A veces se sentía como en un cuento de hadas que conocía desde la infancia: la princesa huye a caballo de un malvado perseguidor; lleva en la mano un cepillo, un peine y una cinta. Tira el cepillo hacia atrás y entre ella y el perseguidor crece un espeso bosque. Así gana tiempo, pero el perseguidor pronto vuelve a estar a la vista y ella tira hacia atrás el peine, convertido de pronto en puntiagudas rocas. Y cuando el perseguidor vuelve a estar a escasa distancia, deja caer la cinta, que se extiende tras ella como un ancho río.
Más tarde ya no le quedó a Agnes sino un ultimó objeto: las gafas negras. Las tiró al suelo y del perseguidor la separó una zona cubierta por agudas astillas.
Pero ahora ya no tiene nada en la mano y sabe que Laura es más fuerte que ella. Es más fuerte porque convirtió su debilidad en arma y en superioridad moral: es víctima de una injusticia, la ha abandonado su amante, sufre, intenta suicidarse, mientras Agnes, felizmente casada, le tira a su hermana las gafas al suelo, la humilla y le prohíbe entrar en casa. Sí, desde el episodio de las gafas rotas hace ya nueve meses que no se ven. Y Agnes sabe que Paul, aunque no se lo diga, no está de acuerdo con ella. Siente lástima por Laura. La carrera se acerca a su final. Agnes siente la respiración de la hermana a escasa distancia de ella y sabe que va a perder.
La sensación de cansancio es cada vez mayor. Ya no tiene la menor gana de seguir corriendo. No es una corredora. Nunca quiso participar en la carrera. No eligió a su hermana. No pretendió ser su modelo ni su contrincante. La hermana es en su vida una casualidad igual que la forma que tienen las orejas de Agnes. No eligió ni a su hermana ni la forma de sus orejas y tiene que arrastrar toda la vida el sinsentido de la casualidad.
Cuando era pequeña el padre le enseñó a jugar al ajedrez. Le había llamado la atención un movimiento que recibe el nombre de enroque: el jugador cambia en una sola jugada la posición de dos figuras: pone la torre junto al rey y desplaza al rey hacia la esquina, al lado del sitio que ocupaba la torre. Aquel movimiento le había gustado: el enemigo concentra todo su esfuerzo en amenazar al rey y éste de pronto desaparece ante sus ojos; se va a vivir a otra parte. Soñaba toda su vida con ese movimiento y soñaba con él tanto más cuanto más cansada estaba.
Desde que murió el padre dejándole el dinero en un banco suizo, iba dos o tres veces al año a los Alpes, siempre al mismo hotel, e intentaba imaginar que se quedaba en aquellos parajes para siempre: ¿podría vivir sin Paul y sin Brigitte? ¿Cómo podía saberlo? La soledad de los tres días que acostumbraba a pasar en el hotel, esa «prueba de soledad», le enseñaba poco. La palabra «¡marcharse!» le sonaba en la cabeza como la más hermosa tentación. Pero si de verdad se marchaba, ¿no lo lamentaría enseguida? Es verdad que ansiaba la soledad, pero quería también a su marido y a su hija y se sentía preocupada por ellos. Tendría que tener noticias de ellos, necesitaría saber si estaban bien. ¿Pero cómo estar sola, separada de ellos y al mismo tiempo saberlo todo sobre ellos? ¿Y cómo organizaría su nueva vida? ¿Iba a buscarse un nuevo empleo? No sería fácil. ¿No haría nada? Sí, eso le apetecía, pero ¿no se sentiría de pronto como una jubilada? Cuando pensaba en todo aquello, su plan de «marcharse» le parecía cada vez más artificial, forzado, irrealizable, parecido a una simple utopía con la que se engaña quien en el fondo de su alma sabe que es impotente y que no hará nada.
Y luego de pronto llegó de fuera el desenlace, completamente inesperado y al mismo tiempo del todo corriente. Su empresa fundaba una filial en Berna y como todos sabían que hablaba el alemán igual que el francés le preguntaron si quería dirigir las investigaciones allí. Sabían que estaba casada y por eso no contaban demasiado con que aceptara; los sorprendió: dijo «sí» sin pensarlo un segundo; y se sorprendió también a sí misma: aquel «sí» que había pronunciado sin vacilar demostraba que su deseo no era una comedia coqueta que representaba para sí misma sin creérsela, sino algo real y serio.
Aquel deseo se aferró con ansia a la oportunidad de dejar de ser un mero sueño romántico y se convirtió en parte de algo totalmente prosaico: la carrera profesional. Agnes, al aceptar la oferta, actuaba como cualquier otra mujer ambiciosa, de modo que los verdaderos motivos personales de su decisión nadie podía descubrirlos ni sospecharlos. Y a ella de pronto se le aclaró todo; ya no era necesario hacer intentos y pruebas y tratar de imaginar «como sería si fuese…». Lo que deseaba estaba de pronto allí y ella misma se sentía sorprendida de aceptarlo con inequívoca e inalterada alegría.
