Le vino a la mente un recuerdo: tenía unos diez años cuando fue una vez con sus padres de paseo a la montaña. En medio de un ancho camino, en un bosque, les cerraron el paso dos chicos del lugar: uno de ellos llevaba en la mano un palo en posición horizontal para impedir que pasaran: «¡Esto es un camino privado! ¡Aquí se paga peaje!», decía y esgrimía el palo de modo que llegó a rozar la barriga del padre.
No era probablemente sino una jugarreta infantil y hubiera bastado con apartar al chiquillo. O una forma de mendicidad y bastaba con sacar un franco del bolsillo. Pero el padre dio media vuelta y prefirió buscar otro camino. Francamente, les daba lo mismo, porque estaban paseando sin rumbo y poco les importaba ir a un sitio u otro; sin embargo la madre se enfadó con el padre y no pudo evitar decirle: «¡No le hace frente ni a unos chicos de doce años!». Agnes también se quedó entonces un poco desencantada por la manera de actuar del padre.
Una nueva ofensiva de ruido interrumpió el recuerdo: unos hombres con cascos en la cabeza se apoyaban en martillos neumáticos sobre el asfalto de la calzada. En medio de ese estruendo se oyó de pronto, desde algún lugar en lo alto, como proveniente del cielo, una fuga de Bach al piano. Era evidente que alguien en la planta más alta había abierto la ventana y puesto la música a toda potencia para que la severa belleza de Bach sonara como una amenazadora advertencia a un mundo que ha elegido el mal camino. Pero la fuga de Bach no era capaz de hacer frente adecuadamente a los martillos y a los coches, por el contrario, los coches y los martillos se apoderaban de la fuga de Bach como parte de su propia fuga, así que Agnes se llevó las manos a las orejas y prosiguió de ese modo su camino.
En ese momento un peatón que iba en sentido contrario la miró con odio y se llevó un dedo a la frente, lo cual en el idioma de los gestos de todos los países del mundo significa que se le indica a alguien que está loco, tocado o mal de la cabeza. Agnes percibió esa mirada, ese odio, y se apoderó de ella una rabia enloquecida. Se detuvo. Quería lanzarse contra aquel hombre. Quería pegarle. Pero no podía, la multitud ya se lo llevaba y alguien chocó con ella, porque en la acera era imposible detenerse más de tres segundos.
Tuvo que seguir su camino pero no pudo dejar de pensar en él: los dos caminaban en medio del mismo ruido pero a pesar de eso él consideraba necesario darle a entender que no tenía motivo alguno y quién sabe si derecho alguno a taparse los oídos. Aquel hombre la llamaba al orden que con su gesto había perturbado. Era la igualdad misma la que en la persona de él la regañaba, dispuesta a no tolerar que nadie se negara a pasar por lo que todos tienen que pasar. La igualdad misma le prohibía no estar de acuerdo con el mundo en el que todos vivimos.
El deseo de matar a aquel hombre no fue sólo una reacción momentánea. Cuando se alejó la excitación inmediata, el deseo quedó dentro de ella y a él se unió el asombro de ver que era capaz de semejante inquina. La imagen del hombre que se lleva el dedo a la frente se revolvía en sus entrañas como un pescado envenenado que se descompone lentamente y no consigue ser expulsado.
Volvió a recordar a su padre. Desde que lo había visto retroceder ante dos chiquillos de doce años, se lo había imaginado con frecuencia en esta situación: se encuentra en un barco que se hunde; hay pocos botes salvavidas y no habrá en ellos sitio para todos; por eso en cubierta hay un furioso tumulto. El padre corre al principio junto a los demás, pero, cuando ve cómo se empujan todos, dispuestos a pisarse unos a otros, y cuando por fin una dama enfadada le da un puñetazo porque le estorba en su camino, de pronto se detiene y después se aparta por completo. Y al final se queda mirando cómo descienden lentamente hacia las olas encrespadas los botes repletos de gente que grita y maldice.
¿Cómo denominar la actitud del padre? ¿Cobardía? No. Los cobardes temen por su vida y por eso son capaces de pelear furiosamente por ella. ¿Nobleza? Podría hablarse de ella si lo que guiase al padre fuese consideración para con el prójimo. Pero Agnes no creía en esta motivación. ¿De qué se trataba entonces? No sabía responder. Sólo una cosa era segura: en un barco que se hunde y en el que es necesario pegarse con otras personas para acceder a los botes salvavidas, su padre habría estado de antemano condenado a muerte.
Sí, eso era seguro. La pregunta que ahora se hacía era ésta: ¿sentía su padre hacia aquella gente del barco el odio que ella sentía hacia la motociclista o hacia el hombre que se burlaba de ella porque se tapaba los oídos? No, Agnes no puede imaginar que su padre supiera odiar. El peligro del odio consiste en que nos ata al adversario en un estrecho abrazo. En eso radica la obscenidad de la guerra: la intimidad de la sangre que se mezcla, la lasciva proximidad de dos soldados que se apuñalan y se miran a los ojos. Agnes está segura de que era precisamente esta intimidad la que le repugnaba al padre. El tumulto en el barco le asqueaba tanto que prefería ahogarse. El contacto físico con gentes que se empujan unas a otras y se envían mutuamente a la muerte le parecía mucho peor que terminar su vida solo en la límpida pureza de las aguas.
