La fortuna de Matilda Turpin (19 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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—No te vayas tú, Angélica, si no tienes que hacer nada urgentísimo en Madrid, que veo que te está sentando el campo bien y así tendremos un pretexto para que Jacobo venga a vernos los fines de semana —ha declarado Juan Campos a la hora del café uno de estos últimos días.

El tono de voz de Juan Campos ha sorprendido a Antonio Vega. Sí, es el tono amable del Juan Campos de siempre. Pero es un tono de voz que viene de otro tiempo. Antonio tiene la impresión de que Juan Campos habla desde un tiempo muy anterior al tiempo presente: es la voz familiar, sin duda. Pero la referencia a que el campo está sentando bien a Angélica es demasiado personal, considerada, para el tono genérico y apagado del Juan Campos ensimismado y monosilábico de los últimos tiempos. Es como si de pronto, tras una larga convalecencia, Juan se sintiera mejor y alzara la cabeza y contemplara a su nuera con una nueva simpatía. Y sorprende a Antonio Vega sentirse sorprendido por esto —que desde cualquier punto de vista es una buena noticia, puesto que de confirmarse el nuevo tono, significaría que por fin ha abandonado Juan su reticencia—:

es como si hubiera Antonio descontado ya la integración de Juan en la vida normal, en el trato considerado y amable con la gente de su casa y le hubiera condenado a su reino sombrío. ¡Se avergüenza Antonio de haber en su interior condenado tan deprisa a Juan a quien conoce tan bien de tantos años! Esa tarde no está Fernandito en la casa. Nadie, excepto Antonio, ha reparado en el nuevo tono de voz de Juan. Pero ha quedado claro para todos los presentes, incluida Emilia, que Angélica no se irá a Madrid con Andrea porque no tiene en Madrid mucho que hacer y el Asubio le está sentando bien. El plan para el día siguiente es sencillo: Antonio Vega llevará a Andrea a tomar el tren a Letona, Angélica les acompañará, hará unas compras y regresará con Antonio al Asubio esa tarde. Angélica, sin saber ella misma por qué, se siente remozada. Como si esta pequeña excursión, unida a la prolongación de su estancia en el Asubio, fuera un milagro.

La palabra
milagro
se le ocurrió a Angélica a la vez que aceptaba la invitación de su suegro. También Angélica se sintió muy sorprendida y como iluminada repentinamente. Así se lo dijo a Jacobo por el móvil esa misma tarde insistiendo mucho en lo sorprendida que se hallaba y en que todo ello era un milagro.

—¿Pero el qué, churri, el qué es un milagro?

—Bueno, todo. ¡El que tu padre sea de pronto tan consciente, así de pronto, tan atento, que comprenda por fin la situación...!

Jacobo está sintiendo un larvado malhumor. Por otra parte, le da igual que su mujer vuelva a Madrid o se quede en el Asubio. En el banco están las cosas de tal modo que Jacobo prefiere por las tardes acabar en el gimnasio y tomarse una cerveza al final con los colegas, a sentarse en casa con las cenas frías de Angélica y los programas de televisión. No, por supuesto, para siempre, pero la invitación paterna le permite a él también un desahogo que en la vida de un alto ejecutivo en estos duros tiempos de la gran banca viene a ser, sí, por qué no, todo un milagro. Que Jacobo sea un marido obtuso es, en opinión de Angélica, mejor. Que sea cariñoso, que gane bien, que tenga una familia, como Jacobo tiene, incluso sin Matilda, tan notable, que sean ricos, porque Jacobo ha quedado, lo mismo que los otros dos hermanos, bien apañado una vez hecha la testamentaría de su madre, en fin, que no esté al tanto por completo de las más sutiles corrientes interiores de lo que acontece, le parece a Angélica muy apropiado para un chico y, por así decirlo, muy viril. Un exceso de sensibilidad delata cierta pluma que Angélica prefiere, siendo como es liberal de corazón, disfrutar en casa ajena. Tengo muchos amigos gays, es una frase muy de Angélica estos últimos años. Al dejar a Jacobo y retornar el móvil a su bolso, Angélica se mira en el espejo del tocador de su cuarto y se ve borrosa como si no pudiera enfocar bien, de pura excitación, su imagen reflejada. El Asubio fractal que el dormitorio de Angélica y Jacobo contiene se amontona en el espejo, con un efecto de boscaje, debido quizá a la luz indirecta de una pantalla de pie: la ondulación de ramas y de nubes al atardecer, un ululato vegetal del cárabo, quizá, en el oscurecido alrededor del Asubio, un zureo de palomas que anidan bajo las tejas. Una sensación muy jaspeada invade a Angélica ahora, un efecto achampañado que presagia un relanzado latir del corazón. ¿O qué? Angélica se siente muy verbosa todo ese fin de tarde y al día siguiente, mientras ayuda a Andrea con las maletas, con las bolsas, mientras compra un frasco de colonia en una droguería próxima a la estación, mientras regresa al Asubio sentada junto a Antonio Vega, tan amable.

