La fortuna de Matilda Turpin

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?

Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Esta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente decisión, en este siglo de mujeres, tendrá un costo. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error?

Álvaro Pombo ha sido consagrado como uno de los maestros indiscutibles de la literatura española contemporánea. Ha publicado numerosas novelas que han sido galardonadas con premios tales como el Premio Herralde de Novela 1983, el Premio de la Crítica 1991, el Premio Nacional de Narrativa, el Premio Ciudad de Barcelona, el Premio Fastenrath de la Real Academia Española y muchos más. Recientemente ha recibido el Premio Planeta 2006 por
La Fortuna de Matilda Turpin
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Álvaro Pombo

La fortuna de Matilda Turpin

ePUB v1.0

Polifemo7
16.11.11

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PRIMERA PARTE
I

—Me alegro de que al final te hayas decidido a quedarte— comenta Antonio, al volante, metiendo la directa para enfilar el primer tramo de la carretera hasta Lobreña, donde comienza la serpenteante comarcal que conduce por fin al último tramo, el camino vecinal nunca asfaltado en condiciones, que lleva al Asubio, la alta finca acantilada de Sir Kenneth Turpin, el padre de Matilda.

—¿Estará Emilia a gusto? —pregunta Juan Campos, sentado junto a Antonio Vega en el asiento delantero del viejo Opel Senator.

—Se aclimatará seguro Emilia. Lo que no sé, si tú...

—Yo me apañaré.

—Algo más que eso hará aquí falta. De sobra lo sabes. Esto es de verdad salvaje y más ahora con el invierno encima.

—No lo podría hacer sin vosotros. Sin ti.

—Seguro que sí.

—Vosotros, además, no tendréis que quedaros todo el tiempo. El rodaje es lo más complicado de la casa. Luego me arreglaré con Boni y Balbi. Balbi es una cocinera magnífica. Con una comida fuerte al día, tengo de sobra. La merienda-cena se arreglará con cualquier cosa...

—¿De verdad vas a quedarte tanto tiempo, para siempre?

—Quiero un cerramiento, Antonio. Llámalo como quieras: una nueva vida. Para empezar a mi edad una nueva vida, tiene que desaparecer todo lo anterior. Nunca fue gran cosa desde la muerte de Matilda, no me veo envejeciendo en el piso de Madrid...

—Eso es verdad. Tampoco yo te veo así. De momento tienes el mismo aspecto de siempre...

Juan Campos sonríe. Antonio también. El atardecer nublado se precipita sobre ellos. El coche ha tenido que reducir la velocidad una vez más. Las luces de Lobreña parpadean a lo lejos: un pueblito pesquero que no necesitan cruzar. Ráfagas de lluvia en el parabrisas. Juan Campos observa de reojo al conductor. Tiene gracia —piensa— esta fidelidad de Antonio Vega, tan agradable, tan inmerecida.

Es un traslado que Juan Campos llevaba planeando todo un año y que por fin se ha decidido a completar a principios de octubre. Gil Stauffer ha vaciado el piso de Madrid, la biblioteca de Campos, que no es inmensa pero sí ronda los cuatro mil volúmenes, todo el cuarto de estar y el mobiliario del despacho... Ha sido una mudanza fácil, pero Gil Stauffer le ha cobrado un plus considerable por el inhóspito lugar de destino. De todo eso se han ocupado eficazmente Antonio y Emilia. Ha sido un deshacer la casa de Madrid y un amueblar y acondicionar en serio el Asubio que ha ocupado el verano entero entre unas cosas y otras. Con el tercio de libre disposición de la testamentaría de Matilda, más su propio discreto patrimonio, Juan Campos es ahora un viudo razonablemente rico. Curiosamente Matilda Turpin ha dejado muy pocos recuerdos personales: de su ropa y un joyero de reducido tamaño se ha hecho cargo su hija Andrea. Las legítimas de los tres hijos son muy considerables. Ha quedado dinero de sobra para todos. Todos los recuerdos del matrimonio —que se suponen recuerdos de los dos— son, ahora que el traslado ha vuelto enumerativa la mirada de Juan Campos, objetos coleccionados por Juan, recuerdos sólo suyos, en los que Matilda reparó apenas. Los bienes muebles que Juan Campos hizo trasladar al Asubio son sólo suyos en el sentido de que casi uno por uno fueron elegidos por él en catálogos o en visitas a los anticuarios. Matilda nunca quiso decorar su propia casa y se mostró siempre indiferente al lujo, e incluso al confort.

