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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (36 page)

BOOK: La inmortalidad
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Todo quedó decidido en una fracción de segundo. Y es que no la reconoció hasta el momento en que sus cuerpos estaban ya uno al lado del otro y en el que un paso más los hubiera alejado irremediablemente. Tuvo que encontrar la decisión y la rapidez necesarias para detenerse, volverse (ella reaccionó inmediatamente a su movimiento) y hablarle.

Tenía la sensación de haberla deseado precisamente a ella durante muchos años, de haber estado buscándola durante todo ese tiempo por todo el mundo. A cien metros de donde estaban había un café con las mesas bajo la copa de los árboles y un magnífico cielo azul. Se sentaron uno frente a otro.

Llevaba gafas negras. Se las cogió con dos dedos, se las quitó con cuidado y las colocó encima de la mesa. Ella no se lo impidió. El le dijo:

—Por culpa de esas gafas estuve a punto de no reconocerla.

Bebían agua mineral y eran incapaces de quitarse los ojos de encima. Ella estaba en Roma en compañía de su marido y sólo disponía de una hora. Él sabía que, de haber sido posible, hubiesen hecho el amor aquel mismo día y en aquel mismo minuto.

¿Cómo se llama? ¿Cuál es su nombre de pila? Lo había olvidado y no podía preguntárselo. Le contó (y lo pensaba con toda sinceridad) que durante todo el tiempo que había estado sin verla tenía la sensación de haber estado esperándola. ¿Cómo podía decirle, al mismo tiempo, que no sabía cómo se llamaba? Le dijo:

—¿Sabe cómo la llamábamos?

—No sé.

—La que toca el laúd.

—¿La que toca el laúd?

—Porque era usted tierna como un laúd. Yo mismo inventé ese nombre para usted.

Sí, él mismo lo había inventado. No hacía años, cuando se habían conocido brevemente, sino ahora en el parque de Villa Borghese, porque necesitaba un nombre por el que llamarla; y porque le parecía elegante y tierna como un laúd.

10

¿Qué sabía de ella? Poco. Recordaba vagamente que la conocía de vista de la pista de tenis (él podía tener veintisiete años, ella diez menos) y que una noche la había invitado a un club nocturno. En aquella época se bailaba un baile durante el cual la mujer y el hombre permanecían a un paso de distancia, cada uno de ellos giraba la cintura y movía primero un brazo y después otro en dirección a su pareja. Haciendo ese movimiento quedó ella grabada en su memoria. ¿Qué era lo que tenía de particular? En primer lugar, que a Rubens ni lo miraba. ¿Y adonde miraba entonces? Al vacío. Todos los bailarines doblaban los codos y hacían con los brazos movimientos alternos hacia delante. Ella también hacía esos movimientos, pero de un modo un poco distinto: al mover los brazos hacia delante trazaba al mismo tiempo con el antebrazo derecho un pequeño círculo hacia la izquierda y con el antebrazo izquierdo un pequeño círculo hacia la derecha. Era como si con aquellos movimientos circulares hubiera querido ocultar su rostro. Como si hubiera querido borrarlo. Aquel baile se consideraba relativamente impúdico en aquella época y era como si la chica deseara bailar de una manera impúdica y al mismo tiempo quisiera ocultar esa impudicia. ¡Rubens estaba encantado! Como si hasta entonces no hubiera visto nada más tierno, más bello, más excitante. Después sonó un tango y las parejas se juntaron. No pudo resistir un repentino impulso y le puso a la chica una mano en un pecho. El mismo se asustó. ¿Qué haría la chica? La chica no hizo nada. Siguió bailando con su mano en el pecho y mirando hacia delante. Él le preguntó con voz casi temblorosa: «¿Ya le habían tocado alguna vez un pecho?». Y ella con la misma voz temblorosa (de verdad, fue como si alguien tocase ligeramente la cuerda de un laúd) respondió: «No». Y él no quitaba la mano de su pecho y percibía aquel «no» como si fuese la palabra más hermosa del mundo; era arrebatador: le parecía ver de cerca el pudor; veía el pudor tal como es, podía tocarlo (lo tocaba de verdad; su pudor se había desplazado hacia su pecho, residía en su pecho, se había convertido en pecho). ¿Por qué no volvió a verla nunca más? Aunque se rompa la cabeza, no lo sabe. Ya no lo recuerda.

11

En 1897 Arthur Schnitzler, novelista vienes, publicó la hermosa novela
La señorita Elsa
. La protagonista es una joven pudorosa cuyo padre está endeudado y corre peligro de arruinarse. El acreedor ha prometido perdonar la deuda al padre si la hija se le muestra desnuda. Tras una larga lucha interior, Elsa acepta, pero siente tal pudor que durante su exhibición se vuelve loca y muere. Para que no haya errores: ¡no se trata de un cuento moralizante que pretende acusar a un rico malvado y vicioso! No, es una novela erótica durante cuya lectura nos quedamos sin respiración: nos hace entender el poder que en otros tiempos tuvo la desnudez: significaba para el acreedor una inmensa cantidad de dinero y para la joven un pudor infinito cuya excitación lindaba con la muerte.

