Read La fortuna de Matilda Turpin Online
Authors: Álvaro Pombo
—Emilia, yo no sé si estamos hablando demasiado esta noche, te estás cansando a lo mejor, sin darte cuenta...
—No, no. Quiero contarte todo esto, lo que yo vi aquel día, lo que dijeron. Matilda dijo:
Y luego también hay otra cosa, además, Juan. De esto tengo yo toda la culpa y te pido perdón. Me encontraba tan mal, tan rabiosa por morirme, que no te quería ver me
pareció que no te interesaba, que te distraía muriéndome, o algo así. Cuando ya se vio que no había arreglo, tuve la impresión de que te daba igual, te resignabas... Y entonces Juan se volvió a separar de la cama y volvió a darse el paseíto ese, con las manos a la
espalda y volvió al lado de la cama, y dijo secamente:
Bueno, y ¿qué querías que hiciera? Tú no eres una persona fácil, Matilda, y estabas muy furiosa, muy agresiva, pensé que era mejor dejarte en paz.
Y Matilda dijo:
Lo siento mucho, Juan.
Y Juan dijo:
No vale la pena que lo sientas, ya está hecho.
Y entonces Matilda pegó un grito horrible y se echó fuera de la cama, aunque no pudo por el peso de la colcha y de la manta, se cayó encima de mí y yo la agarré para que no cayera al suelo. Agarrada a mí, de rodillas en el suelo, gritó:
¡Qué está hecho, hijoputa, qué está hecho, todavía no estoy muerta! Y Juan,
entonces, bajó la cabeza y sin mirarla salió de la habitación, cerró la puerta de un portazo.
—A ver si lo entiendo, explícame otra vez esto, Emilia, que no lo entiendo bien... Antonio se siente exaltado: siente que esta a punto de lograr el giro indispensable en el duelo de Emilia: tras este giro, si por fin se produce, seguirá la pena y el recuerdo, pero se verá libre, Emilia, de la re petición obsesiva, del dolor enquistado ¡y ésta es la fórmula, hablar de todo lo que pasó esa tarde, palabra por palabra!, exclama entre sí Antonio Vega, desmesuradamente alegre como un hombre enamorado—. ¿Tú qué crees que quiso decir Matilda, por qué se enfadó porque Juan dijera:
ya está hecho?
¿Qué crees tú que quería decir Juan con eso? Igual Matilda no entendió lo que Juan quería decir...
—Sí lo entendió, yo lo entendí, Matilda lo entendió, Juan lo entendió, ¿cómo no íbamos a entenderlo, Antonio?
Le acababa de pedir perdón. Matilda no pedía perdones muchos, algunas veces sí, pero no muchas, ni yo tampoco, pero algunas veces sí. ¿Verdad que sí, Antonio?
—¡Claro que sí, tú sí pides perdón! ¡Hay que pedir perdón en serio, algunas veces!
—Pues esa tarde lo pidió Matilda, dijo que sentía lo que había pasado se refería, creo yo, sobre todo, a lo de no dejarle entrar a verla y eso, pero también a todo lo anterior, a lo que hubiera pasado entre ellos, en todos los pasados, presentes y futuros de los dos, yo la conocía, Juan tenía que conocerla. A veces tenía dudas de lo que pasó, de lo que hizo, se arrepentía. Y esta vez se arrepintió, ahora que ya no quedaba tiempo, apenas queda tiempo, y entonces pide perdón a su marido, porque Matilda creía firmemente, y yo también, y tú también, nosotros creemos firmemente que una última acción bien hecha, aunque sea la última vez, un sentimiento serio, aunque sólo sea una vez, y el último de todos, cambia todo, rebota hacia atrás y cambia todo. Por eso Matilda dijo:
Lo siento mucho, Juan.
Y Juan dijo: No vale la pena que lo sientas, ya está hecho. Yeso fue lo que Matilda no pudo aguantar la ira le volvió sólo por eso, porque nada hay más mentira que eso, que no puedas al final cambiar, puedes cambiar, puedes pedir perdón, y eso significa que lo que está hecho, a la vez no está hecho, que el pasado a la vez es el futuro, y que sólo hay futuro en nuestra vida...
