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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (5 page)

BOOK: La inmortalidad
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Pasó un par de páginas y se encontró con unas personas desnudas en la playa, un gran titular ESTAS FOTOGRAFÍAS NUNCA FIGURARAN EN EL ÁLBUM DE RECUERDOS DE BUCKINGHAM y un texto breve con una frase final: «…pero allí había un fotógrafo, y una vez más las amistades de la princesa volverán a colocarla en el candelero». Pero allí había un fotógrafo. En todas partes hay un fotógrafo. Un fotógrafo escondido detrás de los arbustos. Un fotógrafo disfrazado de mendigo inválido. En todas partes hay un ojo. En todas partes hay un objetivo.

Agnes recordó que una vez, cuando era niña, se había quedado deslumbrada por la idea de que Dios la veía y la veía ininterrumpidamente. Fue entonces cuando sintió por primera vez el placer, la extraña satisfacción que el hombre siente cuando es visto, visto contra su voluntad, visto en los momentos de intimidad, cuando es violado por una mirada. La madre, que era creyente, le decía «Dios te ve» y pretendía así enseñarle a no mentir, a no comerse las uñas y a no meterse el dedo en la nariz, pero ocurrió algo diferente: precisamente cuando se dedicaba a hacer algo malo o vergonzoso, Agnes se imaginaba a Dios y le enseñaba lo que estaba haciendo.

Pensó en la hermana de la reina de Inglaterra y llegó a la conclusión de que hoy el ojo de Dios ha sido reemplazado por la cámara. El ojo de uno ha sido reemplazado por los ojos de todos. La vida se ha convertido en una única gran orgía en la que todos participan. Todos pueden ver a la princesa inglesa desnuda celebrando su cumpleaños en una playa subtropical. La cámara aparenta interesarse sólo por los famosos, pero basta con que a escasa distancia de ustedes caiga un avión, basta con que de sus camisas salgan llamas para que de pronto también ustedes sean famosos y formen parte de la orgía general, que nada tiene en común con el placer y que se limita a poner públicamente en conocimiento de todos que no tienen dónde esconderse y que cualquiera está a merced de cualquiera.

Una vez en que tuvo una cita con un hombre, en el momento en que lo besaba en el vestíbulo de un gran hotel, había aparecido inesperadamente ante ella un individuo con barba, vaqueros, una cazadora de cuero y cinco bolsas colgadas del cuello y de los hombros. Se puso en cuclillas y se llevó al ojo una cámara fotográfica. Ella empezó a agitar la mano delante de la cara, pero el hombre se reía, decía algo en mal inglés, daba ante ella saltos hacia atrás como una pulga y apretaba el disparador. Fue un episodio irrelevante. En el hotel se celebraba un congreso y el fotógrafo había sido contratado para que los científicos que llegaban de todas partes del mundo pudieran comprar al día siguiente, como recuerdo, sus fotografías. Pero Agnes no pudo soportar la idea de que en algún lugar quedara un documento que atestiguase que conocía al hombre con el que allí se había encontrado; regresó al hotel al día siguiente, compró todas sus fotografías (aparecía en ellas al lado del hombre y tenía la mano extendida tapándose la cara) e intentó conseguir también los negativos; pero éstos, depositados en el archivo del servicio fotográfico, ya quedaron inalcanzables. Aunque no corría peligro alguno, permaneció la angustia de que un instante de su vida, en lugar de diluirse en la nada, como hacen todos los demás instantes de la vida, había quedado extraído del paso del tiempo y, si alguna estúpida casualidad lo deseara, reviviría como un muerto mal enterrado.

Cogió otro semanario que se ocupaba más de política y de cultura. No había catástrofes aéreas ni playas nudistas con princesas, sino rostros, sólo rostros. Incluso en la última parte, donde iban las críticas de libros, había junto a cada artículo una fotografía del autor criticado. Como los escritores son con frecuencia desconocidos, la fotografía puede explicarse como una información útil, pero ¿cómo justificar cinco fotografías del presidente de la república, cuya mandíbula y cuya nariz conocen todos de memoria? Incluso el autor de un artículo de opinión estaba reproducido en una pequeña fotografía encima de su texto, seguramente cada semana en el mismo sitio. En un reportaje sobre astronomía se había ampliado la sonrisa de los astrónomos y en todos los anuncios, de máquinas de escribir, de muebles, de zanahorias, había rostros, sólo rostros. Volvió a examinar la revista desde la primera página hasta la última; contó: noventa y dos fotografías en las que sólo había un rostro; cuarenta y una fotografías en las que había un rostro y el resto del personaje; noventa rostros en veintitrés fotografías en las que había grupos de personajes y sólo once fotografías en las que las personas desempeñaban un papel secundario o estaban completamente ausentes. En conjunto había en la revista doscientos veintitrés rostros.

Después llegó Paul a casa y Agnes le habló de las cuentas que había sacado.

—Sí —asintió—. Cuanto más indiferente es uno hacia la política, hacia los intereses de los demás, más obsesionado está con su propio rostro. Es el individualismo de nuestro tiempo.

