—Puede que no te equivoques —dijo Avenarius pensativo y luego añadió—: En esa mujer hay algo que hace que esté predestinada a convertirse en víctima. Eso fue precisamente lo que me atrajo de ella. ¡Me entusiasmó verla en manos de dos
clochards
borrachos y malolientes! ¡Fue un momento inolvidable!
—Sí, hasta ahí conozco tu historia. Pero quiero saber lo que sucedió después.
—Tiene un trasero realmente extraordinario —continuó Avenarius sin hacer caso de mi pregunta—. Cuando iba al colegio debían de pellizcárselo sus compañeros de clase. Me parece oírla chillar con voz de soprano cada vez que lo hacían. Aquel sonido era ya una dulce promesa de sus futuros placeres.
—Sí, hablemos de ellos. Cuéntame lo que ocurrió cuando la sacaste del metro cual milagroso salvador.
Avenarius puso cara de no oírme.
—Un esteta diría —continuó— que su trasero es demasiado voluminoso y está un poco bajo, lo cual es aún más excitante dado que su alma ansia las alturas. Pero precisamente en esa contradicción se concentra, a mi juicio, el destino humano: la cabeza está llena de sueños y el trasero, como un ancla de hierro, nos mantiene a ras de tierra.
Estas últimas palabras de Avenarius sonaron, Dios sabe por qué, melancólicas, quizá porque nuestros platos estaban vacíos y del pato no quedaba ni huella. Nuevamente el camarero se inclinaba hacia nosotros para retirar los platos. Avenarius levantó la cabeza hacia él:
—¿No tiene un trozo de papel?
El camarero le dio una hoja en blanco, Avenarius sacó la pluma e hizo en el papel este dibujo:
Después dijo:
—Esta es Laura: la cabeza llena de sueños mira hacia el cielo. Y el cuerpo es atraído hacia la tierra: su trasero y sus pechos, también considerablemente pesados, miran hacia abajo.
—Es curioso —dije y dibujé junto al dibujo de Avenarius el mío:
—¿Quién es? —preguntó Avenarius.
—Su hermana Agnes: el cuerpo se eleva como una llama. En cambio, la cabeza está siempre ligeramente gacha: una cabeza escéptica que mira hacia el suelo.
—Prefiero a Laura —dijo Avenarius con firmeza y añadió—: Pero lo mejor de todo es correr por la noche. ¿Te gusta la iglesia de Saint-Germain-des-Prés?
Asentí.
—Sin embargo, realmente, nunca la has visto.
—No te comprendo —dije.
—Hace poco fui por la Rue de Rennes hacia el bulevar y saqué la cuenta del número de veces que era capaz de echarle una mirada a la iglesia sin que me empujara un peatón apresurado o me atropellara un coche. Conté siete miradas muy rápidas que me costaron un cardenal en el brazo izquierdo, porque me dio un codazo un joven impaciente. La octava mirada la conseguí al colocarme directamente frente a la entrada de la iglesia y levantar la cabeza. Pero no vi más que el frontispicio desde una perspectiva muy deformada. A partir de esas miradas furtivas o deformadas construí en mi mente una especie de signo aproximado, que no tiene más rasgos comunes con la iglesia que Laura con mi dibujo compuesto de dos flechas. La iglesia de Saint-Germain-des-Près ha desaparecido al igual que desaparecieron todas las iglesias de todas las ciudades, como la luna cuando llega el momento de su eclipse. Los coches, que han llenado las calles, redujeron las aceras, en las que se amontonan los peatones. Cuando quieren mirarse unos a otros, ven los coches al fondo, cuando quieren mirar la casa de enfrente, ven los coches en primer plano; no existe un solo ángulo desde el que delante, detrás, al costado, no se vean coches. Su ruido omnipresente corroe a cada momento la contemplación como un ácido. Los coches han hecho que la antigua belleza de las ciudades se vuelva invisible. No soy como los estúpidos moralistas que se indignan porque en las carreteras hay cada año diez mil muertos. Así disminuye al menos el número de conductores. Pero protesto porque los coches han causado el eclipse de las catedrales. El profesor Avenarius hizo una pausa y luego dijo:
—Todavía me quedan ganas de comer un poco de queso.
Los quesos hicieron que poco a poco me olvidara de la iglesia y el vino volvió a traerme la imagen sensual de las dos flechas puestas una encima de la otra:
—Estoy seguro de que la acompañaste a casa y ella te invitó a pasar. Te confesó que era la mujer más infeliz del mundo. Su cuerpo se deshacía mientras tanto bajo tus caricias, estaba indefenso y no era capaz de contener ni las lágrimas ni la orina.
