Read La fortuna de Matilda Turpin Online
Authors: Álvaro Pombo
—¡Ah, espléndido! Unos días aquí le vendrán de perlas a Jacobo —ha comentado Juan.
—¿Sí? ¿Tú crees? No sé si cuadrará del todo bien ahora... —Angélica no ha podido remediar mostrar a Juan una parte de las reservas con que espera la llegada de su marido.
—Cómo no va a cuadrar? Claro que sí. Seguro que traerá las escopetas. Ahora es temporada creo, de arceas. Jacobo conoce todos los cotos por aquí...
—Sí, es verdad, Jacobo tiene que estar entretenido, es un hombre de acción... —dice Angélica.
—Como su madre _añade Juan.
—Eso. Como su madre. ¿Te fijas que siempre volvemos a lo mismo?
-Volvemos a Matilda. Esta casa es Matilda, esta familia es Matilda. Volvemos a Matilda para bien y para mal. —Juan se lleva a la boca un poco de pan, bebe un sorbo de agua.
Fernando, que ha estado pendiente de la conversación de Angélica y su padre, pregunta desde el otro extremo de la mesa:
—He oído bien? ¡Viene Jacobo, Angélica, creo haberte oído...! ¡Qué contrariedad!
Juan detecta inmediatamente el tono zumbón de su hijo e incluso Angélica detecta agresividad en la exclamación final. Por eso dice:
—Contrariedad ninguna, Fernando, todo lo contrario! Como tú comprenderás es mi marido, me encantará tenerle aquí...
—No lo dudo, Angélica. Pero te encantará contrariándote un poquito, ¿a que sí? Jacobo es un poquito basto. Un noble armario. Un noble semental, aunque en vuestro caso dé lo mismo.
Es tan visible la incomodidad de Angélica, que Antonio Vega interviene sirviendo vino a todos. Para servirles, Antonio se levanta, toma la botella, que está en el centro de la mesa, y va llenando las copas todo alrededor, hasta llegar. de vuelta, a su sitio. Antonio tiene, mientras lleva a cabo esta tarea, la sensación de que camina sonámbulo alrededor de la mesa ovalada. Ha decidido servir el vino tan aparatosamente —lo normal suele ser que en los almuerzos vayan pasándose la botella de vino y la jarra de agua de unos a otros— porque se ha sentido violento al oír a Fernandito. Al levantarse e ir sirviendo alrededor a todos, le ha parecido que caminaba en sueños, como si la escena que tiene ante sus ojos tuviera lugar en otra dimensión: la ajena dimensión de las hostilidades, las puntadas, los enfrentamientos, que ocupa ahora, tras la muerte de Matilda, el lugar que antes ocupaba la alegría de vivir. Desde la última vez que Antonio habló con Juan, tiene Antonio constantemente la impresión de haber ofendido a su amigo de algún modo. La cuestión es que no acierta Antonio a saber cómo o en qué ha podido ofenderle sólo por sugerir lo que se le pasó por la cabeza, lo de llevarse a Emilia lejos del Asubio. Antonio es consciente, por supuesto de que si ese plan se lleva a cabo, aunque sólo sea por un período de tiempo limitado, tendría que buscarse una solución para la buena marcha del Asubio sin Emilia y sin él mismo. Antonio se da cuenta de que su plan alteraría profundamente la rutina de la casa. Pero Antonio a la vez está seguro de que Juan antepondrá, llegado el caso, el bien de Emilia a su comodidad personal. Antonio necesita, en este momento de su vida, creer con firmeza en que, no obstante algunas señales inquietantes nada ha variado en su relación con Juan. Antonio necesita creer que Juan sigue siendo ahora el Juan benevolente y comprensivo que durante tantos años mostró ser. La verdad es que casi ha desechado el proyecto de llevarse a Emilia, entre otros motivos porque no sabría con seguridad donde llevársela si se van de esta casa. ¿Qué harían los dos, solos por primera vez en tantos años, conscientes además, como serían, de que no se van de vacaciones ni han pedido una excedencia, sino de que huyen para aliviar el duelo por la muerte de Matilda? ¿Y si, por otra parte, incluso huyendo, la melancolía de Emilia no cesara? ¿Y si, como un cáncer del alma, el dolor por la muerte de Matilda matara a Emilia en poco tiempo?
