La fortuna de Matilda Turpin (45 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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La marcha de Fernandito deja una estela invisible en el sepia del jardín. El húmedo atardecer es un perro abandonado. Ronda alrededor de Antonio, le observa temeroso, le sigue dentro de la casa. Todas las luces del Asubio están apagadas. Antonio imagina el Porsche Boxster de Fernandito acelerando hacia Castilla. El acongojado corazón del chico acongoja a Antonio también. Todas las penas de todos los dolientes del mundo unificadas en este atardecer sepia como el pelaje húmedo de un perro, un bonito perro de caza que por un momento hizo gracia a un dueño caprichoso, el pelaje húmedo de la tarde con el rabo entre piernas. La muerte es igual para todos, ése es el privilegio de la muerte. La pena, en cambio, que conduce a la muerte es distinta en cada caso. No se oye nada dentro del Asubio, es como una tarde de un día de fiesta, todos han salido. O el último día de vacaciones, los niños han vuelto a los colegios, Emilia y Matilda están de viaje, Antonio se ha quedado a recoger, están apagadas todas las chimeneas. En ocasiones así, Antonio bajaba a casa de Boni y Balbi a echar una parrafada y ver la tele. Al día siguiente dejándolo todo recogido ya, regresaría a Madrid. Hoy también, la casa está cerrada, las luces apagadas, el jardín es un perro mojado que da vueltas alrededor de Antonio. Se encamina Antonio hacia su lado de la casa, más que nunca esta tarde se divide el Asubio en dos lados: el lado de los Campos y el lado de Emilia y de Antonio. En la cocina está terminando de recoger Balbanuz, Antonio invita a Balbanuz a tomar un café con Emilia y con él. No puede obturar, Antonio, ahora una intensa tristeza ante esta diminuta ceremonia del café con leche y del bollo suizo o, con frecuencia, el
fruit cake
que Matilda enseñó a hacer a Balbi. Emilia se alegra de ver a Balbi. Antonio hace el café con leche, no hay bollos suizos, hay galletas María.
Ni la niñez ni el futuro menguan,
recuerda Antonio. Pero esta tarde no brota existir innumerable en el corazón de Antonio, sólo melancolía, la enfermedad prohibida la melancolía es maldad. Nunca hubo melancolía en casa de Matilda, en vida de Matilda. Ahora la melancolía es una tarde sepia y húmeda, el perro abandonado que da vueltas alrededor del corazón agobiado de Antonio Vega. Antonio cuenta que Fernandito acaba de irse. Mientras da esta información, la imagen de Fernando desdeñando el estúpido consejo paterno —estúpido por superficial y por maligno— se le viene a la cabeza. Y como si Balbi adivinara que está pensando en eso dice:

—Qué pena que se vaya Fernandito.

—Ya, sí que es una pena, pero tiene que volver a su trabajo —dice Antonio, que desea mantener la conversación a su nivel más cotidiano.

—Ya ninguno son niños ya —comenta Balbi y sonríe—. Yo soy una vieja chocha.

—¡Qué vas a ser, Balbi! —exclama Emilia divertida.

Antonio teme que ingenuamente Balbi traiga a cuento ahora la sensación de soledad que obviamente les embarga a los tres, y que está relacionada con la muerte de Matilda. Para evitar ese tema —aunque Balbi es siempre discreta— Antonio dice:

—¡Creo que Emeterio se nos casa!

—No sé si tanto, pero sí, sale con esta chica, Carmen. Estaría bien que se casaran, sí.

—Muy convencida no es que suenes, Balbi —comenta Emilia, que ha encendido un cigarrillo.

Antonio tiene la impresión de que tal vez, si él fuera ahora capaz de empujar, como un levantador de pesas, todo el peso a la vez hacia arriba, con pectorales, brazos y hombros, todo hacia arriba, se iría la melancolía de golpe.