El cuento de Schnitzler marca en el cuadrante de Europa un instante significativo: los tabús eróticos aún eran poderosos al final del puritano siglo XIX, pero la liberación de las costumbres dio vida a un ansia igualmente poderosa de transgredir esos tabús. El pudor y la impudicia se cruzaron en un momento en que tenían la misma fuerza. Fue un momento de una excepcional tensión erótica. Viena lo conoció en las postrimerías del siglo. Ese momento ya no volverá.

El pudor significa que tratamos de evitar lo que queremos y nos sentimos avergonzados de querer lo que tratamos de evitar. Rubens formaba parte de la última generación europea educada en el pudor. Por eso estaba tan excitado cuando le colocó a la joven la mano sobre el pecho y puso en movimiento su pudor. Una vez, cuando estudiaba el bachillerato, se coló por un pasillo desde el que se veía por una ventana la habitación en la que se amontonaban sus compañeras de clase, desnudas de medio cuerpo para arriba, esperando que les hicieran una radiografía de pulmones. Una de ellas lo vio y empezó a gritar. Las demás se echaron las batas por encima, salieron corriendo y gritando al pasillo y empezaron a perseguirlo. Rubens vivió unos momentos de miedo; de pronto no eran compañeras de colegio, colegas, amigas dispuestas a bromear y a flirtear. En sus rostros había verdadera maldad, multiplicada además por su número, maldad colectiva que había decidido perseguirlo. Pudo escapar, pero ellas continuaron con la persecución y lo denunciaron a la dirección de la escuela. Recibió una amonestación pública ante la clase reunida. El director le llamó, con voz de verdadero desprecio,
voyeur
.

Tenía unos cuarenta años cuando las mujeres dejaron en el cajón de la cómoda sus sujetadores y, tumbadas en las playas, le enseñaron al mundo entero sus tetas. Iba por la orilla del mar y evitaba ver su repentina desnudez porque el viejo imperativo estaba firmemente arraigado en él: ¡no herir el pudor femenino! Cuando encontraba a alguna conocida sin sujetador, por ejemplo a la mujer de un amigo o a alguna compañera de trabajo, comprobaba con sorpresa que quien se avergonzaba no era ella, sino él. No sabía qué hacer y no sabía adonde mirar. Intentaba evitar que sus ojos se detuvieran en los pechos, pero no era posible, porque unos pechos desnudos se ven aunque uno le mire a una mujer las manos o los ojos. Así que procuró mirarles los pechos con la misma naturalidad con que les miraba las rodillas o la frente. Hiciera lo que hiciera le parecía que aquellos pechos desnudos lo acusaban, se quejaban de que él no estuviera del todo de acuerdo con su desnudez. Y tenía la fuerte impresión de que las mujeres que veía en la playa eran las mismas que veinte años antes le habían denunciado al director por voyeurismo: igualmente malas y agrupadas en tropel, exigían con la misma agresividad multiplicada por su número que él reconociese su derecho a mostrarse desnudas.

Al final se hizo más o menos a la idea de los pechos desnudos, pero no pudo evitar la sensación de que había ocurrido algo grave: en el cuadrante de Europa había vuelto a sonar una hora: había desaparecido el pudor. Pero no sólo desapareció, sino que desapareció con tal facilidad, casi en una sola noche, que parecía como si en realidad nunca hubiera existido. Que lo habían inventado los hombres al encontrarse cara a cara con una mujer. Que el pudor había sido una ilusión de ellos. Su sueño erótico.

12

Cuando Rubens se divorció de su mujer, se encontró, como ya dije, de una vez para siempre «más allá de las fronteras del amor». Esa formulación le gustaba. Con frecuencia la repetía para sus adentros (algunas veces melancólica, otras alegremente): pasaré la vida «más allá de las fronteras del amor».

Pero el territorio que denominaba «más allá de las fronteras del amor» no se parecía al patio sombrío y descuidado de un magnífico y enorme palacio (el palacio del amor), no, aquel territorio era amplio, rico, bello, inmensamente variado y es posible que mayor y más hermoso que el mismo palacio del amor. Por ese territorio pasaban distintas mujeres, algunas de las cuales le eran indiferentes, otras lo divertían y de algunas se enamoraba. Es necesario comprender este aparente contrasentido: más allá de las fronteras del amor existe el amor.

Porque lo que había empujado a las aventuras amorosas de Rubens «más allá de las fronteras del amor» no era la falta de sentimientos, sino la voluntad de limitarlos exclusivamente a la esfera erótica de la vida, de prohibirles toda influencia en su trayectoria vital. Cualquiera que sea la definición que demos del amor, siempre quedará implícito que el amor es algo esencial, que convierte la vida en destino: los acontecimientos que suceden «más allá de las fronteras del amor», por bellos que sean, son por ese motivo siempre episódicos.

