Read La fortuna de Matilda Turpin Online
Authors: Álvaro Pombo
Angélica da diente con diente y solloza. Juan comenta fríamente:
—¡Ea, Antonio Vega, vuelves a tus tiempos de
sherpa!
¡Estarás contento, espero!
La voz de Juan Campos no parece la voz de Juan Campos: de la misma manera que, en los accidentes, el rostro desencajado, empalidecido, de la víctima resulta a la vez familiar y no-familiar a un amigo. Antonio no hace comentarios y organiza de inmediato el ascenso. Teniendo en cuenta que Angélica está temblando y no parece muy capaz de subir por sí misma, Antonio ata a Angélica por la cintura y emprende la subida detrás de ella. Antes de bajar ha acordado con Jacobo y Fernando que tirará tres veces de la cuerda para que ellos la vayan recogiendo. Juan remata su fría intervención de esta noche diciendo:
—Una vez arriba, Antonio, decides si bajas a recogerme a mí o me dejas aquí toda la noche. Ahora sin Angélica esto está casi agradable.
Antonio se siente aturdido al oír esto, como si de una manera oscura Juan le agrediera. Se limita a decir:
—-Bajaré a recogerte también a ti, claro. Es muy fácil subir y bajar con la cuerda.
La subida con Angélica es lenta pero continua. Una vez arriba Angélica se deja caer al suelo y se queda ahí sentada. Jacobo le pone su chaqueta sobre los hombros. Antonio baja de nuevo Juan está preparado, dice que no hace falta que le ate por la cintura, así que agarrado a la cuerda asciende lentamente con ayuda de los de arriba. Ninguno de los dos habla durante el ascenso. Una vez arriba, nadie habla. Los Cinco expedicionarios, más Angélica Y Juan, reemprenden el camino de regreso al Asubio. La noche es débil por sí sola. El oxígeno escatimaba candorosamente el tiempo dedicado a la muerte.
Juan Campos instalado de nuevo en su despacho al día siguiente. Ha caído ya la tarde, ya es de noche, llueve tenazmente: el sirimiri que vela todos los contornos. Se agradece el fuego de leños del despacho, el whisky con hielo y soda, las dos lámparas encendidas que dejan en penumbra todo el resto de la confortable habitación de Juan. Se respira un aire de seguridad y equilibrio invernizo. El chalet entero, el Asubio entero, aísla a Juan del grávido caos de la intemperie norteña, de la lluvia incesantemente irrazonable. Y su cuarto de estar, a su vez, le aísla del caos medio-cómico del Asubio y de sus ocupantes, que ahora, con la llegada de Jacobo y Felipe Arnaiz y sus botas de caza y sus escopetas, ha cobrado una fisonomía de cacería franquista
(mutatis mutandis,
que añadiría, quizá, Angélica). Angélica ha guardado cama desde la noche anterior y todo este día siguiente. Emilia y Balbanuz le han subido tazas de caldo y de té y alimentos ligeros a su dormitorio, que no comparte con su marido: Jacobo y Felipe han ocupado uno de los antiguos dormitorios de los chicos, que hacía las veces de cuarto de huéspedes cuando traían amigos del colegio. Este arreglo ha divertido a Fernandito, que ha guiñado maliciosamente un ojo a Antonio Vega, cuando se enteró al desayuno. Ha intrigado esto a Juan, que no ha preguntado nada, pero que sospecha que la tirantez existente entre su hijo y su nuera se ha atirantado aún más tras la aventura de la cueva de los Cámbaros. Juan está disfrutando esta ausencia de Angélica, su retirada. No es una retirada táctica del todo (como lo hubiera sido de haber proseguido la relación suegro-nuera en los términos que precedieron al descenso a la cueva): ha sido más bien un receso murriático punteado por lesiones periféricas causadas por las zarzas y alguna que otra lesión psíquica causada por lo ocurrido entre ellos dos. Juan sonríe: ¡que no haya sucedido nada en absoluto es la lesión psíquica más dolorosa que Juan ha sido capaz de causar la pasada noche! Imagina a Angélica lamiéndose, febril, sus no-heridas. Angélica no sabrá a estas alturas qué pensar. Y Juan sonríe. Toma un sorbo de whisky. Y retorna un muy desgastado ejemplar de El ser y la nada: Para no ser algo dado, es menester que el para-sí se constituya perpetuamente como un retroceso con respecto a si, es decir, se deje siempre a la zaga de sí mismo como un datum que él ya no es. Esta característica del para-sí implica que es el ser que no encuentra ningún auxilio, ningún punto de apoyo en lo que él era. Al contrario, el para-sí es libre y puede hacer que haya un mundo porque es el ser que ha de ser lo que era a la luz de lo que será. Juan ha leído esto mismo varias veces esta tarde. Estos textos de Sartre, tantas veces releídos, no siempre estimulan intelectualmente a Juan. Pero