—No es que no esté convencida, es una buena chica de Lobreña. Y bueno, está bien que se casen. Los padres de ella van a pagar la entrada del piso y nosotros vamos a ayudar con el alquiler del local del taller. Eso es lo que hemos hablado. Es una chica seria y buena, una chica de aquí.

Antonio recuerda intensamente a Fernandito ahora. Y su valiente decisión de proteger esta posible felicidad casera de Emeterio con Mari Carmen: el taller mecánico, las mensualidades de la hipoteca, la graciosa y engorrosa prole futura. Mentalmente le abraza.

Así transcurre la pacífica tarde. La única otra nota compleja la percibe Antonio a través de Balbanuz, una vez más.

—Que digo yo, Antonio, que el señor parece haberse reanimado mucho, ahora que la señorita Angélica se ha instalado en la casa. Es, claro que sí, natural, y a la vez no es natural del todo. Seguramente Jacobo está de acuerdo, quizá se estaban distanciando, la gente joven hoy en día no son como nosotros, la convivencia es más difícil, cada cual por su lado. Mejor está aquí la señorita Angélica que en Madrid sola en su piso, o en casa de sus padres...

—Seguro que sí, Balbi, seguro que sí.

En la elaborada elocución de Balbi hay lo informulado como un punto mínimo que vuelve pensativo al radiólogo que examina la placa del pulmón una sombra fuera de lugar. Antonio cree que eso es lo único que Balbanuz percibe con respecto a Juan y su nuera. Más vale que Bonifacio y Balbanuz no sepan los detalles. Está claro, sin embargo, en este instante, que por una vez en su vida Balbanuz no está siendo del todo directa o sincera: está siendo pasiega, casi sin querer. Se da cuenta, sin duda, Balbanuz, de lo que está ocurriendo en la casa. Pero no hay nada que BalbanUz se autorice a sí misma a decir o a pensar que implique una censura ni tan siquiera implícita de Juan Campos. Está seguro Antonio de que Boni y Balbi no censurarán lo que para ellos es una situación incomprensible y anómala incluso cuando están solos. En esto los guardeses del Asubio son poco de pueblo: son como antiguos fareros, acostumbrados a entretenerse solos, a vivir aislados, a no juzgar. Así era todo antes, los juicios sumarísimos se atropellan ahora en el tobogán de la conciencia de Antonio, como víboras. En esto, el teléfono interior, el teléfono de Juan, irrumpe en la habitación sobresaltando a los tres. Antonio toma el auricular, escucha en silencio. Cuelga el auricular.

—Quédate un rato con Emilia, Balbi, voy a ver qué quiere Juan, quédate un rato.

—Claro, aquí me quedo, no te preocupes.

Al salir Antonio se vuelve y ve a las dos mujeres en torno a la mesita baja, la cafetera, las tazas del café, la jarrita de la leche, el plato de galletas María, un aire cordial que viene muy de atrás y que podría, en otras circunstancias, continuar mucho tiempo aún. Antonio sale de la habitación cerrando tras sí, despacio, la puerta.

—Te he llamado, Antonio, interrumpiendo tu descanso vespertino, porque de repente te eché de menos. Angélica tenía un poco de migraña y se ha subido al cuarto a reposar. Y he corrido las cortinas, y he mirado fuera, al exterior, y el jardín oscuro (ha vuelto a llover) me dio en cara, como si fuera yo el deudor del jardín. El Asubio y el jardín mis acreedores de pronto y yo el deudor, el hipotecado, el arruinado Juan Campos: así me vi, así me sentí y te eché de menos. Rara vez me echas de menos tú hoy en día, Antonio.

—¿Y eso qué quiere decir?

—¡Hombre, Antonio...! Vaya, ya que lo preguntas voy a serte sincero. Estás virando mucho, pero mucho, quizá sin darte cuenta, hacia una posición satírica y censoria, en lo que a mí respecta al menos. ¿Sí o no?

—Si tú lo dices, Juan. Suena tan estúpido, sinembargo, oírte decir eso.

—¡Lo ves!

