La inmortalidad (34 page)

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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

BOOK: La inmortalidad
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Algo más tarde le invitó a su casa la señora C. Era unos quince años mayor que él. Antes de la cita, él le contó a su amigo M las magníficas obscenidades (¡no, ya nada de metáforas!) que estaba dispuesto a decirle a aquella dama durante el coito. Extrañamente fue un fracaso: antes de que se decidiera a pronunciarlas, las pronunció ella. Y volvió a quedarse asombrado. No sólo por el hecho de que se le hubiera adelantado en su atrevimiento erótico, sino por algo aún más extraño: empleó textualmente las mismas palabras que él llevaba varios días preparando. Aquella coincidencia le fascinó. Se la atribuyó a alguna telepatía erótica o a un secreto parentesco entre sus almas. Así fue entrando lentamente en la
tercera etapa
: la de la
verdad obscena
.

La
cuarta etapa
estuvo estrechamente ligada a su amigo M: la
etapa del telegrama
. El telegrama era un juego al que jugaba entre los cinco y los siete años: los niños se sentaban en fila y uno le susurraba a otro una frase que éste luego pasaba en voz muy baja a un tercero, el tercero a un cuarto, hasta que el último la decía en voz alta y todos se reían de la diferencia entre la frase inicial y su transformación final. Rubens y M, ya adultos, jugaban al telegrama diciendo a sus amantes frases obscenas formuladas de un modo muy original y las mujeres, sin saber que jugaban al telegrama, las transmitían. Y como Rubens y M tenían varias amantes en común (o se las pasaban con mucha discreción el uno al otro), se enviaban por mediación suya alegres saludos. Una vez le dijo a Rubens una mujer mientras hacían el amor una frase tan improbable, tan extrañamente alambicada que inmediatamente reconoció en ella la perversa imaginación de su amigo. Le dio un irrefrenable ataque de risa y, como la mujer tomaba la risa contenida por espasmos amorosos, repitió alentada una vez más aquella frase; la tercera vez la gritó y a Rubens le pareció ver, por encima de su cuerpo en plena fornicación, al espectro de M riendo a carcajadas.

En relación con aquello se acordó de B, que al final de la etapa de las metáforas le dijo de pronto una palabra obscena. Ahora, a la distancia, se planteaba la pregunta: ¿era la primera vez que ella decía aquella palabra? Entonces no había tenido la menor duda. Pensaba que ella estaba enamorada de él, sospechaba que quería casarse con él y estaba seguro de que no tenía relaciones con otro. Pero ahora comprendía que alguien tenía que haberle enseñado (yo diría: que haberla entrenado) a pronunciar en voz alta aquella palabra antes de que fuera capaz de decírsela a Rubens. Sí, sólo al cabo del tiempo, gracias a las experiencias del telegrama, se dio cuenta de que, mientras le juraba fidelidad, B tenía con certeza otro amante.

La experiencia del telegrama le hizo cambiar: dejó de tener la sensación (todos la tenemos) de que el acto del amor físico es un instante de absoluta intimidad en el que el mundo que nos rodea se convierte en un desierto interminable en medio del cual se aprietan uno contra otro dos cuerpos solitarios. Ahora comprendía repentinamente que ese momento no proporciona soledad íntima alguna. Incluso en plena multitud de los Campos Elíseos su soledad es mucho más íntima que cuando estrecha entre sus brazos a la más secreta de sus amantes. Porque la etapa del telegrama es la etapa social del amor: gracias a unas pocas palabras, todos participan en el abrazo de dos seres aparentemente solitarios; la sociedad abastece permanentemente el mercado de ideas impúdicas y hace posible su difusión y circulación. Rubens acuñó entonces esta definición de nación: comunidad de individuos cuya vida erótica esta unida por el mismo telegrama.