En vista de que no daba durante esa temporada en el Asubio con nada realmente terrible y ni siquiera sobresaliente en la monótona vida de los Campos, Angélica ha estado observando y reflexionando mucho acerca de los hombres de la casa. Antes de casarse, Angélica fue una chica muy de chicos, tuvo varios novios, no del todo enamorados de ella ni ella de ellos, pero todos, eso sí, muy dispuestos a dejarse interpretar. Angélica es, al fin y al cabo, una chica intelectual. Se lleva regular con las mujeres, excepción hecha de Andrea, pero considera que se lleva de cine con los hombres. He aquí que a diario se ha visto confrontada en el Asubio por tres hombres: Fernandito, Juan y Antonio. Tres hombres muy distintos entre sí, ha decidido Angélica. A Fernandito, que la trata con una perpetua guasa, le detesta. Le tiene puesto junto con Emeterio en esa lista de hombres que más vale no menear. En cambio, Juan Campos en su ensimismamiento y Antonio Vega en su solicitud le parecen a Angélica admirables. Se siente tiernamente inclinada a comprenderlos, a preocuparse por ellos, sobre todo por Juan Campos, aun cuando ya está mayor y el verdaderamente atractivo en esta casa sea Antonio. Antonio es el más guapo, pero en cambio, la sombría presencia de Emilia es disuasoria. Juan Campos es el más interesante. En esto ha cambiado Angélica bastante: de recién casada todo su interés quedó fijado por Matilda. De Juan Campos le interesaba sólo su prestigio académico, poder decir que era catedrático de Metafísica o de Historia de la Filosofía, o lo que fuese, sonaba bien entre sus amistades. Pero Matilda, siempre ausente, omnipresente a la vez, fue un modelo a imitar, a admirar, y a la vez un modelo detestable que no prestaba a Angélica la más mínima atención. Está mejor muerta, las cosas como son —pensaba—. Creyó Angélica al principio que lo que en el Asubio sucedía estaba fuera de Angélica oculto en la situación, en el espacio, en el tiempo, en las otras personas de la casa, en otras vidas. Pero, un poco a compás de la nueva dieta rica en carbohidratos y salsas bien trabadas, ha ido Angélica pensando que lo extraño también estaba en ella misma, fuera parte lo que quede fuera, sea siniestro o no. Y lo que hay en ella misma ha sido un enternecimiento progresivo, un deseo de comprender a Juan Campos y un convencimiento, cada vez más nítido, de que su ensimismamiento, su tristeza, su duelo, necesitarían un consuelo de mujer. De alguna manera, al nivel cortés, sociable, de las relaciones familiares, le ha parecido a Angélica que su suegro la trataba con una deferencia especial. Pero cuando la invitó a quedarse en el Asubio se hizo la luz y fue como un milagro. Fue un milagro. Ha dejado Angélica de pronto de sentirse de vacío, ahora se siente significativa y en suspenso, tentativa y a oscuras, y a la luz de sentimientos que, no por prohibidos —si se confirmaran— dejarían de ser menos profundos o menos verdaderos. El amor que mueve todas las estrellas no hace acepción de suegros y de nueras.