—Me has llamado tú, ¿qué querías de mí?

—Quería verte, Antonio, acabo de decírtelo. Corrí las cortinas para ver el jardín y me vi a mí mismo reflejado en el cristal, insepulto, reabsorbido por la nocturnidad y por la lluvia, disuelto en la negrura del cristal de la ventana, alarmado por el reflejo desasosegado, imitado por el azogue de la noche lluviosa. Y te eché de menos. Por eso te llamé. A sabiendas de que has cambiado mucho...

—No soy yo quien ha cambiado más, Juan, de sobra lo sabes. Sí, esta casa ha cambiado en un abrir y cerrar de ojos, pero no soy yo quien ha cambiado más, o Emilia, o tus guardeses, o tus hijos. Tú has cambiado.

—¡Ajá! ¿Sabes quién ha también cambiado mucho, Antonio? Angélica: Angélica ha también cambiado mucho. Y para bien.

—Ahora es tu concubina.

—¡Por favor! Tu tono de voz está cobrando un tono benaventino, como un drama rural de don jacinto Benavente, una cosa bronca, costumbrista y refinada al mismo tiempo. ¡Don jacinto Benavente, qué gran premio Nobel ése fue!

Antonio está irritado esta tarde: éste es para Antonio un sentimiento nuevo, no está familiarizado con esa sensación egotista de la irritación, la irritabilidad de los delicados le ha sido siempre ajena. Esta tarde, sin embargo, se siente él mismo delicado y agobiado. ¡Qué poco le interesa ya Juan Campos y sus líos! Hubo un tiempo en que la ironía de Juan tenía su gracia, era casi todo sentido del humor, ahora no hay sentido del humor en las cosas que Juan dice. Y Antonio está cansado e irritable esta tarde. Así que declara abruptamente:

—Veo que no me necesitas, Juan. Estábamos tomando café con Balbi cuando llamaste...

—¡Ah, pero sí te necesito! Te necesito y te codicio incluso. Ahora que veo que te quieres ir y que estás malagusto aquí conmigo...

—No estoy malagusto, Juan, estamos en otra honda yo creo...

—Verás, hay un asunto que quería no sé cómo decir, hablarte, comentar contigo, como antaño. No es un asunto delicado, no es ni siquiera muy difícil, pero es privado o semipúblico. La situación, me refiero, de mi nuera aquí conmigo. En fin, está a la vista lo que está a la vista...

—Así es.

—Y quisiera, Antonio, contar con tu opinión en este asunto.

—No necesitas mi opinión, ni te importa lo más mínimo. No sé qué te pasa, Juan, he perdido el hilo contigo...

—Te diré yo por qué has perdido el hilo o crees que lo has perdido: porque ya no me respetas ni me amas, ahora me juzgas. Te parece que no estoy llevando bien el largo duelo por Matilda. Te parece que liarme con mi nuera, aunque mi nuera y mi hijo estén prácticamente separados ya, es prematuro, escandaloso incluso. He dejado de gustarte, en una palabra. Todo tú, de pies a cabeza, frente a mí, eres la imagen misma de la reprobación. Y yo, el réprobo...

—Mira, Juan, la verdad es que me da lo mismo. No tengo nada que decir de Angélica o de ti. No tengo nada que decir de nadie, ni de nada ya...

—Pero reconocerás que, como
second best,
en una situación espiritual tan de liquidación por derribo como la nuestra, Angélica está bien, me viene bien. Es muy aplicada, muy tierna, acuérdate del tiempo en que tú mismo eras muy tierno, tú y Emilia. Echo de menos aquel tiempo...

—Mientes. Es desagradable oírte hablar así, Juan. Allá tú con Angélica, allá tú con Jacobo...

—Ya veo, ya veo. Así que te quieres ir, ¿os queréis ir, eh...?

—Esta conversación es desagradable. Si no hay nada más prefiero irme.

—¡Ah, pero hay mucho más, hay absolutamente mucho más, todo lo que falta por decir, falta todo por decir aún!

