La fortuna de Matilda Turpin (22 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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XXII

Angélica se ha retirado a su habitación por fin, son pasadas las doce de la noche. Han pasado juntos la tarde, con la interrupción de la merienda, que han tomado ellos dos solos, una costumbre veraniega del Asubio, hacerse cada cual su merienda-cena. Es una situación tan tonta —ha decidido Juan Campos— que no puede ser peligrosa. Angélica es una tonta. Y sería sólo tonta, si un remoto rencor contra Matilda no la aguzara un poco. Juan no advirtió este rencor hasta hace unos días. La verdad es que, igual que a Matilda, la novia de Jacobo le pareció una boba con buen tipo, de buena familia, y ciertas pretensiones culturales, en esa línea semiculta de los treintañeros de hoy en día. Juan sabe lo que pasa en su casa. No está tan ensimismado como aparenta. Y desde la irrupción de Emilia en su despacho, seguida por la declaración de hostilidades de Fernandito, el ensimismamiento se ha ido sustituyendo por una alerta embozada. Ahora Juan Campos no está ensimismado, ahora es una alerta mantenida en reserva: ahora Juan Campos es un reservado. No teme por su seguridad sentimental (nadie puede llegar hasta el centro de Juan Campos: quizá ni siquiera hay un centro), pero teme la incomodidad que sería la secuela de un dolor o un duelo muy pronunciado por parte de Emilia, o una hostilidad incontrolada de Fernandito. A esto se han añadido, por pura casualidad, Angélica y sus confidencias. Angélica le resulta a Juan Campos cómicamente trágica, y su situación, tal como la propia Angélica la describe, una fuente de comicidad casi pura. Las cuitas de Angélica le divierten por pura maldad, como ya descubrió Bergson en
La risa.
Y la risa es contagiosa. Se dice que nadie se reiría si estuviera, por hipótesis, completamente solo en el mundo. Pero Juan Campos, ensimismado como está, engastado como está en su reserva, ¿con quién se ríe ahora de Angélica? ¿Quién proporciona a Juan Campos ahora sociedad suficiente para que reírse de Angélica sea contagioso y se le contagie al propio Juan Campos que, en apariencia al menos, cerrado en su despacho hasta a altas horas de la madrugada se ríe solo? Juan, a solas con Matilda ahora, se ríen juntos de Angélica, la absurda y guapa esposa de su hijo mayor. Mi amante se ha convertido en un fantasma: yo soy el lugar de sus apariciones. Esta frase de Arreola, el narrador mexicano, que Juan oyó hace tiempo —con seguridad después de la muerte de Matilda— preside ahora esta punzada cómica que Angélica le causa y que no causaría el menor efecto cómico sin la presencia fantasmal de Matilda en su conciencia. Y bien, mi amor, ¿y ahora qué? —dice Juan Campos entre sí, tan por lo bajo que sólo Matilda lee sus labios—. Angélica Y Juan han pasado la tarde analizando el matrimonio de Angélica y Jacobo: una curiosa ironía —piensa Juan— el que contrariamente a la presunción, por parte de Fernandito, de la culpabilidad erótica paterna, lo único que haya habido entre suegro y nuera haya sido un debate de alto nivel acerca de la continuidad de la vida matrimonial. La comicidad, en este caso, procede directamente del alto nivel. Desde un principio ha comprendido Juan que ningún otro nivel, excepto el más alto, satisfaría la voluntad confesional de su nuera. Y de esto es Matilda —fue Matilda— quien le enseñó a reírse. Y quizá también a sentirse —brevemente, eso sí— culpable por reírse de las desdichadas criaturas mortales de quienes Matilda Y Juan se reían de jóvenes. ¡Fue tan dulce al principio, fue tan nuevo y tan puro y tan cómico al principio! Una furtiva lágrima no resbala ahora —salvo tal vez hacia adentro— en recuerdo de la Matilda Turpin de veinticinco años que apareció aquella mañana de octubre en el bar de la Facultad de Filosofía de Madrid y pidió una caña y un bocadillo de tortilla en la barra del bar.