Era una alegría tan intensa que despertó en ella una sensación de vergüenza y culpabilidad. No tuvo el valor de comunicarle a Paul su decisión. Por eso volvió por última vez a su hotel de los Alpes. (La próxima vez ya tendría allí su casa: en las afueras de Berna o en las montañas, desde donde se desplazaría a su trabajo.) En aquellos dos días quería pensar cómo comunicarles la noticia a Paul y Brigitte para que creyeran que era una mujer ambiciosa y emancipada, absorbida por el trabajo profesional y el éxito, pese a que antes nunca lo había sido.
Era ya de noche; Agnes atravesó con las luces encendidas la frontera suiza y se encontró en la autopista francesa, que siempre le había dado miedo; los disciplinados suizos respetaban las reglas de la circulación, mientras que los franceses, agitando la cabeza con breves movimientos horizontales, expresaban su indignación con aquellos que pretendían negarle a la gente su derecho a la velocidad y convertían el viaje por las carreteras en una orgiástica fiesta de los derechos humanos.
Sintió hambre y comenzó a fijarse si había en la autopista algún restaurante o motel en el que pudiera cenar. Por la izquierda la adelantaron haciendo un tremendo ruido tres grandes motos; a la luz de los faros se veía a los pilotos con una indumentaria que recordaba las escafandras de los astronautas y les daba un aspecto de seres extraterrestres e inhumanos.
En ese preciso momento se inclinaba sobre nuestra mesa en el restaurante el camarero para retirar los platos vacíos de los entrantes y yo le contaba a Avenarius:
—Precisamente la misma mañana en que empecé con la tercera parte de mi novela, oí en la radio una noticia que no puedo olvidar. Una chica salió por la noche a la carretera y se sentó de espaldas a la dirección en la que avanzaban los coches. Estaba sentada, con la cabeza apoyada en las rodillas y esperaba la muerte. El conductor del primer coche giró el volante en el último momento y se mató con su mujer y sus dos hijos. El segundo coche también terminó en la cuneta. Y después del segundo, un tercero. A la chica no le pasó nada. Se levantó, se fue y ya nadie pudo nunca averiguar quién era.
Avenarius dijo:
—¿Y qué razón crees que puede impulsar a una mujer joven a sentarse de noche en la carretera para que la destrocen los coches?
—No sé —dije—. Pero apostaría a que la razón era desproporcionadamente pequeña. Para ser más preciso diría que vista desde fuera nos parecería insignificante y completamente irrazonable.
—¿Por qué? —preguntó Avenarius.
Me encogí de hombros:
—No soy capaz de imaginar para un suicidio tan terrible ninguna razón importante, como sería, por ejemplo, una enfermedad incurable o la muerte de la persona más querida. ¡En semejante caso nadie elegiría este final horroroso, que lleva a la muerte a otras personas! Sólo una razón nada razonable puede conducir a un horror tan irracional. En todos los idiomas que tienen su origen en el latín, la palabra razón (
ratio, raison, reason
) significa en primer lugar la capacidad de razonar. De modo que la razón se entiende siempre como algo racional. Una razón cuya racionalidad no sea evidente parece incapaz de causar un efecto. Pero en alemán razón, en tanto que causa, se dice
Grund
, que es una palabra que nada tiene en común con el latín
ratio
y significa originalmente terreno y luego base. Desde el punto de vista del latín
ratio
, el comportamiento de la chica sentada en la carretera aparece como absurdo, desproporcionado, sin razón, y sin embargo tiene su razón, es decir su base, su
Grund
. En lo más profundo de cada uno de nosotros está inscrita una razón semejante, un
Grund
, que es la causa permanente de nuestros actos, que es el terreno sobre el que se levanta nuestro desuno. Trato de captar el
Grund
oculto en el fondo de cada uno de mis personajes y estoy cada vez más convencido de que tiene el cariz de una metáfora.
—Tu idea se me escapa —dijo Avenarius.
—Es una pena. Es la idea más importante que jamás se me ha ocurrido.
En ese momento se acercaba el camarero con un pato. Olía estupendamente y logró que olvidáramos por completo la conversación anterior.
Al cabo de un rato Avenarius rompió el silencio:
—¿Sobre qué estás escribiendo ahora?
—Es algo que no se puede contar.
—Qué pena.
—De pena nada. Es una ventaja. La época actual se lanza sobre todo lo que alguna vez fue escrito para convertirlo en películas, programas de televisión o imágenes dibujadas. Pero como la esencia de la novela consiste precisamente sólo en lo que no se puede decir más que mediante la novela, en cualquier adaptación no queda más que lo inesencial. Si un loco que todavía sigue escribiéndolas quiere hoy salvar sus novelas, tiene que escribirlas de tal modo que no se puedan adaptar o, dicho de otro modo, que no se puedan contar.
