La fortuna de Matilda Turpin (44 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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—Por eso y porque mediante este acto de amor hemos fundado, como quien dice, un nuevo mundo, que nos pertenece exclusivamente a ti y a mí. Esta noche nuestro mundo queda inaugurado, Angélica. No hay vuelta atrás.

—Y ¿qué vamos a hacer? —pregunta temblorosa Angélica. Ahora está asustada. El tono frío de Juan le ha recordado de pronto el tono guasón de la cueva de los Cámbaros, el ruido calcáreo del mar, la humedad de la cueva, lo que entonces no ocurrió y casi lamentó que no ocurriera, acaba de ocurrir ahora, y Angélica no lo lamenta. Pero tampoco se siente cómoda del todo. Ahora ya no es Matilda. Ahora es Angélica, la esposa de Jacobo, la nuera de Juan, la querida de Juan, la concubina un poco también... Por todo esto pregunta otra vez—: ¿Qué hacemos ahora?

—Ahora, creo yo, Angélica, acostarnos. O bien los dos juntos en mi cama. O bien, por separado, cada cual en su cama y en su cuarto. Esta segunda opción sería cobarde puesto que significaría que en el fondo nos avergonzamos de haber hecho el amor. ¿Te avergüenzas tú de haber hecho el amor hace un momento?

—Yo no, Juan, porque te amo.

—Exacto, ama y haz lo que quieras, el viejo Lutero siempre al tanto, ¿o fue san Agustín? Como acabas de decir tú misma, Angélica, mi amor es mi peso. Y no nos avergonzamos del pesado peso del amor, que es un yugo suave y una carga ligera. Y como no nos avergonzamos pues nos acostamos juntos ya desde hoy, desde esta misma noche, ¿no es así?

—Me da como cosa, un poco de yuyu. Aquí en presencia de Matilda, quiero decir, en casa de Matilda.

—Querrás decir en mi casa.

—No sé lo que quiero decir, Juan. La verdad, no sé qué siento...

—Yo te diré lo que sientes, Angélica, ahora mismo: sientes una sensación de pertenencia de consumación y de regreso. Te sientes en paz, sientes una inmensa paz, como una calcomanía de la paz, blanca y muda. Como Matilda. Para siempre ausente, escurrida por el desagüe de la muerte hacia la nada limpia y pura, hacia el no-ser donde nadie es nadie y se descansa en paz. Más o menos es esto lo que sientes, ¿a que sí?

—No, no, eso no es lo que siento, Juan, no siento nada de eso. Más bien me siento avergonzada.

—¡Acabáramos!

—No puedo remediar sentirme un poco avergonzada más que nada por Jacobo. Aunque como te quiero y nos queremoS pues compensa, y no me siento tan avergonzada. O sea, me siento y no me siento: más no me siento que me siento: pero un poco sí me siento avergonzada...

—Deberías sentirte, Angélica, mi vida, avergonzada un mucho, o bien nada en absoluto, como me siento yo, que estoy encantado de la vida con esta nueva situación. Lo que es completamente imbécil, Angélica, es sentirse avergonzada un poquitín. Eso es
petit bourgeois.
Por otra parte esto es irreversible, es un dato irreversible, un punto de no-retorno, no te puedes ya volver atrás, no debes sentirte avergonzada ni culpables en mi opinión. Debes, al contrario, sentirte muy contenta, sentirte muy feliz porque me amas, y porque yo te ofrezco, con mi sincero amor, también un empleíto...

—¿Un empleíto?, ¡qué cosas dices!

—Me refiero, Angélica, a lo que hemos hablado otras veces, lo tenemos muy hablado, que ahora que ni Jacobo ni Madrid son ya una opción, yo soy tu opción, el Asubio es tu opción ahora. Y yo te necesito, porque, Angélica, ahora mi vida tiene que seguir, lo mismo que la tuya, tengo que escribir, tengo mucho que escribir. Matilda siempre quiso que escribiera y aún lo quiere, aún me mira, nos mira, desde ese su vacío íncubo, casi vegetal, donde no existe, desde ahí nos mira y quiere que publique yo por fin esas memorias mías de toda una vida dedicada a la filosofía y educación de la juventud. Lo teníamos medio hablado tú y yo, que me ayudaras con mis escritos días alternos. Una especia de pan
time
y más ahora, que ya veo que me quedo solo y esta casa necesita una persona responsable al cargo... ésa eres tú.