esta tarde lluviosa la idea de que el para-sí, la conciencia, no encuentre ningún auxilio, ningún apoyo en lo que era, le ha parecido un retrato-robot de sí mismo. Y a la vez, un retrato-robot de Emilia y, por extensión, también de Antonio Vega. Ninguno de los tres son ya lo que eran, entre Otros motivos (estos psicológicos, además de metafísicos) porque ellos eran a la vez que Matilda era: al dejar de ser Matilda, dejaron ellos de ser lo que con ella eran. Ahora son libres y tienen que ser lo que eran (y ya no son) a la luz de lo que serán (y aún no son). En su caso particular —Juan reflexiona, no hay inconveniente, es libre a la luz de lo que será, sea lo que sea. Mejor dicho, a la luz de las futuras elecciones que Juan haga de sí mismo. Emilia, en cambio, no parece capaz de reelegirse libremente de nuevo: la luz de lo que será no brilla para Emilia. Por consiguiente lo que era se desluce progresivamente, se le deshace sin lo que será. Emilia está condenada al fracaso, incluso a la desaparición, a la muerte. Y por extensión, también Antonio Vega. Juan Campos deja
El ser
y
la nada
sobre el brazo de su sillón y toma un largo trago de whisky con soda. Apura todo el vaso. Se detiene meditativo con el vaso aún en la mano, mirando el fuego, y por fin se levanta y se encamina hacia el carro de las bebidas. Y se sirve otro whisky con hielo y soda. Regresa a su butaca frente al fuego. Tintinea el hielo en el vaso de cristal como una llamarada de ámbar helado. El whisky es un placer mayor que el cual nada puede pensarse.
Juan ha almorzado solo este mediodía, es decir, con la única compañía de Antonio y la fugaz presencia de Emilia, que no se ha sentado a la mesa. Ha sido una comida silenciosa. Ha sido también un almuerzo incómodo. La verdad es que Juan contaba con que Antonio le interrogara discretamente acerca de la ocurrencia de bajar a la cueva. Juan tenía sus respuestas preparadas: el recuerdo de Matilda, el recuerdo de Patinir, el recuerdo de los días felices del Asubio cuando los hijos eran niños. Juan estaba seguro de que la mención integrada de esas memorias emocionaría a Antonio. Servirían para recuperar la cordialidad o, al menos, la apariencia de cordialidad. Juan no está ensimismado ahora: está alerta. Los sobresaltos le entretienen ahora, siempre y cuando aparezcan y desaparezcan con una periodicidad razonable. Ha hecho incluso un listado de sobresaltos posibles: el sobresalto de qué acabará haciendo Fernandito con su vida, con Emeterio. ¿Acabará quedándose a vivir en Lobreña? El sobresalto supremo de qué hará Antonio con Emilia, y de qué hará la propia Emilia, con o sin Antonio. Y hay el subsidiario sobresalto matrimonial de su hijo y su nuera. ¿Pedirá Angélica el divorcio a Jacobo para pedir, acto seguido, la viuda mano del padre de Jacobo? Aquí lo chusco se desparramaría por el mundo como un barril de melaza viscosa. Un sobresalto accidental éste, sin duda, pero tan aparatoso, de producirse, que obligaría casi a emigrar a Juan Campos, irse a pasar unos días al hotel Real a contemplar en paz la bahía de Letona, mientras se diluye la melaza. El hecho de que Antonio haya dejado transcurrir el almuerzo casi en silencio ha sido, a su manera, también un sobresalto, como el inesperado aguijonazo de una abeja. Juan, sin embargo, estaba decidido a dejar que fuese Antonio quien sacara a relucir el tema.., cualquier tema, pero, ¿qué duda cabe que el tema del momento es lo ocurrido esta pasada noche? Terminado el almuerzo, mientras Antonio recogía rápidamente los platos, al levantarse Juan de la mesa, no pudo evitar hacer una, al menos, de las preguntas que tenía en la cabeza:
—¿Cómo supiste, Antonio, que estábamos allí? Era noche ciega y hubiéramos podido estar en cualquier parte. De hecho fue pura casualidad el que bajáramos. Me dio por bajar en el último momento...