—¿Individualismo? ¿Qué tiene que ver con el individualismo que la cámara te fotografíe en el momento de la agonía? Eso, por el contrario, significa que el individuo ya no se pertenece a sí mismo, que es del todo y por completo propiedad de otros. Sabes, yo me acuerdo de mi infancia: cuando alguien quería hacerle una foto a alguien, pedía permiso. Aunque yo era una niña, las personas mayores me preguntaban: niña, ¿podemos hacerte una foto? Y un buen día dejaron de preguntar. Los derechos de la cámara quedaron por encima de todos los demás derechos y eso hizo que todo, absolutamente todo, cambiase.

Volvió a abrir la revista y dijo:

—Si colocas juntas dos fotografías de dos rostros distintos, salta a la vista todo lo que diferencia a uno de otro. Pero cuando tienes juntos doscientos veintitrés rostros, de pronto comprendes que todo no es más que un rostro en muchas variantes y que jamás existió individuo alguno.

—Agnes —dijo Paul y su voz se había puesto de pronto seria—. Tu rostro no se parece a ningún otro.

Agnes no percibió el tono de la voz de Paul y sonrió.

—No te rías. Lo digo en serio. Cuando estás enamorado de alguien, estás enamorado de su rostro y se convierte en un rostro que no se parece a ningún otro.

—Claro, tú me conoces por mi rostro, tú me conoces como rostro y nunca me has conocido de otro modo. Por eso ni se te podía ocurrir que mi rostro no soy yo.

Paul respondió con la paciente preocupación de un viejo médico:

—¿Cómo que tu rostro no eres tú? ¿Quién está detrás de tu rostro?

—Imagínate que vivieras en un mundo en el que no hay espejos. Soñarías con tu rostro y te lo imaginarías como reflejo exterior de lo que hay dentro de ti. Y después, cuando tuvieras cuarenta años, alguien te pondría por primera vez en la vida un espejo delante. ¡Imagínate el susto! Verías un rostro completamente extraño. Y sabrías con claridad lo que no eres capaz de comprender: tu rostro no eres tú.

—Agnes —dijo Paul y se levantó del sillón. Ahora estaba de pie justo a su lado. Agnes veía en sus ojos amor y en sus rasgos a su madre. Se parecía a ella, tal como su madre se parecería probablemente a su padre, que también se parecía a alguien. Cuando Agnes vio por primera vez a la madre de él, su parecido con Paul le resultó embarazosamente desagradable. Cuando después hicieron el amor, una especie de maldad le recordó aquel parecido y le dio la impresión por momentos de que yacía encima de ella una anciana con el rostro desencajado por el placer. Pero hace ya mucho tiempo que Paul se ha olvidado de que lleva en el rostro las huellas de su madre y está convencido de que su rostro no es nadie más que él.

—El nombre también nos lo han puesto por casualidad —continuó—. No sabemos cuándo surgió y cómo lo adquirió algún antepasado lejano. No entendemos en absoluto nuestro nombre, no sabemos su historia y sin embargo lo llevamos con exaltada fidelidad, nos confundimos con él, nos gusta, estamos ridículamente orgullosos de él, como si lo hubiéramos inventado en un momento de genial inspiración. El rostro es como el nombre. Sucedió seguramente en algún momento al final de mi infancia: estuve tanto tiempo mirándome al espejo que al final me convencí de que lo que veía era yo. Recuerdo aquella época muy vagamente, pero sé que descubrir el yo tuvo que haber sido embriagador. Pero después llega un momento en el que estás frente al espejo y te preguntas: ¿esto soy yo? ¿y por qué? ¿por qué me he solidarizado con esto? ¿y a mí qué me importa este rostro? Y en ese momento todo empieza a hundirse. Todo empieza a hundirse.

—¿Qué es lo que empieza a hundirse? ¿Qué te pasa, Agnes? ¿Qué te pasa últimamente?

Lo miró y volvió a bajar la vista. Se parecía irremediablemente a su madre muerta. Se parece cada vez más. Se parece cada vez más a la anciana que era su madre.

La tomó con ambas manos y le levantó la cabeza. Ella lo miró y sólo entonces advirtió él que ella tenía los ojos llenos de lágrimas.

La apretó contra su cuerpo. Ella comprendió que él la quería mucho y de pronto eso le dio lástima. Le daba lástima que él la quisiera tanto y tenía ganas de llorar.

—Deberíamos ir a cambiarnos, tenemos que salir dentro de un momento —dijo ella y se libró de su abrazo. Corrió al cuarto de baño.

8

Escribo sobre Agnes, me la imagino, la hago sentarse en el banco de la sauna, caminar por París, hojear una revista, hablar con el marido, pero de aquello que dio comienzo a todo, del gesto de la señora que se despedía del instructor en la piscina, es como si me hubiera olvidado. ¿Acaso Agnes nunca se despide de alguien de ese modo? No. Es muy curioso, me parece que hace mucho que no. Antes, cuando era muy joven, sí, entonces sí se despedía así.