Pero repito: aunque expulsadas «más allá de las fronteras del amor» al territorio de lo episódico, entre las mujeres de Rubens había algunas por las que sentía ternura, en las que pensaba con obsesión, que le producían dolor cuando se le escapaban o celos cuando preferían a otro. En otras palabras, más allá de las fronteras del amor también existían amores, y como la palabra amor estaba prohibida, eran todos amores secretos y por eso aún más atrayentes.

En cuanto estuvo sentado en la cafetería del parque de la Villa Borghese frente a la mujer a la que había llamado «la que toca el laúd», supo enseguida que iba a ser «una mujer amada más allá de las fronteras del amor». Sabía que no le iba a interesar su vida, su matrimonio, su familia, sus preocupaciones, sabía que se verían con muy poca frecuencia, pero sabía también que iba a sentir por ella una ternura completamente excepcional.

—Recuerdo otro nombre más —le dijo—. La llamé la muchacha gótica.

—¿Muchacha gótica yo?

Nunca la había llamado así. Aquellas palabras se le habían ocurrido hacía un momento, mientras iban juntos por la alameda hacia la cafetería. Su manera de andar le traía a la memoria los cuadros góticos que había estado mirando aquella misma tarde en el palacio Barberini. Él continuó:

—Las mujeres de los cuadros góticos llevan al andar el vientre hacia delante. Y la cabeza gacha. Su manera de andar es la manera de andar de una doncella gótica. La mujer que tañe el laúd en las orquestas angelicales. Sus pechos están orientados hacia el cielo, su vientre está orientado hacia el cielo, pero su cabeza, que sabe de la vanidad de todo, mira hacia el polvo.

Volvieron por la misma alameda de las estatuas en la que se habían encontrado. Las cabezas cortadas de los muertos ilustres estaban colocadas encima de sus pedestales como un arrogante ademán.

A la salida del parque se despidió de él. Se pusieron de acuerdo en que iría a verla a París. Le dio su nombre (el apellido de su marido), su número de teléfono y le explicó a qué horas estaba con seguridad sola en casa. Luego con una sonrisa se puso las gafas negras:

—¿Ahora puedo ya?

—Sí —dijo Rubens y se quedó mucho tiempo mirando cómo se alejaba.

13

Todo el doloroso deseo que se apoderaba de él al pensar que se le había escapado para siempre su propia mujer, se convirtió en obsesión por la mujer que toca el laúd. Pensó en ella durante los días siguientes casi sin interrupción. Intentaba de nuevo acordarse de todo lo que había quedado de ella en su memoria, pero no encontraba más que aquella noche en la sala de fiestas. Recordó por centésima vez la misma imagen: en medio de las parejas que bailaban, ella estaba a un paso de él. No lo miraba a él, miraba al vacío. Como si no quisiera ver nada del mundo exterior, concentrada sólo en sí misma. Como si a un paso de ella no estuviese él, sino un gran espejo en el que se observaba. Observaba en él sus caderas que se desplazaban alternativamente hacia delante, observaba sus brazos, que describían círculos ante sus pechos y su rostro, como si quisiera de ese modo ocultarlos, como si quisiera borrarlos. Como si los borrase y volviera a dejarlos aparecer, mirándose mientras tanto en el espejo imaginario, excitada por su propio pudor. Su manera de bailar era una pantomima del pudor: una permanente exhibición de la desnudez oculta.

Una semana después de su encuentro en Roma se dieron cita en el vestíbulo de un gran hotel parisino lleno de japoneses, cuya presencia hizo posible una sensación de agradable anonimato y desarraigo. Cuando cerró tras de sí la puerta de la habitación, se acercó a ella y le colocó la mano en el pecho:

—Así fue como la toqué cuando bailamos juntos —dijo—. ¿Lo recuerda?

—Sí —dijo ella y fue como cuando alguien golpea suavemente con el dedo el cuerpo del laúd.

¿Sentía pudor como hace quince años? ¿Sintió pudor Bettina cuando Goethe le tocó el pecho en el balneario de Teplice? ¿Era el pudor de Bettina sólo un sueño de Goethe? ¿Era el pudor de la mujer que toca el laúd sólo un sueño de Rubens? Como quiera que fuese, ese pudor, aunque sólo fuera una apariencia de pudor, aunque sólo fuera el recuerdo de una apariencia de pudor, ese pudor estaba allí, estaba con ellos en la pequeña habitación del hotel, los embriagaba con su magia y le daba sentido a todo. La desnudó y se sentía como si acabara de traerla del club nocturno de su juventud. Hacía el amor con ella y la veía bailar: escondía la cara tras los movimientos circulares de los brazos mientras se miraba en un espejo imaginario.

Los dos se tendieron con ansia sobre las olas de esa corriente que atraviesa a todas las mujeres y todos los hombres, esa corriente mística de imágenes obscenas en las que, si bien cualquier mujer se parece a cualquier mujer, un rostro diferente da a las mismas imágenes y palabras distinta fuerza y embelesamiento. Escuchaba lo que le decía la mujer que toca el laúd, escuchaba sus propias palabras, miraba su tierno rostro de doncella gótica que pronunciaba palabras obscenas y se sentía cada vez más embriagado.

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