Pero luego conoció a D, la más verbal de todas las mujeres que había conocido. Al segundo encuentro ya le confesó que era una fanática de la masturbación y que se producía placer contándose cuentos. «¿Cuentos? ¿Qué cuentos? ¡Cuéntame!» y empezó a hacerle el amor. Y ella empezó a contarle: un balneario, cabinas, en las paredes agujeros taladrados en la madera, los ojos cuya mirada sentía mientras se desnudaba, la puerta que se abrió de pronto, cuatro hombres, etcétera, etcétera, etcétera; el cuento era hermoso, era trivial y él estaba encantado con D.

Pero le pasó entretanto una cosa curiosa: cuando se veía con otras mujeres, descubría en sus imágenes fragmentos de aquellos largos cuentos que le contaba D mientras hacían el amor. Se encontraba con frecuencia con la misma palabra, con la misma construcción, aunque la palabra y la construcción fueran muy poco usuales. El monólogo de D era un espejo en el que hallaba a todas las mujeres que conocía, era una enorme enciclopedia, una enciclopedia Larousse de ocho tomos de imágenes y frases eróticas. Al principio interpretó el gran monólogo de D mediante el principio del juego del telegrama: toda la nación, por mediación de cientos de amantes, depositaba en la cabeza de su amiga, como en una colmena, ideas impúdicas recogidas por todos los rincones del país. Pero más tarde comprobó que aquella explicación era improbable. Se encontró con fragmentos de monólogos de D en mujeres de las que sabía con certeza que no podían haber tenido ni tan sólo una relación indirecta con D, porque no existía un amante común que jugara entre ellas el papel de cartero.

Entonces recordó lo que le había pasado con C: había preparado frases cochinas para decirle durante el coito y ella se le había adelantado. Entonces había pensado que se trataba de telepatía. Pero ¿había leído realmente aquellas frases en la cabeza de Rubens? Era más probable que aquellas frases estuvieran en su propia cabeza mucho antes de conocerle a él. ¿Pero cómo es posible que tuvieran los dos en la cabeza las mismas frases? Seguramente porque había alguna fuente común. Y entonces se le ocurrió que por todas las mujeres y todos los hombres fluye una misma e idéntica corriente, un común y único río de imágenes eróticas. El individuo no recibe su ración de fantasía impúdica del amante o la amante como en el juego del telegrama, sino de esta impersonal (o suprapersonal o infrapersonal) corriente. Pero si digo que este río que nos atraviesa es impersonal, eso significa que no nos pertenece a nosotros, sino a Aquel que nos creó y lo puso dentro de nosotros; dicho de otro modo, que pertenece a Dios, o incluso que él es precisamente Dios o una de sus transformaciones. Cuando Rubens formuló por primera vez esta idea, le pareció sacrílega, pero luego la apariencia de blasfemia se difuminó y se sumergió en el río subterráneo con una especie de humildad religiosa: sabía que dentro de esta corriente estamos todos unidos, pero no como nación, sino como criaturas divinas; cada vez que se sumergía en esa corriente, experimentaba la sensación de fundirse en una especie de acto místico con Dios. Sí, la
quinta etapa
era la
mística
.

4

¿Acaso la vida de Rubens no es más que una historia de amor físico?

Es posible en efecto entenderla así, y el momento en que de pronto se manifestó como tal fue también un acontecimiento significativo en el cuadrante.

Cuando estudiaba el bachillerato ya pasaba horas enteras en los museos ante los cuadros; había pintado en su casa cientos de acuarelas y era famoso entre sus compañeros por las caricaturas que hacía de los profesores. Las dibujaba a lápiz para la revista ciclostilada de la escuela y, durante los recreos, con tiza en la pizarra para gran diversión de la clase. Aquella época le permitió conocer lo que es la fama: lo conocía y lo admiraba todo el instituto y todos le llamaban, en broma, Rubens. En recuerdo de aquellos hermosos años (los únicos años de fama) mantuvo el apodo toda su vida, insistiendo (con sorprendente ingenuidad) en que sus amigos le llamaran así.

La popularidad terminó con la reválida. Quería ingresar luego en la Escuela de Bellas Artes, pero no aprobó el examen. ¿Era peor que otros? ¿O tenía mala suerte? Lo curioso es que no sé cómo responder a esa sencilla pregunta.

