Read La fortuna de Matilda Turpin Online
Authors: Álvaro Pombo
—No, Emilia, no estás loca. Es que Matilda de verdad se ha muerto y no nos podemos consolar ni tú ni yo. Los dos nos acordamos de ella, y sobre todo tú, porque era con quien más estaba...
—Juan no se acuerda de ella ya, yo creo. Yo creí que se querían. Mejor dicho, yo no creía nada. Cómo no iban a quererse. Doy vueltas a estas cosas y el tiempo pasa sin que yo lo sepa, como pasa en los sueños. Al principio es todo como antes, al final siempre es muy triste...
Todo es momentáneo. Juan Campos repasa ahora su vida como las respuestas a un examen tipo test. Ahora está lejos de toda logomaquia. Casi de todo fraseo. Se ha simplificado. Juan tiene la impresión de que su vida en el Asubio este último mes se ha complicado hasta tal punto que no puede ya dar ni un paso sin tropezar con una complicación o un fragmento de complicación, como tropieza uno en las casas donde hay niños pequeños con juguetes o fragmentos de juguetes o piezas sueltas de colores de las construcciones ocultas debajo de los almohadones del sofá. Desearía que todos desaparecieran. Se vino al Asubio para hacerlos desaparecer a todos. Se trajo al Asubio sólo todos sus libros, sus cuadros ingleses, sus espléndidas alfombras persas, sus dos eficientes empleados de toda la vida, Emilia y Antonio, que, al alimón, con Boni y Balbanuz, le facilitarían la vida, lejos del mundanal ruido, leyendo y meditando, y a la vez no meditando y no leyendo, que uno de los grandes encantos de la lectura y de la meditación es tener a mano ambas posibilidades y demorarlas, suspenderlas cautelarmente, dar un buen paseo, almorzar un rico almuerzo, dejarse invadir por la dulce melancolía cronificada, el duelo cronificado, el fantasma regularizado de una Matilda que, a Dios gracias, no reaparece cuando Juan la evoca: eso empezó a ser así a partir del día mismo de su fallecimiento, y ahora ni siquiera reaparece ya de
motu proprio,
como desaparecía y reaparecía previamente, consumida quizá también Matilda por la nada y la nadería del transcurso del tiempo y hasta beneficiándose de la boba pero vivaz, carnal, presencia de Angélica en la casa. Aunque también, por supuesto, es Angélica una lata, una complicación o un fragmento de complicación. Como una piernita con su zapatito de muñeca Nancy que reapareciera entre las páginas de los Collected Essays de Bradley. Dentro de un momento se reunirán todos a almorzar. Y Juan repasa una vez más su vida como quien corrige las respuestas de un examen tipo test. Todo es momentáneo, todo se ha simplificado extraordinariamente porque todo lo que en la vida de Juan no son estas preguntas y respuestas tipo test, son complicaciones y fragmentos de complicaciones que Juan Campos está dispuesto a desechar de golpe (incluida la propia Angélica) para quedarse solo, a salvo, sobreviviente, retirado, entre las azucenas olvidado, como el hedonista pseudomístico a cuya imagen, cada vez más, se aproxima. Está Juan persuadido de que todo se ha simplificado ya de una vez por todas, porque está dispuesto a mandarles a todos —incluidos Emilia y Antonio, si se tercia— a la mierda de un simple patadón. ¿Qué tal si se quedara sólo con Boni y Balbanuz? Y con Emeterio de mecánico, ¿esto qué tal?, con una doble residencia este Emeterio, a saber: en casa de sus padres —donde tan ricamente ha vivido hasta la fecha— y en el propio Asubio, en la habitación de Fernandito, donde con discreción podría instalarse una cama camera, que cupiesen los dos juntos. O mejor no: este concubinato posmoderno ¿qué aportaría a la comodidad de Juan? Muy poco. Excepción hecha de satisfacer por temporadas una curiosidad no muy aguda por el desarrollo de una relación matrimonial homosexual, ¿qué más? Muy poco. Mejor no. Y, meterle en casa..., descolocarle para recolocarle a Emeterio de mecánico podría malentenderse allá en Lobreña, allá en Pekín. Bueno, ¿y qué? Juan decide, sonriente, que, últimamente, a consecuencia de su urgente necesidad de simplificarlo todo al máximo, sólo discurre complicación tras complicación. Éste es el caso (paradigmático, nunca mejor dicho) del enamoramiento asimétrico de Angélica.
