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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (35 page)

BOOK: La inmortalidad
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La manera en que se salió de aquella endiablada situación lindaba con lo increíble y puede extrañarnos que la joven esposa tomase en serio tan alocada comedia. Pero no olvidemos que ambos eran prisioneros del pensamiento precoital, que emparenta el amor con el absoluto. «¡Cuál es el criterio del amor de la etapa virginal? Sólo cuantitativo: el amor es un sentimiento muy, muy, muy grande. El amor falso es una sentimiento pequeño, el amor verdadero (
die wahre Liebe
!) es un sentimiento grande. Pero desde el punto de vista del absoluto ¿no es pequeño cualquier amor? Claro. Por eso el amor, para demostrar que es verdadero, quiere ir más allá de lo razonable, quiere no tener medida, quiere ser improbable, ansia convertirse en «delirios activos de la pasión» (¡no olvidemos a Eluard!), en otras palabras, ¡quiere enloquecer! La improbabilidad de un gesto exagerado, por lo tanto, sólo puede traer ventajas. El modo en que Rubens se salvó de aquél lío no es para un observador externo ni elegante ni convincente, pero en la situación dada era el único que le permitía evitar la catástrofe: actuando como un loco, Rubens invocaba el enloquecido absoluto del amor y eso era válido.

6

Si Rubens ante la presencia de su joven esposa volvió a convertirse en un atleta lírico del amor, eso no significa que renunciara de una vez para siempre a la impudicia del erotismo, sino que quería que hasta la impudicia se pusiera al servicio del amor. Imaginaba que en el éxtasis monogámico experimentaría con una mujer más que con cien distintas. Sólo tenía que resolver un problema: ¿a qué ritmo debe avanzar la aventura de la sensualidad por el camino del amor? Como el camino del amor debía ser largo, lo más largo que pudiera, de ser posible sin fin, se fijó un lema: frenar el tiempo y no apresurarse.

Pongamos por caso que imaginaba su futuro sexual con la hermosa joven como la escalada a una alta montaña. Si hubiera llegado a la cima el primer día ¿qué hubiera hecho a continuación? Tenía que planificar el viaje de modo que llenase toda su vida. Por eso hacía el amor con su joven esposa apasionadamente, con fervor físico, pero de un modo que denominaría clásico y sin ninguna de las obscenidades que le atraían (y con ella más que con cualquier otra mujer) pero que posponía para años posteriores.

No obstante, de pronto sucedió lo que no esperaba: dejaron de entenderse, se irritaban el uno al otro, empezaron a luchar por el poder en el hogar, ella decía que necesitaba más espacio para hacer su vida, él se enfadaba porque no quería hacerle unos huevos pasados por agua y, mucho antes de lo que ellos podían suponer, sucedió que de pronto se divorciaron. El gran sentimiento en el que quería basar toda su vida desapareció con tal rapidez que dudó de que alguna vez lo hubiera sentido. ¡Esa desaparición del sentimiento (¡repentina, rápida, fácil!) fue para él algo vertiginoso e increíble! Lo fascinó mucho más que dos años antes su repentino enamoramiento.

Pero no sólo el balance sentimental de su matrimonio era nulo, sino también el erótico. Debido al ritmo lento que se había impuesto, sólo había experimentado con aquel ser hermoso escenas de amor ingenuas sin grandes excitaciones. No sólo no llegó con ella hasta la cima de la montaña, sino ni siquiera al primer mirador. Por eso intentó varias veces, tras el divorcio, salir con ella (no se negó: a partir del momento en que se interrumpió la lucha por el poder en el hogar, volvió a disfrutar haciendo el amor con él) y llevar a cabo rápidamente al menos algunas pequeñas perversiones que atesoraba para años posteriores. Pero no llevó a cabo casi nada porque esta vez había elegido un ritmo demasiado rápido y la hermosa joven divorciada interpretaba su impaciente sensualidad (la arrastró directamente a la etapa de la verdad obscena) como una manifestación de cinismo y de falta de amor, de modo que sus relaciones posmatrimoniales pronto terminaron.