—Ahora le tiembla la voz a Emilia y Antonio no sabe qué hacer, la emoción de Emilia le embarga a él mismo también: la identificación de Emilia con la voluntad de Matilda en el último instante de su vida, y su sensación de fracaso, su frustración, al creer que Juan se ha resignado ya con la muerte, porque ya está todo hecho—. No debió insultarle, eso igual no. Matilda era agresiva a veces, tenía Juan que haberse estado ahí, haberse quedado hasta el final, haberse liado a bofetadas con Matilda si hiciera falta, y conmigo.
¡No nos podemos ir, aunque sólo falte un segundo hay que estar ahí, Antonio! ¿Tú también piensas eso, Antonio?
—Sí, yo también.
—Lo sé. He vuelto a verlo todo. Lo malo es que ahora sí que está ya hecho. Ya se acabó, ahora sí que sí.
Finalmente, agotada, Emilia se ha quedado dormida. Antonio da vueltas a las últimas frases de Emilia: sólo hay futuro. Tiene razón Emilia. Sólo hay futuro. ¿Cómo es que no es capaz Emilia de aplicarse a sí misma, a su vida con Antonio esta idea? Antonio estuvo a punto hace un rato de agarrarla por los pelos y gritárselo a la cara: ¡tienes razón, Emilia, claro que tienes razón, tú misma acabas de decirlo, futuro es todo lo que hay, lo único que hay! Pero Emilia al final ha dado muestras de apagarse de nuevo y Antonio no se ha atrevido a forzar la discusión, si es que se trata de una discusión. Antonio comienza ahora a dar vueltas a que tal vez un psiquiatra pudiera ayudar a Emilia ahora, quizá se trata, después de todo, de una obsesión, de una depresión grande, que pudiera aliviarse químicamente. De las depresiones se sale. ¿Está siendo Antonio un loco no llevando a su mujer a un médico? Siempre ha oído decir que un considerable número de suicidios se hubieran podido posponer o evitar del todo con la medicación adecuada. Antonio esta noche vuelve a dar vueltas a esto mismo, y también vuelve a dar vueltas a su convicción de que Emilia no está loca. ¿Se está dejando morir a ojos vistas y no está loca? ¿No será Antonio Vega el que está loco?
Ella quiere —repite mentalmente Juan Campos— ella quiere. La gracia, para Juan está en decir esta frase: hacerlo resultará un efecto colateral de decirlo. Juan Campos sonríe y repite mentalmente: ella quiere. Ella, Angélicas está encendida,
ah hit up,
que hubiera dicho sir Kenneth, queriendo decir que estaba pasada de copas. No está pasada de copas esta tarde, sin embargo, Angélica. Sólo han tomado un whisky cada uno, el de Angélica con mucho hielo y agua. Sólo está completamente equivocada errada. Y esto es consecuencia —como Juan sabe de sobra— más del ayer y el anteayer que del hoy. Desde el beso siente, Angélica que se transforma en Matilda. El beso fue la orden de partida. Desde muchísimo antes, desde recién casada, desde un principio, trató siempre de imaginar cómo harían el amor Juan y Matilda. En el imaginario de Angélica no hubo nunca —ni tampoco ahora— ni una brizna de esa sexualidad deshumanizada que denominamos pornografía. Angélica no se imaginaba el amor de sus suegros para estimularse eróticamente o por curiosidad, sino para elevar la calidad de su propio amor por Jacobo. Había en los primeros años de matrimonio una voluntad ingenua —un poco pedante, es cierto, muy esnob— de asemejarse a su suegra en todo. En esto de hacer el amor (Jacobo Campos era un buen amante, cariñoso, en una línea deportiva no muy imaginativa, pero satisfactoria), al pensar en sus suegros, Angélica imaginaba un poco un plus, el plus ultra. Imaginaba que hablarían de amor y que no hablarían de amor al mismo tiempo. Les imaginaba amantes poéticos, una conyugalidad poética y cotidiana que contradijera esa obviedad lógica que