Ha levantado el tiempo un poco. Se ha tomado un respiro el calabobos y no llueve. No hace sol seguido, sólo a ratos. Está agradable el mundo circundante. Una calor que es ya inverniza y humectante. Hay un brillo algo apagado pero vivo, un sí-es-no-es meteorológico. Esto, ¿qué significa? Esto significa que las cosas, el duelo por la muerte de Matilda entre otras cosas, está un poco pasando a mejor vida, está aflojando un poco para bien. En opinión de Angélica, la vida merece vivirse. Y más ahora que, a finales de noviembre, con las fiestas navideñas casi encima, hay un renuevo aéreo de ilusiones prohibidas y secretas. La gracia está —decide Angélica— en que el amor sea su secreto. Un secreto en parte compartido (con Juan Campos) pero silenciado:

y en parte insinuado aunque no compartido (por Antonio Vega, por culpa de la Emilia). Viene a ser todo un poco como un trébol o trío, en la línea floral del
edelweiss,
una flor sosa y gris, porque un edelweiss es soso y gris, pero difícil de lograr. A estas alturas de la vida, no soportaría Angélica otra flor. Quizá como única otra opción la única flor bianual del cactus o higochumbo, la chumbera (Angélica no tiene lo floral del todo claro). Está, pues, la pelota en el tejado. Las frases hechas rebotan en el corazón de Angélica como en una partida de ping-pong, jugada entre dos chinos de Pekín a la velocidad de la luz. Se siente Angélica, Matilda.

XX

El amor es así de pronto un transformismo. Porque da la casualidad de que, el otro día, coincidió con Juan Campos en el campo. El humedecido prado verde, que entre sol y sombra se extendía ante los dos, como un edén pequeño, ultradiscreto.
Discreción
es ahora la palabra clave de la vida de Angélica. Con Jacobo habla más ahora que nunca por el móvil, para practicar la discreción, como quien dice. ¿Qué sería de una discreción que no pudiese ser ejercitada de continuo? Pero es difícil ejercitar la discreción en una casa de personas muermas, que apenas se hablan entre sí. El silencio como epítome de la discreción no es una opción que Angélica considere válida. Para ser discreta de verdad, necesitaría Angélica un sólido número de posibilidades de ser muy indiscreta de muy diversos modos a lo largo del día. ¿Puede ser uno discreto y no indiscreto, si se pasa el día completamente a solas? Imposible. La discreción es sin duda una virtud del ser-con. Pues bien, he aquí que el otro día coincidieron Juan y Angélica afler breakfast en una situación que bien podría describirse como anglosajona. Todo era indiscutiblemente muy inglés: el invernizo cielo azul y gris, el verde prado que resplandece tras la lluvia y no da un ruido, la gaviota que, espontáneamente cruza el aire dando gritos en la dirección de los acantilados y del faro, el retumbo lejanísimo del mar, la humedad del aire que embellece tanto el cutis, la tranquilidad de tener todo un día por delante para hablar, como en los cuadrángulos de Oxford y de Cambridge. Y el don supremo de tener mucho que hablar y no poder hablarlo todo de una vez porque lo inglés, lo verdaderamente inglés, es ser discretos. Sucedió aquella mañana que Juan Campos se acordó de su mujer, Matilda, en unos términos poéticos que facilitaban la conversación con su nuera, porque podía ser mentada la difunta en el aura nostálgica de un recordatorio general.

—A mí me encanta montar en bicicleta, ¿sabes, Juan?

—declaró Angélica de pronto. Y era verdad. De novios hacían excursiones en bici Angélica y Jacobo, hasta el punto de descender, en una ocasión memorable, desde Cotos hasta Cercedilla por el accidentado Camino de Schmidt. Sus bicicletas de montaña aún se conservan en el piso de Madrid del matrimonio, desinfladas.