Con indiferencia se puso a estudiar derecho, culpando de su fracaso a la pequeñez de su Suiza natal. Tenía esperanzas de llevar a cabo su misión como pintor en otra parte y probó fortuna dos veces: primero cuando se presentó al examen de ingreso en la Ecole de Beaux-Arts de París y no lo aprobó y luego cuando ofreció sus dibujos a varias revistas. ¿Por qué le rechazaron esos dibujos? ¿No eran buenos? ¿O los que los valoraban eran idiotas? ¿O el dibujo ya no le interesaba a nadie? Lo único que puedo decir es que no tengo respuesta para estas preguntas.

Fatigado por los fracasos, renunció a seguir intentándolo. Claro que de eso se desprendía (y él era plenamente consciente de ello) que su pasión por el dibujo y la pintura era más débil de lo que pensaba y que por lo tanto no estaba predestinado a la carrera de artista, tal como suponía cuando estudiaba el bachillerato. Al comienzo la conciencia de eso lo decepcionó, pero luego resonó obstinada en su alma la defensa de su propia rendición: ¿por qué tenía que tener pasión por la pintura? ¿qué tiene la pasión que sea tan digno de elogio? ¿No se ve empujada la mayoría de los artistas a un ajetreo innecesario sólo porque ve en la pasión por el arte algo sagrado, una especie de misión, cuando no una obligación (una obligación hacia sí mismo, cuando no hacia la humanidad)? Bajo el impacto de su propia rendición, empezó a ver en los artistas y los literatos a personas más bien poseídas por la ambición que dotadas de creatividad y procuraba evitar su compañía.

Su mayor competidor, un muchacho de su misma edad llamado N, que era de la misma ciudad y había estudiado en el mismo instituto que él, no sólo fue aceptado en la Escuela de Bellas Artes, sino que tuvo poco tiempo después notables éxitos. Cuando estudiaban el bachillerato, todos le adjudicaban a Rubens mucho más talento que a N. ¿Quiere decir eso que todos se equivocaban? ¿O que el talento es algo que se puede perder por el camino? Como ya suponemos, no hay respuesta para estas preguntas. Además lo que importa es otra circunstancia: en la época en que sus fracasos lo llevaron a renunciar definitivamente a la pintura (en la misma época en que N celebraba sus primeros éxitos) Rubens salía con una chica jovencita muy hermosa, mientras que su competidor se casó con una señorita de familia rica tan fea que al mirarla Rubens se quedaba sin habla. Le parecía que con aquella suma de coincidencias el destino le decía dónde estaba el centro de gravedad de su vida: no en la vida pública, sino en la privada, no en la búsqueda del éxito profesional, sino en el éxito con las mujeres. Y de pronto lo que ayer mismo parecía una derrota, resultó ser una sorprendente victoria: sí, renuncia a la fama, a la lucha por ser reconocido (una lucha vana y triste), para entregarse a la vida misma. Ni siquiera se preguntaba por qué las mujeres son «la vida misma». Eso le parecía evidente y claro, más allá de toda duda. Estaba seguro de haber elegido un camino mejor que su competidor, provisto de una rica fea. En tales circunstancias su hermosa joven era para él no sólo una promesa de felicidad, sino ante todo un triunfo y un orgullo. Para confirmar su inesperada victoria y ponerle el sello de lo irrevocable, se casó con la hermosa joven, convencido de que todo el mundo le envidiaría.

5

Las mujeres significan para Rubens «la vida misma» y sin embargo no tiene nada más urgente que hacer que casarse con la hermosa joven y renunciar con ello a las demás mujeres. Actúa de un modo ilógico pero completamente normal. Rubens tenía veinticuatro años. Había entrado precisamente en la etapa de la verdad obscena (lo cual significa que acababa de conocer a B y C), pero sus nuevas experiencias no cambiaban en nada su convicción de que muy por encima del placer de acostarse con alguien está el amor, el gran amor, el más alto valor de la vida, sobre el que había oído mucho, leído mucho, sobre el que intuía mucho y no sabía nada. No dudaba de que el amor fuera la culminación de la vida (de aquella «vida misma» que había antepuesto a la carrera profesional) y que por lo tanto debía recibirlo con los brazos abiertos y sin medias tintas.

