La fortuna de Matilda Turpin (42 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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los besos dan risa, los besos en la boca dan risa. Al anotar a vuelapluma esto en sus folios, descubre Juan que ya no hay más, que no hubo más, que no da para más su capacidad analítica y que no es capaz de sacar gran cosa de este análisis descriptivo del intervalo entre un instante de estrepitoso contenido y el instante siguiente que, por comparación, está vacío. El esfuerzo analítico le ha servido, sin embargo, para recordar que, en resumidas cuentas, aquel robado beso le hizo reír a él mismo y confirmó que Angélica estaba más bien por la labor, al no atizarle de inmediato un rodillazo en la entrepierna.

Ella quería. Juan acaba de pronunciar esta frase en voz alta y se ha echado a reír. El melodramatismo de la expresión y esta nueva facultad de reírse solo le encantan: jamás se había reído solo: nadie se ríe solo, aunque lo diga, la risa es social, nos reímos con los demás. Pero no es imposible reírse solo, y no es inverosímil: sólo que las condiciones psíquicas que han de cumplirse para que un hombre de la edad de Juan, un intelectual, instalado en su despacho y reflexionando acerca de un acontecimiento que no tiene, bien mirado, la más mínima gracia, tienen que ser muy únicas. No se reiría Juan, ni ahora, ni tampoco como se rió tras el beso, si se hubiera sentido físicamente atraído por su nuera: la atracción física intensa presenta, antes de consumarse, un aire flácido, una como fijeza flácida y sudada o sobada. Juan se rió porque no deseaba a su nuera, se rió justo porque estaba logrando fingir con éxito que la deseaba sin desearla. Se rió porque su nuera cayó en la trampa. Y también se ríe ahora con la satisfacción de quien logra un logro. Viene a ser un
¡está en el bote!,
expresado por un intelectual. Se ríe porque se siente contento de haber comprobado una vez más que su nuera
está en el bote,
la tonta del bote. Y se sonríe, además de reírse a solas, porque, como de reojo, está asistiendo a la emergencia de un inédito Juan Campos: el Juan Campos que Juan Campos conocía, el buen Juan Campos, el profesor de Filosofía moderna, el marido de Matilda, el mentor de Antonio Vega, el hombre que era de fiar, el más fiable en opinión de Antonio Vega, el intelectual más benevolente y paciente, que se ocupó de que Antonio Vega entendiera el mito de la caverna y leyera fragmentos seleccionados de las
Confesiones
de san Agustín, y comprendiera la sucesión de fenómenos histórico-culturales-sociales y económicos que dieron lugar a la modernidad, a la aparición del
cogito
cartesiano... El hombre que explicó a Antonio por qué se denomina copernicano el giro copernicano de Kant... ese personaje a quien todos tenían por bueno, y a quien él mismo, Juan Campos, tenía por bueno, y que observaba complacido en el espejo de su propia bondad, se contempla, no menos complacido ahora, emergente en el espejo de su propia maldad.
Hay que hacer el mal porque el bien ya está hecho
—recuerda repentinamente Juan Campos—. Y esta idea de Sartre le viene como anillo al dedo, retrato con anillo al dedo. Es el mismo Juan Campos de siempre, sólo que realzado por este su inédito Juan Campos, levitado por este giro de una conciencia que llevaba tiempo hirviendo al fuego lento del congelado rencor, y que ahora, gracias al falso beso incestuoso que ha robado a su nuera (quien por cierto lo recibió como agua de mayo), es un hombre nuevo.
Edifica, Señor, en nosotros, un corazón nuevo.
He aquí que Juan tiene ahora un corazón nuevo. Y no lo ha edificado Dios, porque no hay Dios. ¿Quién lo ha edificado, si no hay nada exterior a la conciencia? Lo ha edificado la conciencia de Juan Campos. Con ayuda eso sí, de una exterioridad controlable: Angélica es
el otro
controlable: una conciencia independiente de la conciencia de Juan, que se está dejando seducir por Juan y que Juan está cada vez más seriamente asimilando con un reptante y fascinante movimiento asimilativo de ameba.