—Ya supongo, sí.
—¿Y no te extrañó?
—Me preocupó que os hubierais despeñado.
—Si no llegáis a venir, no sé qué hubiera sido de Angélica.
—Hubierais sobrevivido, el sitio sólo es peligroso de noche. De día hubierais atinado con el sendero.
—Ya, pero hacía mucho frío. Angélica estaba asustadísima.
—Es natural.
—No pareces muy interesado en esto, Antonio.
—¿Interesado?, no sé, ya se acabó. Una vez que os encontramos, respiramos por fin. Permíteme, voy a llevar estos platos a la cocina.
Antonio sale del comedor empujando con el pie, como suele hacer, la puerta abatible. Juan tiene la impresión de que Antonio ha empujado esa puerta de dos hojas con más energía de la necesaria porque ahora ambas hojas baten a la vez un par de veces, como si subrayaran la sensación de perplejidad de Juan. La amable frialdad de Antonio le ha desconcertado. En otro tiempo, un incidente así hubiera dado lugar a una larga conversación. Ha sido una aventura, al fin y al cabo. La neutralidad de Antonio resulta casi ofensiva. ¿Qué esconde la neutralidad de Antonio? ¿Ha dejado Antonio de interesarse ya por cuanto sucede en la casa, porque se prepara ya para pedir el finiquito? (Juan, que ha regresado a su despacho, reconoce que esto del finiquito —una invención de Juan a beneficio de Angélica— ha acabado por parecerle verosímil al propio Juan. Aunque se da cuenta, a fuer de sincero, que Antonio jamás llegó a plantear así las cosas.) Una vez instalado en el despacho, mientras hubo en el jardín luz diurna, Juan ha paseado monótonamente de un extremo a otro de la habitación, incómodo. Antonio con su frialdad cortés le ha descolocado. Es la hora de Jean-Paul Sartre. Por eso ha sacado el ejemplar de
El ser y la nada
de entre sus libros, y se ha paseado con él en la mano, aún sin abrirlo, hasta que se ha ido yendo la luz, ha empezado el sirimiri, ha corrido las cortinas, se ha sentado frente al fuego, se ha servido el primer whisky. Después del segundo whisky, ha comenzado a hojear la obra del escritor francés. Sartre le tranquiliza, Sartre le blinda esta tarde de lluvia. Ha dado con el pasaje citado más arriba al releer entero el capítulo donde ese pasaje aparece:
Ser y hacer: la libertad.