Matilda, sin corazón: no tenía corazón, el corazón tiene razones que la razón no entiende, y Angélica —que en el curso de la tarde ha recordado el texto pascaliano— ha declarado que la innegable inteligencia de Matilda era una inteligencia sin afectos, desafecta, despegada. Por eso pudo dedicarse al más despegado y brillante de todos los negocios: la bolsa. Su suegro ha sonreído, ha asentido, no se ha comprometido en exceso esta noche: mientras escuchaba el agitado y en el fondo monótono y repetitivo parloteo de su nuera, Campos decide omitir, al menos de momento, los lados del comportamiento de Matilda que delataban su fuerte corazón (salvaje quizá, pero también cálido): hay que echarle hilo a la corneta de Angélica, dejarla que se cueza en su salsa, que se desplome del alto coturno de su comineo de alto
standing
la gracia estará en eso, en verla desplomarse de buenas a primeras, más tarde o más temprano. El único comentario veladamente guasón de Juan ha sido:

—Y si..., Angélica, hubiera sido justo al revés?

—Cómo al revés? —ha inquirido Angélica con la vivacidad sobresaltada de quien se siente repentinamente agredida por un mosquito. Es un efecto muy cómico éste de los sobresaltos de Angélica cuando, interrumpida en una de sus tiradas por una sugerencia ajena, por nimia que sea, todo el discurso se le viene abajo: parece desconsolada de pronto, como a punto de llorar.

—Pues al revés: que el que no tuviera corazón fuese yo, y Matilda en cambio la que tuvo corazón por los dos y aún lo tiene.

—La prueba de que tú tienes corazón es lo que dices ahora! ¡Si no lo tuvieras no lo dirías! —ha exclamado Angélica.

Ahora se disuelve Angélica en la penumbra. Tiene tan poca importancia que entre su presencia real y su presencia irreal apenas hay distancia. Es un fantasma pobre, un fantasma que puebla el mundo real de Juan Campos, volviéndolo cómico, imaginariamente cómico. Matilda es, en cambio, el gran fantasma que esta noche, como tantas otras desde su muerte, da la impresión de aparecer y desaparecer por propia voluntad. Juan tiene la impresión de que Matilda no acude a su convocatoria: da igual que otros la evoquen como lo hizo Emilia la otra tarde, como lo hace a diario Fernandito, con su belleza andrógina que tanto recuerda a la de su madre y cuyo genio irónico tanto tiene, en agraz, de Matilda. Matilda ha superpuesto, a su ausencia mortal, su ausencia fantasmal, Y Juan Campos, con una terquedad que recuerda la terquedad minuciosa del amor, la evoca en vano. Cuando Juan quiere, Matilda no quiere. Cuando Juan no quiere, Matilda le transforma en el lugar de sus apariciones y le invade. Es como si regresara de nuevo de los viajes, imprevisible. Y amante. Juan Campos musita y nadie lee sus labios, lo irritante acabó siendo eso: que ella era mi amante y yo su amado. Nunca logré invertir estos dos roles.

Esta noche ciega. Se ha levantado el viento del mar. Afuera ruge el mar. Afuera, sin luna, cruje el viento marítimo de los acantilados. Afuera, en el jardín del Asubio, los castaños de Indias enmohecidos, sacudidos, asienten doblegándose a la corrupción de sus copas verdeantes del verano lejanísimo. Afuera vendrá la lluvia, arreciará el viento, no habrá ninguna luz, y abajo Lobreña será un pueblo anticuado y cerrado de casonas obliteradas por la lluvia y el viento y la continuidad salobre de todos los difuntos pasados,

presentes y futuros. Y dentro, en el interior del cuarto de estar de Juan Campos, la memoria no es una línea recta, ni hay en el corazón o en su voluntad ya líneas rectas. Pero

es viva, sin embargo, la memoria advenediza, turgente, casi procaz, que ahora atrae hacia sí misma, desde fuera de sí misma y desde dentro de si misma a la vez, en un juego de espejos y de voces, el tiempo anterior, el desfondado. Afortunadamente dentro del despacho de Juan Campos el fuego

de la chimenea se reaviva por sí solo como el fuego crepitante de una leyenda antigua. Y el mármol cálido y sonrosado de la chimenea tiene la calidad, al tacto, de la piel joven, de la mujer joven, del Juan joven que se dejó amar por Matilda.

SEGUNDA PARTE
JUAN Y MATILDA
XXIII

Allá por el año 88 comenzó a sentirse solitario, abandonado, filosófico, Juan Campos. Él mismo usó esta expresión,
filosófico,
para designar su actitud una tarde de conversación con Antonio Vega, que llevaba en la casa ya unos catorce años. El despegue de Matilda fue por esas fechas, a finales de los ochenta. Antonio no entendió el porqué de filosófico, y comentó que llevaba siendo filosófico y profesor de Filosofía casi media vida ya. Sentirse filosófico —declaró entonces Juan— es sentirse como yo me siento ahora: caviloso: lo que allá en USA llaman blue, I’m feeling blue. Entonces contó que se sentía muy solo sin Matilda, se sentía desamado, era terrible sentirse desamado al sentirse amado. Antonio le escuchaba absorto y sorprendido, puesto que Juan no era de ordinario amigo de confidencias. Era horrible —contó Juan— sentir en carne viva aquel amor de Matilda que, sin proponérselo, al amarle, le succionaba, le vaciaba, le anulaba, le traía a mal traer, le jodía vivo.

