está sentado en un sillón frente a ella y su marido y charla con ellos. Paul, bajo el encanto de la especial amabilidad que irradia el visitante, está de buen humor, locuaz, confiado, y muestra el álbum de fotografías familiares. El invitado pasa las páginas y de pronto resulta que no entiende algunas fotografías. En una de ellas está por ejemplo Agnes con Brigitte bajo la Torre Eiffel y el invitado pregunta:

—¿Qué es esto?

—¡Pero si es Agnes! —responde Paul—. ¡Y ésta es nuestra hija Brigitte!

—Eso ya lo sé —dice el invitado—. Me refiero a esta construcción.

Paul lo mira con asombro:

—¡Es la Torre Eiffel!

—Ah, bueno —se asombra el invitado—. Así que ésta es la Torre Eiffel —y lo dice con el mismo tono en que hubiera dicho, si ustedes le hubieran enseñado el retrato del abuelo: «Así que éste es su abuelo, del que tanto he oído hablar. Es una suerte que por fin pueda verlo».

Paul está asombrado, Agnes mucho menos. Ella sabe quién es ese hombre. Sabe por qué ha ido y qué les va a preguntar. Por eso está un poco nerviosa, le gustaría quedarse con él a solas, sin Paul, pero no sabe cómo hacerlo.

4

El padre murió hace cinco años. La madre hace seis. Ya por entonces el padre estaba enfermo y todos esperaban su muerte. La madre, en cambio, estaba sana, llena de vida, y parecía predestinada a vivir muchos años de feliz viudez, de modo que el padre se quedó casi perplejo cuando inesperadamente murió ella y no él. Era como si temiese que todos se lo fueran a echar en cara. Todos, era la familia de la madre. Sus propios parientes estaban dispersos por todo el mundo y, a excepción de alguna prima lejana que vivía en Alemania, Agnes nunca conoció a ninguno de ellos. En cambio la familia de la madre vivía toda ella en la misma ciudad: las hermanas, los hermanos, los primos, las primas y una multitud de sobrinos y sobrinas. El padre de la madre había sido un campesino que vivía en una casa de madera en la montaña y sabía sacrificarse por sus hijos; todos pudieron estudiar y contraer matrimonio con personas acomodadas.

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