Antonio ha servido vino a todos. Emilia, que ha salido del comedor mientras Antonio servía el vino, regresa ahora con una tabla de quesos y un cuenco de frutos secos. Es una escena tranquila, una sobremesa reposada, dentro de un rato Emilia, o una de las ayudantas de Balbanuz, traerá el café. Emilia está en los huesos. De pronto, Antonio constata este hecho como silo descubriera por primera vez. Con sus pantalones vaqueros y su jersey negro de cuello alto, el rostro de Emilia enmarcado por el pelo negro destella como el rostro alargado de un ángel de un icono, o como una figura menor, masculina, juvenil, del Greco, un personaje secundario situado en un lateral, cuya palidez realza la gola blanca en
El entierro del Conde de
Orgaz. Una inmensa ternura sobrecoge a Antonio. Siente la boca seca. Emilia está de pie, apoyada en el respaldo de su silla, y dice:
—Dice Matilda que no queda oporto. Lo siento, es culpa mía. La última vez que bajé a Lobreña, me refiero, a Letona, al hacer la lista, olvidé el oporto. Matilda siempre dice que es imposible hacer listas completas: Por cuidado que pongas, algo siempre se te olvida, Emilia, y también a mí...
—No pasa nada, Emilia. Pasaremos sin oporto por un día. La privación es causa del apetito. El oporto que mañana subas, nos sabrá mucho mejor —ha declarado lentamente Juan tras un brote blanco de silencio absoluto que ha durado un instante.
Fernandito esconde el rostro entre las manos. Emeterio se inclina hacia Fernandito y le pregunta algo al oído. Angélica se ha puesto de pie y se ha acercado a Emilia, con el paso rápido y jugoso de una enfermera muy profesional. Juan dice:
—¿Tienes la bondad, Antonio, de servirme un café?
—Sí, claro. —Antonio sirve un café con la lentitud con que un autómata lo haría, un actor que representara el papel de un robot en un escenario de ciencia-ficción. Da la impresión de que ejecuta los gestos, uno por uno, uno tras otro, guiado por un esquematismo mecánico que imita, con toda pulcritud y precisión, la acción humana de servir un café solo y trasladar luego la taza llena, humeante, desde el punto de partida, el lugar donde Antonio se encuentra, al punto de llegada, el lugar donde Juan se encuentra.
El instante es el número del movimiento según el antes y el después.
Todo esto está teniendo lugar en un instante que, dijérase, psíquico, mental, si no fuera porque es, a todas luces, físico. Aún, como en un fotograma inmovilizado de una película en blanco y negro, Angélica se adelanta, solícita, hacia Emilia, quien se vuelve a mirarla, sin dar la impresión de reconocerla del todo. Emilia, ahora, lentamente reanuda el movimiento de la escena, girando en dirección a la puerta del comedor, que da a la trascocina y a la cocina, y justo al llegar a la puerta, Antonio se le acerca y le pasa el brazo por el hombro. Los dos desaparecen.
—¡Pobre Emilia, Dios mío. Es una compasión verla así! —exclama Angélica, que se ha quedado de pie, con ese aire suspensivo de quien se dispone a dar un recado o a administrar un medicamento y descubre que no tiene a quién. Hay una conspicua ausencia de Emilia en el lugar de Emilia, que Angélica contempla como en trance. Ahora, más incluso que hace un momento, tiene el aire de una auxiliar de planta ante un paciente desaparecido, o que se niega a que le tomen la tensión.
—Siéntate, Angélica. Tómate un café —dice Juan Campos.
—¡Tómate un brandy, Angélica, mejor, que se te pase el susto del fantasma! —comenta Fernandito, que ahora apoya el rostro en la mano izquierda y supervisa la situación con su expresión más cínica.