Angélica su nuera, que ahora le acompaña a todas partes, tiene los días contados, porque su marido, Jacobo, está al caer. Este amor de su nuera —ha decidido Juan es irrisorio, pero a la vez le halaga, porque Angélica es una chica de buen ver. El otro día en casa de los amigos de Angélica se divirtió Juan bastante viéndose querido en presencia de las otras dos parejas (dos matrimonios de la edad de Angélica y Jacobo), fingiendo muy bien no darse cuenta de que estaba siendo amado. Juan Campos está estos días sorprendido porque a la vez que se siente muy alerta (está convencido de que nada de cuanto ocurre en la casa se le escapa), finge a la perfección seguir ensimismado, y de ese modo da a entender que es aún el doliente viudo que sobrellevaba un largo duelo por Matilda. Ese duelo ha cesado hace ya tiempo. No está seguro a veces Juan de si su estado de ánimo real es anhedónico o indoloro. A ratos siente que no siente placer ninguno ni deseo de placer ninguno, excepto tal vez el de comer, beber, dormir. Pero a ratos siente que sí siente algún placer, por ejemplo el vanidoso placer de ser amado irrisoriamente por Angélica (y este placer que no es intenso se manifiesta más bien por una ausencia de dolor). Al sentirse amado no siente un gran placer (la vanidad es más bien un cosquilleo), pero no siente entonces ya ningún dolor. Está en suspenso. Y desearía así poder seguir eternamente contrapesando con pequeños placeres los dolores, o por lo menos las incomodidades del cotidiano ir viviendo. Naturalmente todo esto no es glorioso. Es antiheroico. Esta situación, sin embargo, le interesa a Juan ahora porque puede asomarse disimuladamente a las otras vidas de la gente del Asubio y contemplarlas fríamente, como se contempla a través de los cristales de una pecera a los pececillos dando vueltas en torno siempre a un mismo barco semioculto entre unas falsas algas que imitan un fondo submarino de juguete. A decir verdad, Juan Campos desea que se vayan todos de una puta vez y que le dejen solo. Que se vaya Fernandito, con su Porsche Boxster, Angélica con su marido, que no vengan José Luis y Andrea con los niños a pasar las vacaciones y, sobre todo, que Emilia y Antonio desaparezcan de una vez por todas. Ahora se da cuenta de que no les necesita: cuando Antonio declaró que andaba considerando llevarse a Emilia lejos del Asubio, Juan se sintió molesto porque representaba una gran incomodidad quedarse sin servicio. Y también porque la ocurrencia era de Antonio y no de Juan. Pero ahora el asunto se plantea de otro modo: ahora ha asimilado esa ocurrencia, la ha hecho suya, y a riesgo incluso de pasar incómodo una larga temporada por falta de servicio, prefiere que se vayan. Al desaparecer Emilia desaparecerá todo rastro de Matilda, sus fantasmales restos, su violencia... Juan siente un intenso escalofrío de pronto: la intensa violencia del rechazo del marido y de la aversión a morir que exhibió Matilda a la hora de morirse hirió profundamente a Juan, le injurió. He aquí una herida narcisística —reflexiona Juan— infligida no en la juventud, que es cuando suelen herirnos de ese modo, sino en plena madurez, casi al borde de la senectud. Si todos se van se irán todas las complicaciones. Está solo enel despacho. Se ha levantado, es hora de almorzar. Deliberadamente ha esperado hasta el último momento, hasta que lleguen todos al comedor, con idea de llegar el último y casi no comer. Tiene gana de hablar, no de comer. Desea dar vueltas a sus cosas, mentalmente. No desea discutirlas. Ahora ya no quiere hablar nada con Antonio. La vieja familiaridad está quebrada quebrantada: la ilusión de familiaridad se vino abajo al principio de este invierno al encerrarse en el Asubio Juan, con la desafortunada Emilia y este nuevo Antonio hipercrítico. El caso es que no puede decirles que se vayan: lo adecuado sería hacer que se vayan sin decírselo. ¡Que las cosas se planteen de tal modo para Emilia y Antonio, que quedarse en el Asubio les parezca impracticable por completo! Juan Campos mueve la cabeza de un lado a otro, como quien desea sacudirse una ocurrencia. Una vez más, su deseo de simplificar le complica la vida. Lo mejor será pasar al comedor.
Sólo falta Fernandito. Angélica está, Antonio está, falta Emilia. La falta de Emilia sólo se hace visible para Juan cuando se sientan todos a la mesa, porque de ordinario Emilia trae las fuentes con ayuda de Antonio y suele sentarse a comer un poco después de los demás.
—Emilia no se encontraba hoy muy bien... —anuncia Antonio.
Antonio es un competente organizador de almuerzos. Trae las fuentes en seguida. Hoy Balbanuz ha hecho una hermosa paella de pescado. Se sirven los tres y Juan pregunta: ¿Se encuentra mal Emilia?
—No se encuentra bien del todo y, conociéndola, yo digo que se encuentra mal, porque se encuentra siempre bien, menos ahora, que se encuentra un poco mal, Como cansada —dice Antonio.
Juan ha registrado de inmediato el elaborado tono y el fraseo de la información que Antonio proporciona. Es la manera de expresarse de alguien que desea reducir todo lo posible la información que no tiene más remedio que acabar dando. Es también el tono de quien, al no sentirse muy seguro de la reacción de sus oyentes, procura atenuar la información que ha de dar para que pase casi desapercibida y todos pasen en seguida a otro asunto. Angélica dice:
—Jacobo no está seguro de si vendrá mañana o pasado mañana a última hora de la tarde. Depende de una cosa en la oficina que tiene que estar él, ya sabes.
—¡Qué bien que Jacobo venga a vernos! —declara Juan. Suena muy falso. A Antonio, al menos, la exclamación de Juan le parece forzada. Antonio trata de sacudirse la insistente idea de que Angélica Y Juan tienen algo entre manos. Una especie de coqueteo insignificante. Esto es ridículo. Ya Antonio le cuesta trabajo todavía unir la imagen de Juan con esa convencional imagen del hombre entrado en años que tontea con una mujer mucho más joven, que es además su nuera. Hay algo incongruente e inadecuado, imposible de casar aún, entre la imagen de Juan Campos que aún campea en la conciencia de Antonio y esta nueva imagen rebajada de Juan entendiéndose en secreto con su nuera, por inocente que este entenderse sea al final. Tiene que ser inocente por fuerza, piensa Antonio, puesto que es la primera vez, no sólo desde la muerte de Matilda, sino desde siempre, que Juan Campos parece interesado por una mujer que no sea su mujer legítima. Todas estas ocurrencias aceleradamente presentes en Antonio le dejan mal sabor de boca, una sensación dulzona, la misma sensación de quien escucha un chisme o lo repite, una sensación de vulgaridad consentida, un mal gusto dulzón que sólo ahora, en estos últimos tiempos, ha comenzado a asediar la conciencia de Antonio como un mal pensamiento.
—Quizá tengas razón, Antonio, que a Emilia le viniera bien tomarse un poquito de descanso —dice dulcemente Juan—. Lo que dijiste el otro día de iros una temporada quizá sea una buena idea. Seguro que yo me arreglaría.
