La fortuna de Matilda Turpin (41 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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—Pero vamos a ver, Angélica, en Madrid qué es lo que te pasaba a ti en Madrid, yo me doy cuenta que te pasaba alguna cosa porque estabas como murria, y desde que estás aquí te veo mejor.

—Lo ves, estoy mejor.

—Me alegro, pero eso no es motivo para mandarlo todo así a la mierda.

—Sí es motivo, O mejor dicho: no lo es. Pero déjame pensarlo, por favor. Una mujer tiene que tener su propio tiempo para pensar lo que tenga que pensar. No todo es ser como tu madre, una mujer de acción, una impulsiva y venga y dale. Yo tengo que tener un tiempo mío para pensarlo todo bien pensado porque es que tengo que pensar, Jacobo, yo tengo que pensar. Yo sin pensar no viviría.

—Pues piensa lo que tengas que pensar. Pero yo me voy mañana.

—Bueno, vete.

—¿Y después?

—Pues después ya se verá, Jacobo. Hasta que la vida no da toda la vuelta, no se ve ni siquiera un poquitín, ni eso. Eso tu padre te lo explicará bien bien. La significación intrínseca de cada cosa, cosa por cosa, hasta que la vida no da toda la vuelta, no se ve ni todo ni por partes. Porque todo es perspectiva, tu padre dice. Un perspectivismo radical. Yo soy yo y mis circunstancias, tu padre dice, que es lo mismo que Ortega decía siempre. Que los árboles no te dejan ver el bosque...

—Bueno, Angélica, mira. Lo que vamos a hacer entonces, Angélica, es que tú te quedes aquí y lo hables todo con mi padre, pero no conmigo y con mi padre a la vez, eso imposible. Me mareo sólo de pensarlo. Y cuando lo tengas todo bien hablado y la vida dé la vuelta esa que dices, pues me llamas y lo hablamos.

—¡Eres increíble, Jacobo, increíble! ¡Sabía que al final lo entenderías!

Esta vez es -piensa Jacobo— la primera vez que entro en este despacho de mi padre, y me siento frente al fuego de mi padre para hablar de mi matrimonio con mi padre. Esta elaborada cadeneta de ocurrencias mentales acentúa la natural tendencia de Jacobo Campos a hablar poco. El hecho de que se trate de una única ocurrencia (a saber, que el hijo mayor de Juan Campos apenas se ha sentado nunca a hablar de nada con su padre) hace que contenga en su sencilla verdad un como resorte sorpresivo: la verdad es que es verdad que Jacobo Y Juan apenas se han hablado nunca de nada, que no sea lo corriente. A ojos de Juan Campos, la aparición de su hijo en su despacho con una visible intención de hablar de algo y sin saber bien cómo empezar le parece fascinante y cómico. El sentido del humor hace las veces del afecto en este caso: no le quiere pero le hace gracia, por lo menos durante un rato corto. Decide Juan sacar él mismo el tema que su hijo acabará sacando con el tiempo.

—Tengo entendido, Jacobo, que te vuelves a Madrid. Sin disparar ni un tiro además. Lo siento, créeme que lo siento. Comprendo que en vuestra situación no estéis para andar de cacería...

—Pues no, no mucho.

—Sé lo que os pasa, Angélica un poco me ha explicado la cosa de qué va, es lo más normal. Con tu trabajo, y ella mano sobre mano todo el santo día en la casa sin saber en qué dar, se agrian las convivencias, hasta las más íntimas y profundas se ajan y deterioran, más aún, estoy persuadido de que cuanto más profundas las convivencias son, como es la vuestra, más se ajan cuando los proyectos de ambos cónyuges van cada uno por su lado. ¿Estás de acuerdo?

—Estoy... Supongo, sí... de acuerdo. Lo que yo quería saber, papá, es lo que te parece, o sea, si te parece, que Angélica se quede aquí unos días más contigo, por lo menos hasta navidades, o no sé...

—A mí, Jacobo, me parece bien, si a ti, Jacobo, te parece bien. Si a vosotros dos os parece bien, a mí, Jacobo, me parece bien. Esta casa es vuestra casa, como es lógico, y Angélica viene a ser para mí como una hija. Más casi te diría que una hija, porque a Andrea casi no la veo. Desde que se casó con este chico, este Ángel Luis...