Su breve matrimonio fue en su vida un simple paréntesis, lo cual me tienta a decir que regresó precisamente al sitio donde estaba cuando encontró a su novia; pero no es verdad. Esa inflamación del sentimiento amoroso y su increíble desinflamiento sin dramatismo ni dolor los vivió como una pasmosa experiencia cognoscitiva que venía a decirle que estaba irrevocablemente más allá de las fronteras del amor.

7

El gran amor que dos años antes le había deslumbrado, le hizo olvidar la pintura. Pero cuando cerró el paréntesis del matrimonio y con melancólico desengaño comprobó que se hallaba en un territorio situado más allá de las fronteras del amor, de pronto su renuncia a la pintura apareció como una injustificable rendición.

Comenzó nuevamente a hacer en un cuaderno bocetos de los cuadros que tenía ganas de pintar. Se dio cuenta, sin embargo, de que el regreso era ya imposible. Cuando estudiaba el bachillerato, se imaginaba a todos los pintores del mundo recorriendo un mismo gran camino; era el majestuoso camino que va desde los pintores góticos a los grandes italianos del Renacimiento y más allá hasta los holandeses, desde ellos a Delacroix, de Delacroix a Manet, de Manet a Monet, de Bonnard (¡ay, cómo le gustaba Bonnard!) a Matisse, de Cézanne a Picasso. Los pintores no iban por el camino en tropel como los soldados, no, cada uno iba solo, y sin embargo lo que uno descubría le servía a otro de inspiración y todos sabían que se abrían camino hacia delante, hacia lo desconocido, que era su objetivo común y los unía a todos. Pero después de repente sucedió que el camino desapareció. Fue como cuando nos despertamos de un sueño hermoso; buscamos aún durante un rato las imágenes que van palideciendo hasta que finalmente comprendemos que no es posible hacer que vuelvan los sueños. El camino desapareció pero en el alma de los pintores había permanecido en forma de un deseo inextinguible de «ir hacia delante». ¿Pero dónde está «delante» si ya no hay camino? ¿En qué dirección buscar el «delante» perdido? Y así fue como el deseo de ir hacia delante se convirtió en una neurosis de los pintores; cada uno corría hacia un lado distinto y todos se cruzaban permanentemente, como una multitud que va de un lado para otro por una misma plaza. Querían diferenciarse uno de otro y cada uno de ellos volvía a descubrir un descubrimiento ya descubierto. Por suerte pronto aparecieron personas (no eran pintores, sino comerciantes y organizadores de exposiciones y sus agentes y asesores publicitarios) que imprimieron orden a ese desorden y determinaron qué descubrimiento es necesario descubrir de nuevo en qué año. La restauración del orden aumentó mucho la venta de cuadros actuales. Los compraban ahora para sus salones los mismos ricos que tan sólo diez años antes se burlaban de Picasso y Dalí, por lo cual Rubens los odiaba apasionadamente. Ahora los ricos habían decidido ser modernos y Rubens suspiró con alivio por no ser pintor.

Una vez visitó en Nueva York el Museo de Arte Moderno. En la primera planta estaban Matisse, Braque, Picasso, Miró, Dalí, Ernst, y él se sintió feliz. Los trazos del pincel sobre la tela expresaban un gozo salvaje. La realidad era magníficamente violada, como una mujer por un fauno, o se enfrentaba con el pintor como un toro con un torero. Pero cuando subió al piso superior en el que estaban los cuadros de la época más actual, se encontró en medio de un desierto; no había una sola huella de un trazo alegre del pincel sobre la tela; no había huella de goce alguno; habían desaparecido el toro y el torero; los cuadros habían expulsado de sí la realidad o la imitaban con cínica e inane literalidad. Entre ambas plantas fluía el río Leteo, el río de la muerte y el olvido. En aquella ocasión se dijo que su renuncia a la pintura tenía quizás un sentido más profundo que el de la escasez de talento o perseverancia: en el cuadrante de la pintura europea había sonado la medianoche.