Se siente Juan Campos confortablemente cansado. Las cinco horas largas en tren desde Madrid le han adormecido: el cansancio es más un estado de ánimo que una sensación corporal. Todo este cerramiento, que incluye la decisión de retirarse al Asubio, el traslado íntegro del piso de Madrid, el viaje en tren, y por último este viaje en coche, es en sí mismo todo un proceso hermenéutico. Decirse: estoy cansado y quiero este cerramiento, este retiro, forma parte de una decisión consciente que Juan Campos empezó a elaborar a raíz del fallecimiento de su mujer.

El Opel, en segunda velocidad, emprende ahora la serpenteante cuesta con que se inicia la llegada al Asubio. Es casi de noche, tiempo cerrado y lluvioso, equivalente al corazón de Juan Campos. ¡Qué duda cabe que fuimos felices! —rumia Juan Campos—, como si pasara inseguro, con gran lentitud, las hojas de un álbum de fotografías. Fue una felicidad presupuestada: ¡cómo no íbamos a ser felices Matilda y yo! Juan Campos se permite a veces estas exclamaciones mentales que contienen, invariablemente, un regusto dubitativo e irónico: una ironía leve como la sensación de envejecer. ¿No es verdad que hubo, en el querer ser feliz de Juan Campos, al impregnarse de un análogo querer ser feliz de Matilda, un aumento exponencial de voluntad, una edificación de sus dos vidas, que incluyó luego el nacimiento de los hijos y, paradójicamente, también la disyunción de las dos trayectorias de ambos cónyuges? La trayectoria de baja intensidad, el
low profile
académico de Campos, y la intensa carrera social, financiera, de mujer de negocios, de Matilda, ¿no se potenciaron en su disyunción tanto como se habían potenciado en su conjunción al casarse enamorados a los veinticinco? Todos los encantos de la madurez maduraron — ¿sí, o no?— a la vez para los dos, incluso cuando no estaban juntos y sólo se comunicaban por teléfono. Sí, al principio era emocionante seguirla de lejos y escuchar los fines de semana —aunque no todos—, sentados frente al fuego en Madrid o en el Asubio, los relatos de compras y de ventas, las reflexiones acerca de los factores que estimularon en los setenta la proliferación de innovaciones financieras. Escuchando la enumeración exaltada de Matilda acerca de los rápidos avances tecnológicos en el tratamiento de la información y en las comunicaciones o la influencia negativa sobre la solvencia bancaria de las crisis de la deuda exterior en países en vías de desarrollo, Juan sonreía. Poco a poco, sin embargo, dejó de sonreír y de atender. Mientras el Opel le arrastra al Asubio, hacia su retiro de viudo, Juan recuerda que los negocios de Matilda acabaron cansándole... Y fue terrible la aparición de los primeros síntomas del cáncer, el diagnóstico inapelable, la no muy larga enfermedad y la muerte. La muerte de Matilda apagó el mundo. Y me dejó a mí, doliente y tranquilo. ¿Es esto último también un comentario irónico, una guasona reserva mental? Nuestro matrimonio —rumia ahora Campos— tuvo quizá un único defecto: la relativa desatención a los hijos. Los hijos. La imagen de sus tres hijos: Jacobo, Andrea y Fernando, el pequeño, desestabiliza ahora el cansancio sosegado de Juan Campos y le desasosiega. Los hijos —sobre todo Fernando— deberían ser su libro del desasosiego: ahí debería haber leído Juan Campos toda la inquietud y el desasosiego constante que jamás le inspiraron sus hijos o su esposa en vida de su esposa. ¿Y ahora, qué? Ahora el desasosiego y el sosiego se amamantan mutuamente en paz.

Antonio ha hecho sonar el claxon ante la verja de la casa de los guardeses: emerge Bonifacio, Boni, intercambian unas palabras:
Bienvenido, señor.
Arranca el Opel, y por fin se detienen ante la puerta del Asubio. Emilia ha encendido las luces de la entrada. Y ahí resplandece con su jersey de cuello alto y su pantalón vaquero negro: ¡qué joven parece en la anochecida lluviosa, qué solitaria, qué oscura y profunda!