Como dije, las manecillas del cuadrante sexual señalaban la hora de la verdad obscena, pero en cuanto se enamoró se produjo una inmediata regresión a los estadios anteriores: en la cama callaba o sólo le decía a su futura esposa tiernas metáforas, convencido de que la obscenidad los habría trasladado a ambos fuera del territorio del amor.

Lo diré de otro modo: el amor por la hermosa joven lo retrotrajo al estado virginal porque, como ya dije en otra ocasión, en cuanto un europeo pronuncia la palabra amor, regresa en alas del entusiasmo al pensamiento y la sensibilidad precoital (o extracoital), exactamente al estado en que se hundió el joven Werther y en el que el Dominique de Fromentin casi se cayó del caballo. Por eso, cuando encontró a su bella joven, Rubens estaba dispuesto a poner la olla de los sentimientos al fuego y esperar a que al llegar al punto de ebullición los sentimientos se transformaran en pasión. La única complicación consistía en que tenía entonces en otra ciudad una amante (llamémosla E), tres años mayor que él, con la que mantenía relaciones desde mucho antes de conocer a su futura esposa y hasta varios meses después. No dejó de verla hasta el día en que tomó la decisión de casarse. La separación no se debió a un espontáneo enfriamiento de sus sentimientos hacia E (pronto se verá que incluso la quería demasiado), sino más bien a la conciencia de que había entrado en una etapa grande y solemne de la vida en la que el gran amor debe ser consagrado mediante la fidelidad. Pero una semana antes de la boda (acerca de cuya necesidad seguía dudando, pese a todo, en un rincón de su alma) sintió una inmensa nostalgia por E, a la que había abandonado sin explicarle nada. Y como nunca había denominado amor a la relación que tenía con ella, estaba muy asombrado de desearla tan enormemente con el cuerpo, el corazón y el alma. No se contuvo y fue a verla. Durante una semana se humilló para que le permitiera hacerle el amor, se lo rogó, la asedió con ternura, tristeza, insistencia, pero ella no le otorgaba otra cosa que la visión de su rostro acongojado; no podía ni tocar su cuerpo.

Descontento y entristecido regresó a casa el día de la boda. Durante el banquete se emborrachó y por la noche llevó a la novia a la casa que iban a compartir. Cegado por el vino y la nostalgia la llamó en medio del acto amoroso con el nombre de su antigua amante. ¡Fue una catástrofe! ¡Jamás olvidará los grandes ojos que lo miraron con terrible sorpresa! En ese segundo en el que todo se derrumbó, pensó que la amante desechada se vengaba y el mismo día de su boda minaba para siempre con su nombre su matrimonio. Y quizás en ese breve momento fuera también consciente de lo improbable que era lo que había sucedido, de lo estúpido y grotesco que era su error, grotesco hasta el punto de convertir el inevitable fracaso de su matrimonio en algo aún más insoportable. Fueron tres o cuatro segundos tremendos, durante los cuales no supo qué hacer, hasta que de pronto empezó a gritar: «¡Eva! ¡Isabel! ¡Catalina!». No fue capaz de acordarse de otros nombres de mujer y repitió: «¡Catalina! ¡Isabel! ¡Sí, tú eres para mí todas las mujeres! ¡Todas las mujeres de todo el mundo! ¡Eva! ¡Clara! ¡Julia! ¡Tú eres todas las mujeres! ¡Tú eres la mujer en plural! ¡Paulina, Petra, todas las mujeres del mundo entero están dentro de ti, tú tienes todos sus nombres…!» y le hizo el amor con movimientos acelerados, como un verdadero atleta del sexo; al cabo de unos segundos pudo comprobar que los ojos desencajados de su mujer habían recuperado la expresión normal y que su cuerpo, que un momento antes se había quedado rígido debajo de él, se movía nuevamente con un ritmo cuya regularidad le devolvía la tranquilidad y la seguridad.

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