Fue cuando todavía vivía en una ciudad tras la cual se dibujan las cumbres de los Alpes. Tenía dieciséis años y había ido con un compañero de colegio al cine. Cuando apagaron las luces, la cogió de la mano. Pronto empezaron a sudarle, pero el muchacho no se atrevía a soltar la mano que con tanto coraje había cogido, porque habría sido como reconocer que estaba sudando y que esto le daba vergüenza. Así que tuvieron las manos empapadas durante hora y media en un día húmedo y caluroso, y sólo se las soltaron cuando empezaron a encenderse las luces.

Después él trató de prolongar el encuentro, la llevó por las callejuelas de la ciudad vieja y subieron hasta el viejo convento, cuyo patio de entrada estaba plagado de turistas. Al parecer lo tenía todo muy pensado, porque a paso bastante rápido la condujo hasta un pasillo desierto, con la tonta excusa de enseñarle un cuadro. Llegaron hasta el final del pasillo pero allí no había cuadro alguno, sólo una puerta pintada de marrón con las letras WC. El chico no se fijó en el letrero y se detuvo. Ella sabía perfectamente que los cuadros no le interesaban y que lo único que buscaba era un sitio solitario para darle un beso. ¡Pobre, no había encontrado nada mejor que un sucio rincón junto a un retrete! Se echó a reír, y para que no pensara que se reía de él, le enseñó el letrero. El también rió, pero se hundió en la desesperación. Con aquellas letras como fondo no era posible inclinarse hacia ella y besarla (más aún cuando se trataba del primer e inolvidable beso) y no le quedó más remedio que volver a la calle, con la amarga sensación de la derrota.

Iban en silencio y Agnes estaba enfadada: ¿por qué no la había besado tranquilamente en medio de la calle? ¿Por qué en cambio la había llevado a un pasillo perdido donde había un retrete en el que habían defecado generaciones de viejos, feos y malolientes monjes? Su timidez le agradaba, porque era síntoma de que estaba perdidamente enamorado, pero aún en mayor medida la irritaba, porque era síntoma de su inmadurez; salir con un chico de su misma edad era para ella un descrédito: sólo le interesaban los mayores. Pero quizá precisamente porque en su fuero interno ella lo traicionaba y al mismo tiempo sabía que él la quería, una especie de sentido de la justicia la incitaba a ayudarle en sus esfuerzos amorosos, a apoyarlo, a librarlo de sus timideces infantiles. Decidió que, si él no había encontrado el valor, lo encontraría ella.

El la acompañaba a casa y ella tenía previsto que, cuando llegasen a la puerta del jardín, lo abrazaría rápidamente y lo besaría y que él no podría moverse porque se quedaría paralizado. Pero en el último momento se le fueron las ganas, porque su cara no sólo estaba triste, sino además inaccesible y hasta enemistosa. Así que sólo se dieron la mano y ella se fue por el camino que conducía entre flores hasta la puerta de la casa. Sentía que el muchacho se había quedado inmóvil y que la miraba. Volvió a darle lástima, sintió hacia él la compasión de una hermana mayor y en ese momento hizo algo que no hubiera sospechado un segundo antes. Volvió mientras caminaba la cabeza hacia atrás, hacia él, sonrió y lanzó hacia arriba alegremente el brazo derecho, suave, acompasadamente, como si lanzara hacia arriba un balón de colores.

Ese momento en el que Agnes, de pronto, sin preparación previa, levantó la mano con un movimiento acompasado y suave, es mágico. ¿Cómo es posible que en una sola fracción de segundo y a la primera haya encontrado un movimiento del cuerpo y el brazo tan perfecto, pulido, parecido a una acabada obra de arte?

A casa del padre de Agnes solía ir entonces una señora de unos cuarenta años, secretaria de la facultad, para llevarle algunos papeles que debía firmar y recoger otros. A pesar de que el motivo de las visitas carecía de significado, iban acompañadas de una tensión secreta (la madre permanecía en silencio) que despertaba la curiosidad de Agnes. Cada vez que la secretaria estaba a punto de marcharse, Agnes corría a la ventana para observar disimuladamente. Una vez, cuando salía de la casa en dirección a la puerta del jardín (iba por tanto en dirección contraria a la que recorrería algo más tarde Agnes seguida por la mirada del infeliz compañero de colegio), se volvió, sonrió y levantó el brazo en un movimiento inesperado, suave y acompasado. Fue inolvidable: la acera sembrada de arena brillaba a la luz del sol como un arroyo de oro y a ambos lados de la puerta florecían dos jazmines. El gesto se dirigía hacia arriba como si quisiera mostrarle a ese rincón dorado de tierra la dirección en la que debía salir volando y como si los blancos jazmines hubieran empezado ya a transformarse en alas. Al padre no se le veía, pero por el gesto de la mujer se deducía que estaba en la puerta de la casa y la miraba.

Aquel gesto fue tan inesperado y bello que quedó en la memoria de Agnes como la huella de un relámpago; la invitaba a recorrer las distancias del espacio y el tiempo y despertaba en una muchacha de dieciséis años un deseo confuso e inmenso. Cuando necesitó decirle algo importante al chico y no encontró palabras para ello, el gesto despertó en ella y dijo en su lugar lo que ella misma no sabía decir.

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