II

El placer de la velocidad. La embriaguez. El poderoso Porsche Boxster negro. La estimulante sensación de poder pasar del dicho al hecho de un brinco. Fernando ha decidido aparecer sin avisar en el Asubio y ya está en ello. Ya está casi ahí: No se retirará en paz mi padre. No le dejaré en paz. No se me escapará... Varias veces, en las cuatro horas que lleva de viaje, ha trasgredido todos los límites de velocidad. Unos días instalados ya en el Asubio Juan Campos. Fernando se propone desestabilizarle en el Asubio, por lo menos un fin de semana. ¿Qué menos que un desagradable fin de semana en pago a veintitantos años de desamor paternal? Fernando Campos vibra con su automóvil en la alta velocidad de sus pensamientos envenenados. La adolescencia se le vino encima unos trece años atrás, coincidió con el despegar Matilda y el encerrarse Juan Campos en su despacho a leer y oír música de cámara de Brahms, conciertos para clarinete. Se sentaba a cenar con los hijos y parecía dormido. Matilda telefoneaba desde Zurich, desde Nueva York, desde Londres. ¿Se amaron mis padres?, ¿amaba yo a mi madre?, ¿la odiaba? Este Fernandito acelerado de ahora es incapaz de decidir ahora qué es qué. Ahora ni siquiera lo pretende, pero entonces, en la adolescencia, requería un detenimiento: necesitaba que me dieran tiempo. ¿Quién se ocupó de mí? Antonio Vega se ocupó de Fernandito y de Andrea y de Jacobo. Lo más sencillo es dejarse arrebatar ahora por el deseo de incordiar a su padre un fin de semana al menos. A diferencia del hijo pródigo rilkeano —que no quiso ser amado—, Fernando Campos quiso ser amado, y no fue amado. Pero tampoco fue desdeñado o maltratado. Sencillamente no fue amado. Y ni siquiera se dio cuenta de que no lo fue cuando no lo estaba siendo. Se ha dado cuenta después, como quien siente un malestar indefinido en la boca del estómago y recuerda que tomó boquerones en vinagre, pasados de vinagre, la noche anterior. Las conexiones causales de los movimientos del alma se fijan siempre a posteriori, por eso se falsean casi siempre. Recuerda ahora en plena autopista el texto de un heterónimo de Pessoa, Alberto Caerio:
El campo, a fin de cuentas, no es tan verde
/ para los que son amados como para los que no lo son: sentir es distraerse. Acelera indebidamente de nuevo volteando el texto desasosegante. ¿Qué quiso decir Pessoa? Fernando Pessoa quiso decir que el hijo de Juan Campos, este Fernando Campos del Porsche negro, está en condiciones de disfrutar más el verde de los campos y los paisajes y la belleza en general, justo por no haber sido amado, por haber sido desamado. A cambio, como en premio, una intensificación de la sensibilidad poética y erótica. ¡Valiente bonificación de mierda! Llevar a cabo un proyecto como el de Fernandito Campos —el proyecto de minimartirizar a su padre en su retiro, impedirle retirarse confortablemente, siquiera durante este fin de semana— requiere una intensidad pueril. Sorprende casi más este aspecto pueril que la grave voluntad de vengarse que el proyecto también contiene. ¿Qué piensa hacer Fernandito? ¿Cómo piensa perturbar a su padre? ¿Es Juan Campos perturbable? Su hijo menor le recuerda ensimismado. Tan ensimismado cuando estaba solo (o en compañía de sus otros hijos o acompañado sólo de Fernandito, que le contemplaba con sus ojos dulces aún, de perro) que la viva atención que dedicaba a su mujer cuando estaban todos en familia, le pareció a Fernando Campos siempre sospechosa. Toda buena acción le parece a Fernando Campos ahora aquejada de una corriente subterránea de doblez. En el caso particular de su padre, la doblez le parece tanto más evidente cuanto menos capaz es de especificarla con precisión: por eso viaja al Asubio esta tarde lluviosa de octubre arriesgando la vida propia y ajena en su Porsche negro a ciento sesenta kilómetros por hora: para desdoblar la doblez, desplegar la plegada doblez, desenmascarar al padre enmascarado, al matrimonio enmascarado. Y no hay mejor manera de desenmascarar a alguien que poner a prueba sus nervios. Los desquiciados saltan solos, explotan revelándolo todo. Él mismo, el propio Fernando, perdida la ingenuidad muchos años atrás, en la adolescencia, ha perdido los nervios muchas veces. Fue