Antonio Vega se ha encontrado con Angélica esta misma tarde en el jardín. Angélica tenía gana de hablar. Antonio no. La ha dejado hablar, Angélica ha contado que se va a quedar por el momento a vivir en el Asubio, y que va a ayudar a Juan a escribir sus memorias (esto de las memorias es una ocurrencia de último minuto que Angélica ha tenido en presencia de Antonio, porque, al contar lo que estaba contando, se dio cuenta de que su presencia indefinida en el Asubio requería, ahora sí, una justificación precisa).

Antonio Vega mira fijamente al suelo. Angélica habla y habla. Antonio mira fijamente al suelo. Están de pie los dos, delante de la entrada del Asubio. Es una tarde fría. Veloz atardecida, fría, de niebla.
¿Por qué hay ente y no más bien nada? Misterium iniquitatis.
Antonio mira fijamente al suelo, Angélica habla y habla. Están los dos de pie delante de la entrada del Asubio. Sí, esto es el infierno: así es el infierno, el lugar de la falta de semejanza, el lugar de la eterna desemejanza, que no es, sin embargo, pura y simple nada, limpio y puro vacío, sino un lleno repleto de insignificancias y torpezas y mini maldades, y celos y rencores. Antonio desearía poder llorar ahora, pero sólo piensa en Emilia, que, apenas sale ya de su cuarto, que se pasa el día acurrucada, frente a la televisión apagada. Que sólo reacciona, y sonríe, cuando Antonio, acabadas las tareas del día, se sienta junto a ella y le cuenta qué ha hecho durante el día, cómo ha llovido toda la mañana y luego ha escampado, y lo que Balbanuz guisó para almorzar, y cómo Bonifacio y Balbanuz preguntaron por ella, y Antonio les prometió que bajarían los dos una tarde de éstas, a pasar con ellos la tarde y ver los cuatro la televisión.

XXXIX

—Lo oí todo, yo lo vi todo. Iba a irme. Estaba sentada junto a la cama, frente a Matilda, sostenía su mano izquierda como la patita de un pájaro. Entonces entró, no me di cuenta, Matilda se había quedado dormida, daba muchas veces cabezadas durante el día. No dormía, ni de día ni de noche, no dormía, daba, eso, cabezadas. Y él entró una de esas veces, no le oímos. Debió de abrir la puerta y cerrarla muy despacio. Me di cuenta que estaba porque puso detrás de mi silla las dos manos en el respaldo. Entonces yo levanté la cabeza y le vi muy pálido. Entonces me levanté de la silla para que se sentara él. Me alegré que por fin se hubiese decidido a entrar. ¿Te acuerdas, Antonio, cómo fue? Te tienes que acordar. Tan pronto como la enfermedad se agravó muy deprisa, Matilda no dejaba entrar a nadie, sólo a mí, algunas veces Fernandito. No quería que la viese enferma, no le quería ver ella misma, había dicho que no entrara, y a la vez yo contaba con que no la hiciera caso y entrara, y con eso contaba, yo creo, que también Matilda, con que entrara, se presentara allí, aunque sea a la fuerza, contrariándola. ¿Te acuerdas que lo hablamos, Antonio?

—Me acuerdo de todo, Emilia, claro. Hablábamos de que era muy triste que Juan y Matilda se hubiesen distanciado tanto en estos años...

—¡Pero no estaban distanciados! Eso creía yo también, yo creía que estaban distanciados, como nosotros, que nos veíamos tan poco aquellos años de tanta actividad con Matilda...

—¡Nosotros desde luego no estábamos distanciados!

—Antonio separa con ambas manos el flequillo de la frente de Emilia, el pelo lacio de Emilia. Retiene el rostro de Emilia entre sus dos manos contemplándola desde muy cerca. ¡Hasta qué punto está borrándose la carita de Emilia, como si se hundiera en el agua al pasar los días!