—Matilda me está jodiendo vivo, Antonio.

Antonio no salía de su asombro cuando oyó aquello.

—Pero cómo jodiéndote? —acertó a preguntar Antonio.

—Te escandaliza oír esto?

—No, no sé. Me extraña. A mí me parece que os queréis mucho...

—Ahí está el asunto: que nos queremos mucho. Más ella a mí que yo a ella, quizá.

-¿Entonces...?

—Tú sabes que yo mismo la he animado a meterse en negocios. No se hubiera decidido sin mi aprobación.

—Lo sé... Lo siento, no veo el problema. Comprendo que te sientas solo: yo mismo echo de menos a Emilia. Pero así es como han salido las cosas. Es lo que hemos convenido, los cuatro.

—Ya, ¿pero no te parece que a veces no es suficiente tener algo decidido? A veces decidimos hacer cosas que nos contrarían, que nos lían.

Juan recuerda ahora, esta noche, el sencillo rostro de Antonio en blanco. Nunca le había hecho Juan una confidencia de esta naturaleza, y ahora que se la hacía, no sabía Antonio cómo procesarla. Por fin acertó a decir Antonio:

—No sé. Yo no entro ni salgo en esos complicados mecanismos mentales. Yo estoy seguro de que os queréis. Claro que sí. Eso es lo esencial.

—Eso es lo esencial, desde luego, claro que sí —repitió Juan y añadió—: Me siento solo. ¡Yo la ayudé tanto!..

—Y ahora lo lamentas?

—No. No lo lamento, pero no me alegro. Al no poder alegrarme no lamentarlo no es bastante. Tendría que alegrarme y no me alegro...