—José Luis.

—¿Cómo dices?

—Que se llama José Luis, papá, no Ángel Luis, José Luis.

—¡Eso, José Luis!, ¡qué tonto estoy!

—Conmigo se lleva Angélica a matar, papá, bastante mal. Porque no tenemos de qué hablar. Reconozco que una vez que vuelvo a casa después de todo el día en el banco, lo que me apetece menos, lo que menos, es hablar. Esto lo reconozco.

—Te comprendo. Tu madre, que en paz descanse, siempre lo decía de los bancos, de las oficinas bancarias, vaya, porque a ella los bancos mismos la encantaban. Decía: un banco aburre a un buey de madera. Se refería, yo supongo, más bien a sucursales. Y claro, aunque tú no estás en sucursales, sino mucho más arriba, completamente otro nivel, lo cierto es que a la postre, a la fin y a la postre, incluso a tu nivel, también un banco te aburre que te mata. Llegas a casa, y qué se puede hacer, dejar de ser, dejar de hablar, dejarte de aburrir siquiera un rato. Desde las veintidós horas
post meridiem,
un poner, hasta que acaba «Tómbola» a las dos ¡qué inmensa paz! Lejos del duro banco y sin hablar ni una palabra. Ya habla Angélica por ti...

—Solemos ver más bien películas lo de «Tómbola» a mí no me hace gracia, a Angélica tampoco.

—Te comprendo, a mí tampoco. «Tómbola» es muy vil.

—No sé, a mí no me divierte.

—En cualquier caso, dan la una, dan las dos, es hora de acostarse y de dormirse, de levantarse e irse al banco refrescados.

—Así es, pongo el despertador a las siete.

—Admirable —declara Juan Campos, quien para ocultar la risa se acaba de levantar y se dispone a servirse un whisky doble—. ¿Te apetece un whisky, Jacobo?

—No, gracias. —Hace ya rato que Jacobo ha superado su inicial sensación de extrañeza ante la presencia de su padre. A estas alturas, su inhibición y su aprendido (y quizá mal entendido) sentimiento jerárquico, tan bancario, del respeto por las figuras de la autoridad se ha disuelto casi por completo y percibe con toda nitidez la mala leche paterna, el tono guasón, la gana de reírse a costa de su hijo, a costa de cualquiera. Es la primera vez que Jacobo habla con su padre de su matrimonio. Ahora que la inhibición se ha reducido, y ha sido sustituida por la idea de que su padre está dispuesto a tomarle el pelo, Jacobo pone en marcha una estrategia aprendida allá en su niñez (y en broma, con Antonio Vega), y confirmada después amargamente en el banco, que dice, el que da primero, da dos veces. Así que dice:

-Que yo sea un aburrido no es ninguna novedad, ¡no hace falta que me lo recuerdes, ya lo sé!, pero que Angélica se aburra tanto en Madrid que tenga que quedarse aquí a vivir para aburrirse algo menos es ridículo. Todas las mujeres de mis amigos hacen una vida parecida a la de Angélica: organizan a la ecuatoriana, llevan los niños al colegio, van a la peluquería y acaban las tardes, días alternos, jugando a la canasta en casas unas de otras.

—¡Bien dicho, chico!, pero claro, hay un pero, hay un pero, ¡hay un pero, Jacobo!

—¡Qué pero ni qué hostias! —exclama Jacobo, que está furioso ahora.

—Hay el siguiente crudo pero, Jacobo, que paso a detallarte: la pobre Angélica no tiene niños que llevar a ningún sitio, porque no tiene niños, no los tiene, no tenéis hijos ni queréis tenerlos, no queréis.

—¡Por favor!

—¿Tú quieres tener hijos?

—A mí me da igual, supongo. Ella es la que no quiere,
nunca
quiso, nos casamos con esa condición, el no tenerlos.

—Vale. Dejemos esto. Dejemos todo. El caso es que tú mismo reconoces que lo vuestro no va bien, va mal, y de hecho has venido a preguntarme si me puedo quedar yo con Angélica. Yo puedo, ya te lo he dicho, yo sí puedo. No hay más que hablar.

—No, no hay más que hablar. Sólo que es una rareza. ¿Hasta cuándo piensa Angélica quedarse aquí contigo?, supongo que no lo sabes tú, no lo sabe ella, y no hay manera de saberlo. Yo estoy, sabes, papá, un poco cansado. Quizá Angélica debiera quedarse aquí contigo a estudiar filosofía, eso la encanta, y podríais de paso discutir toda mi madre entera. Eso también la encanta a mi mujer. Mi madre fue desde que nos casamos su obsesión favorita, ahora tiene la oportunidad de hablarlo contigo de pe a pa, todo otra vez. Mamá también fue tu obsesión, ¿no, papá?

—Admirablemente zumbón, Jacobo, me encantas. En este nuevo
mood
de agresor y de cínico y de amargo. Así me encantas mucho más que en ese rol tuyo pavisoso, que de ordinario exhibes, el de alto empleado ejemplar de un gran banco.

—Estoy cansado y me largo ahora, nos vamos Felipe y yo de vuelta a Madrid. ¡Ahí os quedáis! ¡Ojalá Angélica saque partido de tu inmensa sabiduría, padre! Yo ciertamente jamás aprendí nada contigo. Por mi culpa, que conste, porque desde que nací fui un alto ejecutivo ejemplar que aburre a un buey de madera...

Jacobo y Felipe Arnaiz sacan sus maletas y escopetas, montan en el todoterreno de Arnaiz, salen de viaje a Madrid media hora más tarde. Angélica les ve irse desde su cuarto: el cielo es liso, líquido, suave y precursor como la lluvia, como el tiempo. Angélica está sumida devotamente en este instante, en este tiempo suyo del Asubio, tiempo del
tertio excluso,
cualquier cosa puede ocurrir, o nada, o todo. Lo que ocurre es que, al volverse, Angélica se da de bruces con Juan Campos, que entra en su dormitorio, cierra tras sí la puerta, se dirige a Angélica a buen paso, son en total tres largos pasos desde la puerta hasta Angélica, y comenta:

—Jacobo acaba de irse hecho una furia. ¿Qué le has hecho, Angélica, a mi hijo?

Angélica no responde nada. No hace falta. La voz de Juan Campos es espléndida, baja, clara, doctoral, matrimonial, genial, la voz de la conciencia libre de prejuicios y de tiempos pasados. Por fin, en un Asubio sin Matilda, Juan besa tiernamente a su nuera en sus absortos labios.
Era un jazmín el sí, los labios de ella.

XXXVIII

Era como un jazmín el sí, los labios de él. Un jazmín revenido,
revenant,
ha sido un salto cualitativo este acto de Juan Campos de aparecer en la puerta del dormitorio de Angélica, abrirla silenciosamente, cerrarla silenciosamente tras sí, avanzar con tres enérgicos pasos hasta su nuera y besarla en la boca. Es también una gamberrada. Un acto gratuito de violencia pensada como quien elabora mentalmente una gracieta que soltará después en una reunión donde sabe que la ocurrencia tendrá una recepción ambigua. En parte gozosa, porque Angélica ha sentido como un gozo al ser besada sin previo aviso por su suegro, y en parte se ha asustado y escandalizado como cualquier nuera ordinaria con quien de pronto su suegro se propasa. Aún podía este estúpido beso quedarse ahí y no pasar a más: bastaba con que Juan se echara a reír, y pronunciara cualquier cumplido afectuoso donde quedara nítidamente expresa la intrascendencia de la acción: al fin y al cabo, entre los dos hay una considerable diferencia de edades y Juan no desea sexualmente a su nuera. Lo que Juan desea, sin embargo, está por ver. En líneas generales, Juan Campos cree, con Freud, que hay algo en la naturaleza misma de la sexualidad que determina una eterna ausencia mental de satisfacción. Esta insatisfacción constitutiva permite el incesante juego amatorio si —como en el caso de Juan, ya viudo— ningún compromiso ya le ata. Pero no es Juan Campos, nunca lo fue, un picha brava. Fue fiel a Matilda y no puede decirse que ahora sea infiel a la memoria de Matilda o desleal con su hijo Jacobo. Nada les quita, a ninguno de los dos, que aún tuvieran: ni a Matilda ni a Jacobo. En un mundo moral, donde las proposiciones éticas se justificaran sólo si son universalizables y válidas intersubjetivamente, cabe pedirle a Juan Campos responsabilidades por su descarado incesto. Pero el descaro es la nueva posición moral que está cada vez con más consistencia adoptando Juan Campos: cada vez se siente menos atado por responsabilidades o, como él mismo preferiría decir: por costumbres. Matilda ha muerto y se han liquidado todas las costumbres. El Asubio, en este momento, representa esa absoluta liquidación, la absoluta almoneda, el descaro superficial e irresponsable.

Y ahora, ya en franquía, ahora sí que está libre Juan Campos, ahora incluso podría Matilda aparecérsele como se aparece un condenado a otro condenado en pleno infierno.

Está Juan Campos muy interesado —siempre lo estuvo, y ahora cada vez más— en lo que pasa inmediatamente después de que pase algo gordo. ¿Qué pasó inmediatamente después de que se estrellara el primer avión contra una de las torres gemelas? ¿Qué pasó inmediatamente después de que Matilda, moribunda, echara a Juan de su habitación de moribunda? ¿Qué pasa después de haber besado, como ahora, a quien no debe? No está interesado Juan en una ordinaria presentación de segmentos que siguieron a la secuencia en cuestión: está interesado en el intervalo, con seguridad mílimétrica, entre un acontecimiento dado y el instante siguiente. Lo que a Juan le interesa se advierte mejor en microprocesos que en macroprocesos: lo que ocurrió de hecho en las torres gemelas un instante después de la primera explosión es, dada la magnitud del edificio y del acontecimiento, infinitamente complejo, no se adapta bien a los análisis de gabinete que a Juan le gustan. Cada vez que Juan trata de analizar estos mínimos espacio- tiempos de lo inmediatamente posterior a un punto cualquiera, dado ya, se siente husserliano, es decir, se siente en posesión de sus facultades descriptivas narrativas, intelectivas, tanto más cuanto más concentra el rayo de atención de su conciencia en un punto mínimo presente ante la acción cognoscitiva del yo. Lo importante para Juan Campos es que el objeto en cuestión,
el cogitatum,
sea tan pequeño como sea posible: así, por ejemplo, le encanta a Juan describir con todo detalle, concentrando toda su atención en el instante siguiente al instante en que besó a su nuera en los labios. ¿Qué sucedió en ese instante? Por un momento, mientras piensa en estas cosas, sentado ante la mesa de su despacho y provisto de una pluma y abundantes folios, se divierte Juan Campos imaginando deliberadamente en broma, alguna de las muchas cómicas gansadas que pudieron suceder, y que no sucedieron: Angélica pudo haberle dado un bofetón. Juan pudo no atinar del todo bien en los labios de Angélica por falta, digamos de costumbre, haber resbalado un poco hacia la derecha o a la izquierda, con lo cual, el beso, en vez de apasionado hubiera resultado un paternal beso en la mejilla. Angélica pudo haber gritado. Pudo Juan, para evitar que Angélica gritara, taparle la boca con la mano libre (dado que, para poder besarla, tuvo que sujetarle un poco el talle, como en las fotografías de los antiguos estudios fotográficos). Pudo Angélica haberle preguntado:
¿Y
esto a qué viene, Juan? Juan pudo haber declarado: Angélica, te amo. O, como continuación a esta frase, pudo decirle: lo nuestro es imposible, pero te amo desde el primer momento en que te vi. O esto mismo pudo haberlo dicho Angélica... Acaba de acordarse Juan ahora que, en el instante que siguió al beso, Angélica murmuró algo que sonó a:
amor imposible,
o quizá:
un amor de pecado.
En ambos casos, algo de esto debió de decir Angélica porque Juan recuerda haber, tras besar a su nuera, dado un pequeño paso atrás y haberse brevemente echado a reír de buena gana:

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