Una de las características menos claras, y sin embargo más punzantes, de la presente situación de Juan Campos es que desearía recobrar un pretérito Juan Campos más tierno y más joven (un Juan, pues, que aún viviera el duelo por la muerte de Matilda con intensidad suficiente para hacerla reaparecer en la memoria dotada de una cierta luz consoladora) y que a la vez desea no ser ese Juan Campos y vivir el duelo como algo ya acabado y ser dejado en paz: esta segunda situación implica la figura de un Juan mucho mayor, el Juan de los años viajeros de Manda, los brotes iniciales de resentimiento y de rencor, y el Juan, por último, estupefacto, que se sintió agredido, cuando le agredió Matilda moribunda y le arrojó de su presencia. Ambos lados, disposiciones de ánimo, se entrecruzan inesperadamente, y algunos días con tanta frecuencia que una de las ocupaciones más definidas de Juan Campos en la actualidad es concentrarse en el presente de sus lecturas de filosofía neohegeliana (por eso, paradójicamente, le entretuvo Angélica) o en cualquier cosa que sea presente, y que sea absorbente, y que, al no tener futuro, disuelva de paso todo su pasado. Lo malo es que este presente presentificado de continuo es laborioso de obtener: Juan Campos añora en ocasiones la inocente compañía del Antonio Vega de otro tiempo.
Y, sin embargo, no hubiera sido necesaria la añoranza de Juan Campos: hubiera bastado con la simple voluntad amistosa que antaño Juan tomó prestada de Matilda para que la inocente compañía de Antonio se reactivase. Hubiera bastado con que, después del almuerzo, una de estas tardes que han seguido al incidente de la cueva de los Cámbaros, Juan se hubiese llevado aparte a Antonio y le hubiese preguntado por Emilia: bastaba con que hubiera dicho: Antonio, ¿por qué no vamos a dar una vuelta los tres, Emilia, tú y yo? Bajamos a Lobreña y compramos unas Coca-Colas, un litro de helado Háagen Dazs en el híper, hablamos de todo un poco o de nada, da lo mismo...
Pero ése es otro Juan Campos, uno anterior, que Emilia y Antonio aún recuerdan pero que el propio interesado sólo es capaz, como mucho, de añorar en vano, como quienes añoran los tranvías de su juventud o la mili, sin precisar nada en concreto: añoran en el vacío de un antes sin después. Un gesto así de Juan conmovería a Antonio incluso ahora: aunque es ahora ya muy difícil, si no imposible. Por una de esas casualidades de la vida, Antonio Vega ha, involuntariamente, hace unos días, oído a Juan decir a Angélica:
Así es como yo los veo a esos dos, Angélica: enemigos pagados. Los empleados domésticos siempre acaban siendo eso. También Emilia y Antonio, sí. No pongas esa cara, ya te lo he explicado todo antes.
Antonio estaba en su cobertizo del garaje con las luces apagadas se había sentado frente al fuego sin encenderlo, llevaba ahí un buen rato despatarrado en su sillón sin saber por qué. Había dejado la puerta abierta. En esto
oyó
el coche de Angélica colándose rápidamente en el garaje. Antonio se quedó donde estaba. Se apagaron los faros y bajaron Angélica y Juan. Daban la impresión de haber venido hablando de este asunto, porque en la frase que Antonio oyó, Angélica se hacía constantemente de nuevas. Era la primera vez en su vida que Antonio oía una frase así. Era nítida e impronunciable como esas frases de los anuncios luminosos en una lengua extranjera cuyo significado comprendemos al verlos, pero que no nos atreveríamos a pronunciar en voz alta. Antonio Vega deletreó aquella tarde, derrumbado en su sillón, la expresión enemigos pagados, y le pareció inverosímil que él mismo y Emilia fuesen los referentes de esa frase. Y le pareció aún más inverosímil que su emisor fuese Juan y, a la vez —y en eso último residía la violencia impronunciable de esa imagen—, la idea casaba con el distanciamiento progresivo de Juan, su despego, su ensimismamiento primero y, últimamente, a partir de su relación con Angélica, su modo irónico de estar con los demás y de de- cirio todo. La pareja se fue. Al irse, corrieron la puerta del garaje. Antonio se quedó aún un rato largo, ahora escondido, descompuesto y mudo, como se había sentido en Londres en un viaje antes de conocer a Emilia, un mes de vacaciones, después de unas pesadas sesiones de conversación inglesa, incapaz de pronunciar palabra. No comunicó a Emilia este descubrimiento odioso. Días más tarde ocurrió lo de la cueva de los Cámbaros. Antonio se djo a sí mismo: