La inmortalidad (26 page)

Read La inmortalidad Online

Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

BOOK: La inmortalidad
5.9Mb size Format: txt, pdf, ePub
13

Ciertas civilizaciones tuvieron una arquitectura mayor que la de Europa, y la tragedia antigua jamás podrá ser superada. ¡Pero ninguna civilización hizo con los sonidos ese milagro que es la historia milenaria de la música europea con su riqueza de formas y estilos! Europa: gran música y
homo sentimentalis
. Dos mellizos que yacen uno junto a otro, en la misma cuna.

La música no sólo le enseñó al europeo a sentir con plenitud, sino también a adorar su sentimiento y su sensible yo. Ya conoce esta situación: el violinista en el escenario cierra los ojos y toca dos primeros tonos prolongados. En ese momento el oyente también cierra los ojos, siente cómo el alma se le expande dentro del pecho y se dice: «¡Qué belleza!». Y en realidad lo que oye no son más que dos tonos, que por sí solos no pueden contener una sola idea del compositor ni creatividad alguna y, por lo tanto, ni arte ni belleza. Pero esos dos tonos han llegado al corazón del oyente y han silenciado su razón y su juicio estético. El simple sonido musical ejerce sobre nosotros aproximadamente la misma influencia que la mirada fija de Míshkin sobre una mujer. La música: un bombín para inflar almas. Las almas hipertrofiadas, convertidas en grandes globos, flotan bajo el techo de la sala de conciertos chocando unas contra otras en un increíble tumulto.

Laura amaba la música sincera y profundamente; en su amor por Mahler veo un sentido preciso: Mahler es el último gran compositor europeo que se dirige aún de un modo ingenuo y directo al
homo sentimentalis
. Después de Mahler el sentimiento en la música ya se vuelve sospechoso; Debussy quiere embrujarnos, no emocionarnos, y Stravinski se avergüenza de los sentimientos. Mahler es para Laura el último compositor y cuando oye la música rock a todo volumen en la habitación de Brigitte, su amor herido por la música europea, que desaparece bajo el ruido de las guitarras eléctricas, la pone furiosa; le plantea a Paul un
ultimátum
: o Mahler o el rock; lo cual significa: o yo o Brigitte.

Pero ¿cómo elegir entre dos músicas si no se ama a ninguna de ellas? El rock es para Paul (tiene los oídos sensibles como Goethe) demasiado ruidoso y la música romántica le produce una sensación de angustia. Durante la guerra, cuando todos a su alrededor estaban exaltados por noticias aterradoras, se oían por la radio, en lugar de los tangos y los valses habituales, los sentidos acordes de la música seria y ceremoniosa; en la memoria del niño aquellos acordes se grabaron para siempre como anunciadores de catástrofes. Más tarde comprendió que el patetismo de la música romántica une a toda Europa: se la oye cada vez que es asesinado un jefe de Estado, cuando se declara una guerra, cada vez que hace falta meter en la cabeza de la gente un sentimiento de gloria para que vayan de mejor grado a dejarse matar. Hitler y Stalin, De Gaulle y Mussolini, se sentían llenos de la misma hermanadora emoción cuando oían el tronar de la
Marcha fúnebre
de Chopin o la
Heroica
de Beethoven. Ay, si dependiera sólo de Paul, el mundo podría prescindir tranquilamente del rock y de Mahler. Pero las dos mujeres no le permitían ser neutral. Lo obligaban a elegir: entre dos músicas, entre dos mujeres. Y él no sabía qué hacer, porque quería a aquellas dos mujeres por igual.