Trasladado al siglo XIX, ¿en qué se ocuparía un alquimista genial? ¿Qué pasaría con Cristóbal Colón hoy, cuando las rutas marinas son atendidas por cientos de empresas de transportes? ¿Que escribiría Shakespeare en una época en la que el teatro aún no existe o ha dejado de existir?

Estas no son preguntas retóricas. Cuando el hombre tiene talento para una actividad a la que ya le han sonado las campanadas de medianoche (o aún no le han sonado las de la primera hora), ¿qué ocurre con su talento? ¿Se transforma? ¿Se adapta? ¿Se convierte Cristóbal Colón en director de una empresa de viajes? ¿Escribirá Shakespeare libretos para Hollywood? ¿Producirá Picasso series de dibujos animados? O todos estos grandes talentos se harán a un lado, se irán, por así decirlo, al convento de la historia llenos de cósmica desilusión por haber nacido fuera de tiempo, fuera de la época que es la suya, al margen del cuadrante para cuyo tiempo fueron creados? ¿Abandonarán su impuntual talento tal como Rimbaud abandonó a los diecinueve años la poesía?

Tampoco estas preguntas tienen una repuesta evidente ni para mí, ni para ustedes ni para Rubens. ¿Llevaba dentro de sí el Rubens de mi novela las posibilidades no realizadas de un gran pintor? ¿O no tenía talento alguno? ¿Dejó la pintura por escasez de fuerzas o, precisamente al contrario, por la fuerza de su clarividencia, que entrevió la vanidad de la pintura? Naturalmente pensaba mucho en Rimbaud y se comparaba para sus adentros con él (aunque tímidamente y con ironía). Rimbaud no sólo dejó la poesía radicalmente y sin lamentarse, sino que la actividad a la que luego se dedicó fue la negación sarcástica de la poesía: se dice que traficaba en África con armas e incluso con esclavos. Esta segunda afirmación es con toda probabilidad una leyenda calumniosa, que sin embargo en tanto hipérbole capta perfectamente la violencia autodestructiva, la pasión, la rabia que separaron a Rimbaud de su propio pasado de artista. Si Rubens se sentía cada vez más atraído por la finanzas y la bolsa, era quizás entre otras cosas porque esta actividad (justificada o injustificadamente) le parecía lo contrario a sus sueños acerca de una carrera artística. Un día, cuando su compañero de colegio N se hizo famoso, Rubens vendió un cuadro que tiempo atrás le había regalado. Gracias a esa venta no sólo consiguió bastante dinero, sino que descubrió también el modo en que iba a ganarse la vida en el futuro: vendería a los ricos (a quienes despreciaba) cuadros de los pintores actuales (a quienes no apreciaba).

Hay mucha gente en el mundo que vive de vender cuadros y ni en sueños se le ocurre avergonzarse de su profesión. ¿Acaso Velázquez, Vermeer, Rembrandt, no eran también vendedores de cuadros? Rubens naturalmente lo sabe. Pero si es capaz de compararse con Rimbaud, el traficante de esclavos, jamás se comparará con los grandes pintores traficantes de cuadros. Ni por un momento pondrá en duda la total inutilidad de su trabajo. Al comienzo eso lo entristecía y se reprochaba la amoralidad de su posición. Pero luego se dijo: ¿qué significa en realidad ser útil? La suma de la utilidad de todas las personas de todas las épocas está plenamente contenida en el mundo tal como es hoy. De lo que se deriva: nada es más moral que ser inútil.

8

Habían pasado unos doce años desde su divorcio cuando fue a visitarlo una mujer llamada F. Le contó que hacía poco tiempo la había invitado a su casa un hombre y la había hecho esperar diez buenos minutos en el salón con el pretexto de que tenía que terminar una importante conversación telefónica. Más bien fingía hablar por teléfono para que mientras tanto ella pudiera hojear las revistas pornográficas qué estaban en la mesita junto al sillón que le había ofrecido. F terminó el relato con este comentario: «Si yo hubiera sido más joven, me habría conquistado. Si hubiera tenido diecisiete. Esa es la edad de las fantasías más enloquecidas, cuando uno no es capaz de resistirse a nada…».