Está muy guapo así: malévolo y zumbón. Juan Campos piensa: Es igual que su madre.
—Dice mi madre —dice Fernandito— que el oporto en- gorda lo que más, y encima es adictivo. Es el chocolate del alcohólico, por la concentración que tiene a los veinte años, trasvasado de barrica a barrica, volviéndose el azúcar transparente,
tawny,
en las bodegas de la Quinta do Bom Retiro. ¡Qué propio, ¿no papá?, de ti, beberte tu buen retiro a sorbos ahora que te ha dejado tu difunta esposa en paz y puedes concentrarte en las alquitaradas ciencias de la lógica de Hegel y de Bradley! Siempre fuiste un ganador, papá.
-¡No me des la pelma, Fernandito! ¡No seas pelma! ¿A qué viene toda esta agresión? ¿Qué te he hecho yo?... ¿Me acompañas, Angélica? Demos un buen paseo. Estirar las piernas es lo suyo ahora.
Salen los dos del comedor. Juan delante y Angélica detrás, con los pasitos predilectos de la mejor alumna de la clase.
—¡Joder, Fernando, tío! ¿Qué querías decir? —Emeterio habla ahora por primera vez. Fernandito enciende un cigarrillo—. Tu padre está furioso con razón.
Fernandito no mira a Emeterio, cuya conmovida expresión conoce de sobra, cuya ternura tanto necesita. Sólo dice secamente:
—¿Furioso? ¡Ojalá! ¡Lo que está es dormido el hijoputa, y además de ligue! ¿No lo ves tú mismo?
—Vámonos a tu cuarto a descansar Fernando! Yo te conozco bien. Conmigo no te vale fingir que te encabronas con tu padre. ¡Vámonos arriba!
Fernandito sonríe por fin. Murmura: Vale, tío. Se van los dos. En el comedor se abre el silencio blanco de la gran ausencia de Matilda.
A veces se caían los vencejos al suelo, las crías, y Antonio Vega y sus hermanos los encontraban aplastados abarrotados de hormigas, al pie del muro. Sólo quedaban ya grises las plumas y los huesecillos grises del cadáver del vencejo, la cabecita, el interior de la cabe cita ahuecada y blanca, como las espinas secas del pescado. Y sentía Antonio entonces una compasión anónima ante esa seca muerte del vencejo, más inverosímil aún que la de los animales terrestres, porque en el esquema de las pobres alas pobladas de hormigas se contenía, imaginario el altísimo vuelo incesante de los vencejos que duermen en el aire y ahí hacen el amor, mecidos por los cálidos vientos del verano. Al caminar los dos, tan lentamente, hacia su lado de la casa, Antonio ha recordado esas imágenes desconsoladoras de los vencejos vencidos por la muerte. Emilia pesa lo que un vencejo. Y al moverse, acompasados los dos, rodeando Antonio ahora la cintura de su mujer, tiene la sensación de que transporta un pájaro mutilado por la experiencia de la muerte. La enfermedad y la muerte de Matilda fueron terribles para ambos. Pero entre Antonio y Matilda había una distancia natural que —no obstante estar llena de afecto— impidió el contagio. Antonio tiene la sensación de que Emilia estuvo tan cerca de Matilda al morir, que se le contagió la desesperación el terror al vacío inminente. Por eso, el duelo de Emilia, a diferencia del de Antonio (y también, por cierto, a diferencia del duelo de Juan Campos), da la impresión de acrecentarse al pasar los meses, los dos años que han transcurrido ya, como si no fuera nunca a disolverse, a pesar de las ocupaciones cotidianas, las rutinas caseras que hasta ahora tan puntillosa- mente cumple Emilia. Matilda es como un guijarro ahora, arrastrado por un somero río de montaña: cambia de lugar, pero no se diluye en el agua ni se confunde con los otros guijarros o con el cieno: rueda puliéndose, inmensas distancias, hasta volverse una nítida piedra lamida y dulce que encuentran los niños en la playa. Al hallarse libre de toda viscosidad, al no mezclarse con nada trivial, cotidiano, al no contener nada que no sea ese mismo dolor, ese guijarro de la experiencia de la muerte de Matilda es un dato absoluto. Todo gira en torno a esa piedrecita, firme, clara y pulimentada, que reseca la carne y la conciencia hasta ocuparlo todo. Por eso Emilia, piensa Antonio —ya han llegado a su apartamento, Emilia se ha sentado frente a la televisión apagada—, habla en presente de indicativo de Matilda, piensa en ella constantemente así, hasta decirlo en voz alta, como en el comedor hace un rato.