—Ellos no estaban distanciados, o no sé. Al entrar Juan, yo me levanté para que se sentara en mi sitio, y al hacer eso tuve, claro, que dejar la mano de Matilda sobre la colcha. Entonces abrió los ojos y me agarró la mano con sus dos manos y preguntó que adónde iba. Yo dije que ahora venía, que salía un momento, que se quedaba Juan con ella. Entonces abrió los ojos más todavía, me apretó la mano fuerte con sus dos manos, que apenas tenían fuerza, como las patitas de los vencejos, igual Matilda. Entonces Matilda
dijo: Juan.
No fue que le llamara, sólo dijo su nombre. Y entonces Juan dijo: Mejor vengo otro rato, cuando estés más tranquila. Entonces Matilda dijo: Estoy tranquila, no vuelvas a venir con esta vez ya cumples, estoy tranquila ahora. Y entonces Juan dijo: Mejor me voy si quieres. Y Matilda dijo: Mejor vete, sí. Y yo dije: Mejor que se quede Juan contigo un rato, así no te quedas sola, que yo en seguida vengo. Y Matilda dijo: Mejor vete, Juan. Y entonces Juan se movió detrás de mí: yo estaba de pie. Y pensé que se iba hacia la puerta, pero dio la vuelta a la cama y se sentó al otro lado, en el borde de la cama. Y dijo Juan: Esto no puede ser Matilda, ¿qué te pasa? Matilda había hecho un esfuerzo para sentarse en la cama, apoyada en las almohadas, y sin soltarme se volvió a Juan: ¿Es que no lo ves?, cualquiera ve lo que me pasa, hasta tú, estoy muriéndome. Estaba consumida, tenía la cara consumida, los brazos, era un esqueleto. Todavía es un esqueleto cuando la veo ahora, y la ayudo a ir de la cama al baño, y volver, o dar unos pasos por la habitación, sujetándola todos los días la veo así. Aquella vez también. Abrió la boca, como una boqueada tenía la boca seca y la saliva pegada a los labios, suspiró y cerró la boca y cerró los ojos. Juan, mirándome a mí, repitió otra vez lo de antes: Mejor, Emilia, vengo mañana cuando esté más tranquila. Y Matilda dijo: Emilia no tiene que ver nada, mejor ahora que mañana. Entonces yo volví a decir: Me voy un rato fuera. Yo lo volví a decir, y además, de verdad quería irme, porque se veía que tenían que hablar, mejor estaban solos. Cuando todo iba bien, si Matilda quería que no estuviera yo, me lo decía sin más. Tú te acuerdas de todo igual que yo, Antonio, lo fácil que era todo con Matilda, y también con Juan, ¿verdad?

—Sí. También con Juan, claro.

Al hacer esta pregunta, Emilia se ha parado en seco. Ha cambiado el tono bajísimo de voz, el susurro con que hasta ahora había contado a Juan todo lo anterior. Y ha recobrado de pronto, por un instante, el tono inquisitivo y firme de la antigua Emilia, el tono de una persona práctica que quiere saber un detalle importante de un asunto, y que lo pregunta claramente. Esto de que Emilia, de pronto, quiera saber con seguridad si las cosas eran fáciles también con Juan, en el pasado, le parece a Antonio una indicación de que Emilia no está segura de que las cosas sean fáciles con Juan ahora. Pero dado que Emilia lleva meses cumpliendo con las actividades de la vida cotidiana casi como una autómata, y como ausente, sorprende a Antonio que ahora quiera confirmar este particular detalle. Emilia ha cerrado los ojos y ha dejado caer la cabeza sobre el hombro de Antonio, como hacen los niños, que se despiertan en mitad de la noche y piden agua o pis, y casi al tiempo que mean o beben, se quedan dormidos en los brazos de sus padres. Vuelve Emilia a abrir los ojos, endereza la cabeza, vuelve a cerrar los ojos. Vuelve a abrir los ojos. Ahora, una vez más, tiene Antonio la impresión de que regresa la Emilia precisa y enérgica que siempre fue, y dice, entrecerrando los ojos:

—Más vale que te quedes, Juan,
dijo Matilda,
y te digo lo que hay. A ti te queda el usufructo de la tercera parte de todo lo que hay, más la libre disposición entera, que es bastante. Lo único que quedaba por hablar es eso, y ya está hablado.