El recuerdo de su padre empezó a liberarla del odio que la había invadido hacía un instante. La imagen envenenada del hombre que se lleva el dedo a la frente iba desapareciendo lentamente de su mente, que se llenaba de esta frase: no puedo odiarlos porque nada me une a ellos; no tengo nada que ver con ellos.
Agnes no es alemana gracias a que Hitler perdió la guerra. Por primera vez en la historia no se le dejó al vencido absolutamente ninguna gloria: ni siquiera la dolorosa gloria del fracaso. El triunfador no se contentó sólo con la victoria, sino que decidió llevar a juicio al derrotado y llevó a juicio a toda la nación, de modo que en aquel entonces no fue nada agradable hablar alemán y ser alemán.
Los antepasados de Agnes por parte de madre fueron agricultores en la zona fronteriza entre las áreas alemana y francesa de Suiza. Por eso, aunque administrativamente eran suizos franceses, hablaban por igual ambos idiomas. Los padres del padre eran alemanes residentes en Hungría. El padre había estudiado de joven en París, donde había aprendido correctamente el francés; cuando se casó, la lengua común del matrimonio fue naturalmente el alemán. Fue después de la guerra cuando la madre se acordó del idioma administrativo de sus padres y Agnes fue enviada a un colegio francés. Al padre sólo se le permitió una satisfacción en alemán: recitarle a su hija mayor versos de Goethe en su idioma original.
Este es el más famoso de cuantos poemas se han escrito en alemán y todos los niños alemanes tienen que aprenderlo de memoria:
En todas las cumbres
Hay paz,
En todas las copas de los árboles
No oirás
Ni respirar.
Los pájaros callan en el bosque.
Sólo espera, pronto,
Tú también descansarás.
La idea del poema es sencilla: en el bosque todo duerme, tú también dormirás. El sentido de la poesía no consiste en deslumbrarnos con una idea sorprendente, sino en hacer que un instante del ser sea inolvidable y digno de una nostalgia insoportable.
Con la traducción literal el poema lo pierde todo. Sólo se capta su belleza leído en alemán:
Uber allen Gipfeln
Ist Ruh
,
In allen Wipfeln
Spureste du
Kaum einen Hauch
.
Die Voglein Schweigen im Walde
.
Wante nur, balde
,
Ruhest du auch
.
Cada uno de los versos tiene un número distinto de sílabas, se alternan los troqueos, los yambos, los dáctilos, el sexto verso es curiosamente más largo que los demás y, a pesar de que se trata de dos estrofas de cuatro versos, la primera frase gramatical termina asimétricamente en el quinto verso, lo cual crea una melodía que jamás existió en ningún lugar antes que en este único poema, tan maravilloso como del todo corriente.
El padre lo había aprendido aún en Hungría, donde iba a la escuela alemana y Agnes se lo oyó por primera vez cuando tenía la misma edad que él entonces. Lo recitaban en sus paseos compartidos de tal modo que marcaban exageradamente todos los acentos y trataban de marchar al ritmo del verso. Debido a la irregularidad de la métrica, no era nada fácil y sólo lo conseguían en los dos últimos versos:
wan
-
te nu
r -
bal
-
de
, -
ru
-
hest du
-
auch
! La última palabra siempre la gritaban, así que se oía a un kilómetro de distancia:
auch
!
El padre le recitó ese poema por última vez durante uno de aquellos tres últimos días antes de su muerte. Primero Agnes pensó que él volvía así a la lengua materna y a la infancia; después vio que la miraba a los ojos de un modo expresivo e íntimo y creyó que quería recordarle la felicidad de sus antiguos paseos; finalmente se dio cuenta de que el poema habla de la muerte: quería decirle que se estaba muriendo y que lo sabía. Nunca había pensado que aquellos versitos inocentes, aptos para que los recitasen los niños en el colegio, pudieran tener ese significado. El padre estaba acostado, la fiebre le hacía sudar la frente y ella le cogía la mano; haciendo un esfuerzo para no llorar, susurraba con él:
warte nur, balde ruhest du auch
. Pronto descansarás. Y reconocía ya la voz de la muerte de papá que se aproximaba: era el silencio de los pájaros que callaban en la copa de los árboles.
Después de su muerte se extendió efectivamente el silencio y ese silencio estaba en su alma y era hermoso; lo diré una vez más: era el silencio de los pájaros que callaban en la copa de los árboles. Y a medida que pasaba el tiempo se oía cada vez con mayor claridad en medio de ese silencio, como un cuerno de caza que sonase desde la profundidad de los bosques, el último mensaje del padre. ¿Qué había querido decirle con su regalo? Que fuera libre. Que viviera como quería vivir, que fuera adonde quería ir. El nunca se había atrevido. Por eso le había dado todos los medios a su hija para que ella se atreviera.