Rubens oía a F sin excesiva concentración, pero sus últimas palabras lo arrancaron de su indiferencia. Esto le va a ocurrir ya siempre: alguien pronuncia una frase, que inesperadamente tiene sobre él el efecto de un reproche: le recuerda algo que en su vida perdió, dejó escapar, dejó escapar irremisiblemente. Cuando F hablaba de sus diecisiete años, la edad a la que era incapaz de resistirse a ninguna tentación, se acordó de su mujer que, cuando la conoció, también tenía diecisiete. Revivió la imagen del hotel de provincias en el que se alojó con ella algún tiempo antes de la boda. Hicieron el amor en una habitación al otro lado de cuya pared acababa de acostarse un amigo de ellos. La hermosa joven le susurró varias veces a Rubens: «¡Nos va a oír!». Ahora, por primera vez (cuando enfrente de él está sentada F y le habla de las tentaciones de sus diecisiete años), se da cuenta de que aquella vez suspiraba en voz más alta que de costumbre, que incluso gritaba y que por tanto gritaba a propósito para que el amigo la oyera. En días posteriores hacía frecuentes referencias a aquella noche y preguntaba: «¿Tú crees que de verdad no nos oía?». El se explicaba entonces su pregunta como una manifestación de tímido pudor y consolaba a su novia (¡ahora, al mirar a F, se pone rojo hasta las orejas al pensar en su estupidez de adolescente!) diciéndole que su amigo era conocido por tener un sueño especialmente pesado.

Miraba a F y se daba cuenta de que no tenía especial deseo de hacer el amor con ella en presencia de otra mujer u otro hombre. ¿Pero cómo es posible que el recuerdo de su propia mujer, que catorce años antes suspiraba en voz alta y gritaba pensando en el amigo acostado al otro lado del tabique, cómo es posible que ese recuerdo le hiciera a esas alturas subir la sangre a la cabeza?

Se le ocurrió: hacer el amor entre tres, entre cuatro, sólo puede ser excitante en presencia de la mujer amada. Sólo el amor puede despertar el asombro y el excitante horror de ver un cuerpo de mujer en brazos de otro hombre. La vieja sentencia moralista acerca de que la relación sexual no tiene sentido sin amor se veía de pronto justificada y adquiría nuevo significado.

9

Al día siguiente por la mañana tomó el avión para Roma, donde lo requerían sus obligaciones. A eso de las cuatro de la tarde quedó libre. Estaba lleno de una nostalgia imposible de arrancar: pensaba en su mujer y no pensaba sólo en ella; todas las mujeres que había conocido desfilaban ante sus ojos y le parecía que todas se le habían escapado, que había experimentado con ellas mucho menos de lo que habría podido y debido. Con el deseo de sacudirse aquella nostalgia, aquella insatisfacción, visitó la galería del palacio Barberini (en todas las ciudades visitaba las galerías) y luego se dirigió hacia la Plaza de España y subió por las anchas escaleras al parque de Villa Borghese. Sobre los estrechos pedestales que en largas filas bordean las alamedas fueron colocados allí bustos de mármol de italianos célebres. Sus rostros inmovilizados en un gesto final estaban expuestos como un resumen de sus vidas. Rubens tuvo siempre una gran sensibilidad para la comicidad de los monumentos. Sonreía. Recordó un cuento de su infancia: un mago embrujaba a la gente durante un banquete: todos quedaban en la posición en la que se encontraban en aquel preciso momento, con la boca abierta, con la cara deformada por la masticación, con un hueso roído en la mano. Otro recuerdo: la gente que. huía de Sodoma no debía mirar atrás, bajo amenaza de convertirse en estatua de sal. Esa historia de la Biblia da a entender claramente que no hay mayor horror, que no hay mayor castigo que convertir el instante en eternidad, arrancar al hombre del tiempo, detenerlo en medio de su movimiento natural. Sumergido en estos pensamientos (¡los olvidaba al siguiente segundo!) de pronto la vio frente a sí. No, no era su mujer (la misma que habría suspirado en voz alta porque sabía que la oía en la habitación contigua un amigo), era otra.

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