—¿Qué falta por decir? —La voz de Antonio suena muy cansada al hacer esta pregunta, apenas suena a pregunta esta pregunta.

Hace un rato ya que la irritabilidad de Antonio ha cedido el sitio a la melancolía: sentimiento de estarse enzarzando en una discusión absurda, ahora que Antonio es incapaz ya de percibir el menor sentido en la vida del Asubio, y por extensión en su propia vida. Han sido tantos años de ingenua fe en la voluntad ilustrada de Juan Campos y de Matilda Turpin, de los dos a la vez, que ahora Antonio no es capaz de recomponer por sí solo la significación que tiempo atrás creyó inconfundible. Es curioso que esta noche, a medida que transcurría esta conversación y la irritabilidad se apagaba, Antonio Vega haya dejado de juzgar a Juan. La actitud de Juan le parece agresiva le parece cínica, pero ya no le concierne, seguramente es el final, un final cualquiera como todos los finales que se precipitan sobre nosotros un buen día, sin previo aviso. Como la muerte. Sólo hay melancolía, agujereada ahora por un temor juvenil a estar de más, a sobrar, a no tener sitio en este mundo. Un temor que no puede aliviarse con una recta humildad, ni tampoco con un razonable orgullo: con un sensato saber quién se es y cuánto vale uno. Un temor juvenil a desaparecer. Y es juvenil: es una emoción que sobrecoge a Antonio Vega ahora, cargada de esta nota específica de lo juvenil. No se trata de inmadurez o de lo que está en preparación o en marcha —esas situaciones de marcha fatigosa que experimentábamos de jóvenes cuyo fruto no acaba de verse nunca claramente—, no se trata de eso. Es una sensación juvenil de desamparo, es el desamparo que Antonio siente ahora cuando abraza a Emilia y la ve abandonada a la dejadez irreprimible: como si Emilia no pudiera por sí misma —en esa su quebradiza juventud de ahora— incorporarse un poco, alzar la voz un poco, detener un poco el curso de los acontecimientos que se les echan encima. Como un repentino accidente de automóvil en una circulación estable, como una bomba en el metro, o como un aviso de bomba en unos grandes almacenes, de pronto todo el mundo pierde pie por un instante, y nadie es capaz de entender por qué ocurre aquello, y de pronto el caos. La única diferencia entre esas situaciones y la situación de Antonio y Emilia ahora es que el absurdo que les embarga es casi invisible desde fuera. Y es silencioso. Como una metástasis cancerosa. De pronto es ya tarde para operar, para cambiar el régimen de vida, para reanudar la vida, una silenciosa falta de sentido, la metástasis se adueña de todo. Tan fuertes son estas impresiones que Antonio ha declarado que quiere irse porque conversar le resulta insoportable. A eso se agarra Juan Campos ahora.

—Por cierto, Antonio. ¿Qué planes tenéis? Me refiero Emilia y tú, porque es evidente que no estáis ya, ni mucho menos, como estabais hace tan sólo unos meses. ¿Os vais a ir, o qué? Recordarás que me dijiste que te ibas, que estabas pensando en marcharte. Nada puedo hacer por reteneros, no depende de mi voluntad, ya no. Pero en fin, si os vais a ir, me encantaría saberlo con una cierta anticipación. Lo razonable es aún lo razonable. Saberlo con un mes de anticipación como mínimo. Podemos empezar a contar desde hoy mismo si quieres. ¿Pero qué menos que un mes para dar con alguien que os sustituya? Si me permites la expresión, esta expresión absurda, nadie puede sustituiros, ni a Emilia ni a ti. No será fácil dar con alguien que quiera quedarse aquí conmigo para siempre. En este Asubio asolado por la lluvia y la incertidumbre. Tú tienes la palabra, Antonio...

—Puedes empezar a buscar ya si quieres, Juan. Un mes aproximadamente, y nos iremos, incluso antes si encuentras a alguien antes...

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