Desde que se casó, Agnes perdió el placer de la soledad: en el trabajo pasaba diariamente ocho horas en una misma habitación con dos colegas; después volvía a casa, a un piso de cuatro habitaciones. Sólo que ninguna habitación era suya: había un gran salón-comedor, el dormitorio del matrimonio, la habitación de Brigitte y el pequeño cuarto de trabajo de Paul. Cuando se quejó, Paul le ofreció que considerase el comedor como suyo y le prometió (con indudable buena fe) que ni él ni Brigitte alterarían allí su intimidad. ¿Pero cómo podía sentirse a gusto en una habitación con una mesa y ocho sillas destinadas a los invitados a cenar?
Puede que ahora quede claro por qué aquella mañana se había sentido tan feliz en la cama que Paul acababa de abandonar y por qué había atravesado tan sigilosamente la antesala, temiendo despertar la atención de Brigitte. Le gustaba incluso el caprichoso ascensor, porque le permitía unos momentos de soledad. Hasta en el coche se encontraba a gusto, porque allí nadie le hablaba ni la miraba. Sí, lo más importante era que nadie la mirara. Soledad: dulce ausencia de miradas. En cierta ocasión sus dos colegas se enfermaron y ella trabajó dos semanas sola en el despacho. Comprobó con sorpresa que por la noche estaba mucho menos cansada. Supo desde entonces que las miradas son como una carga que te aplasta por el suelo, o como besos que te absorben la fuerza; que las arrugas que surcan el rostro han sido grabadas por el estilete de las miradas.
Por la mañana al despertarse oyó en la radio la noticia de que durante una sencilla intervención una joven paciente había muerto en el quirófano por culpa de una anestesia mal administrada. Tres médicos eran llevados a juicio por ello y la organización para la defensa de los consumidores proponía que todas las operaciones, sin excepción, fueran filmadas a partir de entonces y que las películas se depositaran en un archivo. ¡Todos aplauden la propuesta! A diario nos traspasan unas mil miradas, pero eso no basta: se institucionalizará además una mirada única, para que no nos abandone ni por un instante, para que nos siga en la calle, en el bosque, en la consulta del médico, en el quirófano, en la cama; la imagen de nuestra vida se archivará en su totalidad para que pueda ser utilizada en cualquier momento en caso de conflicto legal o cuando lo exija la curiosidad pública.
Estas ideas volvieron a despertar en ella la nostalgia de Suiza. Por lo demás, desde la muerte de su padre iba allá dos o tres veces al año. Paul y Brigitte hablaban con una sonrisa comprensiva de su necesidad higiénico-sentimental: iba a barrer las hojas de la tumba del padre y a respirar aire fresco desde la ventana del hotel de los Alpes, abierta de par en par. Se equivocaban: aunque allá no tenía amante alguno, Suiza era la única infidelidad profunda y sistemática de la que con respecto a ellos era culpable. Suiza: el canto de los pájaros en las copas de los árboles. Soñaba con quedarse una vez allá y no volver nunca más. Hasta tal punto que varias veces se había dedicado a mirar en los Alpes casas en venta y en alquiler, e incluso había pensado en el texto de la carta en la que les comunicaría a la hija y al marido que no había dejado de quererlos pero había decidido vivir sola, sin ellos. Sólo les pedía que de vez en cuando le dieran alguna noticia de cómo les iba, porque quería tener la seguridad de que no les pasaba nada malo. Y eso era precisamente lo más difícil de expresar y explicar: que necesitaba saber cómo les iba, aunque no sintiera el menor deseo de verlos y estar con ellos.
Pero todo eso no eran más que sueños. ¿Cómo podría una mujer sensata abandonar un matrimonio feliz? Sin embargo, en su paz matrimonial se oía a lo lejos una voz seductora: la voz de la soledad. Cerró los ojos y oyó el sonido del cuerno de caza que resonaba desde la profundidad de los bosques lejanos. En aquellos bosques había caminos y en uno de ellos estaba el padre, sonreía y la invitaba a seguirlo.
Agnes, sentada en un sillón, esperaba a Paul. Les aguardaba una cena, eso que en Francia llaman
dîner en ville
, y significa que personas que apenas se conocen o no se conocen en absoluto conversarán mientras mastican durante tres o cuatro horas. Como no había comido en todo el día, se sentía cansada y para relajarse hojeaba una gruesa revista. No tenía fuerzas para leer el texto, sólo miraba las fotografías, que eran muchas y a todo color. En las páginas centrales de la revista había un reportaje sobre una catástrofe ocurrida durante una exhibición aérea. En medio de una multitud de espectadores había caído en picado un avión en llamas. Las fotografías eran grandes, cada una ocupaba una doble página de la revista abierta y en ellas se veía a gente aterrorizada que huía en todas direcciones, vestidos incendiados, piel quemada y cuerpos en llamas: ¡Agnes no podía quitarles la vista de encima y pensaba en la salvaje alegría que debía de haber experimentado el fotógrafo que, destinado a aburrirse en un espectáculo trivial, de pronto había visto cómo en forma de un avión en llamas le caía del cielo la felicidad!