El no estaba de acuerdo:
—
Los tres mosqueteros
de Alejandro Dumas. ¡Puedo contar con el mayor placer, en cuanto me lo pidas, desde el principio hasta el final!
—Yo soy como tú y tampoco permito que nadie se meta con Alejandro Dumas —dije—. Pero lamento que casi todas las novelas que alguna vez se han escrito sean demasiado obedientes a la regla de la unidad de la acción. Quiero decir con eso que su base es una única cadena de actos y acontecimientos unidos por una relación causal. Esas novelas se parecen a una calle estrecha por la que alguien hace correr a latigazos a los personajes. La tensión dramática es la, verdadera maldición de la novela, porque lo convierte todo, incluidas las páginas más hermosas, incluidas las escenas y las observaciones más sorprendentes, en meros escalones que conducen al desenlace final, en el que está concentrado el sentido de todo lo que antecedía. La novela se consume en el fuego de su propia tensión como un fardo de paja.
—Al oírte —dijo con cautela el profesor Avenarius—, me temo que tu novela sea aburrida.
—¿Acaso todo lo que no sea una loca carrera en pos de un desenlace final es aburrido? Cuando masticas este magnífico muslo, ¿te aburres? ¿Tienes prisa por llegar al final? Al contrario, quieres que el pato penetre dentro de ti lo más lentamente posible y que su sabor no se acabe nunca. Una novela no debe parecerse a una carrera de bicicletas, sino a un banquete con muchos platos. Yo tengo ya unas ganas tremendas de empezar la sexta parte. En la novela aparecerá un personaje completamente nuevo. Y al final de esa parte se irá tal como vino y no quedará de él ni huella. No es la causa de nada y no producirá efecto alguno. Y eso es precisamente lo que me gusta. Será una novela dentro de la novela y la historia erótica más triste que jamás haya escrito. Hasta tú te vas a poner triste.
Avenarius permaneció un momento en silencio sin saber qué hacer y luego me preguntó amablemente:
—¿Y cómo se va a llamar esa novela tuya?
—
La insoportable levedad del ser
.
—Creo que eso ya lo escribió alguien.
—¡Yo! Pero me equivoqué con el título. Tenía que haber sido para la novela que estoy escribiendo ahora.
Después nos callamos y nos concentramos en el sabor del vino y el pato.
Mientras seguíamos comiendo, Avenarius dijo:
—Creo que trabajas demasiado. Deberías pensar en tu salud.
Yo sabía perfectamente a qué se refería Avenarius, pero puse cara de no sospechar nada y seguí saboreando el vino en silencio.
Al cabo de un buen rato Avenarius repitió:
—Creo que trabajas demasiado, deberías pensar en tu salud.
Yo dije:
—Pienso en mi salud. Por eso voy con regularidad a levantar pesas.
—Es peligroso. Te puede dar un infarto.
—Eso es precisamente lo que me da miedo —dije y me acordé de Robert Musil.
—Lo que necesitas es correr. Correr por la noche. Te enseñaré algo —dijo en tono misterioso y se desabrochó la chaqueta. Me fijé en que tenía abrochado alrededor del pecho y de su poderosa barriga un extraño sistema de correas que recordaba ligeramente los arneses de un caballo. A la derecha, abajo, había en la correa una vaina en la que estaba metido un enorme y amenazador cuchillo de cocina.
Le elogié su equipo, pero como quería posponer la conversación sobre un tema que conocía muy bien, empecé a hablar de lo único que me interesaba y que quería que me contase:
—Cuando viste a Laura en el metro ella te reconoció y tú la reconociste.
—Sí —dijo Avenarius.
—Me interesaría saber de dónde os conocíais.
—Te interesan las tonterías y las cosas serias te aburren —dijo con cierto disgusto y volvió a abrocharse la chaqueta—. Eres como una portera vieja.
Me encogí de hombros.
Continuó:
—No tiene nada de interesante. Antes de que yo entregara el diploma al asno total, apareció su fotografía en la calle. Lo esperé en el vestíbulo de la radio para verlo en persona. Cuando salió del ascensor corrió hacia él una mujer y lo besó. Después los seguí otras veces y nuestras miradas se encontraron varias veces, de modo que mi cara tenía que resultarle familiar, aunque no supiera quién era yo.
—¿Te gustaba ella?
Avenarius bajó el tono de su voz:
—Te confieso que si no fuera por ella probablemente no habría llevado a cabo mi plan con el diploma. Tengo miles de planes por el estilo y en su mayoría no pasan de ser simples sueños.
—Sí, ya lo sé.
—Pero cuando a uno le llama la atención una mujer, hace todo lo posible para entrar en relación con ella, al menos de un modo indirecto, mediante alguna estratagema, para tomar contacto al menos desde lejos con su mundo y ponerlo en movimiento.
—Así que Bernard se convirtió en asno total porque te gustaba Laura.