»Y entonces Juan dijo:
Matilda, yo no quiero nada tuyo, ya lo sabes que no.
Y Matilda dijo:
¿Ah, sí? No lo sabía.
Entonces Juan se levantó de la cama y se inclinó sobre Matilda, y extendió la mano derecha sobre Matilda: creí que iba a pegarla.

Antonio se siente muy reanimado ahora. Después de tantos meses oscuros, de duelo obturado, ahora parece cambiada Emilia: parece otra vez la Emilia de antes. El cambio físico es muy notable: ahora ya no da la impresión de estar dormida, como si un dolor sordo y continuo que sufriera se le hubiera pasado, como si de pronto, por sí sola, se viera Emilia bajo el efecto tranquilizador, inteligibilizador, de un opiáceo. Quizá —piensa Antonio— hemos dado sin querer con un remedio. La referencia, al parecer, a la terminología testamentaria ha disipado la melancolía de Emilia. Así que Antonio decide explorar cautelosamente esta vía misericordiosa de estos recuerdos de su mujer.

—Entonces lo que me estás diciendo es que al ver a Juan, después de tantos días, de tantas semanas de no querer verle, y hablar con él de cosas corrientes, por tristes que sean, son corrientes, las disposiciones testamentarias, Matilda se reanimó, se sintió mejor, ¿ésa fue la impresión que tuviste, no?

—Por un momento sí. Así fue. Matilda se soltó de mi mano y dejó de mirarme, eso casi me chocó lo que más: porque lo que más me chocaba es que durante casi todo el tiempo que hablaba con Juan me miraba a mí, o a los dos, yendo del uno al otro, pero deteniéndose en mí casi más. Ahora miraba a Juan. Y yo también miraba a Juan, ayer qué haría...

—¿Y qué hizo Juan?

—Pues lo que hizo ya no me gustó no entendí por qué lo hacía, se separó de la cama y dio una vuelta alrededor de la cama con las manos a la espalda, un paseíto. Y luego volvió al lado de la cama opuesto al mío, con las manos en la espalda y luego con las manos en los bolsillos y no se sentó en la cama, se quedó de pie. Y dijo:
¿Cómo puedes ser tan cruel?
Y lo volvió a repetir: ¿Cómo
puedes ser tan cruel? Ahora resulta que lo único que queda por hablar es el puto tercio de libre disposición. Te has vuelto una mujer vulgar con tantos negocios, Matilda. Por lo que dices veo que siempre creíste que yo estaba contigo por la pasta. Acabas de decirlo. Te digo que no quiero tu dinero y saltas con que es la primera noticia que tienes. Se llama mala baba.
Y entonces Matilda dijo, y le temblaba la voz cuando lo dijo:
Has dicho que no quieres nada mío, y eso me ha dolido, ¿por qué no vas a quererlo?, ¿cuándo empezaste a no quererlo? ¿Se te acaba de ocurrir ahora o llevabas pensándolo ya tiempo? Nosotros nunca hicimos esa distinción, Juan, acuérdate, lo tuyo y lo mío, no lo distinguíamos. Yo tenía más que tú, siempre lo tuve, luego gané mucho dinero, y dio igual, siempre creí que daba igual quién tuviera qué, porque yo te amaba. Si me querías a mí, Juan, también querías el dinero que ganaba yo, porque lo que ganaba daba igual, lo bueno era el ganarlo, los negocios. Fuiste tú quien primero dijiste que la gracia estaba en eso, tú me animaste a meterme en los negocios cuando se murió mi padre. Ahora no queda tiempo de nada porque me estoy muriendo, por eso he dicho que lo único que queda por hablar es esta tontería de la testamentaría, que está hecha hace tiempo y tú lo sabes, en las condiciones que tú sabes, correspondientes al contrato matrimonial que hicimos, al casarnos enamorados...
Y luego hay otra cosa...

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