—¡Ni las lágrimas ni la orina! —exclamó Avenarius—. ¡Una imagen magnífica!
—Y después le hiciste el amor y ella te miraba a la cara, movía la cabeza y decía: «¡A usted no lo amo! ¡A usted no lo amo!».
—Lo que dices es enormemente excitante —dijo Avenarius—, pero ¿de quién hablas?
—¡De Laura!
Me interrumpió:
—Es absolutamente necesario que hagas más ejercicio. Correr por la noche es la única cosa que puede alejarte de tus fantasías eróticas.
—No voy armado, como tú —dije refiriéndome a su correaje—. Sabes perfectamente que sin un equipo adecuado no es posible lanzarse a semejante empresa.
—No temas. El equipo no es tan importante. Yo al comienzo también corría sin él. Esto —se llevó la mano al pecho— es un refinamiento al que llegué al cabo de muchos años y no fue tanto la necesidad práctica la que me condujo a ello, sino más bien un deseo puramente estético y casi inútil de perfección. Por ahora puedes llevar tranquilamente el cuchillo en el bolsillo. Lo único importante es que respetes esta regla: al primer coche el delantero derecho, al segundo el delantero izquierdo, al tercero el trasero derecho, al cuarto…
—El trasero izquierdo…
—¡Mal! —rió Avenarius como un maestro mal encarado que se alegra de una respuesta equivocada de un alumno—: ¡Al cuarto los cuatro!
Nos reímos durante un rato y Avenarius prosiguió:
—Sé que últimamente estás obsesionado con las matemáticas, por eso tienes que apreciar esta regularidad geométrica. Insisto en ella porque es una regla indispensable, que tiene un doble significado: por una parte le da una pista falsa a la policía, que verá en la particular ubicación de los neumáticos pinchados un cierto sentido, un mensaje, un código, y tratará en vano de descifrarlo; pero lo principal es que el mantenimiento de ese modelo geométrico introduce en nuestra acción destructiva el principio de la belleza matemática, que nos diferencia radicalmente de los vándalos que rayan un coche con un clavo y cagan en el techo. Elaboré mi método hasta el menor detalle hace muchos años en Alemania, cuando todavía creía en la posibilidad de una resistencia organizada contra Diábolo. Frecuentaba una asociación de ecologistas. Esos que creen que el mal de Diábolo consiste principalmente en que destruye la naturaleza. Por qué no, también es posible entender a Diábolo de ese modo. Yo sentía simpatía por ellos. Elaboré un plan para organizar comandos que pinchasen neumáticos por la noche. Si el plan se hubiese realizado, te aseguro que los coches habrían dejado de existir. ¡Cinco comandos de tres hombres al cabo de un mes harían imposible la utilización de coches en una ciudad de medianas dimensiones! Les presenté mi propuesta con todo detalle, todos podían aprender de mí cómo se ejecuta una acción subversiva perfecta, efectiva y al mismo tiempo imposible de descubrir por la policía. ¡Pero aquellos idiotas creyeron que yo era un provocador! ¡Me silbaron y me amenazaron con los puños! Dos semanas después salieron con sus grandes motos y sus pequeños coches a una manifestación de protesta en algún bosque en el que se iba a construir una central atómica. Destruyeron un montón de árboles y al cabo de cuatro meses aquello todavía seguía oliendo mal. Entonces fue cuando entendí que hacía tiempo que formaban parte de Diábolo y aquél fue mi último intento de tratar de cambiar el mundo. Ahora ya sólo empleo los viejos métodos revolucionarios para mi propia satisfacción egoísta. Correr por la noche y pinchar neumáticos es una fantástica alegría para el alma y un excelente entrenamiento para el cuerpo. Te lo recomiendo encarecidamente una vez más. Dormirás mejor. Y dejarás de pensar en Laura.
—Dime una cosa. ¿Tu mujer se cree que sales por la noche a pinchar neumáticos? ¿No sospecha que es sólo una excusa para encubrir aventuras nocturnas?
—Se te escapa un detalle. Yo ronco. Gracias a eso conquisté el derecho a dormir en la habitación más alejada de la casa. Soy dueño absoluto de mis noches.
El sonrió y yo sentí un gran deseo de atender a su llamada y prometerle que iría con él: por una parte su empresa me parecía digna de elogio y por otra quería a mi amigo y tenía ganas de darle una alegría. Pero sin darme tiempo a hablar, llamó con su fuerte voz al camarero para que nos trajera la cuenta, de modo que el hilo de la conversación se cortó y nos ocuparon otros temas.