humorísticamente menciona Bryan Magee, según la cual what is permanently the case cannot be exceptional. Vino después la época de sentirse rechazada por Matilda, un poco desilusionada por Jacobo, otro poco desilusionada consigo misma por no decidirse a tener hijos (esto implicaba una encendida defensa de que no tenerlos era preferible a tenerlos), después el gran despegue financiero de Matilda, después la enfermedad, después la muerte, después el duelo. Y después Juan Campos y el Asubio. Fue como el argumento lineal de una película francesa. Una vez en el Asubio, a raíz del episodio de la bella ciclista y las indudables atenciones de su suegro —que traspasaban, como en imagen, los límites de lo apropiado, sin llegar en realidad a traspasarlos nunca— se enamoriscó de Juan en la misma proporción en que rencorosamente se había comparado con Matilda. Aquí los tiempos sentimentales de Matilda sustituyen la linealidad por la simultaneidad. Todo lo que siente Angélica se representa en presente, anticipándose un poco y retrasándose un poco a la vez. Luego creyó que Juan la necesitaba. Luego —y esto también venía de atrás, pero se incrementó con la estancia en el Asubio— reconoció que era ya imposible regresar al piso de Madrid y al Jacobo de antes. La informal separación que tuvo lugar tras la última visita de Jacobo la dejó tranquila. Lo de la cueva de los Cámbaros fue un sobresalto aunque no pasó nada:
casi lo más sobresaltante de todo fue que no pasara nada, y que Juan se limitara solamente a asustarla cambiando de voz y hundiéndose en las sombras y agarrándole repentinamente la mano con la mano. Desde hace unas horas, desde después de almorzar, no es de noche y no es de día: ahora es una hora sin afueras. El cuarto de estar de Juan Campos produce en Angélica la impresión de un amplio espacio interior blindado. Es reconfortante la sensación de que no hay salida y de que han llegado los dos, por fin, a un final inequívoco e irremediable. Esto es reconfortante porque no hay ninguna necesidad de tomar ninguna decisión. No tienen que hablar ninguno de los dos: todo es implícito, intensamente implícito. Angélica es Matilda: están los tres: Juan, Angélica y Matilda. Angélica piensa que ahora por ósmosis inhala y exhala una gran cantidad de irrealidad e idealidad vital, erótica también, con la ayuda de Juan y —esto es lo fascinante— con el consentimiento fantasmal de Matilda Turpin. Ella quiere. Matilda quiere. Juan quiere. Y yo quiero.
—Te amo, Juan —declara Angélica.
—Lo sé, y yo más —murmura Juan que se ha arrodillado delante de su nuera, una rodilla en tierra y ambas manos apoyadas, de momento, en el brazo del sillón. (Cualquier observador independiente de esta escena tendría la impresión de que Juan está tomando el pelo a su nuera. Esa rodilla en tierra, esas manos cruzadas sobre el brazo del sillón, ese rostro alzado al rostro de Angélica, es pura ópera bufa, pura parodia de una alta comedia.)
—¡No seas infantil! —comenta Angélica y suelta una risita: está encantada, está un poco nerviosa, está tranquila, está a la expectativa. ¿Y si después de todo no fuese por fin a pasar nada?
—¡Todo amor es infantil, Angélica! —Se le hace a Juan la boca agua: la parodia está alcanzando una gran perfección con la mínima cantidad posible de recursos dramáticos, una auténtica ópera bufa. Un dueto bufo.
—¡Qué bonito eso que dices, Juan, tú tienes las palabras, siempre tienes las palabras, ésas, las que llegan al corazón, Juan!
Juan, todavía en la posición inicial de rodilla en tierra, separa la mano derecha del brazo del sillón y la posa sobre la rodilla de su nuera: al hacerlo abre un poco, en ángulo, las piernas de Angélica.