considerado por su padre, y en parte también por su madre, un niño nervioso, el más inquieto de los tres hermanos. Su madre le tomaba el pelo cuando le veía nervioso, hasta adorarla exasperándole. Y fue (esto es lo imperdonable, lo que no prescribe) no obstante considerársele único, tratado como los otros dos, los dóciles Andrea y Jacobo, los plegados a la buena vida y a la conformidad. ¿Pero a qué clase de evidencia apela Fernando Campos cuando se refiere a la doblez de su padre, sobre todo de su padre, más que de su madre? ¿Puede hablarse de evidencia sin un objeto correspondiente, evidente ante los ojos? Fernandito se cree en posesión de la verdad en lo relativo a la doblez de sus padres. Pero no ha podido aportar, en veintitantos años, corroboración alguna de lo que tiene por evidente: a esto va al Asubio ahora: a obtener la evidencia de que sus padres no sólo no le amaron a él en particular sino que tampoco se amaron mutuamente, y que el pretendido amor conyugal fue una mera maniobra de imagen, una escenificación de un profundo vacío interior que, en el caso de su padre, a la fuerza ha de revelar algo más grave aún, sea lo que sea: una traición vergonzosa que de común acuerdo ambos disimularon, negaron, ocultaron para seguir disfrutando su aparente felicidad de gente rica. El vacío —decide Fernandito, sumido en el éxtasis de la velocidad del Porsche—: eso es lo que quisieron ocultar, el sinsentido de sus vidas, la existencia sin sentido. ¡Ésta es la forma más extrema de nihilismo: la nada, lo sinsentido eternamente! Pero esta nada del sinsentido es imprecisa, demasiado inabarcable e imprecisa. Fernando Campos sospecha ahora, paladeándolos, otros vacíos menores, más punzantes, más cutres, en la vida de sus padres. He aquí el elegante tema de este fin de semana. Y ahora sonríe. Reconoce este paisaje que atraviesa velozmente, estas Hoces con su profundo tajo y el río de montaña desplomándose rocoso, agujereado por la lluvia y las afiladas rocas, asediado por los regatos someros del monte invernizo. Ha tenido que reducir la velocidad para no despeñarse en esta carretera aún de doble sentido. Tomar estas curvas con reducida celeridad y con precisión le encanta. Le hace sentirse en posesión de su vehículo y de sí mismo. Fernandito Campos sabe que una parte del mérito de esta precisión procede del coche mismo más que de él: los controles de estabilidad del vehículo le impiden derrapar en estas curvas que toma a cien por hora. Sonríe porque sabe que está siendo injusto con sus padres. Sonríe porque se propone ser injusto con su padre este fin de semana: breve e injusto: velozmente injusto. Hubo un tiempo de comunicación y exaltación con su padre. No fue muy largo: fue el tiempo que precedió a sus dieciséis años, ese espacio del primero de BUP, entre los catorce y los quince: ahí se sintió amado por su padre, admirado físicamente, acariciado con la mirada: vigorosos abrazos, chocar los cinco en los partidos de voleiplaya aquel verano. Ahí sobre todo sintió, en aquel año del primero de BUP, que su padre admiraba su inteligencia rápida. La pasión de Fernandito por la velocidad, tan pronto como tuvo su primer automóvil a los dieciocho, fue una mera imagen mnemónica, congelada no obstante su vivacidad intencional, en comparación con la sensación de hallarse en estado de alerta ante su padre cada vez que su padre mencionaba, ante los demás o ante el propio Fernando, la rápida inteligencia de Fernandito, intuitivo y rápido como un tiburón joven. ¡Qué tontería! Este enternecimiento dura más tiempo del que Fernandito quisiera. Coincide con la atención que tiene que prestar en este momento a la complejidad de las Hoces primero, a los caminos vecinales después. Casi sin darse cuenta se alzan ante el Porsche las veIjas del Asubio. Toca el claxon, son casi las once de la noche. Llueve copiosamente. Bonifacio emerge de la casa de los guardeses con un enorme paraguas. ¡Bienvenido a casa! —grita Bonifacio—. Ya ha llegado. De nuevo el claxon. Se encienden las luces de la entrada. El propio Juan Campos abre la puerta principal. Detrás de él, la esbelta figura de Antonio. Esto es el regreso, murmura Fernandito y sonríe a su padre.

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