Esta noche interior.
Nada hay dentro, nada hay fuera. Lo que hay dentro, eso hay fuera.
He visto sólo una ciudad por dentro / fuera no hay nadie. / He visto sólo una ciudad por fuera / dentro no hay nadie... Calcomanía blanca de la nada durmiente. ¿Qué versos son estos que irrumpen ahora en Juan Campos sin convocarlos, por sí solos, como vencejos velocísimos, multipropiedad del estío en la ciega noche del norte, del Asubio? Matilda es un nombre propio que denota toda Matilda, su significado (Sinn), pero con la referencialidad (Bedeutung) quebrada. Matilda es el referente de su nombre propio que ahora, como en vida, es y no es, está y no está, rehúsa ahora ser el referente inequívoco de su nombre propio. Nada hay dentro, nada hay al fondo, la memoria infiel es más infiel aún de lo que Juan Campos llegó a ser con Matilda cuando, a la vez que se dejaba amar, resentía el rumbo que la vida de Matilda iba tomando. Un rencor minúsculo fue la forma que la infidelidad adoptó en su caso. Además, ya tenía la decisión tomada. Lo negó. Esa negación fue un trámite. Un trámite innecesario porque Juan, desde el primer momento, admitió la validez de la decisión de Matilda de ejercer su carrera. Hubiera sido preferible quizá que su relación hubiese sido más vulgar, más convencional: si hubiesen sido un joven matrimonio medio en aquella España de los ochenta, la decisión de Matilda de meterse en negocios hubiera sido igualmente firme quizá, pero menos profunda, más de moda. Al fin y al cabo eran tiempos de liberaciones, también de la liberación de la mujer. Si la relación del matrimonio hubiera sido más común de lo que era, hubiera habido una discusión, un rifirrafe, un tira y afloja, un «no esperarás que me quede con los niños solo», o un opuesto «no esperarás que me quede en casa con la pata quebrada». Hubiera habido mutuos reproches y unas cuantas reconciliaciones seguidas de reproches antes de que, finalmente, Matilda hiciera su santa voluntad. Y en la idea misma de reconciliación hubiera habido su poco de reproche, como el regusto agridulce de las comidas chinas, una como redolencia del excesivo ajo en los filetes rusos. Pero no hubo nada de eso, porque la relación entre los dos no fue vulgar, nunca lo fue, ni al principio ni después. Porque desde un principio, desde los primeros momentos del mutuo apego físico, decidieron adoptar la idea rilkeana de que el matrimonio consiste en dos soledades que mutuamente se respetan y reverencian. Cuando se conocieron con veinticinco, y se encontraron mutuamente hermosos y brillantes y se acariciaron y se acostaron, les exaltó la idea, paradójica, de que eran dos soledades en aquel mismo instante —no obstante el intenso apego que entonces vivían— y que seguirían siéndolo siempre. Su noviazgo y sus primeros años de matrimonio estuvieron presididos por esta racionalidad paradójica de las dos soledades. Implícita, pues, en esta noción de soledad en compañía, estuvo siempre la idea del posible desarrollo independiente de cada uno de los dos. Juan se consagraría a la meditación filosófica, a sus publicaciones y a sus clases, y Matilda... Se consagraría a su propia vocación, fuese cual fuese. Porque aquí sí hubo una cierta ambigüedad al principio. De acuerdo con la tradición multisecular, Juan Campos desarrollaría su vocación con su carrera, sus publicaciones y demás. El entusiasmo, en cambio, que Matilda obviamente sentía y decía sentir por su brillante carrera de económicas no acababa nunca de parecer del todo a Juan —y quizá al principio ni siquiera a la propia Matilda— una vocación tomada en serio. Debido en parte a la misma intensidad del entusiasmo de Matilda, su vocación y habilidad para los estudios económicos daban la impresión de ser un
hobby.
Tanta devoción ponía en entender y explicar a su novio la balanza de pagos o las estructuras macroeconómicas de la sociedad capitalista, que no daba la impresión de que eso fuera nunca a constituirse en un serio proyecto vital. Y hubo, claro está, el parón de los hijos. Matilda daba la impresión de que jugaba a ser una economista brillante y que dedicaba a la economía tanta devoción como suele dedicarse ajugar al golf o a montar a caballo o a tocar el piano.., cuando uno no se propone ser más tarde ni golfista, ni jinete ni pianista profesional. Por otra parte, Matilda no dudó nunca a la hora de aceptar sus embarazos: lució su maternidad en su elegante cuerpo las tres veces consecutivas que se quedó embarazada e hizo toda la gimnasia prenatal que le dictó su sensatez y los textos sobre el asunto que leía. No hubo, pues, durante los aproximadamente quince primeros años necesidad alguna de poner a prueba la descripción rilkeana de matrimonio. Sí —aceptaban los dos—: eran dos soledades muy bien avenidas que se gustaban y adoraban mutuamente. No había en la práctica divergencia específica en los proyectos de cada cual. Los dos se habían embarcado en el proyecto común de un matrimonio feliz y deleitable cuyo fruto eran tres hijos estupendos, con la adición —ésta sí peculiar y directamente inspirada por las costumbres anglófilas de Matilda— de Emilia y Antonio. Por otra parte (y ésta era, a la hora de hacer el recuento del asunto, una obvia tercera dimensión) había el bienestar económico del que gozó desde un principio la familia Campos. La gracia estaba en vivir austeramente en la abundancia y el confort heredados. Sorprendía, eso sí, un poco al principio a Juan, la completa ausencia de conciencia crítica de Matilda en lo relativo a su heredada solvencia económica. Matilda, dejo- ven, encarnaba, sin el menor remordimiento de conciencia, la imagen de una rica heredera que vive austeramente, bienhumoradamente su fortuna, porque lo elegante es vivir el gran dinero así. Todo conspiró al principio a favor de la vida fácil: el concepto de las dos soledades era sólo una elegante teoría adoptada por un matrimonio de dos jóvenes ricos que se aman muchísimo y que en la práctica no querrán ser, cada uno por su lado, una soledad distinta e independiente de la otra. Y sin embargo el hecho fue que al cabo de quince años, algo menos quizá, se habían convertido en esa por definición paradójica figura de la pareja
growing doser and closer apart.
Y sucedió que, siendo como habían sido siempre, inteligentes y autoconscientes, cuando la bifurcación de los dos proyectos de cada una de las dos soledades se hizo real, no había ya nada que decir, nada que añadir, ya estaba todo dicho. Así que, por absurdo que parezca no lo hablaron. No habían parado de hablar desde el día en que se conocieron en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid hasta el momento que Matilda decidió organizar Gesturpin. Cuando llegó ese momento, sin embargo, siguieron adelante: pero eso no lo hablaron, lo hicieron.

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