Ninguno de los restaurantes de la autopista le gustó, siguió de largo y su hambre y su cansancio aumentaron. Era ya muy tarde cuando frenó frente a una especie de motel.
En el comedor sólo había una madre con un niño de seis años que a ratos se sentaba, a ratos corría por el salón y chillaba constantemente.
Encargó la cena más sencilla y se puso a observar a un muñeco que estaba de pie en medio de la mesa. Era una pequeña figura de caucho, publicidad de algún producto. El muñeco tenía el cuerpo grande y las piernas cortas, en la cara una nariz monstruosa, verde, que le llegaba hasta la barriga. Bastante gracioso, se dijo, cogió la figura y la examinó largo rato.
Pensó en lo que sucedería si alguien le diese vida a la figura. Provista de alma, la figura sentiría probablemente un gran dolor si alguien le retorciese la nariz de goma verde como hacía ahora Agnes. Pronto nacería en ella el miedo a la gente, porque todo el mundo tendría ganas de jugar con su ridícula nariz y su vida no sería más que miedo y sufrimiento.
¿Sentiría acaso la figura un respeto sagrado hacia su Creador? ¿Le agradecería que le hubiera dado la vida? ¿Le brindaría oraciones?. En alguna ocasión alguien pondría ante ella un espejo y a partir de entonces delante de la gente desearía taparse la cara con las manos porque sentiría un terrible pudor. Pero no podría tapársela porque su Creador la habría hecho de tal modo que no pudiera mover las manos.
Es curioso, se dijo Agnes, pensar que el muñeco sentiría pudor. ¿Acaso es responsable de tener la nariz verde? ¿No sería más probable que se encogiera de hombros con indiferencia? No, no se encogería de hombros. Sentiría pudor. Cuando el hombre descubre por primera vez su «yo» corporal, lo primero y principal que siente no es indiferencia ni rabia, sino pudor: un pudor básico que ya lo acompañará toda la vida, más fuerte o más débil y desgastado por el tiempo.
Cuando tenía dieciséis años fue de visita a casa de unos conocidos de sus padres; en plena noche le vino la menstruación y manchó de sangre la sábana. Cuando lo comprobó por la mañana temprano, se aterrorizó. Se deslizó en secreto al cuarto de baño a buscar jabón y frotó después la sábana con un trapo mojado; la mancha no sólo se agrandó, sino que ensució también el colchón; sentía un pudor mortal.
¿Por qué sentía semejante pudor? ¿Acaso no sangran todas las mujeres cada mes? ¿Acaso había inventado ella los órganos sexuales femeninos? ¿Acaso eran responsabilidad suya? No lo eran. Pero la responsabilidad no tiene que ver con el pudor. Si hubiera derramado un frasco de tinta, pongamos por caso, y les hubiera estropeado a las personas en cuya casa estaba de visita la alfombra y el mantel, se habría sentido incómoda y molesta, pero no hubiera sentido pudor. La base del pudor no es un error nuestro, sino el oprobio, la humillación que sentimos por tener que ser lo que somos sin haberlo elegido y la insoportable sensación de que esa humillación se ve desde todas partes.
No es posible extrañarse de que el muñeco de la larga nariz verde sienta pudor por su cara. Pero ¿qué decir entonces del padre de Agnes? ¡El sí era hermoso!
Sí, lo era. Pero ¿qué significa la belleza desde un punto de vista matemático? La belleza significa que el ejemplar se parece lo más posible al prototipo original. Imaginemos que en el ordenador se introdujeran las medidas máximas y mínimas de todas las partes del cuerpo: la nariz entre tres y siete centímetros de largo, la frente entre tres y ocho centímetros de alto, etcétera. Un hombre feo tiene la frente de ocho centímetros de alto y la nariz de sólo tres centímetros de largo. Fealdad: poético capricho de la casualidad. En el caso de un hombre hermoso, el juego de las casualidades eligió el promedio de todas las dimensiones. Belleza: apoética medianía. En la belleza, aún más que en la fealdad, se manifiesta la impropiedad, la impersonalidad del rostro. El hombre hermoso ve en su rostro el plan técnico original que proyectó el diseñador del prototipo y difícilmente puede creer que lo que ve sea un «yo» original suyo. Por eso siente pudor igual que el muñeco vivo de la larga nariz verde.