En cambio ellas se odiaban. Brigitte miraba con desgarradora tristeza el piano blanco que durante años no había servido más que para dejarle cosas encima; le recordaba a Agnes, que por amor a su hermana había pedido a su hija que aprendiese a tocarlo. En cuanto murió Agnes, el piano revivió y sonaba días enteros. Brigitte ansiaba que el enfurecido rock vengase la traición del padre a la madre y expulsase de la casa a la intrusa. Cuando comprendió que Laura se quedaría, se marchó ella. El rock calló. El disco giraba en el tocadiscos, en la casa sonaban los trombones de Mahler y desgarraban el corazón de Paul, que sentía nostalgia de su hija. Laura se acercó a Paul, cogió su cabeza entre las manos y lo miró a los ojos. Después dijo: «Quisiera darte un hijo». Ambos sabían que los médicos le habían advertido hacía mucho tiempo que no debía quedarse embarazada. Por eso añadió: «Pasaré por todo lo que sea necesario».

Era verano. Laura cerró la tienda y se fueron a pasar dos semanas al mar. Las olas rompían contra la costa y llenaban con su griterío el pecho de Paul. La música de este elemento era la única que amaba apasionadamente. Comprobó con feliz sorpresa que Laura se confundía con aquella música; la única mujer en su vida que ante sus ojos se parecía al mar; que era mar.

14

Romain Rolland, testigo de la acusación en el eterno juicio contra Goethe, sobresalía por dos características: por una actitud de adoración hacia la mujer («Era mujer, y ya sólo por eso la amamos», dice de Bettina) y por un deseo entusiasta de apoyar el progreso (lo cual significaba para él: apoyar la Rusia comunista y la revolución). Es curioso que este admirador de las mujeres admirase al mismo tiempo tanto a Beethoven por negarse a saludar a unas mujeres. Porque de eso se trata, si hemos entendido bien la historia del paseo de Karlsbad: Beethoven, con el sombrero calado hasta la frente y con las manos a la espalda, avanza hacia la emperatriz y su corte, en la que junto a los señores también habría damas, con toda segundad. ¡Si no las saludó es que era de una descortesía sin igual! Pero precisamente eso es lo que no resulta creíble: aunque era extravagante y atravesado, Beethoven nunca fue maleducado con las mujeres. Toda esa historia es una evidente estupidez y la confianza con que fue aceptada y transmitida sólo es posible porque la gente (¡e incluso un novelista, lo cual es una vergüenza!) había perdido todo sentido de la realidad.

Me dirán que es improcedente investigar la verosimilitud de una anécdota que evidentemente no es un testimonio, sino una alegoría. Bien; veamos entonces la alegoría como alegoría; olvidemos cómo surgió (de todos modos nunca lo sabremos con precisión), olvidemos el sentido partidista que uno u otro haya querido otorgarle y tratemos de captar, si puede decirse así, su significado objetivo:

¿Qué significa el sombrero de Beethoven calado hasta la frente? ¿Que Beethoven rechaza el poder de la nobleza por reaccionario e injusto, en tanto que el sombrero en la humilde mano de Goethe pide que se conserve el mundo tal como es? Sí, ésta es la interpretación generalmente aceptada, que sin embargo resulta indefendible: al igual que Goethe, también Beethoven tuvo que buscar en su época un
modus vivendi
para sí y para su música; por eso dedicó sus sonatas unas veces a unos príncipes y otras veces a otros y ni siquiera dudó en componer, en honor de los triunfadores que se reunieron en Viena después de la derrota de Napoleón, una cantata en la que el coro grita: «¡Que el mundo vuelva a ser como era!»; fue incluso tan lejos que escribió para la zarina rusa una polonesa, como si pusiera simbólicamente a la pobre Polonia (a esa Polonia por la que treinta años más tarde tan valerosamente luchará Bettina) a los pies de su invasor.

Si Beethoven avanza en nuestra imagen alegórica hacia un grupo de aristócratas sin quitarse el sombrero, eso no puede significar, por tanto, que los aristócratas son unos despreciables reaccionarios y él un admirable revolucionario, sino que quienes crean (estatuas, poemas, sinfonías) merecen mayor honor que quienes gobiernan (a sirvientes, a funcionarios o a naciones enteras). Que la creación es más que el poder, el arte más que la política. Que inmortales son las obras y no las guerras y los bailes de los príncipes.

(Goethe, por lo demás, tiene que haber pensado lo mismo, sólo que no consideraba útil exponerles a los señores del mundo esta desagradable verdad allí mismo, en vida. Estaba seguro de que en la eternidad serían ellos quienes hiciesen antes la reverencia y eso le bastaba.)

La alegoría es clara y sin embargo se interpreta generalmente en contradicción con su verdadero sentido. Aquellos que al ver esta imagen alegórica se apresuran a aplaudir a Beethoven no entienden en absoluto en qué consiste su orgullo: son en su mayoría personas cegadas por la política, que suelen preferir a Lenin, Guevara, Kennedy o Mitterrand a Fellini o Picasso. Seguro que Romain Rolland hubiera hecho, al quitarse el sombrero, una reverencia mucho más profunda que Goethe si por el paseo de Karlsbad avanzase Stalin hacia él.

15

Lo del respeto de Romain Rolland por las mujeres es un poco raro. ¡El, que admiraba a Bettina sólo por ser mujer («Era mujer, y ya sólo por eso la amamos»), no encontró admiración alguna para Christiane, que sin duda también era mujer! Bettina era a su juicio «alocada y sabia» (
folle et sage
), era «alocadamente temperamental y sonriente», con un corazón «tierno y alocado», y alocada la llama muchas más veces. Y nosotros sabemos que para el
homo sentimentalis
las palabras loco, alocado, locura (que en francés suenan aún más poéticamente que en otros idiomas:
fou, folle, folie
) se refieren a la exaltación del sentimiento libre de censura («los delirios activos de la pasión», diría Eluard) y son por lo tanto pronunciadas con emocionada admiración. Sobre Christiane, por el contrario, el admirador de las mujeres y el proletariado nunca habla sin añadir a su nombre, en contradicción con todas las reglas de la galantería, los adjetivos «celosa», «gorda», «sonrojada y sebosa», «entrometida» (
importune
), «fisgona» y otras muchas veces «gorda».

Es curioso que el amigo de las mujeres y el proletariado, defensor de la igualdad y la fraternidad, nunca se haya emocionado por el hecho de que Christiane fuera una antigua obrera y por el extraordinario valor manifestado por Goethe al convivir primero con ella públicamente como amante y al hacerla luego ante todos su esposa. Tuvo que soportar no sólo la malediciencia de los salones de Weimar, sino también el rechazo de sus amigos intelectuales, Herder y Schiller, que le ponían mala cara. No me extraña que el Weimar de los aristócratas se haya alegrado cuando Bettina la llamó «salchicha gorda». Pero me extraña que haya podido alegrarse de ello el amigo de las mujeres y la clase obrera. ¿Cómo es posible que una joven patricia, que malintencionadamente exhibe su cultura ante una mujer sencilla, le resulte tan simpática? ¿Y cómo es que Christiane, a la que le gustaba beber y bailar, que no cuidaba su línea y engordaba alegremente, nunca hubiera tenido derecho al divino adjetivo de «alocada» y fuera ante los ojos del amigo del proletariado sólo una «entrometida»?

¿Cómo no se le ocurrió al amigo del proletariado construir con la escena de las gafas una alegoría en la que una sencilla mujer del pueblo castiga con todo derecho a una joven intelectual arrogante y en la que Goethe, después de defender a su mujer, avanza con la cabeza erguida (¡y sin sombrero!) contra un ejército de aristócratas y sus vergonzosos prejuicios?

Naturalmente, esta alegoría no sería menos estúpida que la anterior. Pero el interrogante permanece: ¿por qué el amigo del proletariado y las mujeres eligió una estúpida alegoría y no la otra? ¿Por qué prefirió a Bettina y no a Christiane?

Esta pregunta apunta hacia el núcleo del problema. El próximo capítulo responderá a esta pregunta.

16

Goethe invitaba a Bettina (en una de las cartas que no están fechadas) a que «saliera fuera de sí misma». Hoy diríamos que le reprochaba su egocentrismo. Pero ¿tenía derecho a hacerlo? ¿Quién había peleado por los montañeses sublevados en el Tirol, por el nombre de Petöfi, luego de su muerte, por la vida de Mieroslawski? ¿El o ella? ¿Quién pensaba siempre en los demás? ¿Quién estaba dispuesto a sacrificarse?

Bettina. De eso no hay duda. Pero eso no le quita razón al reproche de Goethe. Porque Bettina nunca salió fuera de su propio yo. Dondequiera que fuese, su yo flameaba tras ella como una bandera. Lo que la inspiraba a luchar por los montañeses del Tirol no eran los montañeses, sino la encantadora imagen de Bettina luchando por los montañeses del Tirol. Lo que la impulsaba a su amor por Goethe no era Goethe, sino la seductora imagen de Bettina-niña enamorada de un viejo poeta.

Recordemos su gesto que denominé
gesto de ansia de inmortalidad
: apoyó primero los dedos en el hueco del pecho, como si hubiera querido señalar hacia el centro mismo de eso que se llama yo. Luego lanzó las manos hacia delante, como si hubiera querido enviar a aquel yo hacia algún lugar lejano, hacia el horizonte, hacia la inmensidad. El
gesto de ansia de inmortalidad
sólo conoce dos sitios en el espacio: yo aquí y el horizonte allá a lo lejos; sólo dos conceptos: el absoluto que es el yo y el absoluto del mundo. Ese gesto nada tiene que ver con el amor, porque el otro hombre, el prójimo, quienquiera que se encuentre entre esos dos polos extremos (yo y el mundo), queda de antemano eliminado del juego, apartado, inadvertido.

El muchacho de veinte años que se apunta al partido comunista o va con un fusil a la montaña a luchar con la guerrilla está fascinado por su propia imagen de revolucionario, mediante la cual se diferencia de otros, mediante la cual se convierte en sí mismo. En el origen de su lucha hay un amor excitado e insatisfecho por su yo, al que desea dar rasgos expresivos para enviarlo luego (mediante el
gesto de ansia de inmortalidad
que hemos descrito) al gran escenario de la historia, en el que están fijos miles de ojos; y nosotros sabemos, como lo demuestra el ejemplo de Míshkin y Nastasia Filíppovna, que bajo el efecto de miradas intensas el alma crece, se hincha, es cada vez mayor, y finalmente se eleva hacia el cielo como una magnífica aeronave iluminada. Lo que hace que la gente levante el puño, lo que le pone fusiles en la mano, lo que la impulsa a la lucha común por causas justas e injustas, no es la razón, sino el alma hipertrofiada. Ella es la gasolina sin la cual el motor de la historia no giraría y sin la cual Europa estaría tumbada en la hierba viendo pasar perezosamente las nubes en el cielo.

Christiane no padecía hipertrofia del alma y no ansiaba mostrarse en el gran escenario de la historia. Sospecho que le gustaba más acostarse sobre la hierba con los ojos fijos en el cielo por el que navegan las nubes. (Sospecho incluso que era capaz de ser feliz en semejantes momentos, lo que constituye un espectáculo francamente desagradable para una persona con el alma hipertrofiada, quien, ardiendo permanentemente en el fuego de su yo, nunca es feliz) Romain Rolland, amigo del progreso y de la lágrima, no dudó por ello ni un instante cuando tuvo que elegir entre ella y Bettina.

Other books

A Killing Tide by P. J. Alderman
Hidden Crimes by Emma Holly
Mistletoe Magic by Sydney Logan
An Appetite for Murder by Lucy Burdette
Lost Daughters by Mary Monroe
Ribbons by Evans, J R