—Es muy consolador, Juan, no sé, es como humano, muy humano lo que me pides. Y me gusta, y te ayudaré si no hay inconveniente, si nadie pone objeción ninguna y...

—Y ¿quién se atrevería a ponerme a mí objeciones? No Jacobo, desde luego. Y sin Jacobo ya no queda nadie. Sólo quedamos tú y yo. Y, por supuesto, Matilda, como siempre...

XLI

Ahora, piensa Antonio, Juan no está ya ensimismado ni dormido. Ha despertado como quien despierta de un mal sueño. Como alguien de mal vino que tras la farra aún cabecea su agresividad en la barra del bar. Ha despertado de un mal sueño. ¿Estuvo alguna vez, Juan, dormido? Ahora Antonio Vega ya no sabe qué pensar. Empieza a no estar en condiciones de pensar las cosas una a una. Antonio se da cuenta de que su conciencia ya no pasa de unas cosas a otras como antes. Una aceleración insensata empuja sus pensamientos uno encima de otro, como en un tobogán. Tiene la impresión Antonio, de que ahora su vida consciente —que, por cierto, se ha ido lentificando cada vez más, hay muy poca actividad externa en el Asubio ahora— es una deslizadera donde las emociones, las imágenes, las ideas, se enciman unas en otras muy deprisa no dejan pensarse o verse, o sentirse bien, con claridad. Ahora la falta de claridad lo alumbra todo. Sí, es un despertar al traslúcido ahora, inmovilizado y sin futuro: una repetición atropellada de todo su pasado. ¡Ojalá Antonio pudiera detenerse a sí mismo, detener por un momento el atropellado venírsele encima todo a la vez! Tendría entonces la claridad de siempre, tomaría decisiones o se mantendría voluntariamente a la espera sin tomar todavía ninguna decisión, se mantendría alerta, estaría en condiciones de prestar ayuda a los demás y a sí mismo. Pero el acelerado ahora traslúcido, el despertar informe, no deja tiempo libre, ni espacio libre para pensar las cosas una a una. Y sí, Juan Campos ya no está ensimismado ni dormido ni entristecido ni pensativo: está contento consigo mismo, es libre. Antonio recuerda una y otra vez ahora la imagen de la cruda y gozosa sensación de libertad de Mr. Hyde cuando ya el buen Dr. Jeckill no está en condiciones de controlar sus transformaciones. Como Hyde, el monigote desarticulado dotado, sin embargo, de una gran cantidad de energía vital, propioceptiva, Juan deambula por el Asubio —no mucho más que antes, bien es cierto— en compañía de Angélica, a quien a ratos lleva del brazo o de la mano o quien a ratos se coge del brazo de Juan, como una esposa convaleciente. Antonio les ha visto pasear así por el jardín, un desenfadado Juan Campos acompañado de una convaleciente Angélica. Bonifacio y Balbanuz también lo han advertido.

—¿Sabes, Antonio, el señor qué va a hacer? —ha preguntado Balbanuz a Antonio el otro día en la cocina. Y viendo que Antonio no contesta nada, y con una cierta timidez como si preguntara algo inapropiado o hiciera una observación irreverente, ha añadido Balbanuz-: ¿La señorita Angélica va a quedarse entonces con nosotros?

—Por el momento sí, Balbi, todo sigue igual —ha respondido Antonio.

Esta conversación, insignificante en sí misma, le ha perturbado mucho. No había en el tono de voz de Balbi mala intención, ni siquiera quizá una intención especial. Superpuso Antonio la intención por un instante a las preguntas de Balbanuz como quien redibuja o repinta velozmente el ingenuo dibujo de un crío, un profesor de dibujo que por encima del hombro del crío repinta o retraza la melena del león, la cabecita del pato, las caras de papá y mamá. Era parte de la antigua vocación —qué desgarradoramente rechina este término ahora!—, era parte de la vocación tutorial, de maestrillo, que Juan inculcó a Antonio muy al principio, para que se ocupara de sus hijos: educarles, acompañarles estar con ellos, es en gran medida —explica la voz del Juan de otro tiempo— corregirles: sobre lo que hay, sobre sus ocurrencias, sus invenciones, sus errores, se reescribe, se repinta, se traza de nuevo, incluido el error mismo, incluso la línea desacertada, la expresión mema, la torpeza de los aprendizajes infantiles puede ser corregida en sí misma sin deshacerse, rehaciéndose, conteniendo la torpeza en la corrección, fecundando la corrección la torpeza reviviéndose, repensándose resucitándose, volviéndose a suscitar de nuevo, a partir de la expresión torpe, la ocurrencia inicial, la luz inicial. Y ese hábito de retrazar las ocurrencias insignificantes funcionó también ahora, hace un momento, al interpretar lo que preguntaba Balbanuz. Lo preguntado era, por supuesto trivial, parte del orden del día y de la costumbre casera de hacer saber en la cocina quién se va y quién se queda, cuántos se quedarán a almorzar. Balbanuz, por cierto, y Bonifacio no apearon nunca el tratamiento a Matilda o a Juan. Angélica fue siempre la señorita Angélica. José Luis, el marido de Andrea, fue siempre el señorito José Luis. Nunca consideraron Boni y Balbi que el vigoroso tuteo instaurado por Matilda tenía que cumplirse al pie de la letra en su caso. Pensar en este matrimonio humedece los ojos de Antonio Vega ahora. ¡Era tan fácil con Matilda! —tiene razón Emilia—. Matilda contenía el mundo, hacía sitio al futuro, era el futuro, era la significación del mundo. Fue, sobre todo, la significación de Juan Campos sin que este hecho menoscabara en nada la dignidad o la significación propia de Juan mismo. ¿De dónde surgió el rencor? ¿Por qué se guardó el rencor? Después de su relato de la otra noche, Emilia ha recaído en un abandono creciente. ¿Por qué no la arrastra Antonio a un médico ahora mismo? En Letona hay, con seguridad, facultativos capaces de interrumpir la depresión, el abandono, la dejación del deseo de vivir de Emilia. Ésta es una de las ideas recurrentes que se atropellan en el tobogán de la conciencia de Antonio ahora. ¿Desea el propio Antonio una continuación de la vida? Sólo si Emilia quiere la existencia continuada, Antonio querrá seguir existiendo. Antonio rehúsa firmemente —como quien rechaza una tentación envilecedora— pensar que Emilia se está dejando morir porque está enferma. Emilia no está enferma, la pena no es una enfermedad, la desgana de vivir no es en este caso una cobardía. ¡Ojalá pudiera Antonio pensar ahora las cosas una a una! Como las algas en las mareas de septiembre se arremolinan alrededor de las piernas de los bañistas, como el vaivén de las mareas vivas impide al nadador aferrarse a la roca cuando ya está casi a salvo, así, desgarrándole la carne como las aristadas rocas del acantilado en las rompientes, las dolorosas imágenes del destruido Asubio y de sus habitantes trenzan y destrenzan ahora la conciencia de Antonio Vega, hundiéndole lentamente en el misericordioso fondo del mar de la muerte. Pero, de momento, Antonio comprende el porqué de las preguntas de Balbanuz, tanto más claramente cuanto menos malicia hay en ellas: es pertinente preguntarse en el Asubio ahora qué va a hacer Juan, y si va a quedarse a vivir con él toda la vida su nuera, la mujer de su hijo, la señorita Angélica. Balbanuz o cualquiera de las asistentas que suben de Lobreña todas las mañanas tienen que hacer la cama de Juan Campos, donde evidentemente han dormido dos personas, y no tienen que hacer la de Angélica, que lleva sin dormir en su cama muchas noches. Esta vulgar observación está a la vista de todos, así como también es muy visible —a ojos de Antonio al menos— el sumiso aire de Angélica, punteado a ratos por un como desparpajo explicativo, una como labia irreprimible, que, en conversación con Antonio, parece obligarla a dar explicaciones que Antonio no ha pedido. El otro día Angélica explicó con todo lujo de detalles que Juan se propone escribir —y ya se lo está dictando a Angélica— unas memorias que serán como una versión actualizada del
Diario metafísico
de Gabriel Marcel. Y que tiene intención de plantearse ahí varias cuestiones centrales acerca de la supervivencia del yo, consideradas desde la perspectiva neohegeliana de la metafísica del yo en Bradley (el self ha precisado Angélica) (esto ha hecho sonreír a Antonio Vega: le ha hecho recordar cómo él mismo, de joven, hace tantos años, imitaba sin querer los frascos eruditos y brillantes de Juan Campos. Hubo un tiempo en que la elocuencia de Juan fue contagiosa). Es deprimente pensar lo que hay abajo, lo que hay detrás, lo que, a todas luces, se ve en la superficie de la acción de Juan Campos. Es el cierre —decide Antonio—. Y para colmo, a este atropellado ir y venir de las ocurrencias deslizantes de la conciencia de Antonio se añade un detalle chusco: Antonio estuvo presente al irse Fenandito. Brevemente, Fernandito, indicó que había, por fin, tenido con Emeterio la conversación proyectada y que lo dejaban. Fernando contó esto instalado ya ante el volante, con el motor en marcha, lo refirió con frialdad, con amabilidad. Sin amargura. Se despidió de Antonio con el cariño de siempre. Hablaron un poco de Emilia. Estaba a punto de irse ya: miraba al frente y dijo: Creo que es lo mejor para Emeterio. Y entonces paró el motor y se volvió hacia Antonio, que tenía las dos manos apoyadas en la portezuela del coche:

—Sabes lo último de mi padre? Había pensado irme sin contártelo, para qué darle vueltas, pensaba. Y ahora al despedirnos no puedo evitar querer contártelo el otro día mi padre, al acabar de almorzar, se me acercó y me invitó a dar un paseíto con él por el jardín. Era de pronto el de antes otra vez: estas transformaciones instantáneas que hace ahora. De pronto es el de antes, de pronto ya no. Creí que quería contarme lo suyo con Angélica. Pensaba darle un palo fuerte. Resultó que era otra cosa: sé lo de Emeterio y tú, que lo dejáis, nadie me lo ha contado, os vi hablando el otro día, yo en seguida veo las crisis, las huelo, y ahora tú te vas a Madrid, según has dicho, ¿es cierto que lo dejáis? Le dije que sí, que qué hostias le importaba a él. Estuvo encantador: se mostró encantador: me conmovió. El hijoputa sabe que me conmueve con facilidad, cada vez menos, pero todavía me conmueve. Y lo de Emeterio me costó trabajo. Lo que mi padre debió de percibir fue el dolor, él percibe esas cosas en los demás, las huele, como sangre. No creo que debieras, dijo, dejar a Emeterio así, de golpe. La homosexualidad está hoy de moda, no hay por qué sufrir. Disfruta de Emeterio. Gozar es un deber que tienes contigo mismo, con Emeterio. Me cogió cansado, ésa es la verdad, me sorprendió el repentino interés por este asunto, perdí pie por un momento y mencioné lo que tú y yo hablamos, y que dejar a Emeterio no era un capricho, sino una decisión pensada, y le conté lo que dijiste tú, que no fue, por cierto, que lo dejara, sino que lo pensara. Entonces, mi buen padre, abrió la inmensa cola de su brillantísima ironía, como un pavo real. Dio por lo bajo ese alarido que dan los pavos reales machos repentinamente y que en su caso fue la exclamación: ¡craso error, oh, craso error! Tienes derecho a disfrutar tu juventud, tu cuerpo, tu Emeterio, que es tuyo, no renuncies, no le dejes, que se joda la puta novia, eso dijo. Y yo le dije: ¿sabes qué, papá? Jódete tú. Y me largué.

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