—No sé ya lo que es mejor o peor, no lo sé, para Emilia, si dejarla aquí o sacarla de aquí... —Antonio utiliza ahora el lenguaje común como de puntillas. Le ha sorprendido, por excesiva, la dulzura de la entonación de Juan. Como la voz de quien tiende una trampa a un niño, le ofrece un caramelo, una trampa inocente, con quién sabe qué propósito, quizá sin propósito ninguno sólo porque considera que hay que hablar así a los niños, suavizarlo todo un poco a la hora de decirles cualquier cosa incluso la más insignificante. Nunca antes de ahora había tenido Antonio tanta sensación de extrañeza al oír la voz familiar del hombre que durante años ha sido su amigo, su referente de toda rectitud e integridad. Todas estas emociones se agolpan instantáneamente en la conciencia de Antonio produciéndole una pequeña paralización: no sabe qué decir: algo tendrá que añadir, sin embargo, porque el sentido de la frase que acaba de pronunciar queda a todas luces incompleto. Por eso añade—: El otro día, sí dije lo de irnos..., a bulto, en realidad, siento meterte en esto, Juan, que no te concierne...
—¡Hombre, Antonio, sí que me concierne! Me preocupa vuestro bienestar, cómo no, es natural, después de tantos años con vosotros...
—Te lo agradezco mucho, Juan, la verdad es que no sé qué hacer... —Antonio ha dejado, una vez más, el sentido de su frase en suspenso, no sólo porque, en efecto, no sabe qué hacer con Emilia sino también, y esto es nuevo, porque no sabe si creer o no creer en la sinceridad de Juan.
—¡Me consta que Juan os quiere mucho, siempre me lo dice! —exclama Angélica, quien, entre unas cosas y otras, ha consumido ya un buen plato de paella y que ahora se ha levantado para servirse por segunda vez, con toda comodidad. Si de Angélica dependiera esta situación se prolongaría eternamente: Juan y Antonio meditando acerca de qué debe hacerse con Emilia. Y Angélica aportando ese toque femenino, esa jugosa referencia a los sentimientos en cuya expresión se considera Angélica una experta. Y, por supuesto, en el fondo se reafirma ahora en Angélica la convicción de que la tragedia de esta casa, el gran error de Matilda, fue justo este de no saber enfatizar la sentimentalidad correspondiente a cada caso. Por desgracia la posición de Angélica en la casa carece de toda autoridad: Matilda tuvo, ésa sí que sí, toda la autoridad sentimental del mundo y la malgastó, sin ejercerla. Una vez más Angélica descubre que los asuntos de Juan y la familia Campos constituyen el único estimulante realmente poderoso de su actividad mental. En este instante Angélica se siente alzada de sopetón hasta los cielos.
—Angélica —dice Juan—, Angélica querida, Antonio sabe que el corazón de esta casa ha estado siempre en el lugar correcto,
we have the heart in the right place,
que diría Matilda.
El nombre propio de Matilda vibra de pronto como una nota falsa, como un gallo involuntario en la, por lo demás perfecta, entonación de un gran barítono. Juan Campos es sin duda un gran barítono. Angélica se ha sentado y se concentra en su segundo plato de paella. Antonio bebe un sorbo de agua Y Juan dice:
—He aquí que Matilda no nos abandonará jamás. Ya lo estáis viendo. Cada vez que hay que confirmar o desconfirmar algo en esta casa, todos acudimos a Matilda. Matilda alfa y omega. Y la verdad es que no debería ser así. Entiéndeme, Antonio... —Juan se ha vuelto hacia Antonio, que ha posado la copa de agua sobre la mesa y que contempla de hito en hito a Juan...... Quiero decir, Antonio, que no debería ser así porque, si me lo permites, ya está bien de duelo. Tengo que ser yo quien lo diga, es mi deber decir esto tan duro: Matilda pobrecilla, no puede acogotamos ahora hasta tal punto que no nos podamos rebullir. Bien está recordarla. Sería terrible que no la recordáramos. Pero tenerla presente hasta tal punto que no nos deje disfrutar en paz ni esta paella, eso es siniestro. ¡La verdad es que creo que esto es lo que tendríamos que decirle a Emilia, Antonio!