El ciclismo trajo consigo, aquella mañana, varios tópicos a distintos grados de profundidad conversacional: hablaron de la cultura de la bici en Alemania y en Holanda, y por supuesto en las grandes universidades británicas, y también en parte en Bélgica, aunque no tanto, a consecuencia de ser los belgas —en opinión de Angélica—, divididos como están en flamencos y valones, mucho más bordes de por sí que, por ejemplo, los daneses o los encantadores holandeses, que ésos sí que son de bicicleta, y no como en Madrid, que, por culpa del Partido Popular, no hay carril-bici en ningún sitio y hay que irse al quinto pino para andar en bicicleta.

Estaban guapos los dos, allí en la finca, no teniendo que hacer nada en todo el día. Eran la gran derecha en su versión fractal más depurada, con tiempo por delante y el marido un alto ejecutivo, cunando de ocho a ocho a mayor gloria del capitalismo de ficción. Y estaban, los dos, guapos y proporcionados en la edad, la mujer joven con su aire deportivo, pensando en bicicletas, y el intelectual mayor, el gran viudo, millonario sin quererlo ser. En un como quien no quiere la cosa, ambos eran iguales, con una analogía de proporcionalidad estéticamente satisfactoria. Por eso se acordó Juan Campos de uno de los más bellos poemas, más vitales, de su buen amigo y maestro —mucho mayor que Juan Campos, por supuesto—José Antonio Muñoz Rojas. Y recitó con su buena voz, discreta, de barítono, que sabe que en el campo los recitativos se hacen en
low key,
sin competir con las gaviotas:

Bella ciclista, tu ave de pedales

conduces por un aire de jardines,

de prados, aguardando entre los troncos

a que estalle final la primavera.

El viento en tus oídos te proclama

única emperatriz de los ciclistas.

Te persigue, te pide los cabellos;

tú se los das y te los va peinando.

Fue como un milagro. Fue un milagro. Fue también una ocasión inmejorable para ejercitar la discreción. Angélica se dio cuenta en ese instante que, otra Angélica, ella misma, en una vena indiscretísima, hubiera, emocionada y conmovida, sacado el móvil —que llevaba por cierto en el bolsillo de su falda-pantalón— y telefoneado a su marido para contarle que su padre acababa de recitar, así, de pronto, un poema dedicado a una pérfida ciclista. Pero... la discreción se impuso, como un guante.

—Sabes, Juan, el bien que me está haciendo esta estadía prolongada, con vosotros, contigo?

La voz de Angélica fue tan baja como un arrullo, sin llegar, ni de lejos, al arrullo. Eso hubiera sido indiscretísimo.

—Lo sé, Angélica, lo sé. Por eso me empeñé en que te quedaras. Porque te está probando el campo bien, lo ve cualquiera, has cogido hasta color!

Angélica pensó —como si en bicicleta, a tumba abierta, se arrojara monte abajo hacia su fin—: ¿y ahora, qué va pasar? ¿Qué digo ahora?

Era difícil, de verdad, saber qué había que hacer en semejante caso. Al fin y al cabo, ser bella ciclista incluía, según el propio Muñoz Rojas —que cita a Jorge Guillén como testigo—, ser pérfida a la vez. Angélica percibe que se halla en este instante, en el Asubio de sus más intensos sueños de recién casada con Jacobo Campos, en el más profundo corazón de una perfidia de alto
standing.
Afortunadamente, el aire del Cantábrico inspira a Juan Campos ahora junto con la compañía femenina. Todo ello sucede levemente, por encima, como en un relato sobre la falta de sustancia, una descripción de la insoportable levedad del ser definitivamente posmoderno. Por eso se siente Juan Campos abocado ahora a lo confesional. Bien entendido, por supuesto, que en su lenta memoria genital no hay brizna alguna de erección, no la hay. La compañía femenina, la compañía aromática de los prados montañeses y el aire marinero, no invitan al dislate, sino al centro. Son centrípetos. Todo sucede como si el bien, la propia vida, triunfara sobre el mal, la amarga muerte y el pasado, con ocasión de estas imágenes de chica en bicicleta.

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