—¡Lee el corazón, Angélica, tú lee el corazón! ¡Ahí hace delicioso hasta diciembre, ahí en Baden-Baden!
—¿Qué quieres decir?
—¡Oh, nada, no quiero decir nada!, ¡es una no-cita tonta, una no-tonta no-cita, una bagatela, mera mera bagatela, para dar color local!
Angélica suavemente, irresistiblemente se incorpora, con un curioso aire de gimnasta que hace abdominales, las dos manos acompañan el movimiento del torso hasta posarse en la cabeza cana de Juan, cuyo brazo ha ascendido pierna de Angélica arriba. Angélica besa el pelo cano de su suegro.
Juan ha detenido la mano poco antes de llegar al pubis, ha sentido la tela de la braga de Angélica y el estremecimiento de Angélica. Ha retirado un poco la mano. Angélica ha hundido su cara en el pelo de Juan y le abraza la cabeza. Y Juan piensa: ¡ea, he aquí mi primera infidelidad! Amé a Matilda, deseé el cuerpo de Matilda, guardé rencor a Matilda, la guardé buenas ausencias también. Ahora soy viudo, un viudo infiel a la memoria del fantasma de mi legítima esposa. ¡He aquí un buen batiburrillo!
The nonsensical,
que diría Matilda. Angélica cree que la deseo, pero no la deseo. Y ni siquiera deseo el deseo. ¿Qué deseo entonces? Deseo cortar la retirada de Angélica. Si me paro aquí, Angélica interpretará este parón en términos de mi rectitud de intención: creerá que no sigo adelante porque la amo demasiado porque la respeto, porque es la mujer de mi hijo, y porque respeto a mi hijo. Entonces Angélica imitará esta presunta buena intención mía y se retirará, dirá: es un amor imposible, Juan, o cualquier otra idiotez. Y si se retira dejará de ser manipulable. Tiene que no poderse retirar, en el fondo es también lo que ella quiere, no tener oportunidad de retirarse, quedar atrapada. Pues bien, que así sea:
—Ahora, Angélica, estamos los dos solos, la tarde es la soledad, esta habitación es la soledad de los dos juntos. No vamos a dejarlo ahora aquí, a medias, porque sería acobardarnos, sigamos adelante.
Lo curioso es que Angélica tan enhechizada como está, oye una canción de amor, un lamento amoroso, un aria de amor. Juan levanta con ambas manos un poco la falda. Ahora está excitado. Es una excitación mecánica, la erección es automática. Juan sospecha que no durará mucho, no hace falta que dure mucho. Lo único esencial es que Angélica sienta el pene de su suegro firme y erecto dentro de su vagina. Eso es lo indispensable. Tiene que no tener la menor duda de que esa noche consintió amorosamente en que su suegro la penetrara en su despacho tiene que sentir y recordar que deseó que esto sucediera, y que sucedió. Juan penetra a su nuera y se corre dentro. Ya está. Juan se retira, se cierra la bragueta se ajusta los pantalones. Angélica se baja la falda. Se besan.
—Te amo, Juan –murmura Angélica.
—Lo sé, Angélica y yo más. Y ahora, además, no tiene vuelta de hoja. ¿Vas a contárselo a Jacobo?
—¡Por Dios, no!
—La verdad es que no tienes por qué contarle nada.
—¡Es que además no podría!
—Poder, podrías. E incluso deberías, si no estuvieseis separados. Pero estando como estáis, prácticamente separados, y yo viudo, esto no llega ni siquiera a incesto. Tú y yo sólo somos afines, no consanguíneos, se trata de una mera infidelidad puntual.
—¡Me siento horrible, Juan!
—Eso es un efecto poscoital clásico, Angélica, a todas os pasa.
—Es la primera vez que me pasa.
—A mí también, Angélica, también a mí.
—No lo hemos podido evitar porque nos queremos, Juan, era imposible.
—Así es, Angélica, así es.
—Ya ninguno de los dos podremos nunca olvidar esto... porque nos queremos.