—Antonio, las monjas decían que el alma es inmortal. ¿Crees tú eso, que el alma es inmortal? —La voz de Emilia es tan leve como era su peso al regresar los dos a su lado de la casa hace un rato. Antonio ha trasteado un poco en la cocina del apartamento, más por no agobiar a Emilia que porque tenga nada que hacer. Es temprano aún para cenar. Demasiado temprano aún para encender la televisión. Son sólo pasadas las cinco de la tarde, aunque ya ha oscurecido afuera y Antonio ha corrido las cortinas y encendido el fuego. Este cuarto de estar ha cambiado muy poco desde los primeros tiempos del Asubio cuando llegaron Emilia y Antonio aquel primer verano y los niños eran aún pequeños. Es, sin embargo, aún confortable. Y Antonio se ha acostumbrado a sentarse junto a Emilia en el sofá a entrever el fuego de la chimenea, a entreoírlo, a la vez que el sofocado oleaje del pinar que rodea ese lado de la casa. Nunca hasta hoy ha tenido Antonio sensación de soledad en el Asubio o en el piso de Madrid. Le alegraba la presencia de Emilia cuando Matilda y Emilia volvían de sus viajes y pasaban los días descansando con toda la familia. Pero no le entristecía quedarse solo. Antonio estaba acostumbrado a estar solo, con una soledad aliviada por las conversaciones con Juan y por su trabajo en la casa. Esta tarde, sin embargo, el sentimiento de soledad le parece opresivo, como si se hallara en un lugar extraño, en el extranjero, en una habitación de hotel en una ciudad desconocida. ¡Qué insensato ha sido al decirle a Juan el otro día que Emilia y él van a dejar el Asubio! Desde que lo dijo, el sentimiento de soledad se ha desplomado sobre Antonio como un sentimiento de culpabilidad. Y esta tarde, observando de reojo a Emilia, que permanece inmóvil y pálida frente al televisor apagado, casi en la misma posición que adoptó al entrar y sentarse, se siente solo y culpable. Y se siente a la vez absurdo, puesto que no está solo —está con Emilia— y no acierta a reconocerse culpable de nada en concreto. Se sintió, es cierto, irritado con Juan cuando Juan propuso lo de la
Suma Teológica
, pero fue una irritación pasajera, fruto de su preocupación por Emilia. Y nada nuevo ha sucedido desde que llegamos aquí hace dos meses, se dice Antonio a sí mismo, con más vehemencia de la necesaria, como si tratase de persuadirse a sí mismo o a un interlocutor imaginario que negase que nada ha cambiado. Nada ha cambiado —repite Antonio mentalmente—. Al repetirlo se da cuenta de que lo repite porque teme que no sea verdad. Ha empeorado Emilia, ha adelgazado, parece consumida, habla muy poco y en ocasiones anteriores, no sólo este mediodía, se ha referido a Matilda en presente. Este cambio es como una jaqueca, reaparece en cualquier momento a lo largo del día o de la noche, algunas noches desvela a Antonio durante horas, inmóvil boca arriba en la cama. Pero aquello que Antonio niega con vehemencia que ha cambiado y que en el fondo teme que haya cambiado y por eso lo niega, no es el empeoramiento de Emilia sino el emborronamiento de Juan Campos.